Mostrando entradas con la etiqueta John Wayne. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta John Wayne. Mostrar todas las entradas

viernes, 17 de diciembre de 2021

JOHN FORD Y LA TELEVISIÓN (y III)

 

por Juan Gorostidi

 

La última película que Ford dirigió para televisión, Flashing Spikes, tiene estrechas semejanzas y también notables diferencias con Rookie of the year. Ambas están ambientadas en el mundo del beisbol y ambas abordan el, por entonces, aún traumático asunto de las listas negras. Pero mientras que en el film de 1955 el periodista Mike Cronin (John Wayne) decidía no arruinar la carrera deportiva del hijo de un jugador que había sido comprado (Buck Morrison: Ward Bond), Ford desarrolla el argumento de Flashing Spikes con mayor detenimiento y hace un giro radical en cuanto a las características y motivaciones de los personajes.

Un periodista (Rex Short: Carleton Young) sospecha que un antiguo jugador expulsado de la liga, Slim Conway (James Stewart) ha sobornado a una joven estrella (Bill Riley: Pat Wayne) para que su equipo perdiera en un partido decisivo. La comisión de la liga se reúne y escucha a todas las partes. El periodista aporta su testimonio y lo que él considera pruebas decisivas. Ford caricaturiza al personaje (su vestimenta, su forma de hablar boquilla en mano, su soberbia gestual) como había hecho, menos acusadamente, con el personaje del fiscal en el juicio de El sargento negro (Sargeant Rutledge, 1960). La histriónica interpretación del actor Carleton Young en los dos films deja bien a las claras de qué parte se halla el director:


El joven Bill Riley cuenta cómo conoció a la vieja estrella. Todavía en el instituto, su equipo juega un partido de exhibición contra un equipo de jugadores retirados. Es de notar cómo Ford acentúa la fragilidad física de Stewart de una forma conmovedora:


Los veteranos derrotan ampliamente a los jóvenes. Uno de los espectadores reconoce a Slim Conway, la antigua estrella del deporte que se dejó sobornar. Y sus insultos arrastran a la pequeña multitud de espectadores: una sencilla analogía con la histeria anticomunista promovida por la propaganda gubernamental una década antes. Conway mantiene su dignidad, incluso cuando es lesionado por Riley. E incluso decide aconsejar al muchacho sobre cómo mejorar su juegoi.


El segundo encuentro entre los dos personajes tiene lugar en la guerra de Corea. Ford estructura la escena en dos partes; la primera es humorística, con John Wayne interpretando a un árbitro absolutamente parcial en el transcurso de un partido —un recurso que Ford utilizaba a menudo mediante personajes como los sargentos que solía interpretar Victor MacLaglen. En la segunda parte, la pelota cae milagrosamente en la mano de Conway, quien sigue animando a su joven pupilo: y de nuevo se retira herido: ha abandonado el hospital militar para asistir a un partido del deporte que tanto ama. El paralelismo con la secuencia anterior es evidente: pero Conway no pierde su estatura de héroe fordiano por muchas heridas físicas o morales que arrastre. El propósito de Ford, por supuesto, es que nos hagamos la pregunta que se resolverá al término del film: ¿cómo alguien así pudo haberse corrompido?i


 

Y por fin llega el testimonio de Stewart. Ford afirmaba que le encantaba la forma de moverse del actor. Sin embargo, en las películas que hicieron juntos —la excepción es El gran combate (Cheyenne Autumnn, 1964), dado el escueto episodio que interpreta ahí Stewart— el actor tiene posiblemente más diálogo que cualquiera de sus co-protagonistas. Sin duda, a Ford le encantaba la forma de hablar de Stewart: esa oscilación entre la firmeza y el parlamento dubitativo, tan distinta, por ejemplo, del laconismo de Waynei




Y al final no sólo exonera a Riley sino que demuestra que él es inocente de las acusaciones que hicieron que tuviera que retirarse del béisbol. “¿Por qué no lo negaste?”, se le inquiere. “Lo hice. Pero nadie me escuchó”. Un final agridulce que, en la época en que se rodó Flashing Spikes, cuando todos los represaliados pudieron, con mejor o peor fortuna, regresar a los oficios que hubieron de abandonar,muestra los sentimientos de Ford hacia la caza de brujas anticomunistas y las listas negras en la industria del cinei.




 

Referencias

Bogdanovich, Peter: John Ford. University of California Press, Berkeley, 1997.

Gallagher, Tag,:John Ford. El hombre y su cine. Trad de Francisco López Martín y Juan Gorostidi; Akal, Madrid, 2009.

McBride, Joseph: Searching for John Ford. St. Martins Griffin, Nueva York, 2003.

Rollet, Patrice, y Saada, Nicolas (eds.). John Ford. Cahiers du Cinéma/Editions de l'Etoile, París, 1999.

