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domingo, 4 de noviembre de 2018

Estrenos de ocasión: "The other Side of the Wind" (Netflix, 2018)

   
por el señor Snoid





Lo que no lograron la RKO, Columbia, Republic o Universal lo ha conseguido Netflix: hacer de Orson Welles un cineasta comercial. The other Side of the Wind es el resultado de una estrategia empresarial sumamente disparatada: una vez que la compañía se ha hecho con el público cretino que devora series más o menos gilipollas, ha decidido ampliar su nicho de mercado resucitando un cadáver para atraer a otro sector de público: el del cinéfilo-maduro-encallecido. Puede que esta vez la artimaña haya funcionado, pero les aseguro que a este servidor de ustedes no le vuelven a pillar.

De hecho, Welles, quien se pasó la vida quejándose de sus desdichas y achacando sus males a las traiciones, estulticia y malévolas maquinaciones de colaboradores (John Houseman), actores (Joseph Cotten, Charlton Heston), productores (de los Hakim a Zugsmith, de Cohn a Yates: la lista es interminable), ha acabado por tener razón. Él es quien posee menos culpa de que The other Side of the Wind sea lo que es; la culpa queda repartida entre herederos, productores, antiguos amigos (Bogdanovich en un papel estelar) y un Frank Marshall en horas muy bajas. Porque, dígamoslo con claridad, el producto que ha sacado Netflix es una estafa digna de F for Fake. Una falsificación que nada añade a la gloria póstuma de Welles, pero que tampoco empaña sus pasados logros.

Y es que esta película es difícil de encasillar. Siendo benevolentes, diríamos que nos hallamos frente a la combinación alucinante de un Godard pésimo, del Dennis Hopper de The Last Movie, del peor Antonioni (Zabriskie Point) y de una notable incomprensión del Toby Dammit de Fellini. Es decir, que nos hallamos muy, muy lejos, de Orson Welles.


Orson, Bogdanovich, Oja Kodar y unos hippies que pasaban por ahí

Tiempos decadentes

El periodo que transcurrió entre los primeros 70 y 1985 debió ser terrible para Welles. Y no sólo porque tuviera que hacer anuncios de champán barato para la tele. Se tiró años haciéndoles la rosca a gentes como Jack Nicholson o Warren Beatty (porque la presencia de una estrella aseguraría una posible nueva película: The Big Brass Ring fue el proyecto más obsesivo de estos años), pero estos le reían las gracias y le daban palmaditas en la espalda; sin embargo, a la hora de estampar su firma en un contrato se volatilizaban. Spielberg compró en pública subasta el célebre trineo Rosebud (debía ser una falsificación, porque el de la peli se quemaba), pero se negó a financiar nada que tuviera que ver con Orson. Cuando parecía que iba a rodar Saint Jack, su amigo Bogdanovich se adelantó y se hizo con la película. Y ahora le ha devuelto el favor colaborando con entusiasmo en la culminación de The other Side of the Wind. Quien tiene un amigo...
   
