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sábado, 25 de noviembre de 2023

ESTRENOS DE OCASIÓN: "EL ASESINO" (The Killer, David Fincher, 2023)

 

por el señor Snoid

Bien saben ustedes que viajar en avión es un auténtico tostonazo. Esperas interminables, retrasos, has de quedarte prácticamente en pelotas antes de acceder a la puerta de embarque y no puedes llevar contigo ni la crema antiarrugas ni el tubo de Clearasil. Si va usted en una compañía cutre (hoy traducen esta palabra por “low-cost”) es seguro que el pasajero de detrás, a poco que supere la media de altura española de 1940, le hundirá la rodilla en la espina dorsal. Si el viaje es transocéanico, le servirán una comida repugnante (este servidor suyo se tiró dos días vomitando gracias a un menú cortesía de British Airways). Y si viaja usted a un país que tenga una dictadura militar como por ejemplo los Estados Unidos de América, los trastornos son continuos; antes de aterrizar en el JFK o en el aeropuerto de Austin usted habrá rellenado un asombroso cuestionario en el que, entre otras cosas, jurará y perjurará que no pretende atentar contra vidas ni bienes norteamericanos, pero pese a todo igual tiene la suerte de que le lleven a un aséptico despacho donde un oficial de inmigración de aspecto y modales simiescos proceda a interrogarle: “Señor Snoid, aquí consta que usted pertenece a un partido extremista llamado Segovia de izquierdas” (militancia de dos meses, antes de que me echaran). Donde estén el Avant o el Alvia y las continuas averías de la catenaria...

 

El protagonista de El asesino se pasa la vida viajando. Quizá por ello Fassbender tenga ese aspecto un tanto demacrado. Y quizá también por ello la película tiene esa característica de “vistas de viaje” (como las filmaciones Lumiére) o “turismo internacional VIP” como las viejas (o recientes) películas de James Bond. Nuestro hombre viaja por negocios, no para ver museos o hacer el canelo por los canales venecianos. Es un asesino a sueldo cosmopolita—como podría ser ejecutivo bancario, agente inmobiliario o un hispanista famoso— excepcionalmente dotado para su trabajo. Lamentablemente, comete una trágica pifia al comienzo del film, sus patrones se enfadan, le hacen una perrada ( a su novia, para ser precisos) y él toma la senda de la venganza (como diría la solapa de un libro de género o una novela del Pérez-Reverte). 


David Fincher es un director desconcertante: a veces dudamos de si es un director brillante o simplemente un director meticuloso. Porque después de realizar una buena película como Mank se saca de la manga El asesino, un producto que no logra despertar demasiado interés en el espectador. Recordarán ustedes los memorables asesinos de Seven (Kevin Spacey antes de que la inquisición le pusiera grilletes) o Zodiac: aparecían brevemente en ambos films y los dos resultaban escalofriantes. Aquí Fassbender es omnipresente. Y el hombre se maneja con una soltura y precisión en toda circunstancia que parece un remedo de otros asesinos (estos ya con rango de funcionarios de sus respectivos países) tipo Jason Bourne, James Bond, Jack Bauer o Derek Flint. Y Fincher, como es costumbre, escoge adecuadamente cada ángulo de cámara, cada cambio de plano y cada expresión facial de los actores (en el caso de Fassbender dos: ira contenida y hastío: posiblemente por tanto viaje y tanto aeropuerto). Y además Fincher es un tipo competitivo: si hoy en día las secuencias de acción (traducidas ahora como set-pieces) son violentas hasta límites que rebasan la credulidad, la pelea que mantienen Fassbender y un sicario apropiadamente apodado El Bruto (que no es el Pedro Armendáriz de Luis Buñuel, también algo bruto, pues el actor se negaba a remangarse la camisa ya que consideraba que le daba un “aspecto de maricón”) es tan bestia que deja en paños menores a momentos similares de cada una de las películas de la saga de Jason Bourne, donde en todas había una escena de hostias salvajes contra un peligrosísimo rival, aunque colega de profesión.