 

i “Although the charge of taking a bribe is morally distinct from the constitutionally guaranteed expression of political beliefs, Ford is clearly trying to set the record straight on his distaste for blacklisting of any kind. But by approaching the subject obliquely and being several years too late with his public display of moral indignation, Ford made little impact with Flashing Spikes”. McBride,2003: 638.

iDe hecho Ford quiso contratar a Stewart para que interpretara a Doc Holiday en Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946); sin embargo el actor prefirió ponerse a las órdenes de Capra en ¡Qué bello, es vivir! (It's a wonderful life!, 1946). Sólo el hecho de que Ford aceptara el encargo de rodar Dos cabalgan juntos (Two rode together, 1961), para la que ya estaban contratados Stewart y Widmark, hizo que el director le utilizara en posteriores proyectos.

iNicolas Saada ve esta obra como una continuación lógica de El hombre que mató a Liberty Valance: “Flashing Spikes peut se voir comme un post-scriptum à Liberty Valance et un dévelopement de Rookie of the year (…) sous le regard complice de James Stewart Flashing Spikes est un film formidable qui permet à son auteur de prende des libertés narratives qu'il autorisait moins au cinéma (…). L'histoire se modifie: un thème dominant en Ford”. Saada, 1999: 140.

i “Stewart's Slim Conway still loves the game so much that he hangs around training fields like a ghost and plays with a semiprofessional barnstorming team of old-timers called by the very Fordian name of The Wanderers. Ford carlear identificares with Slim's marginalidad, gis atereced sicalipsis condiciona, and his dogged persistence in practising his craft despite the jeers he receives from heartless spectators and vindictive journalists (…). Stewart's intensely concentrated unglamorized performance endows Comway with genuine nobility and stature”. McBride, 2003: 637.


domingo, 28 de noviembre de 2021

JOHN FORD Y LA TELEVISIÓN (II)

 

por Juan Gorostidi 

 

No hemos podido ver The Bamboo Cross (1955), la primera incursión de Ford en el medio televisivo. Los estudiosos de su obra prefieren ignorarla o la critican con severidad. Tras la sinopsis (Unas monjas misioneras de Maryland son capturadas por comunistas chinos con el propósito de demostrar que las “mujeres solteras” matan a los niños con “dulces envenenados” (las obleas de la eucaristía). La hermana Regina desborda piedad; el comisario político parece afectado por una apoplejía. Al final, un sirviente, quien se ha unido a los comunistas para enterarse de “toda la verdad sobre la pobreza e ignorancia de mi pueblo”, hace su entrada en escena blandiendo un enorme cuchillo. El comisario muere fuera de campo, profiriendo sonoros gorgojeos, y las monjas se salvan.), Gallagher sentencia: “Lo peor de la carrera de Ford”i. McBride es más elocuente: ”The Bamboo Cross is so appallingly bad, such a grotesque self-parody, that it seems to have been directed by John Ford's evil twin”ii.

Sin embargo, justo después de realizar The Bamboo Cross, Ford iba a emprender una nueva aventura televisiva, la brillante Rookie of the Year.

 

Un periodista deportivo, Mike Cronin (John Wayne), harto de su trabajo en un periodicucho de provincias, cree haber hallado la manera de volver a los “grandes medios” neoyorquinos. Durante las Series Mundiales observa a un joven jugador, Lyn Goodhue (Pat Wayne), destinado a ser “la promesa del año”. Lo que ve Cronin en el muchacho no es sólo su potencial: el chico juega de idéntica forma, con la misma gestualidad esté o no la pelota en juego, que un antiguo jugador expulsado de la liga mucho años atrás por aceptar sobornos, Buck Garrison (Ward Bond). Cronin parece haber encontrado la exclusiva que necesitaba. Sin embargo, la situación empieza a tomar otro cariz, cuando, justo después de su “descubrimiento” le presentan a Lyn en los vestuarios:

 

Cronin comienza a ver lo desagradable de su tarea: sutilmente interroga al chico; el muchacho es inocente y sincero: su carrera se verá afectada si el periodista desvela la historia, pues no hay duda de que se trata del hijo de Buck Garrison —ahora Larry Goodhue, un minero en Coaltown. No faltan siquiera los chistes privados (el actor Pat Wayne le dice a su padre que “no está usted nada mal para su edad”). Y se constata, una vez más, que si a Ford le agradaba una línea de diálogo (o cualquier otro elemento que figurase en una de sus películas) no dudaba en utilizarla de nuevo:


Rookie of the Year está estructurada un poco a la manera de la posterior El sargento negro (Sargeant Rutledge, 1960): una serie de flashbacks dentro de un flashback —aunque sin las transiciones en ocasiones“expresionistas” del film posterior. La prueba definitiva de que Cronin anda tras la pista correcta se produce durante su encuentro con el padre de Lyn. Cronin viaja a Coaltown, conoce a la novia de Lyn (Rose: Vera Miles) y se produce la confrontación con la antigua estrella del beisbol, hoy un minero que da consejos a los chiquillos que juegan en el parque:


El tono del diálogo recuerda un poco los intercambios verbales entre Ethan y el Reverendo Capitán Samuel Clayton en Centauros del desierto (The Searchers, 1956), con su mezcla entre hostilidad y admiración entre los dos hombres. Con la diferencia de que aquí el personaje de Bond sólo siente desprecio por su oponente (pronuncia “Newspaperman?” como si estuviera profiriendo un insulto). El hecho de que Ford escogiera a Bond como la víctima de una “lista negra” es una prueba del humor malévolo de Fordi.