Breve manual de cómo no restaurar una película
  
Uno llega a la conclusión de que los responsables de este largometraje no están demasiado familiarizados con la obra de Welles. Esto puede parecer excesivo, pero analicemos algunos detalles. Welles afirmaba que detestaba las películas “demasiado largas”; los largometrajes en los que tuvo derecho al montaje final (o casi) no exceden las dos horas: Otelo y Mr. Arkadin tienen una duración de unos 90 minutos; Ciudadano Kane y Campanadas a medianoche no llegan a las dos horas. Si consideramos que la primera narra toda la vida de un personaje y que la segunda abarca dos obras enteras de Shakespeare (y alusiones a otras dos) su metraje está más que justificado; algo que no ocurre en los 122 eternos minutos de The other Side of the Wind. Por otro lado, el feismo visual del film es poco propio de Welles y apenas hay rastro de esos planos y movimientos de cámara que eran su marca de fábrica y el vestigio del carácter expresionista de su cine. Por ejemplo, Welles utilizaba en ocasiones un procedimiento teatral con métodos cinematográficos: la combinación de personajes en primer, segundo y tercer plano merced a la profundidad de campo. Los personajes del fondo comentaban, a la manera del coro, la acción que se desarrollaba en primer plano. Recuerden la escena de La dama de Shanghai en el parking, cuando O’Hara se despide de Rita Hayworth y comienzan a aparecer personajes que comentan la acción o describen a los personajes; o el monólogo del príncipe Hal en Campanadas a medianoche con Falstaff en último término del cuadro. En The other Side of the Wind hay intentos de conseguir un efecto similar, pero lo que reina es la confusión (los planos son demasiado breves; los actores demasiado incompetentes, lo que se dice carece de interés). El montaje, algo que quizá Welles cuidaba en exceso, es infame: muchos cambios de plano son casi una bofetada visual. Cuando Welles quería ser “efectista”, sus decisiones estéticas estaban justificadas (que gustaran más o menos es otra cuestión). En este caso, parece que simplemente se ha procurado dar cierta coherencia (poco conseguida) a un material escasamente trabajado. El director declaró en cierta ocasión que había dos cosas imposibles de rodar: una pareja haciendo el amor y un hombre rezando, “porque siempre resultan falsas”. No es que se rece en The other Side of the Wind, aunque hay un diálogo sobre el sexo de dios que es verdaderamente sonrojante y totalmente indigno del Welles guionista (parece, como otros momentos del film, una improvisación de los actores que se rodó y ha llegado al montaje final). Follar, sí se folla: en la película de Jake Hannaford hay una escena en un coche en la que Pocahontas (Oja Kodar) casi viola a John Dale (Robert Random, posiblemente escogido, como gran parte del reparto, at random). Si la cosa no fuera tan patética, sería para reírse a carcajadas, porque el momento es digno de Russ Meyer. En definitiva, no podría haber nada más alejado de la ejemplar restauración que hizo Walter Murch de Sed de mal que este malhadado The other Side of the Wind.



A Cast of Thousands

John Huston interpreta maravillosamente a John Huston. Mucho mejor que Clint Eastwood haciendo de Huston en Cazador blanco, corazón negro. Y no es sólo una broma. Huston encarna a un director de cine ligeramente hijo de puta: tal que Huston, de quien siempre se habla de su vida “aventurera”, de sus cogorzas, de que hacía películas “alimenticias” (un 80% de su filmografía) porque estaba siempre sin blanca, de que una de sus esposas le dio a escoger entre ella y su mascota, un chimpancé, y que él se quedó con el mono, y de mil sandeces más; pero rara vez se hace mención a lo cabronazo que era. Recordaba Richard Brooks la razón por la que Truman Capote le escogió para dirigir A sangre fría: “¿Te acuerdas de aquella vez que estábamos en Italia con Huston? Estaba borracho y se puso a decirnos cosas horribles. Bogart, Bacall y yo acabamos llorando. Tú fuiste el único que no lloró”. Peter Bogdanovich clava a Peter Bogdanovich: engreído, soberbio, sabelotodo... El Bogdanovich de principios de los 70 que todo el mundo amaba. Los protagonistas de la película de Jake Hannaford, Robert Random y Oja Kodar, son bellísimos (pese a que Oja posea un mostacho considerable) aunque como intérpretes sean espantosos. También Joseph McBride brilla en sus escasas apariciones: hace de crítico tontaina y posiblemente es el único miembro superviviente del reparto que no ha cambiado con el curso de los años: sigue siendo crítico y sigue siendo un imbécil.

Lo que es realmente triste es ver a excelentes actores secundarios arrastrándose por la pantalla; algunos de ellos habituales del cine de Welles (Paul Stewart y Mercedes McCambridge, ambos con el empaque suficiente para dar cierta vida al film), alguno al borde del delirium tremens (Edmond O’Brien) y otros que, dada su experiencia y tablas, logran sobreponerse a la inevitable pregunta: “Pero, ¿qué coño estoy haciendo aquí?”, como Cameron Mitchell, quien casi siempre interpretaba papeles de desgraciadillo y aquí es un desgraciado de marca mayor.

