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domingo, 4 de noviembre de 2018

Estrenos de ocasión: "The other Side of the Wind" (Netflix, 2018)

   
por el señor Snoid





Lo que no lograron la RKO, Columbia, Republic o Universal lo ha conseguido Netflix: hacer de Orson Welles un cineasta comercial. The other Side of the Wind es el resultado de una estrategia empresarial sumamente disparatada: una vez que la compañía se ha hecho con el público cretino que devora series más o menos gilipollas, ha decidido ampliar su nicho de mercado resucitando un cadáver para atraer a otro sector de público: el del cinéfilo-maduro-encallecido. Puede que esta vez la artimaña haya funcionado, pero les aseguro que a este servidor de ustedes no le vuelven a pillar.

De hecho, Welles, quien se pasó la vida quejándose de sus desdichas y achacando sus males a las traiciones, estulticia y malévolas maquinaciones de colaboradores (John Houseman), actores (Joseph Cotten, Charlton Heston), productores (de los Hakim a Zugsmith, de Cohn a Yates: la lista es interminable), ha acabado por tener razón. Él es quien posee menos culpa de que The other Side of the Wind sea lo que es; la culpa queda repartida entre herederos, productores, antiguos amigos (Bogdanovich en un papel estelar) y un Frank Marshall en horas muy bajas. Porque, dígamoslo con claridad, el producto que ha sacado Netflix es una estafa digna de F for Fake. Una falsificación que nada añade a la gloria póstuma de Welles, pero que tampoco empaña sus pasados logros.

Y es que esta película es difícil de encasillar. Siendo benevolentes, diríamos que nos hallamos frente a la combinación alucinante de un Godard pésimo, del Dennis Hopper de The Last Movie, del peor Antonioni (Zabriskie Point) y de una notable incomprensión del Toby Dammit de Fellini. Es decir, que nos hallamos muy, muy lejos, de Orson Welles.


Orson, Bogdanovich, Oja Kodar y unos hippies que pasaban por ahí

Tiempos decadentes

El periodo que transcurrió entre los primeros 70 y 1985 debió ser terrible para Welles. Y no sólo porque tuviera que hacer anuncios de champán barato para la tele. Se tiró años haciéndoles la rosca a gentes como Jack Nicholson o Warren Beatty (porque la presencia de una estrella aseguraría una posible nueva película: The Big Brass Ring fue el proyecto más obsesivo de estos años), pero estos le reían las gracias y le daban palmaditas en la espalda; sin embargo, a la hora de estampar su firma en un contrato se volatilizaban. Spielberg compró en pública subasta el célebre trineo Rosebud (debía ser una falsificación, porque el de la peli se quemaba), pero se negó a financiar nada que tuviera que ver con Orson. Cuando parecía que iba a rodar Saint Jack, su amigo Bogdanovich se adelantó y se hizo con la película. Y ahora le ha devuelto el favor colaborando con entusiasmo en la culminación de The other Side of the Wind. Quien tiene un amigo...
   