Cada vez más incómodo con su papel de delator, Cronin, ante las súplicas de Rose y la convicción de que sería totalmente injusto dañar a Lyn, que no sabe quién fue realmente su padre (cuya culpabilidad ni siquiera se cuestiona), acabará cediendo y no publicará la historia. Irónicamente, se enterará de que todos los directores de periódicos deportivos neoyorquinos sabían la verdad sobre Lyn. Y la forma más bella de renunciar a su trabajo será para Cronin despedirse con la pelota que le regaló Lyn:


Siete años más tarde, Ford volvería a rodar una película para televisión con el beisbol y las listas negras como telón de fondo: la también notable Flashing Spikes.

 

 

 

Referencias

Bogdanovich, Peter, John Ford. University of California Press, Berkeley, 1997.

Gallagher, Tag: John Ford. El hombre y su cine. Trad. de Francisco López Martín y Juan Gorostidi; Akal, Madrid, 2009. 

McBride, Joseph: Searching for John Ford. St. Martins Griffin, Nueva York, 2003.



iGallagher, 2009: 716.

iiMcBride, 2003: 573. Sorprendentemente, Bogdanovich, 1997: 142, comenta: “Interesting paralell with the story of 7 Women, made over ten years later”. El paralelismo, salvo por la ambientación de los dos films en China, es inexistente.

iBond fue posiblemente el más ardiente defensor de las listas negras durante la “Caza de Brujas” de la década de 1950. Presidió la Alianza Cinematográfica por la Preservación de los Ideales Americanos (Motion Picture Alliance for the Preservation of American Ideals), una organización de extrema derecha. Su compromiso político, y su ansiedad por incluir en las listas no sólo a sospechosos de haber militado en el partido comunista sino a cualquiera que poseyera ideas “progresistas” (según él y sus asociados) le granjeó muchas enemistades. Hacia mediados de la década sólo le ofrecían trabajo compañeros con similares ideas políticas, como John Wayne. Ford tenía en muy poca estima la capacidad intelectual de Bond y creía que su “patriotismo” era una forma barata de conseguir publicidad. En 1957 su papel en la serie de TV Wagon Train (inspirada en el Wagonmaster de Ford) le devolvió la notoriedad perdida. 

jueves, 11 de noviembre de 2021

JOHN FORD Y LA TELEVISIÓN (I)

 

 por Juan Gorostidi


Escasa atención han recibido las cuatro películas que John Ford realizó para la televisión. Ello se debe sin duda a la extraordinaria e inagotable filmografía del director. Sin embargo, al menos tres de esos pequeños films poseen un valor estimable, al tiempo que demuestran que un veterano como Ford no desdeñaba trabajos de encargo, o simples divertimentos, que a la postre convertía en obras muy personales.

El único western de entre estas películas es The Colter Craven Story (1960), perteneciente a la serie de televisión Wagon Train (1957-1965), inspirada en el Wagonmaster del propio Ford, serie con la que por fin Ward Bond, uno de los actores más subestimados de la John Ford Stock Company, alcanzó el estrellato.

En la serie Bond interpreta al Comandante Seth Adams, guía de caravanas auxiliado por su juvenil compañero Hawks (Terry Wilson). Parece ser que Ford aceptó dirigir el episodio porque en aquel momento no tenía ningún proyecto en perspectiva —un año más tarde dirigiría Dos cabalgan juntos (Two Rode Together, 1961) por la misma razón. Y una razón menos prosaica fue la sugerencia de Bond ante las críticas de Ford hacia la serie: “Bien. ¿Y por qué no diriges tú un episodio?”. Sea como fuere, Ford aceptó el desafío (y un magro salario de 3.500 dólares) y rodó un episodio de 72 minutos —el más largo de Wagon Train— en tan sólo seis días. A la vista del resultado, es obvio que el propio Ford reescribió el guión de Tony Paulson, quizá con la ayuda de Frank Nugent, y consiguió por fin hacer un retrato fílmico de Ulysses S. Grant, algo que siempre le había parecido inviable1.

En su camino a Fort Mescalero, Adams se encuentra con el doctor Colter Craven (Carleton Young) y su esposa Alarice (Anna Lee), detenidos en la solitaria llanura con su destrozado carromato. Craven es un médico alcoholizado que ofrece su “compendio de servicios médicos” a Adams a cambio de unirse a la caravana. Este comienzo recuerda no poco al de la película Wagonmaster





La huella de Ford está también presente en otros detalles menos evidentes. La relación entre Adams y Hawks recuerda no poco las que mantenían los personajes de John Wayne y Ben Johnson en Rio Grande (1950) y en La legión invencible (She wore a yellow ribbon, 1949), por señalar un par de ejemplos. El joven experimentado que no duda en poner en evidencia a su patrón: “No me pagan 32 dólares al mes por pensar”, dice Hawks. “No entra en mis atribuciones” replica Johnson a Wayne:


 

Al llegar a Fort Mescalero, único lugar de la región que dispone de suministro de agua, Adams se enfrentará al cacique local, Park (John Carradine), quien exige un precio desmesurado por el uso de “su agua” para los colonos y el ganado. Es significativo que Carradine lleve un atavío similar y se conduzca de la misma forma altanera que en su breve papel como el demagogo Comandante Sarbuckle en El hombre que mató a Liberty Valance (The man who shot Liberty Valance, 1962):





Una de las mujeres de la caravana está a punto de dar a luz. El parto se presenta difícil y hay que practicarle una cesárea. Pero el doctor Craven se niega a operar. Sus manos se agarrotan ante la estupefacción de Adams, quien exige una explicación. Craven le cuenta el origen de su desdicha y de su alcoholismo. Durante la guerra civil ejerció de médico militar y en la sangrienta batalla de Shilo perdió al 72 por ciento de sus pacientes. Quinientos hombres murieron en su mesa de operaciones. Adams replica que él también estuvo en la batalla y que murieron bajo su mando más de doscientos amigos y vecinos. Extraordinaria interpretación de Bond y Young en una secuencia meramente explicativa:



Adams le cuenta la historia de un amigo suyo, “Sam”, que regresa a su pueblo después de dejar el ejército. Una escena maravillosamente poética ilustra la llegada del hombre y su reencuentro con su familia:

 


Tiempo después, la guerra civil da comienzo y llegamos a la cruenta batalla de Shilo. En la noche del primer día de la batalla, cuando las tropas de la Unión han sufrido enormes bajas y las decisiones de Sam Grant han sido enormemente criticadas, ambos hombres vuelven a encontrarse (Adams, al principio, no reconoce a Grant). El general en jefe le presenta al general Sherman (un John Wayne apenas entrevisto, que aparece en los creditos como Michael Morris):

  

Una escena que anticipa la conversación que se produce entre Grant y Sherman en el episodio The Civil War que Ford dirigió para La Conquista del Oeste (How the West was won, 1962):

  

Grant supera el fracaso y su alcoholismo enfrentándose a sus fantasmas al conducir a la Unión a la victoria. Craven también logrará redimirse y operará con éxito a la mujer. Ambos han seguido un camino inverso en su rehabilitación y en la recuperación del honor perdido1.

Es evidente que Ford llevó a su terreno esta obra que no podemos considerar menor: se rodeó de algunos de su actores predilectos (Bond Wayne, Anna Lee), convirtió el relato en un cuento moral lleno de humanidad y logró algunas hermosas escenas, dignas de su visión poética del cine. Y todo ello en sólo seis días. El tiempo que tardaba en rodar una película con Harry Carey en 1917.


Referencias:

Bogdanovich, Peter: John Ford. University of California Press, Berkeley, 1997.

Gallagher, Tag: John Ford. El hombre y su cine. Trad de Francisco López Martín y Juan Gorostidi;Akal, Madrid, 2009. 

Iturrate Cárdenes, Luis Fernando de, y Fuentefría Rodríguez, David, “Las ocho vidas de Ulysses Grant. El mito y el relato cinematográficos”, en Fotocinema, 11 (2015), 112-145.

McBride, Joseph: Searching for John Ford. St. Martins Griffin, Nueva York, 2003.




1“Using a battle that almost ended in Grant's worst military setback as the subject of an inspirational sermon is rather paradoxical, but in the eyes of both Adams and Ford, the lesson is Grant's heroic refusal to quit under adversity”, opina McBride, 2003: 615.




1”I've always wanted to do a feature on Grant —I think it's one of the great American stories— bur you can't show him as a drunkard, getting kicked out from the Army”, Bogdanovich, 1997: 145). “Sin embargo, Ford, en un episodio maravillosamente elegante rodado para una serie de televisión (...) había logrado ser aún más conciso y, en 11 minutos, había contado la historia de Grant”, Gallagher, 2009: 522.

sábado, 26 de octubre de 2019

LOS OLVIDADOS: ROSCOE LEE BROWNE







por el señor Snoid

El nombre es posible que no les diga nada pero esta jeta la reconocerán los buenos aficionados. Roscoe Lee Browne era un magistral actor que tuvo el infortunio de aparecer en a) películas buenas que resultaron estrepitosos fracasos de taquilla; b) películas mediocres que también se estrellaron, y c) películas lamentables que hoy casi nadie recuerda. Sin embargo, en todas ellas Roscoe brillaba con luz propia, eclipsaba a sus compañeros de reparto y daba un barniz de buen hacer y de genialidad interpretativa, por muy nefasto que fuera el proyecto en que se había embarcado.

Y es que cuando Roscoe empezó en el cine, los actores negros debían ser como Sidney Poitier o Harry Belafonte: es decir, bellísimos ejemplares de hombre negro. Gente como él o como el igualmente genial James Earl Jones tenían nulas posibilidades de alcanzar el estrellato. Hoy día parece que la cosa ha mejorado un poco. Esos dos tipos que salen en todas las películas, Morgan Freeman y Samuel L. Jackson, no son exactamente sex symbols. Por no hablar de Forest Whitaker, que amén de excelente actor, es feo hasta decir basta e incluso bizco.