Esto provoca un efecto perverso. Los personajes “negativos” llegan a hacerse simpáticos. Como por ejemplo el jefe de producción del estudio (que posee un asombroso parecido con Robert Evans), que frunce (comprensiblemente) el ceño ante las escenas de la película de Hannaford que se le muestran, o la crítica de cine que encarna Susan Strasberg, trasunto de Pauline Kael. Cierto es que Pauline era una bruja. Como también es cierto que muchas veces daba en el clavo (Cassavetes: “Ella es un orgullo para su profesión”). Pero Pauline cometió el error de pergeñar The Citizen Kane Book, librito donde todas las alabanzas y bondades del film de Welles se destinaban al guionista Herman Mankiewicz. Algo absurdo, pues el guión de Kane es bastante insulso: el misterio de Kane se reduce a la vacuidad absoluta y los puntos de vista de los personajes, presuntamente diferentes, no hacen sino mostrar un personaje unidimensional; de hecho, sobre el papel, la mejor escena es aquella en la que Everett Sloane recuerda a una muchacha con la que se cruzó brevemente en su juventud y a la que no ha dejado de rememorar cada día a lo largo de cincuenta años. Escena que, por cierto, era la favorita de Welles y que este admitía sin reservas que era lo mejor de la película y exclusivamente obra de Mankiewicz.

Y llegamos al momento de la especulación: ¿por qué no acabó Welles esta película? Dejemos de lado las habituales explicaciones de falta de presupuesto, del rodaje a trompicones que se alarga durante años o de que el director barajaba varios proyectos (fallidos) a la vez. Un argumento razonable reside en la vanidad del cineasta: muy posiblemente, Welles se dio cuenta de que el material no estaba a la altura de lo que de él podría esperarse (y de su propio engreimiento: no olvidemos que de tanto oír que era un genio acabó creyéndoselo) y no puso el suficiente empeño para terminar el film. Esta es, visto el metraje, una decisión aceptable y  muy coherente por parte de un artista exigente. Por desgracia, la última palabra no la pudo tener el director de El cuarto mandamiento.

"Mi última película ha recaudado diez veces más que Fat City", piensa Bogdanovich. "¿Por qué estaré soportando a este gilipollas?", piensa Huston

viernes, 22 de abril de 2016

"ALCOHOLIC, DEPRESSED, BUT ALWAYS WELL DRESSED”: DASHIELL HAMMETT


En Hollywood las cosechas son rojas
(Hammett: crónica del antisuperhéroe de “Black Mask”)

Por Ildefonso Larrañaga


“Alcoholic, depressed, but always well dressed”

Hammett escribió la tercera parte de El hombre delgado en una triatloniana sesión (no sólo escribía, también fumaba y bebía, dos verbos cuya conjugación no tenían secretos para él) de treinta horas. Jamás volvería a repetir semejante proeza, si es que se puede hablar aquí de gesta y no de ingesta. Y digo esto porque Samuel Hammett siempre echaría mano de esta anécdota cuando tuviera que explicarle al chupatintas de turno por qué llevaba veinte años sin publicar ni una línea hard boiled. De hecho, esta fue la novela cisne del autor (el momento de la novela halcón ya había pasado), ningún otro proyecto que se propusiera himself o le propusieran en adelante –y hubo muchos– llegaría jamás a materializarse.

