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lunes, 29 de marzo de 2021

LIBROS DE OCASIÓN: "LA CASA DE OZU" (Marta Peris Eugenio, Shangrila, Valencia, 2019)

 


por el señor Snoid




Lo han vuelto a hacer. Los muchachos de Shangrila han vuelto a sacar un volumen insólito y excepcional. Insólito porque los estudios sobre cine y arquitectura son, lamentablemente, escasos, y excepcional porque el rigor analítico que demuestra la autora, Marta Peris Eugenio, es digno de todo elogio.

El libro se centra en las seis últimas películas de Yasujiro Ozu, quizá la parte de su obra más conocida y accesible para los espectadores, con apuntes sobre otras películas señeras del maestro japonés, como Tokyo Monogatari. Se nos muestra la disposición de la casa tradicional japonesa y el empleo que hace Ozu de los espacios interiores para lograr diversos efectos dramáticos, emotivos y de descripción de personajes; el empleo de sus tradicionales ángulos contrapicados, el plano cercano y la mirada “a cámara” de sus protagonistas, todo ello relacionado con los espacios habitados por los protagonistas de los films del director y la estrecha relación que se produce —como en todo gran cine, por otra parte— entre la personalidad y el carácter de los personajes y el espacio, emanación y reflejo de las acciones y psicología de estos: algo que el Expresionismo alemán inauguró y explotó durante los años 20 del siglo XX y que constituyó una de sus grandes contribuciones al arte cinematográfico; un aspecto capital que aprovecharían posteriormente cineastas como Ford, Borzage, Renoir, Welles y tantos otros. En palabras de la autora:

“Ozu logra asomarse al mundo interior de los personajes y no lo hace de su mano, en tanto que los personajes nunca exteriorizan sentimientos, si no es en situaciones muy concretas. Lo hace principalmente a través de la casa. El cineasta logra trascender el espacio doméstico para construir atmósferas que permiten al espectador percibir la intimidad de los personajes” (p. 188).

 






Planos iniciales de Historia de un vecindario (1947)

El volumen está magníficamente editado, y, como diría la publicidad de antaño, “profusamente ilustrado”. Hay una apreciable cantidad de fotogramas que apoyan las escenas analizadas por Marta Peris; además se incluyen numerosos planos y croquis —muchos de ellos realizados por la autora— que, por un lado, contribuyen a nuestro entendimiento del uso del espacio por parte de Ozu, y, por otro, nos ayudan a introducirnos en lugares que resultan un tanto ajenos a los usos occidentales —por ejemplo, la “descentralización” de la casa japonesa. La autora nos proporciona asimismo un utilísimo glosario, no sólo de términos arquitectónicos y decorativos, sino de características propias de la cultura japonesa. Términos, en ocasiones, de difícil traducción.



Escena de Principios de verano (1951)

Las únicas objeciones que podríamos plantear son algunas interpretaciones sobre la obra de Ozu y la evolución de su carrera. Así, se afirma que las últimas películas de Ozu “pertenecen (…) a la etapa de madurez del director cuando su estilo culmina un proceso de depuración consistente en la reducción de recursos cinematográficos hasta los imprescindibles” (p. 11). Lo cierto es que Ozu ya había depurado su estilo muy tempranamente: en un film como El hijo único (1936) están ya los rasgos del Ozu tardío: inmovilidad de la cámara, frontalidad, pillow shots (o “planos vacíos”, como sugiere la traducción que la autora hace del término). De Ohayo (Buenos días) se afirma que la televisión “se infiltra en el corazón de la casa, perturbando el silencio y la paz de la familia, para acabar en motivo de discordia y enfrentar a padres e hijos. Ozu presenta este conflicto generacional como espejo de la vana resistencia contenida de la sociedad japonesa a sucumbir a la occidentalización” (p. 27), o “los niños, la sociedad del futuro, necesitan hablar inglés” (p. 28). No es quizá lo que la “modernización” del aparato televisivo representa lo que provoca fricciones entre padre e hijos, sino que se trataba sencillamente de que un televisor era un artículo de lujo en el Japón de 1958 para una familia de clase media. En cuanto a la “lengua de la globalización”, hacía décadas que había entrado con fuerza en Japón —como bien atestiguan las películas de los años 20 del propio Ozu y de sus contemporáneos. De hecho, el furor por el aprendizaje de la lengua inglesa comenzó a finales de la Era Meiji (1867-1912), aumentó en el periodo Taisho (1912-1926) y sólo se vio truncado por la ascensión al poder de los militares en los años 30, cuando en el país se impuso un regreso a los “valores tradicionales”.