Breve manual de cómo no restaurar una película
  
Uno llega a la conclusión de que los responsables de este largometraje no están demasiado familiarizados con la obra de Welles. Esto puede parecer excesivo, pero analicemos algunos detalles. Welles afirmaba que detestaba las películas “demasiado largas”; los largometrajes en los que tuvo derecho al montaje final (o casi) no exceden las dos horas: Otelo y Mr. Arkadin tienen una duración de unos 90 minutos; Ciudadano Kane y Campanadas a medianoche no llegan a las dos horas. Si consideramos que la primera narra toda la vida de un personaje y que la segunda abarca dos obras enteras de Shakespeare (y alusiones a otras dos) su metraje está más que justificado; algo que no ocurre en los 122 eternos minutos de The other Side of the Wind. Por otro lado, el feismo visual del film es poco propio de Welles y apenas hay rastro de esos planos y movimientos de cámara que eran su marca de fábrica y el vestigio del carácter expresionista de su cine. Por ejemplo, Welles utilizaba en ocasiones un procedimiento teatral con métodos cinematográficos: la combinación de personajes en primer, segundo y tercer plano merced a la profundidad de campo. Los personajes del fondo comentaban, a la manera del coro, la acción que se desarrollaba en primer plano. Recuerden la escena de La dama de Shanghai en el parking, cuando O’Hara se despide de Rita Hayworth y comienzan a aparecer personajes que comentan la acción o describen a los personajes; o el monólogo del príncipe Hal en Campanadas a medianoche con Falstaff en último término del cuadro. En The other Side of the Wind hay intentos de conseguir un efecto similar, pero lo que reina es la confusión (los planos son demasiado breves; los actores demasiado incompetentes, lo que se dice carece de interés). El montaje, algo que quizá Welles cuidaba en exceso, es infame: muchos cambios de plano son casi una bofetada visual. Cuando Welles quería ser “efectista”, sus decisiones estéticas estaban justificadas (que gustaran más o menos es otra cuestión). En este caso, parece que simplemente se ha procurado dar cierta coherencia (poco conseguida) a un material escasamente trabajado. El director declaró en cierta ocasión que había dos cosas imposibles de rodar: una pareja haciendo el amor y un hombre rezando, “porque siempre resultan falsas”. No es que se rece en The other Side of the Wind, aunque hay un diálogo sobre el sexo de dios que es verdaderamente sonrojante y totalmente indigno del Welles guionista (parece, como otros momentos del film, una improvisación de los actores que se rodó y ha llegado al montaje final). Follar, sí se folla: en la película de Jake Hannaford hay una escena en un coche en la que Pocahontas (Oja Kodar) casi viola a John Dale (Robert Random, posiblemente escogido, como gran parte del reparto, at random). Si la cosa no fuera tan patética, sería para reírse a carcajadas, porque el momento es digno de Russ Meyer. En definitiva, no podría haber nada más alejado de la ejemplar restauración que hizo Walter Murch de Sed de mal que este malhadado The other Side of the Wind.



A Cast of Thousands

John Huston interpreta maravillosamente a John Huston. Mucho mejor que Clint Eastwood haciendo de Huston en Cazador blanco, corazón negro. Y no es sólo una broma. Huston encarna a un director de cine ligeramente hijo de puta: tal que Huston, de quien siempre se habla de su vida “aventurera”, de sus cogorzas, de que hacía películas “alimenticias” (un 80% de su filmografía) porque estaba siempre sin blanca, de que una de sus esposas le dio a escoger entre ella y su mascota, un chimpancé, y que él se quedó con el mono, y de mil sandeces más; pero rara vez se hace mención a lo cabronazo que era. Recordaba Richard Brooks la razón por la que Truman Capote le escogió para dirigir A sangre fría: “¿Te acuerdas de aquella vez que estábamos en Italia con Huston? Estaba borracho y se puso a decirnos cosas horribles. Bogart, Bacall y yo acabamos llorando. Tú fuiste el único que no lloró”. Peter Bogdanovich clava a Peter Bogdanovich: engreído, soberbio, sabelotodo... El Bogdanovich de principios de los 70 que todo el mundo amaba. Los protagonistas de la película de Jake Hannaford, Robert Random y Oja Kodar, son bellísimos (pese a que Oja posea un mostacho considerable) aunque como intérpretes sean espantosos. También Joseph McBride brilla en sus escasas apariciones: hace de crítico tontaina y posiblemente es el único miembro superviviente del reparto que no ha cambiado con el curso de los años: sigue siendo crítico y sigue siendo un imbécil.

Lo que es realmente triste es ver a excelentes actores secundarios arrastrándose por la pantalla; algunos de ellos habituales del cine de Welles (Paul Stewart y Mercedes McCambridge, ambos con el empaque suficiente para dar cierta vida al film), alguno al borde del delirium tremens (Edmond O’Brien) y otros que, dada su experiencia y tablas, logran sobreponerse a la inevitable pregunta: “Pero, ¿qué coño estoy haciendo aquí?”, como Cameron Mitchell, quien casi siempre interpretaba papeles de desgraciadillo y aquí es un desgraciado de marca mayor.