 

Hammett terminó cinco novelas (Cosecha roja, La maldición de los Dain, El halcón maltés, La llave de cristal y El hombre delgado), y dejó empezado un manuscrito con el título de Tulip, una historia parcialmente basada en su persona, digamos, escuetamente mentalográfica (palabro recién acuñado y que me recuerda gratamente la cristalografía, ciencia que se aparea de maravilla con el estudio pormenorizado del cerebro de uno mismo), la parte de él que nada tenía que ver ni con la Pinkerton ni con los seguimientos a sospechosos ni con los destartalados y malolientes tugurios donde en su día tuvo que hacer aquellas guardias tuberculosas. Tulip supuso para él un laborioso y deliberadamente interrumpido conato de redención a lo largo de sus últimos años. Años miserables en los que fue testigo de cómo sus derechos de autor –que en su día llegaron a ser cuantiosos, incluso desmedidos para un escritor de su época– eran retenidos por el gobierno para subsanar los agujeros negros tributarios que Hammett había ido descubriendo como un nada calculador astrónomo a lo largo y ancho de la galaxia semicolapsada de Hollywood.

Los días en los que Hammett escribía en la mesa de la cocina de un apartamento cochambroso en el que convivía con su mujer y sus dos criaturitas deberían estar más presentes en la conciencia del curioso rastreador biográfico, y no tanto la fase hiperventilada y vasoconstrictora en la que daba largas a editores y productores, se fundía los adelantos sin haber escrito una línea y sin el menor asomo de culpabilidad, recibía a sus visitas en un hotel lujoso de Beverly Hills en batín de seda, fular y sosteniendo en la mano un vaso labrado con un mejunje carísimo dentro. Allá ellos con los que prefieran la puesta en escena, pero el Hammett más interesante y auténtico se encuentra en las cartas a su hija Jo, a Lillian Hellman y a algún que otro compinche (no, nunca se escribió con Raymond Chandler, quien, por cierto, era mayor que Hammett y tenía bastante menos experiencia que él –por no decir ninguna–  en las lides del noir. Que se tenga noticia, sólo coincidieron una vez, en una cena de autores que organizaba Black Mask: para que se hagan una idea, fue como una reunión de viejos alumnos en la que sólo dejaban entrar a los repetidores, los vagos, los matones y a algún que otro soplón por aquello de tener a algún petimetre del que reírse. Ahora piensen en autores de aquel bachillerato demente y adivinen quién era el soplón. Pues bien, habla Chandler: Hammett es un tipo correcto. Me inspira confianza...; sólo he coincidido con él una vez, es un hombre muy elegante, alto, discreto, con el pelo canoso y una tremenda capacidad para el Scotch, me pareció bastante auténtico). Cuando hace de padre, el tono chocarrero y juguetón y delicado y curiosamente cercano a las pausadas e indiferentes enseñanzas zen, salta del papel de carta como sangre de cebolla y uno se pregunta por qué narices está moqueando. Las cartas de amante son inusitadamente comprensivas, pacientes, irónicas, sinceras, algunas veces crípticamente desesperadas (las que le enviaba a la Hellman desde su cuartel durante la II Guerra Mundial no tienen desperdicio. Como por ejemplo, y mucho antes de que llegara un Cortázar con sus instrucciones sobre cómo subir escaleras para escritores que han sufrido derrames cerebrales –mucho me temo que estaban dedicadas a Robbe-Grillet– tenemos a un Hammett descacharrante explicando de manera pormenorizada la manera segura de miccionar en una letrina sin paredes ni techo: a la intemperie y en Alaska, vamos). Extraigamos unos centímetros cúbicos de información del paréntesis precedente. Hammett fue veterano de las Dos Grandes Guerras, ni más ni menos, si tenemos en cuenta que no era lo que se suele considerar un tipo sanote, más bien lo contrario, delgado y guapo como un ave rapaz, eso sí, pero tuberculoso, con enfermedades venéreas que iban y venían como una plaga de langosta a la thermidor, alcohólico, fumador empedernido y con graves problemas de dentadura que, con el tiempo, dejarían su boca como un estuche vacío de Tiffany & Co. para guardar instrumental odontológico de platino hervido. Lo destinaron a Alaska, rodeado de reclutas que podrían haber sido sus nietos, y se las arregló para que casi todo el mundo le tomara cariño, montar un periódico que sería premiado y distribuido a todo el ejército norteamericano, dar clases a los soldados pelones, conferencias sobre China, emborracharse metódicamente e irse de putas cuando se lo pedía a coro todo el barrio chino de Frisco que llevaba y llevaría siempre no sabemos si guardado cerca de la solapa izquierda de la americana o de la bragueta de botones. Es más, ciñéndonos sólo a la temática putera, se podría escribir toda una semblanza de Samuel Dashiell Hammett. Decían sus amigos que sobre todo gustaba de las chicas orientales y negras, forma atípica e imaginativa de escoger revolcón en una época no muy proclive a la fusión de culturas, que encaja como anillo al dedo con un hombre sin prejuicios, autoilustrado, curioso y metódico en sus sistemas de aprendizaje. Una amiga y habitual huésped de las suntuosas habitaciones en uno de sus hoteles de lujo en Hollywood confesó indignada que en una ocasión tuvo que largarse del lugar después de una semana de ininterrumpida procesión, libre circulación, desfile de señoritas carnavalescas –en su mayoría orientales y afroamericanas– que no daban ni los buenos días y que se dirigían como los Lemmings hacia el dormitorio de Hammett con ofrendas líquidas bajo el brazo (en sus peores épocas, el escritor llegó a pesar más o menos lo que una adolescente obsesionada con la línea quisiera conseguir sin tenerle que vender el alma a Lucifer, que como ya saben, tiene la pinta de Karl Lagerfeld).