En fin: lo que cuenta El asesino no posee la menor enjundia, pero Fincher sabe bien que en Japón, a veces, no es muy importante lo que se regala, sino que el envoltorio sea precioso. Y el envoltorio es aquí lujoso y atractivo. Sin embargo, el que espere ver algo de la categoría de El silencio de un hombre (Le Samourai, Jean-Pierre Melville, 1966), El cuervo (This Gun for Hire, Frank Tuttle, 1942) Ghost Dog (Jim Jarmusch, 1992) o incluso Johnny Cool (William Asher, 1965) se verá defraudado, porque no sentirá angustia ni estupor ni simpatía ni desasosiego ante las andanzas del protagonista (a diferencia de lo que ocurría en las películas citadas). Sentirá más bien lo que experimenta cuando su mecánico le arregla el embrague del coche mientras le da una conferencia sobre la inminente ruptura de España y usted cavila acerca de la clavada que le va a pegar. Tampoco sentirá puro terror, como en la olvidada (ya que su director no volvió a hacer jamás nada semejante), Henry, retrato de un asesino (Henry: Portrait of a Serial Killer, John MacNaughton, 1986), modélica película que era una espantosa plasmación de la banalidad del mal.


Lo destacable de El asesino es que es casi una película muda. Excepto por el monólogo interior del protagonista mientras prepara con minuciosidad la ejecución de su trabajo (como usted mientras saca punta al lápiz, comprueba si la tinta de su pluma está húmeda o seca, ordena los folios y pasa el trapo sobre su mesa de caoba) y la cháchara de Tilda Swinton intentando evitar lo inevitable, apenas hay diálogo en este film. Algo que resulta ciertamente atractivo. Lástima que este detalle no salve a Fincher de la maldición de Netflix: la producción de mediocridades en serie.

 


martes, 5 de enero de 2021

ESTRENOS DE OCASIÓN: "MANK" (DAVID FINCHER, 2020)

 

por el señor Snoid



Se podría decir que en Mank coexisten varias películas. La primera, y menos interesante, es la película de Hollywood sobre Hollywood, tipo Cautivos del mal, Dos semanas en otra ciudad, El último magnate o The Player. Esa clase de película que fascina al espectador mediante la exhibición de seres mezquinos, avariciosos y traicioneros (la gente que trabaja en el cine), algo que hace que el aficionado salga de la sala muy satisfecho de no ser como ellos, o que fomenta la “caza del secundario” del cinéfilo aquejado de idolatría (“¡Ese es John Houseman!”) o de casos aún más graves de paganismo (“Ese del fondo a la derecha es el hermano del chófer filipino de Murnau”). Estas películas, que por lo habitual poseen un tono fúnebre y tristón —en parte por lo que cuentan, en parte porque no evitan sustraerse a una nostalgia malsana—, no hacen sino perpetuar el mito de Hollywood que este empezó a fabricarse a sí mismo casi a partir de The Squaw Man (De Mille, 1914). En este sentido, Mank va un paso más allá que su predecesoras, pues es tal la profusión de personajes (reales) que mucho nos tememos que el espectador que ignore las vidas ejemplares de Mayer, Thalberg, Welles, Lederer, los Mankiewicz y compañía se va a encontrar un poco perdido. Hay una secuencia espléndida que lo ilustra: a la salida del funeral de Thalberg, Mank conversa brevemente con David O. Selznick (al que vimos efímeramente en una escena al comienzo del film). La pretensión de Fincher no es, evidentemente, mostrar un despliegue de figuras de la industria del cine, sino constatar lo difícil que en 1936 era para Mank encontrar trabajo. Sin embargo, es inevitable que el espectador se pregunte quién es ese tipo a quien Mank acudió a ver pero que no pudo pasar “de la secretaria de tu secretaria”.




