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sábado, 21 de octubre de 2017

¿Por qué Sam Fuller? (y III)



¿Por qué Sam Fuller? (y III)

por Tag Gallagher






Un tiroteo en 40 pistolas es fragmentado en partes aisladas del cuerpo, lo que Bresson copiará en Lancelot du Lac (Lancelot du Lac, 1974), habiendo modelado previamente su Pickpocket (Pickpocket, 1959) sobre Manos peligrosas, no sólo por su ratero que opera en el metro empleando un periódico, sino por las fantasías, dignas de Dostoievski, de un héroe imposible compulsivamente astuto y que no deja de engañarse a sí mismo, donde el montaje fragmentado se alterna con una claustrofobia en forma de planos largos que conforma una desesperación para huir de la consciencia y de la luz y de los otros, o para abrazarlos.
 
Cada película es una crisis de energía —caminando, corriendo, siguiendo un sendero— que enfrenta a las personas con la muerte, o peor aún, con su propio destino. Los cobardes culpan a las circunstancias, los valientes siguen adelante, y, sin embargo, las odiseas inspiran escasas opciones morales. En 40 pistolas, Barbara Stanwyck hace restallar su látigo, avasallando las praderas, follándose a sus cuarenta pistoleros montados; ella deja las botas y las espuelas y el crimen y el poder sencillamente porque es satisfactorio rendirse a un hombre fuerte. Cambia no por un acto de voluntad, sino por una liberación de las emociones. “Algo que me encanta de Freud. La idea de un hombre que experimenta, que juega con las emociones de la mente. Con algo invisible”.


 
Fuller lo hace visible. El “cáncer” en muchos héroes se muestra en sus ojos desorbitados, sus cejas arqueadas, sus bocas tensas y puños apretados, cuando afirman su voluntad, desafían la inseguridad y se yerguen contra el cielo. “La mayoría de mis personajes son anarquistas. En su interior están en contra de cualquier sistema”. Ninguno de ellos se rinde -excepto Thelma Ritter en Manos peligrosas, quien ha vivido lo suficiente como para sentirse exhausta. “Le pasé por encima”, exclama un sicario en Underworld U.S.A. (Underworld USA, 1960), al informar sobre el asesinato de una chiquilla.

 
Sin embargo los pocos que sobreviven descubren que no se trataba en absoluto de su voluntad, sino de que algo más los empujaba. “Todo estaba en mi mente”, se maravilla un detective. Están “enfermos”, dice Fuller. Pierden la cabeza por el mero hecho de vivir. El periodista de Corredor sin retorno está menos infectado por los locos del manicomio que por su propio orgullo: “Quería recordar que el cerebro posee una cualidad irreversible: que no hay posible marcha atrás”.
 
Pero si la identidad es ficción, ¿dónde se halla el carácter? Si las películas de Fuller nos exhortan a escribir el final, ¿es porque la razón conduce a la locura dentro de un círculo vicioso?


 
No hay apenas existencia ordinaria en Fuller, sólo violencia en los aledaños de la sociedad, excepto en Perro blanco (White Dog, 1982), donde aparecen personas que reconocemos. Pero no se debe subestimar a un reportero. Perro blanco no es sobre “Perro muerde a hombre”: es “Hombre muerde a perro” —tres personas que proyectan en un perro sus pasiones más profundas, como científicos locos despreocupados por su desmesura.

El abuelo rezuma amabilidad, orgulloso de haber programado a un perro para que mate negros, a quienes él considera “enfermos”.

Keys, por el contrario, es un antropólogo negro cuya cruzada es reprogramar. El “enfermo” es tan obstinado que incluso protege al perro de la policía después de haberle dejado escapar y de que matara a un hombre. Pero los primeros planos de los ojos de Keys que muestra Fuller nos dicen que la motivación profunda de Keys es el poder. “Si no consigo domarle, le mataré”, jura, y le doma, pero entonces el perro ataca a un blanco que se parece al abuelo, y Keys le dispara, ya que no es la violencia lo que él quiere reprogramar, sino el racismo. Como el abuelo, Keys no puede reconocer a Mr. Hyde dentro de Jekyll.