El Halcón Milenario

Volaba a hipervelocidades casi absurdas mucho antes de lo que la gente se imagina. Las tramas oscuras, desquiciadas, enmarañadas y giratorias eran marca de la casa Hammett (su buena amiga Dorothy ”Algonquin” Parker, se quejaba del trabajo que le llevaba seguir el hilo de sus historias, suponemos que después del sexto martini). Testigo que recogería no mucho más tarde Raymond Chandler, cuyo Largo Adiós parece por momentos la improvisación jazzística de un saxo tenor que ha perdido de vista al cuarteto que lo acompaña, al público y al propio tema que le permite el solo, de tal manera que ni siquiera el foco de la primera persona nos saca de dudas, pues favorece que el humo tome consistencia y envuelva el escenario a modo de polímero para embalajes. Se podría decir que Hammett está rematando el dixieland cuando aparece Chandler para instalar el bebop en la novela negra.

 
Bogart y el halcón maldito

El piloto ancestral de esa nave clásica no es otro, como ustedes ya supondrán, que Humphrey Bogart. La versión que dirigió Huston en 1941 es la más emblemática, quizá debido a un reparto que es una auténtica granada de fragmentación: Mary Astor, Peter Lorre, Sydney Greenstreet y Elisha Cook Jr., este último en el papel maché del matón autista que el señor Gutman tiene apadrinado, amancebado o domesticado y que, cuarenta años más tarde, sería rescatado/reciclado por Wim Wenders para participar en el rol de taxista bajito y corajudo en el dudoso homenaje que le dedicó al autor en su película Hammett (1981), y cuya particularidad radica en que fue rodada utilizando los decorados de Barrio Sésamo, o al menos eso es lo que siempre me ha parecido a mí.

Joel Cairo: Peter Lorre disfrutando como un condenado

Pese a la merecida fama de la versión de Huston, podríamos restarle méritos aplicándole el refrán que dice: a la tercera va la vencida, puesto que nos encontramos con dos adaptaciones anteriores de la novela. La primera data de 1931, dirigida por el prolífico Roy Del Ruth, con un latin Sam Spade interpretado por Ricardo Cortez. Y hay otra de 1936, Satan Met a Lady, dirigida por William Dieterle y con Bette Davis en el papel de lianta impertérrita.

Hammett no trabajaría como guionista o asesor en ninguna de las tres producciones, aunque es más que probable que coincidiera con Huston –otro plusmarquista en el medallero de los destilados– libando en flores de interior como el Brown Derby o el Clover Club de Holywood.