El sabor del té verde con arroz (1952)

En este sentido, tampoco nos convence la habitual dicotomía entre “modernidad” y “tradición” asociada al cine de Ozu. Es un recurso demasiado simplista para etiquetar los temas de un cineasta tan complejo: algo así como cuando los críticos del pasado señalaban la oposición entre “civilización” y “barbarie” en ciertos films de John Ford como Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946) o El hombre que mató a Liberty Valance (The Man who shot Liberty Valance, 1962). O, ya en un terreno plenamente subjetivo, que prefiramos la versión primeriza de Ohayo, Yo nací... pero, donde, en efecto, Ozu emplearía numerosos movimientos de cámara, característica que iría haciéndose cada vez más escueta en sus películas. O las dos versiones de La hierba errante. Marta Peris hace aquí un excelente análisis sobre el espacio exterior —elemento singular en la filmografía del director es la profusión de escenas al aire libre: como bien explica Peris, es la detallista descripción del pueblo en su totalidad el que nos proporciona algunas de las pistas para aprehender el film— que predomina en la segunda versión (1959), frente a la menor espectacularidad y, en apariencia, laconismo visual de la película original muda (1934). Versión que, sin embargo, a nosotros nos emociona más que su remake.







Planos iniciales de El hijo único (1936)

Nada de esto empaña un extraordinario trabajo. Es este un libro muy recomendable no sólo para los entusiastas de Ozu o del cine japonés, sino también para todo buen aficionado al arte cinematográfico. Nuestra enhorabuena a la autora y a la editorial.



lunes, 7 de enero de 2019

Estrenos de ocasión: "Un asunto de familia" (Manbiki Kazuko, Hirokazu Koreeda, 2018)





por el señor Snoid

Es curioso que con Un asunto de familia Hirokazu Koreeda haya logrado el reconocimiento universal y un cúmulo de premios festivaleros. Y no precisamente porque sea una mala película, sino porque nos parece un tanto inferior a otros films suyos más logrados, caso de After Life (1998), Nadie sabe (2004), De tal padre, tal hijo (2014), Nuestra hermana pequeña (2015), Después de la tormenta (2016) o la que es posiblemente hasta la fecha su obra maestra, Still Walking (2008). Trataremos de explicar el porqué de este tardío “descubrimiento”. 

Como en buena parte de la filmografía de Koreeda, Un asunto de familia trata de los vínculos, relaciones y vivencias de una familia. En este caso se trata de una (aparentemente) bastante disfuncional y que vive en una pobreza infame. Cuando llegamos a su hogar en los primeros compases del film nos topamos con la casa más desastrada y asquerosa que hayamos visto en una película japonesa. Yasujiro Ozu no habría filmado un solo plano en esa casucha y hasta nos atrevemos a afirmar que habría vomitado con atisbarla brevemente. Añadamos, además, que parte de la familia se halla cenando y que la “mamá” se está cortando las uñas de los pies entre sorbo y sorbo de tallarines (la señora Snoid estuvo a punto de devolver su kit-kat sobre la nuca del espectador que tenía delante).



La familia la componen una matriarca anciana, un matrimonio en el que él trabaja a ratos como peón del sector de la construcción —escaqueándose todo lo que puede—, ella como planchadora en una gigantesca planta de tintorería, una nieta que trabaja en un peculiar peep-show, un nieto que se dedica a robar en las tiendas (en ocasiones con la colaboración de papá, quien le ha adiestrado: la primera escena, en la que ambos realizan “la compra” en el supermercado, es un prodigio de ritmo y planificación, sin necesidad de incluir suspense alguno), y otra “nieta” adoptada al inicio del film. La niña vive con dos progenitores sumamente odiosos: el papá zurra a madre e hija y la mamá es una mujer amargada que —intuimos— también pega de lo lindo a su hijita de cinco años.

Los pobres también ríen

A pesar de su pobreza, esta familia es relativamente feliz. Sus miembros disfrutan unos de otros, comparten lo poco que tienen y no sólo son solidarios entre ellos: también con los demás. El ambiente en la pocilga que habitan es sumamente hedonista y divertido. El espinoso asunto de las mangancias queda resuelto por la declaración del nieto, Shota, “Papá dice que las cosas que hay en las tiendas no pertenecen todavía a nadie”. Y comienza a enseñar a su nueva hermana las peculiaridades del negocio, en el que la chiquilla demuestra ser una alumna aventajada.

Como es habitual en Koreeda, del retrato comunal se pasa a los retratos individuales: la nieta mayor Aki se toma su trabajo en el peep-show con una vocación casi misionera: no desprecia a sus clientes sino que incluso siente cierta conmiseración hacia ellos (gran escena en la que, tras el momento de la cabina, le sugiere a un cliente que pasen juntos a una habitación “para que se recueste en mi regazo o nos abracemos”. El momento resulta extrañamente conmovedor). La madre, Osamu, decide renunciar a su trabajo ante la amenaza de una compañera de denunciarla por haber “secuestrado” a la niña. La dureza y determinación de la mujer son parejas a las de la abuela del clan, y en parte es ella quien mantiene la armonía y proporciona el amor que necesitan sus allegados; en este sentido, su relación con la cría maltratada describe su carácter con unas breves pinceladas (“Nunca te pegaré”, le dice cariñosamente mientras le muestra una quemadura similar a una que porta la niña en un brazo: al principio del film, se había opuesto enérgicamente a que la recogieran). Su marido, claro está, es un inútil. Pero divertido.  Y un tanto patético. Y es que siempre es necesario tener un payaso en toda familia bien avenida. Sin embargo, la abuela posee un cierto halo de misterio que sólo se desvelará (desafortunadamente) en la última parte del film.