 
Julie, el tercer personaje, es una actriz de veinte años. En apariencia un personaje irrelevante en la película, casi un elemento decorativo, su erótica presencia está en el centro del mundo de Fuller. Las mujeres son una fuente de violencia en el cine Fulleriano centrado en los hombres, ya que las mujeres seducen y rechazan. Por lo habitual son amazonas o sádicas, amoralmente enardecidas por su propia fuerza, y en una docena de películas los hombres las maltratan con dureza. La bella que inspira el asesinato de Jesse James no se siente disgustada por el asesino, sino por el sentimiento de culpa de éste. La bella de 40 pistolas (una parodia de la primera mujer de Fuller) también induce a un amante a matar; luego, en palabras de Fuller, “Un día, ya no le necesita más. Y se escucha el sonido de una pluma sobre el papel. Le está haciendo un cheque. Se lo pasó bien con él en la cama y ahora lo ha olvidado. Él era sólo una prostituta para ella. Y él se ahorca”. Las mujeres de Fuller son perros blancos. Como la bella de Una luz en el hampa, cambian en un instante de enfermera a asesina.
 
Sin embargo Julie no posee una mentalidad criminal. Su amor lleva al desastre y a la muerte simplemente porque es una mujer (como la mayoría de las mujeres de Fuller). Vive sola en una colina, temerosa de relacionarse con los demás (como la mayoría de los personajes de Fuller) y el perro se convierte en un sustituto de su novio, fuerte y salvaje.

Sus pechos erguidos, sus largas piernas desnudas y el montaje de Fuller la muestran seduciendo simultáneamente al perro y al muchacho, inocentemente provocando y negando el deseo (jugueteando con el perro con sus bragas) tanto para ella como para sus machos rivales, hasta que casi es violada (por un extraño, sustituto de todos los hombres).

En adelante, aparece totalmente vestida, protegiendo a su perro asesino, negando el deseo, hasta que al final, enterándose de que el perro ha sido curado, libera finalmente su fuerza vital y se desata fatalmente esa energía en toda su desnudez.

Pero aparece el abuelo y Julie le tilda de “enfermo hijo de puta”. Como el abuelo y Keys, Julie no puede distinguir al científico loco, el Hyde, en su interior. ¿Cómo podemos distinguir la razón del deseo?


 
Lo único cuerdo, dice Fuller, es matar a los perros blancos. “Si hubiera estado a solas con Calley (el teniente al mando de la masacre de My Lai) le hubiera matado y habría ido a la cárcel. Ese hombre es un ejemplo de lo que yo llamo el Mal, y la única manera de erradicar el mal es destruirlo. Sin juicios ni exámenes psiquiátricos”.

Pero después de matar a todos, ¿quién nos meterá en prisión? El mismo Fuller forma parte de una compañía de perros blancos en Uno Rojo que matan como soldados adiestrados en siete países, hasta que llegan a los campos de exterminio, donde matan con furia. En Una luz en el hampa Constance Towers es otro perro blanco, que va de la cárcel a un pedestal porque la víctima de su ira estaba “enfermo”. Vivimos en fantasías: ¿cómo podemos escapar del círculo vicioso?


 
 
Las cuatro últimas películas de Fuller, todas ellas producciones francesas, no buscan ya soluciones. Huyen hacia la indulgencia y el escapismo. Sus películas norteamericanas se habían beneficiado siempre de técnicas vanguardistas, pero destinadas a narrar una historia. Y si sus proyectos comenzaban como tesis, terminaban, como en Corredor sin retorno, centrados en personajes individuales, como lo hacía el montaje abstracto del tiroteo en 40 pistolas. En los últimos filmes, sin embargo, la experimentación es vacua, los personajes son maniquíes y todo constituye una farsa pedantemente reflexiva. Quizá Fuller estaba influenciado por Godard, quien le adoraba por sus trucos más pueriles, como atisbar a través del cañón de un rifle. 