La genealogía de Hammett en Holywood es inmoral, como la de tantos otros escritores legitimados en sus respectivos estilos y regiones (Yoknapatawphas y Poisonvilles), y trivializados más tarde en esos austeros despachos de Chirico que los estudios tenían en el desierto y que contaban con inventarios tan poco borgeanos: una mesa con cajonera, en la cajonera una botella de scotch, sobre la mesa una máquina de escribir, sobre la máquina de escribir una secretaria con aspiraciones de guionista y sonrisita oblicua a lo Dorothy Malone (una escena tan común en los infinitos pasillos –o nichos– de los guionistas del Holywood dorado, que ha sido temática recurrente desde que se inventó el escritor de plantilla a sueldo semanal y entrenado para suprimir, añadir o ser despedido sin inmutarse; figura a la que se le podía añadir, para avivar tramas y estimular glándulas de todo tipo, el personaje de la secretaria avezada, ambiciosa y con más talento que el propio escritor estragado por el morapio y la culpa, a quien saca del charco alcohólico en el que chapotea con empuje, optimismo y dedicación: desde Sunset Boulevard hasta Barton Fink, pasando por In a Lonely Place).


Un acuario de peces solubles

A finales de la década de los veinte, nos encontramos con un Hammett bastante conocido por sus historias cortas, con un par de novelas que recolectan lectores a ritmo de segadora, y una tercera narración larga en marcha que planeaba sobre la wasteland de la novela policíaca como un halcón oscuro pero con un fondo repletito de dólares dorados. Con esa seguridad en sí mismo y con La maldición de los Dain y unos cuantos relatos de El agente de la Continental bajo el brazo, se da una vuelta de reconocimiento por Holywood e incluso sus nudillos llegan a rozar la puerta de la Fox, quien no parece demasiado interesada en ninguna de las muestras del surtido que ofrece el escritor. Aun así, vuelve a Nueva York con vagas promesas de intereses fungibles a corto plazo por parte de la productora. Es ya en la década de los treinta cuando el autor recoge sus bártulos en el este y los desempaqueta en el oeste. The Maltese Falcon se está convirtiendo en el Evangelio apócrifo del santo Samuel, y este aprovecha  su ascensión a los altares para abandonar de una vez por todas la parábola del muerto de hambre. Se pone a escribirle a la Paramount un guión titulado City Streets, que dirigiría Mamoulian en 1931, con Gary Cooper y Sylvia Sidney. Escribe a destajo guiones por encargo para gente como William Powell o Marlene Dietrich, templando las armas de la improvisación bajo los focos de los mismísimos sets de rodaje, corrigiendo texto en el último minuto o añadiendo líneas mientras la starlet practicaba en el camerino su recién estrenada jeta de desprecio frente al espejo, con un cigarrillo emboquillado en una mano y el caniche en la otra. Son años de una fiebre tóxica para el autor, cuyos primeros síntomas son notables alteraciones de la conducta, extravagancia gratuita, gonorrea, apuestas, peleas, curdas colosales –bíblicas–, juergas babilónicas que duraban lo que las campañas de Alejandro, con sus incendios y estragos posteriores, e incluso un intento de violación documentado (una aspirante a actriz acusó al autor de haberse propasado con ella; más tarde el asunto llegaría a los tribunales, condenando al escritor a pagarle a la víctima unos cuantos miles de dólares; por cierto que Hammett jamás aclaró el incidente). Naturalmente, se quedaba sin blanca muy a menudo. No podía pagar la cuenta de los hoteles de lujo en los que se hospedaba (Roosevelt, Knickerbocker, Beverly Wilshire), teniendo que recurrir a tretas propias de los gags del cine mudo (como ir sacando su ropa superpuesta en capas, hinchando al mismo tiempo los carrillos con la esperanza de parecer otro individuo, con suerte más respetable. Si coincidía con el señor Faulkner  –“pequeño y malévolo” como llegó a referirse a él en alguna ocasión–, infatigable compañero de farras y por el que sentía una cierta envidia profesional al no entender cómo semejante borrachuzo podía escribir de esa manera, los camareros y bartenders y maîtres del garito en cuestión caían fulminados por embolias masivas repentinas; los que valientemente resistían, se enfrentaban a la beoda empresa de demoliciones H&F.