Hay varios momentos memorables: así, la excursión de la familia a la playa. La abuela, sentada en la arena, contempla a su familia en la distancia, junto a la orilla, y susurra, “Gracias, gracias”. Gracias por tener una familia como esta. O el momento en que el tendero de un estanco al que Shota ha robado insistentemente les regala unos polos al chiquillo y a su nueva hermana y le espeta al muchacho: ”No le enseñes a robar a la niña. No es bueno para ella”. O cuando el propio Shota se deja atrapar por los dependientes de un supermercado y , acorralado, se tira desde un puente: Koreeda no nos muestra imagen alguna del chico: simplemente vemos cómo las naranjas que ha robado se esparcen por el suelo...

Sin embargo, hay un cierto desequilibrio en el tratamiento de los personajes. En principio, parece que contemplaremos la historia a través de los ojos de Shota; después es el punto de vista de la niña el que prevalece; de ahí pasamos al matrimonio, y, finalmente, a Aki, todos bajo la omnipresente y dominante figura de la abuela. Esta estructura no es que resulte confusa, pero de alguna forma tiende a dispersar nuestra atención sobre ciertos personajes en determinados momentos del film.



Algunos opinan que Koreeda es una especie de anti-Ozu. Habría que recordar que en muchas películas de Ozu el mal rollo familiar era frecuente y doloroso: otra cosa es que el director lo disimulara mediante su delicada puesta en escena y el preciosismo de sus encuadres. Y que los críticos e historiadores repitan hasta la saciedad que sus films trataban sobre la dicotomía modernidad/tradición: un reduccionismo sin duda útil, pero francamente insuficiente a la hora de describir la complejidad de su obra. La sutileza de Koreeda al mostrar las relaciones familiares es distinta en cuanto a la puesta en escena.

Por desgracia, Un asunto de familia flaquea en su último tercio, cuando tras la muerte de la abuela (a la que entierran en la propiedad familiar ya que no tienen con qué costear los gastos del sepelio: algo que nos dio ideas sobre ciertos familiares nuestros), de forma elegantemente simbólica, se descubre que “nada es lo que parece”. Y aunque Koreeda establece un evidente contraste entre lo que ha visto el espectador y las conclusiones (erróneas) que de los hechos extraen policías y burócratas de los servicios sociales, el metraje que se le dedica a esta parte “explicativa” es un tanto excesivo y se aportan demasiados datos —de forma, a nuestro entender, innecesaria. Y nos tememos que, en parte, el éxito del film radica aquí: en la apelación a la indignación del espectador que conoce la “verdad” frente a la ignorancia de las instituciones. En cierto sentido, la llegada de la niña es un anticipo de la catástrofe (de forma similar al argumento de A High Wind in Jamaica: la inocencia provoca desastres). No obstante, ello no impide que el resultado final sea excelente, aunque quizá menos brillante que el de algunas de las películas de Koreeda citadas arriba.

domingo, 16 de febrero de 2014

«FLORES DE EQUINOCCIO», DE YASUJIRŌ OZU

Por Francisco López Martín
(https://www.blogger.com/profile/16390775877354915759)



Sin duda, la filmografía de Yasujirō Ozu (1903-1963) se cuenta entre las más personales y admirables de la historia del cine. Higanbana (Flores de equinoccio), estrenada en 1958, pertenece al período final de su carrera. Fue la primera de las siete películas en color que rodó, la mayoría de ellas con el director de fotografía Yûharu Atsuta, cuya colaboración con el realizador se remontaba a 1928. El deslumbrante uso del color enriquece, si cabe, un sistema formal que, progresivamente despojado a lo largo de su carrera, alcanza en sus años de madurez una estilización extraordinaria. No obstante, lo más admirable de esa estilización, junto a su sutileza, tal vez sea su capacidad para desplegar en sus mejores momentos, sin desmarcarse nunca de unas señales de identidad férreamente establecidas (predilección por los planos fijos, posición baja de la cámara, uso de planos sin personajes como único signo de puntuación…), una serie de variaciones que lo alejan de todo mecanicismo. El artificio deslumbra por su naturalidad y se convierte en el correlato formal de esa profunda humanidad que Ozu sabe infundir a sus relatos. En este sentido, Higanbana es un largometraje de una plasticidad y una musicalidad tan asombrosas como las películas que en aquellos mismos años rodaron dos coetáneos suyos, John Ford y Jean Renoir, grandes maestros, como él, de la polifonía y el contrapunto cinematográficos. 
        