 

 
Quizá su mejor obra sea Yuma, una historia de nostalgia, ambientación épica y música romántica. El deseo y la violencia están encarnados en algunos de los desnudos masculinos más hermosos desde el Renacimiento —indios, salvajes, fuertes y libres. Comienza el “9 de abril de 1865” con la rendición dela Confederación en Appomatox. La Guerra Civil ha terminado. Lee saluda con su sombrero a Grant, quien devuelve la cortesía, y el caballo de Lee retrocede ligeramente. Esto lo vemos desde la distancia, en fragmentos dispersados a través del tiempo: demasiados detalles, demasiados sentimientos que hay que asimilar. Es el momento decisivo de la mitología americana, su solución de la posguerra. El gesto de los asesinos echa a volar, proyectándose sobre un continente, en una larga expansión.
 




 





   
 
 

martes, 27 de junio de 2017

¿POR QUÉ SAM FULLER? (II)



¿Por qué Sam Fuller? (II)

por Tag Gallagher




 
Un tiroteo en 40 pistolas es fragmentado en partes aisladas del cuerpo, lo que Bresson copiará en Lancelot du Lac (Lancelot du Lac, 1974), habiendo modelado previamente su Pickpocket (Pickpocket, 1959) sobre Manos peligrosas (Pickup on South Street, 1952), no sólo por su ratero que opera en el metro empleando un periódico, sino por las fantasías, dignas de Dostoievski, de un héroe imposible compulsivamente astuto y que no deja de engañarse a sí mismo, donde el montaje fragmentado se alterna con una claustrofobia en forma de planos largos que conforma una desesperación para huir de la consciencia y de la luz y de los otros, o para abrazarlos.


 
Cada película es una crisis de energía —caminando, corriendo, siguiendo un sendero— que enfrenta a las personas con la muerte o, peor aún, con su propio destino. Los cobardes culpan a las circunstancias, los valientes siguen adelante, y, sin embargo, las odiseas inspiran escasas opciones morales. En 40 pistolas, Barbara Stanwyck hace restallar su látigo, avasallando las praderas, follándose a sus cuarenta pistoleros montados; ella deja las botas y las espuelas y el crimen y el poder sencillamente porque es satisfactorio rendirse a un hombre fuerte. Cambia no por un acto de voluntad, sino por una liberación de las emociones. “Una cosa que me encanta de Freud. La idea de un hombre que experimenta, que juega con las emociones de la mente. Con algo invisible”.





Fuller lo hace visible. El “cáncer” en muchos héroes se muestra en sus ojos desorbitados, sus cejas arqueadas, sus bocas tensas y puños apretados, cuando afirman su voluntad, desafían la inseguridad y se yerguen contra el cielo. “La mayoría de mis personajes son anarquistas. En su interior están en contra de cualquier sistema”. Ninguno de ellos se rinde -excepto Thelma Ritter en Manos peligrosas, quien ha vivido lo suficiente como para sentirse exhausta. “Le pasé por encima”, exclama un sicario en Underworld U.S.A. (Underworld USA, 1960), al informar sobre el asesinato de una chiquilla.



 
Sin embargo los pocos que sobreviven descubren que no se trataba en absoluto de su voluntad, sino de que algo más los empujaba. “Todo estaba en mi mente”, se maravilla un detective. Están “enfermos”, dice Fuller. Pierden la cabeza por el mero hecho de vivir. El periodista de Corredor sin retorno (Shock Corridor, 1962) está menos infectado por los locos del manicomio que por su propio orgullo: “Quería recordar que el cerebro posee una cualidad irreversible: que no hay posible marcha atrás”.


 
Pero si la identidad es ficción, ¿dónde se halla el carácter? Si las películas de Fuller nos exhortan a escribir el final, ¿es porque la razón conduce a la locura dentro de un círculo vicioso?




