por el señor Snoid
“Respecto a los toros, me entusiasman; sólo que me parece que el público no entiende una jota de toros, los críticos menos que el público y los toreros menos que el público y los críticos; yo creo que el único que entiende de toros es el toro; porque a lo menos embiste hoy lo mismo que hace cuatro mil años (…). Una fiesta de toros es lo más hermoso que se pudo imaginar. La emoción, el arte, la valentía, la luz... Yo, en Belmonte, por ejemplo, admiro el tránsito. Aquel hombre que lejos del toro es feo, pequeño, ridículo, encogido, sin belleza, al reunirse con el toro se transfigura y nos parece maravilloso, y nos arrastra y nos emociona. Ese es el arte de las corridas de toros. ¿Hay nada más hermoso que ese tránsito, esa transfiguración, esa armonía de contrarios?”
Valle-Inclán, declaraciones a La Esfera, 6 de marzo de 1915
Así de entusiasmado se mostraba nuestro eximio escritor y extravagante ciudadano predilecto en la época en que le soltaba al mencionado Juan Belmonte “Sólo te falta morirte en la plaza” (y Belmonte respondía:”Ze hará lo que ze pueda, maeztro”: dos ceceantes frente a frente). Sin embargo, quince años después, y ante los deseos de su hijo mayor de convertirse en matador de toros, Don Ramón hizo lo posible e imposible para quitarle semejante idea de su loca cabecita. Naturaca: una cosa es disfrutar viendo cómo a un Belmonte cualquiera le empitone un morlaco y otra que tu hijito querido se vista de luces.
Comentamos Tardes de soledad con cierto retraso por una cuestión de lo más absurda: no sabíamos muy bien cómo hincarle el diente a esta película. Es decir, habíamos caído en la trampa de determinar si la película era pro o antitaurina y el dilema nos dejó un tanto confusos. Hasta que nos dimos cuenta que quizá ese aspecto no sea, en esencia, demasiado interesante. O quizá sí, pero ello no resta méritos a la calidad del film ni tampoco disimula sus posibles fallos.
La primera imagen de la película es la única que no es estrictamente documental (y olvidaremos lo que puede ser o no documental según las diversas y dispares definiciones con las que se ha pretendido acotar el género): es decir, que hay una puesta en escena bien visible. Un plano en semipenumbra de un toro que se encara al espectador. Un plano de larga duración —quizá fueran dos— que nos ilustra sobre la peligrosidad y fiereza del bicho (en cierto momento, nos pareció que era casi un macho cabrío gigantesco: una encarnación demoniaca).
Lo que viene a continuación son diversas faenas del torero: muy astutamente, Serra ha omitido todo plano del tendido —no se ve espectador alguno; la única mujer que aparece en el film es una mujer (con cierto aspecto de votante del PP o de Vox) que se hace una foto con el ídolo tras una faena. Y las corridas, hay que reconocerlo, están rodadas de forma impresionante y espectacular: nuestro hombre se arrima lo suyo —no como un Rafael de Paula que salía corriendo despavorido—, sufre algún que otro revolcón y el animal le empotra contra el tendido. Si Serra pretendía convencernos de que un torero se juega la vida en la plaza, es obvio que ha conseguido brillantemente su propósito. Aunque tal demostración sea un tanto redundante y baladí: o ya lo sabíamos o nos lo imaginábamos. Así, hay un plano muy hermoso, a la par que terrorífico, que nos muestra al matador de espaldas, a punto de entrar a matar, con el resultado de que el encuadre hace que el animal parezca un monstruo gigantesco y el hombre un ser frágil enfrentado a una heroica labor.