Roscoe nació en Woodbury, Nueva Jersey, en 1922. De joven asistió a la Universidad de Lincoln (universidad en aquel entonces exclusivamente para negros), donde estudió Filología francesa y Literatura comparada. Tuvo que hacer un alto en su carrera académica cuando el Tío Sam le llamó para que participara en la II Guerra Mundial. Roscoe fue asignado a la 92 de infantería, un regimiento de soldados negros cuya insignia era un búfalo (en honor a los Buffalo Soldiers de la caballería del siglo XIX). Nuestro héroe sirvió en la campaña de Italia. Una vez concluida la guerra, regresó a casa y completó sus estudios en la Universidad de Columbia. Entre 1946 y 1952 volvió a Lincoln para enseñar francés y Literatura inglesa. Y además por esa época ganó un par de campeonatos mundiales de aficionados en la modalidad de las 1000 yardas. No nos cabe duda de que Roscoe hubiera dado días de gloria al deporte gringo, pero quizá en esos tiempos un atleta negro ganaba un poquitín menos que un Usain Bolt de nuestros días.

Sorprendentemente, y demostrando por primera vez que era un culo inquieto, Roscoe abandonó su puesto docente y se dedicó a la venta de vino y licores. Tras este bizarro lapso, se metió en el mundillo teatral en 1956 por la puerta grande, pues su primer papel fue en un montaje profesional del Julio César de Shakespeare. Y ya no paró. Si bien su primera interpretación para el cine data de 1961, fue en la segunda mitad de la década cuando Roscoe empezó a convertirse en un rostro popular. En 1968 Hitchcock le contrató para la malograda Topaz. Dado que los protagonistas del film son absolutamente nefastos, fueron los secundarios como John Forsythe, John Vernon o el propio Roscoe quienes se hicieron con el pastel sin el menor esfuerzo. Nuestro hombre encarna a Philippe Dubois, un espía francés que se infiltra en la legación cubana de la ONU alojada en un hotel de Harlem para robar unos documentos al líder Enrique Parra (John Vernon), quien por cierto es el único personaje medio decente de la peli, fanático de la causa castrista y de Juanita de Córdoba: para que luego la crítica se ensañara con Hitch tildando a Topaz de panfleto anticomunista...


     

Un par de años después Roscoe se haría con el papel protagonista de la última (y una de las peores) película dirigida por William Wyler: No se compra el silencio, imaginativo título hispano de The Liberation of Lord Byron Jones. Aquí Roscoe interpreta a un empresario de pompas fúnebres que ha de hacer frente a que su esposa, Lola Falana, es un tanto fulana y le pone los cuernos con un blanco muy degenerado (Anthony Zerbe), y a la incomprensión y prejuicios de la comunidad blanca del villorrio. El film pertenece a esa retahíla de pelis de Hollywood en plan “Dignifica a los Negros” tipo Fugitivos, En el calor de la noche, Adivina quién viene esta noche o La gran esperanza blanca. Films que sospechamos hicieron retroceder la causa de la igualdad racial unos veinte años. Lo llamativo de la película de Wyler, quien era obsesivo en cuanto a la dirección de actores (Bette Davis tuvo que bajar la escalera 60 veces en Jezabel; Ralph Richardson tardó 80 tomas en colgar su sombrero y su bastón en La heredera), es lo mal que están la mayoría de los intérpretes: el casi siempre eficaz Lee J. Cobb está realmente fatal, Anthony Zerbe totalmente pasado de rosca (como siempre que encarnaba a un villano), Lola Falana nunca fue verdaderamente una actriz y sale hasta Lee Majors... Así que de nuevo Roscoe se llevó los muy escasos parabienes que obtuvo esta decepcionante cinta:




De cualquier forma, el film tuvo un resultado feliz para Roscoe: hizo buenas migas con su archienemigo en la ficción Anthony Zerbe y juntos se embarcaron en una gira de recitales poéticos por todo Estados Unidos. Pues Roscoe no sólo se movía con una elegancia majestuosa: además poseía una voz maravillosa y el muy perillán sabía cómo utilizarla. Y esto nos recuerda una de las más brillantes anécdotas del ídolo. Durante el rodaje, Wyler le soltó: “Hablas como un blanco”. Y Roscoe replicó: “Es que tuve una niñera blanca”. Algo falso, claro. Pero es que Roscoe había aprendido desde jovencito cómo bandearse en el mundo de los blancos...