 

viernes, 9 de junio de 2017

¿POR QUÉ SAM FULLER? (I)



 
¿Por qué Samuel Fuller?
por Tag Gallagher


   
Muchos asociarán a Sam Fuller menos por sus películas que por su “aparición estelar” en el film de Godard de 1965 Pierrot le fou. Jean-Paul Belmondo se lo encuentra en una fiesta parisina y pregunta, “Siempre he querido saber qué es exactamente el cine”, y se le responde en inglés que “Una película es como un campo de batalla. Hay amor, odio, acción, violencia, muerte. En una palabra, emoción”.


 
La respuesta es apropiada por cuatro razones. Primero porque Fuller fue un soldado. Había combatido en la segunda guerra mundial como recluta en el ejército norteamericano, en una división conocida como la Big Red One, en Argelia, Sicilia, la playa de Omaha en Normandía, la batalla de las Ardenas y el campo de exterminio de Falkenau.


En segundo lugar, porque Fuller era famoso por hablar en forma de titulares. Había comenzado a vender periódicos en Nueva York cuando tenía once años y a los diecisiete ya era un encallecido reportero de sucesos y caricaturista. Y sus películas tienen un eco de sensacionalismo de tabloide -relatos extravagantes, violencia, y un enfoque terso y vigoroso que hace hincapié en la acción y el conflicto.


En tercer lugar porque nadie como Fuller constituía el epítome de la clase de cineasta olvidado que los críticos como Godard y Truffaut habían santificado en los años cincuenta, en el momento en que las “herejías” de la polítique des auteurs y el considerar a Hollywood como sinónimo de arte estaban teniendo su mayor impacto. Las películas de Fuller eran baratas. Explotaban géneros comerciales. Hacían dinero y eran despreciadas -si acaso se las tenía en cuenta. Pero el éxito le proporcionó a Fuller independencia. No sólo dirigía, sino que también escribía y producía. Era el autor completo. Y sus películas gritaban poderosas emociones de dolor y desprecio, del absurdo de un mundo sin dios, de contemplar en el corazón de las tinieblas el hundimiento de la sociedad de posguerra. Fuller fue así, de diversas maneras, una inspiración detrás de los primeros filmes de la Nouvelle Vague.

En cuarto lugar, porque Fuller como personaje público, con su gigantesco cigarro y su estilo directo, parecía deliberadamente provocativo. Su imagen pública, junto con la naturaleza escandalosa de sus películas, engañó a los críticos al hacerles pasar por alto las sutilezas, las paradojas, las excelencias de su cine, el arte. En vez de ello Fuller fue acusado notoriamente por su crudeza e ignorancia, e incluso defensores del cineasta, como Andrew Sarris, se protegían elogiándole como “un primitivo americano”.



 
Samuel Fuller (1912-1997) nació como Samuel Rabinovich en Worcester, Massachussets. Sus padres eran judíos que provenían de Rusia y Polonia. Tenía once años cuando su padre murió y su madre se trasladó con sus siete hijos a Nueva York. Su trabajo como periodista de sucesos le introdujo en el mundo del hampa, las cárceles y las ejecuciones. Y le enseñó a escribir sin adjetivos. Durante los peores años de la Gran Depresión recorrió Norteamérica como un pordiosero, durmiendo con los vagabundos pero con una máquina de escribir atada a él, y mandando relatos todo el tiempo.
 
En 1936 estaba en Hollywood escribiendo guiones, pero cuando estalló la guerra eligió luchar como un simple soldado de infantería, el rango más bajo del ejército, en lugar de hacerse con uno de los puestos de retaguardia disponibles para un periodista. En 1980 realizó Uno Rojo: División de choque (The Big Red One, 1980) como la crónica de seis horas de sus años de guerra. Pero los campos de exterminio son evocados con frecuencia en sus películas; sin embargo, más como crímenes contra la humanidad que como un holocausto judío. “La hipocresía acerca de estas historias de semitismo y antisemitismo es que hablan como si se tratara de una raza”, decía.