Hammett jura y el senador perjura
 
No obstante los contubernios y desfases de categoría, Hammett seguía produciendo a un ritmo y con una calidad inigualables entre los escritores a sueldo de Hollywood. Los peces gordos de los estudios importantes no se fiaban de él, pues su reputación de gambler, dipsómano y holgazán eran proverbiales, pero no tenían más remedio que contratarle dado que no existía nadie a su altura. En una ocasión, David O. Selznick intentó hacerse con sus servicios, haciendo caso omiso de las advertencias de los demás productores, quienes señalaban lo difícil que era hacerlo trabajar y que cumpliera los plazos acordados (de eso sabía bastante Alfred Knopf, su primer editor y con el que dio el salto del pulp a la rústica). En un alarde de desprecio principesco que nadie excepto él en aquel tiempo se podía haber permitido, rehusó la oferta del magnate alegando que ganaba más con los derechos de autor de sus obras en circulación que con el estipendio ridículo que le ofrecía. En aquel momento, Hammett era el arándano del muffin-business, uno de los escritores mejor pagados de Hollywood, y se aprovechaba de ello con toda la elegancia y languidez de un aristócrata del crimen.

La cena de los acusados

El dinero seguía entrando a espuertas. La salud de Hammett (con una constitución quebradiza y una tuberculosis detenida pero latente) sufría los estragos de su éxito fulgurante. En los años sucesivos iría terminando, revisando y finalmente publicando sus dos últimas novelas: La llave de cristal y El hombre delgado. Los derechos de ambas fueron adquiridos por Paramount y MGM respectivamente, lo cual le reportó una cuantiosa suma por la que tendría que estar dando explicaciones al fisco el resto de su vida. The Glass Key fue dirigida por Stuart Heisler en 1942, contando con Veronica Lake y Alan Ladd en el reparto. De nuevo, Hammett no se involucró en el proyecto. Aunque la primera adaptación de The Thin Man fue la que dirigió Woody Van Dyke en 1934 para la Metro, se llegarían a rodar hasta cinco versiones del título, llegando hasta los años cuarenta con la misma exitosa inercia. Tanto William Powell como Myrna Loy serían adjudicados y etiquetados para siempre como el sofisticado, borrachín y perspicaz matrimonio Charles. Esta vez Hammett sí se plantea la posibilidad de colaborar en el guión, hasta el punto de que llega a instalarse en el despacho que la productora había puesto a su disposición en algún momento indeterminado de los años treinta y que el autor no había frecuentado en exceso. Pero es incapaz de producir una sola línea de diálogo. El único sustantivo que le viene a la escuálida memoria de alcohólico: botella. El único nombre propio: Johnny Walker. El único adjetivo: etiqueta roja. De forma que el encargo pasa de mano en mano hasta topar con el tándem de cuatro manos formado por el matrimonio Hackett-Goodrich, amigos de Hammett y muy recomendados por este para sacarse el embolado de encima. Unos años más tarde, durante un período en el que la esponja de sus sesos estaba emergiendo como coral a la superficie de un arrecife de sobriedad, escribiría para Hurt Stronberg una secuela titulada Vuelve el hombre delgado.

Song of the Thin Man: ¿Y se quejaban ustedes de las secuelas de hoy?