La escena que vamos a examinar se sitúa al comienzo de la película. La esposa del señor Hirayama ha asistido junto a él a la boda de la hija de un amigo de la familia. Hirayama ha prolongado un poco la celebración en compañía del padre de la novia y de otro amigo. Como resulta habitual en Ozu, el cambio de escena se señala, visualmente, mediante una serie de planos deshabitados. Examinemos el primero:
1
Se trata de la imagen de un interior doméstico. El plano, que dura unos cinco segundos, está compuesto a conciencia: la distribución de los paneles, la configuración de éstos (ninguno de los tres es exactamente idéntico a los demás), su juego de reflejos y sombras, la esquina de la mesa que aparece en la parte inferior derecha, la tetera roja y el jarrón blanco situados en términos de la imagen progresivamente distantes… Nada está dejado al azar, en una imagen de pulcritud tan impoluta como la de la propia casa. La imagen, además, sería de una serenidad perfecta, si no fuera por el intenso rojo de la tetera, que inevitablemente contrasta con el suave blanco del jarrón. Se trata, además, de una imagen-sinécdoque, en varios niveles: el todo de la casa representado por una parte de ella, pero también el todo de un hogar, con los moradores que en breve veremos habitarla, representados por esos dos objetos, el jarrón y la tetera, que, si, por una parte, riman, por otra parecen establecer un contrapunto mutuo. ¿Sería descabellado ver en ellos la anticipación de la pareja que forman el señor Hirayama y su mujer, o la de sus dos hijas, o la de alguna otra de las oposiciones familiares que empezarán a delinearse en la escena que se desarrolla a continuación?

Aquí tenemos el segundo plano, de duración similar:
2
El plano guarda continuidad temática, pero no formal, con el anterior. Se trata de otro interior doméstico, igualmente deshabitado, y en el que también aparece una tetera, pero la composición de la imagen es muy distinta. Si en aquél dominaban las líneas verticales, en éste imperan las horizontales; si en aquél la nitidez de los últimos términos de la imagen era absoluta, en éste aparecen difuminados; si en aquél la diagonal que unía los dos objetos destacados por la composición –la tetera y el jarrón–, trazaba, de abajo arriba, una diagonal orientada hacia la derecha, en éste la diagonal que va desde las flores hasta la lámpara –los dos objetos que se destacan ahora– se orienta en sentido inverso…

El tercer plano de la secuencia introduce por fin una figura humana:

3a
De nuevo, la composición de la imagen difiere de las anteriores. Repite la idea, presente en el plano que inicia la secuencia, de situar en primer término, a la derecha y ligeramente desenfocada, la esquina de una mesa, si bien ahora ésta ocupa casi la mitad de la parte inferior del plano, y no sólo un rincón. Además, como en aquel plano, la profundidad de campo permite distinguir con nitidez los sucesivos términos de la imagen. Sin embargo, la diferencia más importante, en relación con los planos anteriores, no sólo es la ausencia de diagonales en el interior de la imagen, o la introducción misma de un personaje –la señora Hirayama en el acto de plegar la ropa con la que ha asistido a la boda–, sino el hecho de que, por fin, una presencia ocupa exactamente el centro del plano. Una presencia, además, que aparece enmarcada –y, por tanto, destacada– por las líneas verticales de los extremos del armario que vemos al fondo, y que, a su vez, están enmarcados por las verticales de los paneles que aparecen en términos de la imagen más cercanos al espectador. Esa configuración dista de ser casual: la señora Hirayama es, al mismo tiempo, dueña del plano, centro absoluto, pero también prisionera de él. La casa que acoge es la casa que encierra, sobre todo a la mujer. No en vano, ése es uno de los grandes temas de la película y del cine de Ozu, que en lo temático, como en lo formal, parece tejer infinitas variaciones sobre una serie de motivos básicos. En Higanbana resulta crucial la ambivalencia del hogar, de la familia, del matrimonio, que, por un lado, da, pero, por otro, quita, sin que nunca sea posible saber hasta qué punto –por citar una frase que se repite dos veces más adelante, invertida– convierte lo dorado en gris o lo gris en dorado, ni tampoco a qué precio.