Otra película nos muestra la génesis y verdadera autoría de Ciudadano Kane, que es, por supuesto, obra de Herman Mankiewicz. Esto no supone ninguna novedad. La especie ni siquiera se remonta a Pauline Kael, sino que ya circulaba por Hollywood en el momento en que el film se estrenó. El que el único Óscar que se llevó Kane fuera el de “Mejor guión original” era una manera de humillar a Welles (que por entonces lo estaba pidiendo a gritos) y de afianzar el hecho de que la primera película del niño prodigio, del genio, se debía a la pluma de un escritor alcoholizado al que Welles había extraído el jugo (creativo). (A nosotros nos repitió el cuento, a principios de los noventa, un profesor de guión de UCLA; aunque hay que añadir que el hombre, como buen veterano de Vietnam, estaba algo zumbado). Mank resulta un tanto repetitiva en cuanto a este aspecto. La secretaria de Mank y su hermano Joe repiten como cotorras, “Es lo mejor que has escrito”, y el propio Mank, en la única (y excelente) escena que comparte con Welles lo afirmará de forma patética, casi implorante, ya que “lo que quiero es la autoría” (ante la pretensión de Welles de aparecer en solitario en los créditos).


Y esto nos lleva al guión del que se ha servido Fincher, que tiene una cierta semejanza con los guiones de los Mankiewicz. Se habla mucho —quizá demasiado—, se dicen muchas ingeniosidades, hay un esfuerzo por dotar de vida a cada personaje (lo que en Mank es un síntoma de exceso de ambición) e incluso hay personajes que exhiben una cultura académica y libresca con el fin de humillar a los potentados analfabetos (no olvidemos que en Hollywood, según las películas, abundan los iletrados). Casi parece un guión del hermano de Herman, Joe (o Joseph L.), quien estaba enamorado de las palabras y de sí mismo. Hoy en día los guiones (y películas) de Joseph L. resultan un poco plomizos y en exceso verborreicos, sea suyo el guión (Eva al desnudo, Carta a tres esposas) o ajeno (La huella, El día de los tramposos), aunque reconocemos que cuando abordaba un buen guión ajeno (El mundo de George Apley), el resultado era espléndido. En Mank, de hecho, se nos cuenta que a Joseph L. se le despide de la Metro por hacer un juego de palabras (en francés) sobre el director Mervyn Leroy. Lo que nos da la pista de que Joe era un poco rebelde, como su hermano. Lo cierto es que Joseph L. jugaba al juego de Hollywood mucho mejor que Herman, pues durante sus años de productor-guionista en la Metro hizo lo que no quería que le hicieran a él: Fritz Lang afirmaba, treinta años después de su realización, que Joe (productor) había arruinado Furia; el Mankiewicz director echaba pestes de Zanuck cada vez que podía, pues consideraba que el jefe de producción había mutilado salvajemente sus películas para la Fox. En Mank, por fortuna, Joe no porta la pipa con la que posaba perennemente desde que se hizo famoso.


Por otro lado, el siempre cotilla Quentin Tarantino comentaba hace años que Fincher debió sentirse muy presionado tras el éxito de Seven, dado que “depende de los guiones que escriben otros”. Y algo hay de verdad en ello. Pero sólo algo: las referencias culturales a los siete pecados capitales en Seven eran dignas del Reader's Digest, y ello no impedía que el film funcionara magníficamente. Sin embargo, es cierto que sus mejores películas poseen puntos de partida o pretextos literarios atractivos (y no siempre necesariamente brillantes: El club de la lucha es sin duda muy superior a la novela de Chuck Palahniuk), mientras que sus otras películas notables (Alien 3 —¡Herejía!—, Zodiac, Desaparecida) tienen argumentos con posibilidades que el director aprovecha con maestría; otras se desinflan según avanza el metraje (The Game), alguna no hay por dónde cogerla (La habitación del pánico) y a nosotros la muy alabada La red social (que podría emparentarse con Ciudadano Kane, por lo menos en su retrato de un multimillonario egomaníaco) nos provocó un episodio de narcolepsia agudo.



Ha nacido un nuevo héroe

Mank nos presenta a un personaje central lleno de virtudes: culto, generoso, atento, brillante, amigo de sus amigos, se escandaliza ante las injusticias y las triquiñuelas urdidas por los poderosos, salva a ¡una aldea entera! de judíos alemanes de un más que previsible destino en las cámaras de gas y es honesto consigo mismo y con su trabajo. Lástima que el hombre tenga una acusada tendencia a la autodestrucción (en forma de alcoholismo, afición al juego y, lo que es peor en su universo, un soberano desprecio a la autoridad). La vida en Hollywood de Mank se nos muestra a través de varios flash-backs y es, sin duda, lo más brillante de la película. Podríamos preguntarnos qué habría hecho un Nicholas Ray con semejante material, pues es evidente que no es la emoción que desprenden sus personajes el fuerte de Fincher. En Mank, hay, por supuesto, excepciones a la habitual frialdad del director: por ejemplo, la excelente escena en la que el protagonista y Marion Davies charlan en los jardines de San Simeón, y se dan cuenta, sin confesárselo, que son casi almas gemelas; la escena que provoca la expulsión de Mank de la corte de Hearst, cuando, totalmente ebrio, ridiculiza a Mayer y a Hearst, mediante la adaptación moderna de una versión del Quijote (otro guiño a Welles, claro) o el personaje de su esposa, la “pobre Sara”. Por cierto que todas las mujeres que aparecen en la película son maravillosas: desde la Hausfrau Freda a la secretaria de Mank, la británica Rita, pasando por la mencionada Sara: inteligentes, comprensivas, dedicadas, con carácter. Mención especial merece Marion Davies (estupenda Amanda Seyfried), de quien todo el mundo tenía la noción (gracias a Ciudadano Kane) de que era una boba insoportable. En realidad, todos los testimonios fiables nos cuentan que Marion más bien se hacía la tonta y quería sinceramente al cretino de Hearst. Y es que, por ejemplo, ¿qué razón podría tener Raoul Walsh, salvo el aprecio verdadero, de poner por las nubes a la chica en sus memorias cuando ya casi todos estaban muertos y enterrados a principios de los años setenta? Es obvio que Fincher siente gran simpatía por el personaje, pues a ella se le dedican algunas de las mejores escenas y está siempre retratada con cariño. Otra cosa son los hombres: salvo Mank, o son malévolos (Mayer se lleva la palma: su demagógico discurso ante la plantilla de la Metro acerca de apretarse el cinturón lo describe desde el principio como un desaprensivo y un miserable) o son débiles (Shelly Metcalf, el director de los noticiarios falsos que hacen que Upton Sinclair pierda las elecciones) o se engañan a sí mismos (la ambivalente descripción que se hace de Thalberg, ejecutivo implacable con mala conciencia). De Hearst, dado que todo aficionado al cine conoce (presumiblemente) su vida y obra, se da una visión singular: aprecia a Mank, tiene una visión (correcta) sobre el futuro del cine sonoro y, finalmente, pone a Mank en su lugar (la calle), pues hasta los ricos tienen un límite si se les humilla en público. Por otro lado, los interiores de su mansión están fotografiados como si de un interior de una película de terror de la RKO se tratara.


Quizá el único problema de Mank es su excesiva brillantez. Nos explicamos: cada plano, cada secuencia, cada escena están muy trabajados; algo característico del estilo de Fincher: para él no hay momento desdeñable y todo ha de ser perfecto (en la interpretación, en el encuadre, en el sonido...). Y esto no es precisamente una crítica (nosotros siempre hemos alabado el buen hacer del director: incluso hemos llegado a defender Alien 3 con delirantes argumentos: cuando los cinéfilos la ponían a parir —como Fincher mismo— argumentábamos que era una puesta al día de La pasión de Juana de Arco de Dreyer: abundancia excesiva de primeros planos, planeta-monasterio-prisión, el bicho como representación de la intolerancia religiosa, Ripley como Juana, los desterrados en el planeta como inquisidores... rara vez colaron estos paralelismos tan acertados, todo hay que decirlo); algo que hace que una tontada como The Game sea visualmente muy atractiva, pero que quizá perjudica a Mank en un aspecto: lo que podría haber sido una soberbia narración intimista del “último hurra” de un hombre íntegro, pero acabado, se convierte (en parte) en un lujoso ejercicio de estilo en el que Fincher pretende abarcar demasiado en demasiado poco tiempo: raro ejemplo de una película norteamericana contemporánea con una duración superior a las dos horas que se hace corta. Aunque quizá este pueda ser el mejor elogio que se le puede hacer a Mank.