La llave de cristal que abrió una celda

La útima etapa de su vida “Bartleby”, por utilizar una clasificación vila-matiana que se ha convertido casi en una nomenclatura o categoría enciclopédica, duró casi otros treinta años (en ninguna entrada de ese diccionario del I would prefer not to se puede aplicar la denominación tan palmariamente como en el caso de Hammett; quizás sólo lo supere Rulfo, quien, a todo esto, también escribió algún guión). Arrastró consigo el manuscrito esquelético de Tulip en todas sus mudanzas y vagabundeos postreros (y no fueron pocos), de una costa a otra, y más tarde, cuando su salud empeoró de tal manera que su movilidad se redujo al estado de Nueva York  –y en los últimos momentos a tres o cuatro calles de Manhattan– siempre lo conservó encima de sus mesas de trabajo pospuesto, junto a la máquina de escribir vencimientos. La factoría Spade y El hombre delgado siguieron echando humo durante toda la década de los cincuenta. La materia prima de las narraciones de Hammett  –negra y densa como el petróleo que luego extraería Chandler de los mismos pozos, real y figuradamente– no parecía agotarse por muchas revisiones, adaptaciones e incluso series para la televisión que se hicieron o rehicieron. Él mismo apuntó en una ocasión, que lo que quería decir cuando les ofrecía nuevos planteamientos y tramas a los jefazos de los estudios era bucear en su material ya trabajado de los años veinte, extraer lo que pudiera y ofrecérselo a los carroñeros para que lo escribieran. Acto seguido, estar pendiente del buzón, a la espera de los cheques.

 
Rumbo a la trena

Mantuvo fieles amistades en el mundo del cine hasta el final. Una de ellas, con la que rozaba lo platónico/dionisíaco/pigmaliónico, fue Patricia Neal, que conoció a través de Lillian Hellman y con la que seguiría viéndose  –al principio en ostentosos restaurantes en los que bebía hasta alcanzar un mustio mutismo cortés; paulatinamente, la figura paterna le ganó terreno al seductor impenitente, e iba a verla a los ensayos de las obras de teatro en las que trabajaba, corrigiéndole dicciones y dándole consejos actorales– hasta la mismísima cama del hospital, pues la agonía de Hammett coincidió en tiempo y lugar con la de un hijo de la actriz. Utilizando una óptica no demasiado precisa, humilde y contrafactual  –la mía, por si les interesa–, yo diría que Hammett y Pat Neal fueron los auténticos Nick y Nora Charles. Y si no acaban de verlos, es porque ya venían ustedes de la frase anterior con esa expresión arrugada que parece el cierre metálico de un antiguo videoclub. Busquen fotos de ambos y contrasten mi información.

Hammett, muy distendido, en su declaración ante el Comité de actividades antiamericanas. No soltó prenda.

Otro buen compañero de copas y aprietos cinematográficos fue William Wyler, quien lo animaba para que siguiera trabajando y atenuara la velocidad de su marcha hacia ninguna parte. Circa 1950, consiguió que la Paramount contratara a Hammett para escribir una película que dirigiría él mismo. Hammett lo intentó durante una breve temporada, pero finalmente devolvió los diez mil dólares del adelanto. Y es en este mefítico y burbujeante pantano de devoluciones, demandas, denuncias e investigaciones en el que Hammett quedaría hundido hasta el corvejón y en el que intentaría infructuosamente asirse a algo o a alguien que le simplificara la precaria existencia. Y su escape, aunque suene paradójico, fue la cárcel. Lo enchironaron por su actitud entre estoica y brahmánica durante la caza de brujas. No creo que haga falta desarrollar este asunto, pues supongo que entrecomillados como “Los diez de Hollywood” “Dalton Trumbo” “Howard Espartaco Fast” y en esa línea, están disponibles en la wikipedia a la velocidad de la luz. Sólo mencionar que el reaccionario tridente que le estuvo chinchando a nuestro autor estaba formado por las siguientes puntitas oxidadas: Joseph McCarthy, John McClellan y Roy Cohn (una transcripción de las actas con las torturas inquisitoriales infligidas al señor Hammett, la pueden encontrar en la edición de Errata Naturae –colección La mujer cíclope– titulada sin más preámbulos Interrogatorios).
Se me olvidaba: Hammett no iba al cine.

¿Quiénes somos nosotros para poner esto en duda?