Sin cambiar de plano, la señora Hirayama desvía en dos ocasiones la mirada del vestido que pliega y mira hacia la izquierda. En cada una de ellas, el sonido de un panel nos indica que alguien ha abierto la puerta principal de la casa y la ha cerrado. En la segunda, además de mirar, la señora Hirayama se incorpora y avanza para salir al encuentro del recién llegado:

3b
Corte al plano siguiente, vacío por un instante de presencia humana:
4
En la imagen aparecen varios de los objetos de los dos primeros planos de la secuencia: la tetera roja, las flores, los vasos, el objeto envuelto, la lámpara… No obstante, si nos fijamos bien, veremos que la disposición de los objetos es exactamente la inversa. Los que estaban a la izquierda ahora aparecen a la derecha:
2
 
4

La cámara ha dado un giro de 180 grados en relación con el plano 2 y nos ofrece una nueva variación sobre esa imagen, enriquecida, además, por el hecho de que se trata de un plano más amplio, que nos permite apreciar mejor la configuración de la casa, y con el que Ozu sigue construyendo el espacio en el que se va a desarrollar no ya sólo esta escena, sino gran parte de la película. El arte de Ozu, tan expresivo en su aparente sobriedad, es un arte, precisamente, de las variaciones ínfimas.

A continuación, en el mismo plano, vemos entrar a la señora Hirayama por la parte derecha de la imagen y avanzar hacia la izquierda:

4a
4b
Como acompañamiento y contrapunto de ese movimiento, aparece entonces el de otra figura, ataviada a lo occidental, que no habíamos visto hasta ahora. Como descubriremos más adelante, se trata de Hisako, la hija menor del matrimonio. Entra también por la derecha y se dirige hacia la izquierda, pero no en diagonal, sino en recto, y con mayor celeridad que su madre. Las dos figuras –una de espaldas hacia nosotros, la otra de perfil– desaparecen exactamente al mismo tiempo, aunque cada una por una puerta –y un término de la imagen– distinta:
4c

4d

4e

Corte al plano del personaje que actúa como imán de los movimientos femeninos: el señor Hirayama, cabeza de familia y único hombre de la casa, acaba de llegar:
5a
Se trata de otra composición cuidada hasta el menor detalle –en realidad, todas lo están siempre en el cine de Ozu– y distinta de cuantas hemos visto ahora, en la que va a continuar –enriquecido– el ballet de movimientos iniciado en el anterior plano. La señora Hirayama e Hisako entran al mismo tiempo por la derecha; la hija recoge el sombrero del suelo y desaparece por la izquierda, mientras la madre hace una reverencia al padre, le da la bienvenida y, respetuosamente, se aparta para que éste desaparezca por la puerta de la derecha por la que ha entrado Hiyako, movimiento seguido, primero, por la señora Hirayama, y, después, por Hiyako, que, como ya sucedía en el anterior plano, aparece en escena sin previo aviso, siempre en pos del padre:
5b

5c

5d

La precisión y naturalidad con la que los actores ejecutan esta coreografía es digna de encomio, como lo es la sutileza de que los cristales de los paneles situados a la izquierda y a la derecha sirvan de espejo a sus acciones:

Corte a un plano idéntico al número 4, sólo que ahora con la presencia y los movimientos de los tres miembros de la familia. Los señores Hirayama avanzan desde el fondo hasta el primer término; Hiyako coge la tetera roja y desaparece, una vez más, por el término de la imagen por el que la habíamos visto entrar en el plano 4, no sin que antes Ozu haya creado, durante unas décimas de segundo, una diagonal perfecta entre los tres personajes, cada uno de ellos cuidadosamente situados en un término de la imagen:
6
La mujer pregunta a su marido, con sonrisa un tanto fatigada, adónde ha ido, y éste, mientras empieza a desvestirse, le dice que al restaurante Wakamatsu, junto con el padre de la novia, el señor Kwai. «¿Por qué no volvió directamente el señor Kwai a su casa? Su esposa debe de sentirse sola». Evidentemente, la pregunta que formula la señora Hirayama es, sin duda, una pregunta por el señor Kwai, pero también por su propio marido. Lo que hay que leer entre líneas es una pregunta mucho más directa, demasiado para el tono de las relaciones entre ese matrimonio japonés tradicional: «¿Por qué no has vuelto directamente a casa? Me he sentido sola». Porque, de hecho, ésos serán dos de los temas que vertebren la película: las ausencias del señor Hirayama y la negativa de su mujer a abordar directamente los problemas que aquejan a la relación.

El corte a un primer plano de Hirayama, con un desplazamiento de cámara de 45 grados, es el inicio de una serie de planos/contraplanos entre los esposos. El plano nos muestra al señor Hirayama, director general de la compañía en la que trabaja, con su característico gesto displicente. Displicente es también el giro que imprime a la conversación: sin responder a la pregunta que le ha hecho su mujer, y sin mirarla a la cara, pregunta a su vez, sin dejar de desvestirse, dónde está su otra hija, la mayor, Setsuko:

7
«Aún no ha vuelto», responde la señora Hirayama. «¿No ha llegado todavía?» «No.» «Llega tarde», es su severa respuesta. Su mujer, esforzándose en mantener la sonrisa, desaparece por la derecha del plano.
8
Sin que seamos conscientes todavía, Ozu ha introducido ya el tema central de la película: el enfrentamiento entre el señor Hirayama y su hija mayor, Setsuko. El señor Hirayama podrá vestir ropa occidental, jugar –como veremos en otra escena del film– al golf, tomar una copa en el club de campo mientras de fondo suena música de Schubert, pero no está preparado para que su hija decida, como lo hará, con quién quiere casarse. No obstante, el nudo del problema –objeto de una resolución de belleza y profundidad admirables, de la que hablaremos más adelante– sólo quedará expuesto hacia la mitad de la película. De momento, Ozu vuelve a un plano amplio, que vuelve a mostrarnos a los dos esposos, con raccord de sus respectivos movimientos. La señora Hirayama sale por la izquierda y enseguida vuelve a entrar en el plano con una percha en la mano.
9
El marido sigue desvistiéndose, con movimientos mecánicos, fatigados, y deja caer la ropa en el suelo, para que la mujer la recoja. Ella empieza a hablar de la boda, pero él vuelve a centrar la conversación en Setsuko. Se inicia una nueva sucesión de planos/contraplanos que repite exactamente las posiciones de cámara y la situación dentro el plano de los personajes que habíamos visto en el intercambio anterior, con la diferencia de que ahora la serie empieza con un primer plano de ella.
10
En esta ocasión, además, el marido la mira directamente. «Ya es hora de hablar de su matrimonio», dice el señor Hirayama. «Es cierto, pero quizá no sea el momento», responde su mujer. «No digas eso. El chico parece bueno. Puede encontrarse con él y verle». En efecto, Hirayama ha buscado un marido para su hija, un joven procedente de una buena familia, al que ésta ni siquiera conoce. Así fue como se casaron los Hirayama y así es como quiere que se case su hija.

Corte a otro plano, que repite la posición de cámara del plano 6. Mientras la señora Hirayama asiente a cuanto dice su marido y éste le habla de la familia de su futuro yerno, volvemos a asistir a una polifonía contrapuntística de movimientos, ejecutada a tres voces con la entrada de Hiyako por la derecha al fondo, portando el té para el padre, hasta que otro corte nos ofrece un primer plano de la hija menor de los Hirayama:

11a

11b

11c

11d

11e

11f

11g

12
Nueva serie de planos/contraplanos, ahora entre Hiyako y su padre, al que la cámara enfoca desde el mismo lugar que en la anterior serie. «¿Está bien que lo decidamos nosotros?», pregunta la hija. «¿El qué?», responde el padre, que responde a la pregunta con otra y, de nuevo, elude contestarla. «Mi hermana tiene sus propias opiniones. Incluso yo tengo la mía.», dice Hiyako antes de sonreír. «¿Y cuál es?», dice el padre mirándola directamente y devolviéndole la sonrisa. «No me gustaría que se hablara de casarme con un extraño». «¿No te gustaría?», dice lacónicamente el señor Hirayama, en cuya mirada vuelve a aparecer un profundo cansancio y un ligero atisbo de contrariedad. El corte que se produce entonces a la composición del plano 4, repetida ya en varias ocasiones, vuelve a mostrarnos a los tres personajes, pero ahora formando una nueva diagonal, aunque, otra vez, dominada por las dimensiones de la figura paterna:
13a
«Ni un poquito», responde, siempre sonriente, Hiyako, mientras el padre se dirige hacia la derecha, momento que la madre –a la que el corte del plano muestra concentrada en quitar los gemelos a la camisa del marido– aprovecha para mirar directamente a su hija, mientras el padre dice: «Pues no hay otra manera»:
13b
La madre gira la cabeza de izquierda a derecha mientras la hija lo hace en sentido inverso, siguiendo el movimiento del padre, que va a sentarse ante la mesa que vemos en segundo término de la imagen, detrás de su esposa, con un movimiento de descenso imitado por Hiyako:

13c
Los personajes forman ahora un triángulo, con Hiyako situado en su vértice. Continúa la conversación sobre la elección de marido para Setsuko, siempre en un tono amable –probablemente motivado porque los padres ven lejano el momento en que la más pequeña de sus hijas tenga que adoptar una decisión al respecto– que contrasta con la gravedad del tema. Así es como escande ahora el montaje la conversación, interrumpida cuando de nuevo oímos que la puerta se abre y Hiyako pregunta si ha llegado su hermana:

14

15

16

17

18

19
Estos seis planos están animados por los movimientos de las cabezas de los personajes. Destaquemos las relaciones de complementariedad que guardan los del padre y la madre en los planos 15 y 16, montados consecutivamente, con Hiyako como centro –hurtado a nuestra vista– de sus miradas:

15a

15b

16a

16b
También los movimientos de Hiyako en los planos 17 y 19 son complementarios: en el 17, vuelve la cabeza desde la izquierda (el padre) hasta la derecha (la madre); en el 19, vuelve la cabeza desde la derecha (la madre) hasta el extremo izquierda (la hermana). Como vemos, Ozu es capaz de sacar un extraordinario partido escenográfico a una colocación de los personajes en el espacio que está pensada, precisamente, para ello.

Sobre el plano de Hiyako, que todavía volverá la cabeza primero hacia la madre y luego hacia la hermana, oímos la voz de la hija mayor, Setsuko: «Ya he vuelto. ¿Puedo cerrar la puerta?». Hasta ahora, en la escena se ha respetado escrupulosamente el principio de hacer que oigamos al personaje mientras la cámara lo enfoca. La novedad que supone oír hablar a un personaje mientras vemos a otro introduce, por tanto, un nuevo contrapunto, al igual que el gracioso movimiento con el que Hiyako se descalza en el plano siguiente:

20a

20b

20c

20d

20e

20f
La levedad y la gracia del movimiento contrastan, sobre todo, con la fatiga que desprende el recio cuerpo del padre. En el plano siguiente, un pequeño milagro compositivo:
21
El plano ha quedado dividido en siete poderosas verticales. Podemos enumerarlas, de izquierda a derecha: el panel, Hiyako, Setsuko, las flores y la lámpara, el objeto envuelto, el padre con las botellas y el aparato de radio, la madre con el traje medio tapada por el poste en primer término. Así, pues, nada tenía de casual que el traje del padre colgara desde el plano 11c en el extremo izquierdo de la imagen, ni que en 13c Hiyako se situara junto al panel izquierdo y el padre lo hiciera a la derecha de la segunda mesa. Lo que Ozu estaba preparando con la organización interna de aquellos planos eran las poderosas verticales del plano 21, el triángulo de miradas que se establece entre las hijas y el padre, la posibilidad de que Setsuko ocupe ahora un lugar diferenciado en ese cuadro familiar. Sin embargo, ¿quién podría haber adivinado que el espacio de 13 podía “desplegarse” hasta tal punto, retirando mínimamente la cámara y desplazando a la madre hacia la izquierda, hasta dar toda la riqueza de 21?

13

21
El diálogo transcurre mientras Hiyako se acerca al centro del plano: «Ya he vuelto»; «Es tarde»; «Salí con mis amigas». Viene luego una nueva sucesión de tres primeros planos, en serie inédita y de complejidad creciente en los movimientos de los personajes:

22
23a
23b
24a
24b
24c

En 22, Hiyako no se mueve en absoluto; en 23, Setsuko hace un movimiento con los ojos; en 24, la señora Hirayama saca un pañuelo desde detrás del panel. La progresión es sutil, como sutil es la diversidad de los fondos sobre los que se filma a los tres personajes o el púdico gesto de Setsuko cuando Hiyako le pregunta: «Hermana, ¿fuiste a una cita?», y ella le responde: «¡Vaya broma!», antes de cambiar inmediatamente de conversación.

Ozu añade un cuarto primer plano de Setsuko, en el que ésta, de nuevo, desvía la mirada, ahora desde la madre hacia abajo:

25a
25b
Justo cuando se inclina hacia ese objeto que de momento no identificamos[1], el corte con raccord de movimiento nos devuelve a la posición de cámara del plano 21 y nos descubre el sentido de la acción:

26a
Es un gesto cuyo sentido sólo podemos comprender exactamente en función de algo que tal vez podamos intuir, pero que sólo se descubrirá en un momento posterior de la película: Setsuko está enamorada, pero oculta la relación a sus padres. Ni es una niña, como Hiyako, ni está dispuesta a repetir el modelo de relación del matrimonio Hirayama. Ella es, por lo tanto, la única que, en realidad, puede apreciar la fragancia de las flores; no una abstracción, como ese futuro marido que le ha buscado el padre por su cuenta y al que ni siquiera ha visto, sino una realidad que se presenta a los sentidos e invita a su disfrute. Porque el amor es, entre otras cosas, sensualidad, perfume, pero, de toda la familia, ella es la única que lo ha probado, la única que de verdad lo sabe, la única cuyos sentidos están lo suficientemente despiertos para capturar el placer que ofrece el momento. Las flores estaban ahí, por tanto, para que Setsuko –una de las flores de equinoccio a la que alude el título de la película: una muchacha en flor– las oliera, como la tetera estaba para que Hiyako preparase el té o la ropa está para que  la señora Hirayama la recoja. Con la diferencia de que la acción de preparar el té o de plegar la ropa tienen al padre como centro, mientras que la de aspirar el aroma de las flores nada tiene que ver con él. «Qué bien huelen», dice Setsuko, el único de los cuatro personajes que se acerca a las flores para aspirar su aroma.

Ozu rima el movimiento de Setsuko con el de su madre, situadas en términos opuestos de la imagen. La inclinación de Setsuko va seguida por el movimiento de la señora Hirayama, que se acerca al traje para coger la percha. Cuando Setsuko se retira volviendo el cuerpo hacia la derecha, la madre lo mueve hacia la izquierda, hasta que, al final, las dos emprenden la salida del cuadro por la derecha, en un movimiento doble, ejecutado al unísono, que, por el fondo, profundiza la tridimensionalidad de la escena. Que todo eso pueda lograrse en las reducidas dimensiones de un decorado de casa japonesa es verdaderamente asombroso.

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Pero el plano no ha terminado todavía. Ahora que Ozu ha hecho ejecutar a dos de sus bailarinas ese breve dúo, hace que el bailarín principal también se mueva, con un gesto que enfatiza la nueva configuración gráfica de la imagen, en la que las líneas verticales han quedado sustituidas por la horizontal que encierra a Hiyako y al señor Hirayama entre los tiradores de los paneles y la línea del suelo. Gesto pausado y pautado, como una sola nota tocada después de un breve silencio:
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Corte a cinco planos y contraplanos entre Hiyako y su padre, con movimientos destacables de los personajes sólo en los dos últimos de la serie. Hiyako sugiere la posibilidad de que, pese a las evasivas de su hermana, en realidad ésta haya encontrado ya a un «amigo». «Entonces tampoco tengo que preocuparme por ella», dice el padre. «Tú te preocuparías hiciéramos lo que hiciéramos». Son unas líneas de diálogo en las que merece la pena detenerse. Por una parte, el señor Hirayama ha buscado marido para su hija mayor; por otra, manifiesta simpatía por la idea de que su hija pequeña encuentre a su propia pareja. Y es que –como le dirá su mujer cuando, hacia el final de la película, ésta se decida a sincerarse– el señor Hirayama es contradictorio. No aplicará la misma lógica al abordar los problemas relacionados con la búsqueda de la pareja de su sobrina y de su hija, por ejemplo. Ni quedará tampoco clara cuál es la causa profunda de la negativa a aceptar que su hija se case por amor. Resulta difícil decidir si el problema radica en una cuestión de formas, como parece deducirse de sus palabras, o de fondo, como parecen traslucir sus actos. Sus contradicciones tienen algo, o mucho, de neurosis: de igual manera que, según Hiyako, él se preocuparía tanto si sus hijas se buscaran marido como si no, da la impresión de que el señor Hirayama rechazaría la relación de Setsuko con su enamorado tanto si ésta le hubiera informado al respecto como si no, y tanto si él le hubiera pedido la mano de su hija con menos prisas y de una manera más acorde a la tradición como si no. A veces se tiene la impresión de que el señor Hirayama querría ser moderno –¿no actúa, al fin y al cabo, con mucha mayor desenvoltura y aplomo que su empleado más joven en el bar al que va a buscar a la hija de un amigo, alejada de su padre por razones muy similares a las que harán que Setsuko se aleje de él?, ¿y no abomina, a diferencia de su mujer, del período de la guerra, por el que no siente nostalgia alguna?–, pero no puede, porque su mundo, en realidad, es el del encuentro con sus viejos camaradas, el del Japón tradicional; al fin y al cabo, será en una canción de los viejos tiempos en la que, al final de la película, encontrará el coraje suficiente –y la amarga sabiduría– para partir en busca de Setsuko y su marido, pero también, quizá, para decir adiós a su mundo y a la vida.
 
Pero volvamos a la escena que nos ocupa y que está a punto de concluir. Por corte pasamos nuevamente a un plano tomado con una posición de cámara similar a la del plano 26 –si bien con algunos elementos, como la mesa, ligeramente redistribuidos, en un error de continuidad que no parece casual–; Hiyako se levanta, da las buenas noches a su padre mientras cruza el plano y desaparece por el fondo, a la derecha; enseguida entra la señora Hirayama por el primer término, desde la derecha, y cruza el plano para recoger la camisa caída en el suelo, a la izquierda, y volverse hacia su marido
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«¿Mañana necesitarás el traje?», pregunta a su esposo. «¿Por qué?». Corte a una serie de planos/contraplanos, con la señora Hirayama situada sobre un nuevo fondo, en otra variación ínfima que dota de variedad a lo que, al fin y al cabo, no es sino un escenario único y de dimensiones reducidas. «¿No tienes un funeral mañana?». «Con traje y corbata negra bastará», responde el marido. «Qué extraño es todo. Hoy una boda, mañana un funeral», concluye la señora Hirayama. 
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De nuevo, el plano 26: la señora Hirayama se da la vuelta, recoge un par de objetos del vestuario de su marido y desaparece por la derecha, para retornar –en el último plano de toda la secuencia– a una variación sobre el plano 3, con el que la secuencia la había introducido:


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3

Mientras sus hijas se han acostado y su marido toma el té, ella sigue plegando la ropa de su esposo.



Aquí tenemos la secuencia completa, cuya visión permitirá apreciar también la delicada música que acompaña a la escena.





[1] Obsérvese el recurso constante a la técnica consistente en presentar algo –una casa, una acción, un tema en el diálogo– cuya identidad o sentido únicamente se descubre a posteriori o se va revelando paulatinamente.