Esto provoca un efecto perverso. Los personajes “negativos” llegan a hacerse simpáticos. Como por ejemplo el jefe de producción del estudio (que posee un asombroso parecido con Robert Evans), que frunce (comprensiblemente) el ceño ante las escenas de la película de Hannaford que se le muestran, o la crítica de cine que encarna Susan Strasberg, trasunto de Pauline Kael. Cierto es que Pauline era una bruja. Como también es cierto que muchas veces daba en el clavo (Cassavetes: “Ella es un orgullo para su profesión”). Pero Pauline cometió el error de pergeñar The Citizen Kane Book, librito donde todas las alabanzas y bondades del film de Welles se destinaban al guionista Herman Mankiewicz. Algo absurdo, pues el guión de Kane es bastante insulso: el misterio de Kane se reduce a la vacuidad absoluta y los puntos de vista de los personajes, presuntamente diferentes, no hacen sino mostrar un personaje unidimensional; de hecho, sobre el papel, la mejor escena es aquella en la que Everett Sloane recuerda a una muchacha con la que se cruzó brevemente en su juventud y a la que no ha dejado de rememorar cada día a lo largo de cincuenta años. Escena que, por cierto, era la favorita de Welles y que este admitía sin reservas que era lo mejor de la película y exclusivamente obra de Mankiewicz.

Y llegamos al momento de la especulación: ¿por qué no acabó Welles esta película? Dejemos de lado las habituales explicaciones de falta de presupuesto, del rodaje a trompicones que se alarga durante años o de que el director barajaba varios proyectos (fallidos) a la vez. Un argumento razonable reside en la vanidad del cineasta: muy posiblemente, Welles se dio cuenta de que el material no estaba a la altura de lo que de él podría esperarse (y de su propio engreimiento: no olvidemos que de tanto oír que era un genio acabó creyéndoselo) y no puso el suficiente empeño para terminar el film. Esta es, visto el metraje, una decisión aceptable y  muy coherente por parte de un artista exigente. Por desgracia, la última palabra no la pudo tener el director de El cuarto mandamiento.

"Mi última película ha recaudado diez veces más que Fat City", piensa Bogdanovich. "¿Por qué estaré soportando a este gilipollas?", piensa Huston

miércoles, 5 de agosto de 2015

LA PÁGINA DEL SEÑOR SNOID-ESTRENOS DE OCASIÓN: «LÍO EN BROADWAY» («SHE’S FUNNY THAT WAY», PETER BOGDANOVICH, 2014)


Por el señor Snoid
(http://www.blogger.com/profile/03871000575405204963) 





Asómbrense. Peter Bogdanovich ha realizado su mejor película desde The Last Picture Show (1971). No, no tomamos ningún alucinógeno antes de entrar al cine. De hecho, la señora Snoid y yo atribuimos este inexplicable fenómeno al aire acondicionado, a que sólo había dos personas en la sala y a que nuestras últimas visitas al cinematógrafo habían sido desastrosas. Así que al día siguiente volvimos para comprobar si en los multicines no habrían puesto en el aire algún tipo de virus tóxico, un virus que despertara el regocijo, el buen rollo y la satisfacción. No hubo tal. Lío en Broadway (imaginativo título hispano de She’s Funny that Way) es una comedia espléndida.

Posiblemente muchos verán esta película y sacarán la obvia conclusión de que Bogdanovich ha fagocitado a Woody Allen. Superficialmente, quizá. Hay semejanzas con las antiguas comedias (buenas) de Allen en cuanto a la banda sonora, la interpretación coral, el ambiente neoyorquino teatral (aunque aquí, por fortuna, no sale John Cusack) y el protagonismo de una “puta con buen corazón” (similar a la interpretada por Mira Sorvino en Poderosa Afrodita). Pero hace siglos que Woody no hace una comedia decente –a no ser que a ustedes les gusten esas postales turísticas en movimiento de Roma, París, Barcelona y Londres; de hecho, la mejor película de Allen de los últimos tiempos era prácticamente una tragedia: El sueño de Cassandra. Y no, no nos gustó demasiado Blue Jasmine, por razones que no viene al caso detallar aquí.

Y es que Bogdanovich, desde sus comienzos, se ganó una reputación de vampiro cinéfilo, que, en parte, nos parece injusta: que si copió a Ford en The Last Picture Show (Ford era muy capaz de hacer dramas, pero no algo tan sórdido y carente de sentido del humor), a Hawks con ¿Qué me pasa, doctor? (Hawks jamás habría contratado a Ryan O’Neal y a Barbra Streisand; como bien dijo Howard sobre esta peli, “Un auténtico logro. Porque es una comedia graciosa y ni O’Neal ni Streisand son graciosos en absoluto”) o a cualquier otro de sus ídolos, a los que acosaba sin tregua. No en vano Ford inmediatamente le apodó Peter Question Mark Bogdanovich.


Las gafas, el pañuelo… ¿Llevará botas de montar durante los rodajes?