Hizo sus primeras películas para Robert Lippert, un productor independiente de filmes baratos, ofreciéndose a rodar gratis sus propios guiones. Los filmes apenas costaban nada, y Casco de acero, (The Steel Helmet, 1951), una película bélica hecha con 100.000 dólares, recaudó seis millones, y Fuller se vio inundado de ofertas de todos los grandes estudios. Puso su propio dinero en Park Row (Park Row, 1952), un relato de los periódicos neoyorquinos a fines del siglo XIX y lo perdió todo. Pero en los siguientes diez años alternó con éxito proyectos para la Fox y para su propia compañía, Globe Enterprises, e hizo dos obras maestras hoy casi reconocidas como tales: Manos peligrosas (Pick Up on South Street, 1953) y Yuma (Run of the Arrow, 1957).

Un desastroso primer matrimonio (parodiado en 40 pistolas-Forty Guns, 1957)le dejó en la ruina. Dos de sus películas más extrañas, Corredor sin retorno (Shock Corridor, 1963) y Una luz en el hampa (The Naked Kiss, 1964) obtuvieron beneficios, pero Fuller apenas consiguió ver algo de dinero. Durante un tiempo su segunda esposa sostuvo a la familia trabajando como recepcionista para un médico. Después de que Lorimar destrozara Uno Rojo, su relato autobiográfico de la guerra, y que Paramount se negara a distribuir Perro blanco (White Dog, 1982) por miedo a la controversia, Fuller se vio obligado a buscar trabajo en el extranjero.

Su autobiografía, A Third Face, dictada a su segunda esposa, Christa Lang, y a Jerome Henry Rudes, apareció en 2002.



 
Tanto para Samuel Fuller como para Roberto Rossellini la experiencia definitiva fue la guerra. Sus películas versan sobre la guerra y cómo vivir después de ella. Pero Rossellini era una víctima civil, mientras que Fuller era un soldado que mataba gente.

Así, Fuller tituló su primera película Yo maté a Jesse James (Balas vengadoras, I shot Jesse James, 1949). James era un “cáncer” que había que eliminar, pero su asesino no puede soportar su propio karma violento. “Lo que me interesaba era un asesino reviviendo su crimen… Entonces podías ver que no sólo estaba enfermo, sino consciente… Él sabía que estaba enfermo… Es un relato psicológico”.

Mientras que las películas de Rossellini contemplan la posguerra como una oportunidad de reconstruir “una nueva realidad”, Fuller se obsesiona con violentas colisiones en las que uno y el mundo se disuelven en emociones. ¿Dónde está la realidad? “En verdad creo que es el mundo el que te hace como eres. No eres tú el que hace el mundo”.

Estamos programados, pero intentamos ser héroes de todas formas y la cámara de Fuller nos contempla, infelizmente aislados contra el cielo. También existe la pretensión de que la Verdad está enfrente de nosotros, que el cine la muestra (“¡Esto es la Historia!”, anuncia Fuller, en ocasiones con datos escritos sobre la pantalla), que la Verdad sólo necesita de buenas intenciones (“La prensa es buena o mala según quienes la dirijan”, se nos dice en Park Row). “¡He visto una película!”, exclama un chiquillo alemán, relatando cómo se ha enterado de la existencia de los campos de exterminio, y Fuller, al igual que Rossellini, soñó con salvar el mundo filmando la Enciclopedia.


 
Pero la historia deja paso a “la realidad real”, a lo intemporal, al claroscuro, a los encuadres distorsionados y a movimientos angulares, a un montaje eisensteniano y a personajes atrapados como iconos en incesantes primeros planos o, mágicamente, en mundos de ensueño que atraviesan el tiempo. La aflicción de Constance Towers en Una luz en el hampa recuerda la de Ingrid Bergman en Stromboli (Stromboli, 1948). Luces y sombras, paredes y vigas les ahogan en sus propias emociones, y la voz de una niña salva a ambas -un milagro en Rossellini, un accidente en Fuller, donde nos masacramos unos a otros mientras los Budas gigantescos nos observan.