No es ningún descubrimiento que Serra rueda maravillosamente; la cuestión aquí es que, sea por la elección de los planos, sea porque quizá el director no pretendía ahondar en una descripción demasiado gore, se nos escamotean ciertos elementos: apenas vemos los terribles puyazos del picador (“La acorazada de picar”, como decía el gran escritor taurino Joaquín Vidal), ni en la llamada suerte suprema (o, más apropiadamente, tercio de muerte) se aprecian los infames descabellos cuando la estocada se ha quedado corta. Y a pesar de que el director introduzca numerosos primeros planos del animal tendido y agonizante, quizá cuenten más los momentos dedicados a Roca Rey. Por otro lado, el tratamiento del sonido es excepcional: el arrastre de las pezuñas del toro, de las manoletinas del torero, los bufidos y jadeos de la bestia... Un gran logro del film es que nos hace sumergirnos en una corrida con todo el realismo posible. Que ese realismo sea espantoso o no, ya es otra cuestión (en nuestra opinión, no sólo es espantoso, sino detestable e innecesario, pero ¿acaso no resulta fascinante, pese a que racionalmente sepamos que nos enfrentamos a un espectáculo sangriento y bárbaro?)
Asimismo, nos llamó la atención del uso del “Embryonic Journey” de Jefferson Airplane (en verdad, de Jorma Kaukonen) en un plano dilatado del torero con uno de sus ayudantes. ¿Viaje embrionario? Quizá para aquellos que desconozcan el mundo del toreo, o tal vez una más de las brillantes extravagancias de Serra, quien suele poner muy poca música en sus films (algo que le agradecemos de corazón), pero siempre acertada, como aquel maravilloso momento en Honor de cavalleria cuando se escuchaba brevemente una vihuela.
Los miembros de la cuadrilla de Roca Rey son unos seres ligeramente primitivos que dedican a su patrón una retahíla de epítetos épicos no muy trabajados: “Olé tus huevos”, “Arrebatao”, “¡La verdad!”. Bien podían haberse esforzado un poco más y, dado el contexto salvajemente español en el que se mueven, exclamar loas más elaboradas tipo “El que en buena hora ciñó estoque”, “El peruano de diestro brazo” o “Nunca fuera un torero, de damas tan bien servido, como fuera Roca Rey, cuando del Perú vino”. Pero es obvio que los subalternos no se han adentrado en la épica medieval. Al toro de turno le dedican adjetivos menos bellos (“Hijoputa”, “¡Qué cabrón!”), algo que nos parece lamentable, pues en la épica se solía ensalzar también la valentía y bravura del enemigo.
Como es habitual en Serra, y pese a lo atroz de casi todo lo que se muestra, no faltan los elementos humorísticos. El más destacado tiene lugar en una habitación de hotel: el torero se pone unas medias de seda blancas, se ajusta bien el paquete, llega un subalterno y le coloca unas medias rosas, le coge en volandas para ajustarle bien la taleguilla y proceden con la camisa blanca, el corbatín y la chaquetilla. A primera vista, nada extraordinario. Pero es que durante este dilatado y megagay proceso, Roca Rey no deja de mirarse al espejo: el de la habitación, el del pasillo del hotel, su imagen en las puertas metálicas del ascensor, el espejo del ascensor... Comprendemos que haya que estar bello antes de embarrarte y salpicarte con sangre propia y ajena, pero tal narcisismo nos pareció excesivo. Eso sí, el muchacho se enfrenta al morlaco hecho un pincel.
¿Taurino o antitaurino? Da la impresión de que Serra ha sucumbido a las emociones que pueda provocar la así llamada fiesta nacional. Creemos que su intención, con toda sinceridad, era ofrecer una visión objetiva del toreo, pero quizá tal propósito resulte imposible. El tema exige tal vez que afloren los sentimientos, sean repulsa, fascinación o indiferencia. O la transfiguración de la que hablaba Valle-Inclán. Al fin y al cabo, esta es una película que no gustará a los taurinos (demasiada brutalidad, demasiada sangre y demasiada atrocidad con las que mirarse al espejo) ni a los que rechazan vehementemente el sacrificio de un animal convertido en espectáculo.
Tardes de soledad es un excelente film que muestra “la verdad”, tal y como gritaba el subalterno. Aunque esa verdad se nos antoje criminal, repulsiva y detestable.