Algo que le fue muy útil en el western The Cowboys, donde tenía que darle la réplica a John Wayne. Bien sabido es que Wayne tendía a perder la paciencia con sus compañeros de reparto (y miembros del equipo técnico) cuando no le dirigían Ford o Hawks. Richard Widmark y él casi llegaron a las manos en la filmación de El Alamo (lo que habría sido un infanticidio), agarró a Howard Keel por las solapas en Ladrones de trenes y casi fulminó a Glen Campbell en Valor de ley. En la primera escena que rodaron juntos, Roscoe llega con su carromato al rancho de Wayne y se presenta a él y a su esposa. Acabada la toma, Wayne le llevó aparte y le explicó que aquella no era la forma correcta de bajarse de un carro (Wayne se consideraba una autoridad en temas del viejo oeste, algo que le provocaba gran hilaridad a John Ford). No obstante, pese a que Wayne era un pelmazo, no era idiota y sabía reconocer a un actor brillante: pronto se dio cuenta de que Roscoe era un titán y ambos forjaron una buena amistad; dado que el resto del reparto estaba compuesto de críos, se pasaban la noches bebiendo y recitando a Shakespeare, lo que sorprendió al director Mark Rydell, quien pensaba que Wayne debía ser medio analfabeto...



Antes mencionábamos la calidad de la voz de Roscoe. Oigámosla en el original en una brillante escena de The Cowboys, donde el gesto, el movimiento y la dicción del intérprete, que pasa de la sequedad a la amenaza, de la amenaza a la armonía, logran una actuación excepcional. Un justo homenaje a un grandioso actor.




miércoles, 21 de febrero de 2018

EL DOBLAJE (II)


 
Por el señor Snoid

 
Comentábamos en la anterior entrega que, en ocasiones, el doblaje nos proporciona agradables sorpresas, por aquello del empleo de expresiones o palabras en franco desuso, casticismos varios y otros hallazgos lingüísticos que mezclan lo acertado con lo jocoso. Véase este ejemplo extraído de El Dorado (El Dorado, Howard Hawks, 1966):



“Patulea”, dice Wayne sin pestañear. En el original es “bunch” (‘banda’), por lo que no podemos sino admirar la imaginación del traductor (quien además añade dos nombres al sheriff: John Paul; en la versión canónica se le llama J. P. a secas). Hasta nos imaginamos que se podría haber traducido la película de Peckinpah, The Wild Bunch, no como Grupo salvaje, sino como La patulea salvaje...


No obstante, Hawks no siempre tuvo tanta fortuna con los doblajes de sus films. Veamos una breve escena del anterior western del director, Río Bravo (Rio Bravo, 1958):




Y ahora la versión castellana:


 
“Merlucín”, “merluzón”, por “borrachín” y borrachón”... La verdad es que esta ingeniosidad resulta casi más irritante que divertida, pese a que “merluza” sea un sinónimo, ya en declive, de “borrachera monumental”. Y es que cuando se juntan el inglés y el castellano en los diálogos de una misma escena, los adaptadores o bien se vuelven locos o bien tiran por la calle de en medio y hacen de su capa un sayo... Y es que el trabajo de traductor, aunque sea una excusa endeble, no suele estar muy bien pagado.


Ejemplo señero de este problema es el otro plano secuencia de Sed de mal (Touch of Evil, Orson Welles, 1958), pues es más largo que el inicial, se desarrolla en un único decorado, aparecen diez personajes (seis de ellos con diálogo) y la interpretación y el ritmo de los actores es fabuloso. Y además casi nunca se habla de él, mientras que el del coche con la bomba es de visión obligada en toda escuela de cine. Pero aquí lo que nos interesa es que ¡Charlton Heston habla en español! No en vano interpreta a un poli mexicano:
 




Ya se pueden imaginar ustedes cómo es la versión doblada. Por otro lado, no nos extraña nada que individuos tan dispares como Welles y Laurence Olivier —que además se detestaban— estuvieran de acuerdo en afirmar que Heston “es el mejor actor americano del siglo XX”. Hiperbólico, de acuerdo. Pero es de suponer que algo sabrían del asunto ese par de megalómanos.


Un género que es particularmente apto para las barrabasadas lingüísticas es el cine bélico. Durante décadas hemos visto (y oído) a alemanes y japoneses expresarse en un correctísimo castellano en la versión doblada y en un no menos correctísimo inglés en la versión original. Por lo que siempre hemos sospechado que la oficialidad nipona y germana era de un poliglotismo ejemplar; eso sí, los soldados de a pie farfullaban o gritaban de fondo auténticas palabras y oraciones en alemán (“Achtung!”, “Schnell, Schnell!”, “Bringen Sie Die Kartoffelsuppe”, “Das tut mir Leid”, “Kriegsverbrechen? Zwar ist das lange her”), creando así un contraste que no sabemos si calificar de chusco o clasista. En ocasiones, sin embargo, el personaje alemán con diálogo poseía un marcado acento que básicamente se limitaba a arrastrar las erres. Erre que erre, en toda película bélica de la II guerra mundial aparece el típico oficial nazi bufonesco. Como este coronel que sufre un interrogatorio demencial en Los violentos de Kelly (Kelly’s Heroes, Brian G. Hutton, 1969):
 