Más sorprendente resulta que Lío en Broadway sea una comedia tan lograda si consideramos que las anteriores incursiones del director en el género no fueron muy felices que digamos. Porque ni At Long Last Love (1975), ni Todos rieron (menos el público; 1981) o Ilegalmente tuya (1988) son filmes muy brillantes: más bien señalaban la, al parecer, caída en barrena del director.


La prostituta y el astuto detective privado

Es posible que gran parte del éxito de Lío en Broadway se deba a su co-guionista y productora, Louise Stratten, y a la muy compleja vida sentimental de Bogdanovich. Lo explicaremos: como a Peter siempre se le negó –en parte debido a su soberbia cuando era un director en alza– todo mérito en lo que de bueno tenían sus primeros filmes, las alabanzas por El héroe anda suelto y The Last Picture Show recayeron en su mujer de entonces, Polly Platt, brillante diseñadora de producción, productora y guionista en la sombra. Como Peter se lió en Texas con Cybill Shepherd y se separó de Platt, los agoreros ya anunciaron que su decadencia iba a ser fulminante. Y Peter, para por una vez no decepcionar a sus críticos, hizo los deberes con cosas como Daisy Miller y At Long Last Love; una vez separado de Shepherd, Bogdanovich se enrolló con Dorothy Stratten, una conejita del Playboy aspirante a actriz que fue asesinada por su chulo mientras estaba “saliendo” con Peter. ¿Y quién es Louise Stratten? Pues la hermana pequeña de Dorothy y además exmujer de Bogdanovich. Este follón sentimental tiene fuertes ecos autobiográficos en Lío en Broadway. Pero sin  dramatismo alguno. Y nos barruntamos que tampoco Bogdanovich, a diferencia del personaje que interpreta Owen Wilson en la peli, donara 30.000 dólares a cada de una de las putas que contrataba “para que dejaran el oficio y cumplieran sus sueños”. O quizá sí. 


“No desearás al hombre de tu hermana”

Sin embargo, Lío en Broadway no es sólo una brillante comedia de enredo a lo Allen: a nosotros nos recuerda más a las screwball comedies de Preston Sturges (otro de los héroes de Bogdanovich, naturalmente) por su ritmo veloz, el inverosímil pero divertido parentesco y relación de todos los personajes y la abundancia de batacazos, caídas y gags visuales  que se combinan con afortunados chistes verbales. Y hay que decir que todo el reparto está espléndido, aunque nos quedamos con la psiquiatra interpretada por Jennifer Aniston –que trata a su clientela de una manera despótica, malhablada, despreciativa y sin el más mínimo interés por los problemas de sus pacientes: la terapeuta que siempre hemos querido que nos curara– y con Rhys Ifans, quien interpreta a un cínico actor inglés, ese típico intérprete que con sólo enarcar la ceja ya hace que sueltes la carcajada.


¿Nadie le ha dicho a este muchacho que debería separarse de Ben Stiller?

Incluso los habituales guiños cinéfilos que inserta Bogdanovich son acertados. Hay un plano de Owen Wilson tumbado en la cama de su hotel con dos teléfonos y su ordenador portátil marca Apple (el porqué en todas las series y películas siempre hay ordenadores Apple es uno de los grandes misterios de la humanidad); de un plano lejano pasamos, merced a una lentísima aproximación, a un primer plano de Wilson. Exactamente igual que el célebre plano de Rita Hayworth y Everett Sloane en La dama de Shanghai (Orson Welles, 1947: lo han adivinado: otro icono de Bogdanovich). No lo cronometramos, pero casi estamos convencidos de que ambos planos tiene la misma duración. No falta tampoco la aparición del director himself –ciertamente divertida: se le ve en una pantalla de TV en su papel de terapeuta de la terapeuta de Tony en Los Soprano– y la sorpresa final, la aparición del nuevo mentor de la protagonista, puta reconvertida en estrella, es para tirarse por los suelos, además de demostrar que la muchacha carece de prejuicios en cuanto a los hombres. O que tiene un gusto perro, como ustedes prefieran.

Mucho nos tememos que, pese a todo, a Lío en Broadway le ocurra lo mismo que a otra excelente película de otro Peter: Weir y su Camino a la libertad (The Way Back, 2012); es decir, que sea un batacazo económico y crítico. Tanto nos da: nosotros salimos de Lío en Broadway con la sonrisa de oreja a oreja…