 
Sin embargo, nuestro ejemplo predilecto se halla en Una tumba al amanecer (Counterpoint, Ralph Nelson, 1967). Aquí los hombres del coronel de las SS Otto Skorzeny (que vivió en la piel de toro dirigiendo la red Odessa y, naturalmente, murió en la cama) montan un follón monumental en las Ardenas, desvían con muy mala fe un autobús de una orquesta sinfónica norteamericana, y la orquesta de marras llega a un castillo poblado de alemanes malos. Hete aquí que la oficialidad nazi no es sólo políglota, sino asimismo melómana, y sienten un enorme respeto por el director de la orquesta, que no es otro que... ¡Charlton Heston! (en efecto: este hombre se apuntaba a todas), quien interpreta a un director de orquesta de fama mundial, una especie de Herbert Von Karajan gringo, pero no nazi sino republicano. Tanto el general (Maximilian Schell: austriaco), como el capitán (Curt Lowens: alemán) y el coronel (Anton Driffing: inglés que siempre hizo de nazi) hablan un inglés y un castellano excelentes:


 
 
No obstante, en los últimos tiempos directores y guionistas parecen haberse dado cuenta del ridículo que habían estado haciendo durante años y cientos de películas y en buena parte han rectificado. Es el caso de La caza de Octubre Rojo (The hunt for Red October, John McTiernan, 1990), film protagonizado por rusos y norteamericanos; a los gringos los interpretan actores gringos y a los rusos los encarnan actores de la Commonwealth (ingleses, escoceses, australianos...); sin embargo, al comienzo de la peli los rusos hablan en ruso, pero ya que el público norteamericano odia los subtítulos tanto como el español, se produce un astuto cambio idiomático en una escena entre Sean Connery y Peter Firth:


 
Mediante ese lento zoom a los labios de Firth los rusos hablan en lo sucesivo en inglés (en escocés en el caso de Connery) o en castellano. Sin duda, al director McTiernan (hoy caído en desgracia) le preocupaban estos detalles, pues en otra de sus películas, El guerrero número 13 (The 13th Warrior, 1999) empleaba un truco similar. El árabe Antonio Banderas, embajador extraordinario del Califa de Damasco en las tierras del norte, aprende de oído el dano-noruego en unas pocas semanas merced a su extraordinario don de lenguas y la escucha atenta de las interesantes conversaciones de una docena de vikingos. Bien pensado, esto es inverosímil, pero en la película funciona.

De cualquier forma, el doblaje es una aberración. Como bien argumentaba Jorge Luis Borges ya en 1945: “Quienes defienden el doblaje, razonarán (tal vez) que las objeciones que pueden oponérsele pueden oponerse, también, a cualquier otro ejemplo de traducción. Este argumento desconoce o elude el defecto central: el arbitrario injerto de otra voz y otro lenguaje. La voz de Hepburn o de Garbo no es contingente: es para el mundo uno de los atributos que las definen. Cabe asimismo recordar que la mímica del inglés no es la del español”. 
 



 

lunes, 22 de enero de 2018

EL DOBLAJE (I)


 
por el señor Snoid


En efecto, amigos: lo español vuelve a estar de moda. Entre nuestra espectacular recuperación económica (para bancos y grandes empresas), lo que los medios de comunicación llaman el desafío independentista y aquellos que rigen los destinos de España (todos ellos empeñados en destruirla), no gozábamos de un momento semejante desde, por lo menos, la Armada Invencible. Y para celebrarlo como españoles de bien, ¿qué mejor sino hablar de algo tan español como el doblaje?

El doblaje es algo que nos ha acompañado toda la vida. Amigos y conocidos nuestros, todos ellos lingüistas vocacionales, aseguran que es la causa principal del horrendo inglés que hablan los españoles. Y dado que España e Italia son los países donde más salvajemente se dobla, y que españoles e italianos hablan el inglés más penoso de la Europa occidental, han sumado dos más dos y han llegado a esta terrorífica conclusión. Nosotros no lo tenemos tan claro. Este siervo suyo, que durante varios quinquenios ha dado clase de inglés a los hijos de la señora Snoid, curso tras curso se encontraba con una férrea realidad: unas pocas palabrejas nuevas, un par de verbos con preposición y ¡el presente continuo! (una obsesión para los profesores de inglés). Dado que, según aseguran, la “inmersión” en la lengua inglesa comienza a los tres años sería de esperar que quince años después los escolares hablaran el inglés como Laurence Olivier. Pues no. Con suerte, a los trece añitos les empezarán a explicar cómo se hace una frase en subjuntivo (más un refuerzo del presente continuo), pero seguirán sin poder chapurrear una oración simple. Así que el sistema educativo nacional algo tendrá que ver. Por suerte, hoy en día, gracias a gentes como ese texano antipático, Vaughan (que jamás dice que es de Texas), parece que la cosa ha mejorado un poquitín.

Hay que admitir, sin embargo, que el doblaje provoca fenómenos extraños. Nosotros, por ejemplo, preferimos la versión doblada de Vertigo a verla en inglés. ¿La razón? Pues que en nuestra lejana juventud la vimos en el cine una docena de veces en versión doblada y se nos quedó grabada la copla. Y por una razón más esotérica. Vean este breve momento en versión original:
 
 
Y ahora a versión doblada:

 
Ese extraño suspiro que desliza Madeleine/Judy no aparece en la película original, sino que es algo que se grabó en la versión hispana. Suspiro o quejido que añade una gota más de misterio a una escena bellísima plena de onirismo...

Sin embargo, cierto es que el doblaje, en la mayoría de los casos, es una aberración. Aberración que da lugar en ocasiones a momentos divertidísimos. Por ejemplo, cuando en la versión inglesa de una película se habla en español. Esto ocurría con frecuencia en los westerns. La solución era que todo el mundo hablara en español, que algún personaje estuviera sordo y que hubiera que repetirle el diálogo o unas inevitables redundancias. Así nos perdimos irremediablemente a John Wayne hablando en español en Centauros del desierto:

 
Y así lo solucionaron:

 
Algo que no canta demasiado. Lo que sí resulta notablemente forzado es cuando los indios hablan en indio. O cuando un indio no habla en indio, como en Fort Apache:

 
No es que Ford fuera un indocumentado. La mayoría de los apaches hablaba castellano porque llevaban siglos relacionándose con españoles primero y mexicanos después por medio de la rapiña, la violación, el rapto y, a veces, hasta el comercio. Es lo que se llama lenguas de contacto. Así que tiene todo el sentido que Cochise hable en castellano y le traduzca el sargento Beaufort (Pedro Armendáriz), de madre mexicana.

 Lo interesante es cómo se solucionó este peliagudo problema para traductores y adaptadores. Sencillo: 

 
Pues que el indio hable en indio y el militar también. Pero no acaba aquí la cosa. En la algarabía que hablan Cochise y Beaufort hemos detectado auténticas palabras apaches. Se lo explicamos; no crean que nos tiramos el moco ni que nos hacemos los listos: desde niños, siempre tuvimos un terror cerval a que nos capturara una partida de apaches, y, en previsión, aprendimos unas cuantas palabras básicas para que nos adoptaran en vez de torturarnos o esclavizarnos; lo más trillado, vamos: chàà (amigo), ahò (agua), natan (guerrero), pinda-liquoyi (ojos blancos: hombre blanco), perro (chinéé) y esas cosas. Pero, ¿cómo es posible que alguna de estas palabras se deslizara en la versión hispana? ¿Tendría a mano el traductor un Tesauro Español-Apache? Un misterio tan grande como el “¡Ah!” que exhala Kim Novak en Vertigo...

Otro asunto relacionado con el doblaje es la traducción, y de aquí, el purismo. Hordas de lingüistas (profesionales) enloquecidos nos advierten del peligro del inglés y su penetración a través de pelis y series. Hay que reconocer que en el caso de los calcos algo de razón tienen; por ejemplo, los más habituales: Forget it (Olvídalo), Give me a break (Dame un respiro), Bastard (Bastardo), Sure (Seguro), You are pathetic (Eres patético), Leave me alone (Déjame sola) y mil más. Pero como nosotros pensamos que nadie habla como en las pelis, dobladas y sin doblar, la verdad es que no nos ponemos tan histéricos, aunque reconozcamos que se nos erizan los cabellos cuando oímos cosas como resetear o implementar.

Sin embargo estos lingüistas, aquejados de un purismo insoportable, achacan a estas traducciones no sólo sus deficiencias, sino que hablan de unos curiosísimos hechos lingüísticos dignos de un episodio de Expediente X: así, los traductores de productos audiovisuales, según estos lingüistas, sufren de El Síndrome léxico de Estocolmo, La palimpsestuosidad fortuita y el Síndrome del preso de palabras. Todos estos majaderos sintagmas que esconden majaderos conceptos son reales: nosotros nos hemos molestado en leer artículos sobre el tema. Y hemos llegado a la siguiente conclusión: hay gente que, por un proyecto de investigación subvencionado, vendería a su madre en un burdel de Damasco. Y luego hablan de la espantosa corrupción del partido que nos gobierna...

El caso inverso es cuando el purismo se halla en el original. Un ilustrativo ejemplo lo encontramos en Valor de ley (True Grit, Henry Hathaway, 1969), pues muy hábilmente la guionista Marguerite Roberts no alteró demasiado los diálogos del original literario de Charles Portis, y los personajes de la película hablan con un notable —e ingenioso— aire añejo:

 
Se comprende que sea difícil traducir ese “Fill your hands, you son of a bitch!” con que Wayne da por terminada la conversación con Ned Pepper (Robert Duvall). Al pobre traductor le queda poco más que un soso “¡Desenfunda1” o alguna originalidad similar...

A la inversa, en los años cincuenta, la “Edad de oro del doblaje en España”, nos encontramos con auténticas maravillas. Un buen ejemplo es el bizarro (pero lleno de magnetismo) western de William Wyler Horizontes de grandeza (The Big Country, 1958). Aquí sí que los traductores echaban el resto:

  





“Defender su fuero”, “El agravio del que fui víctima”... les aseguramos que, en el original, Gregory Peck no emplea un lenguaje tan florido. Aunque la palma en este film se la lleva Burl Ives (en cierto momento le dice a su hijo, el impresentable de Chuck Connors: “¿Tendrás, por ventura, alguna gracia que desconozco?”). Vean a Burl en un momento de monológico esplendor: