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sábado, 26 de octubre de 2019

LOS OLVIDADOS: ROSCOE LEE BROWNE







por el señor Snoid

El nombre es posible que no les diga nada pero esta jeta la reconocerán los buenos aficionados. Roscoe Lee Browne era un magistral actor que tuvo el infortunio de aparecer en a) películas buenas que resultaron estrepitosos fracasos de taquilla; b) películas mediocres que también se estrellaron, y c) películas lamentables que hoy casi nadie recuerda. Sin embargo, en todas ellas Roscoe brillaba con luz propia, eclipsaba a sus compañeros de reparto y daba un barniz de buen hacer y de genialidad interpretativa, por muy nefasto que fuera el proyecto en que se había embarcado.

Y es que cuando Roscoe empezó en el cine, los actores negros debían ser como Sidney Poitier o Harry Belafonte: es decir, bellísimos ejemplares de hombre negro. Gente como él o como el igualmente genial James Earl Jones tenían nulas posibilidades de alcanzar el estrellato. Hoy día parece que la cosa ha mejorado un poco. Esos dos tipos que salen en todas las películas, Morgan Freeman y Samuel L. Jackson, no son exactamente sex symbols. Por no hablar de Forest Whitaker, que amén de excelente actor, es feo hasta decir basta e incluso bizco.

Roscoe nació en Woodbury, Nueva Jersey, en 1922. De joven asistió a la Universidad de Lincoln (universidad en aquel entonces exclusivamente para negros), donde estudió Filología francesa y Literatura comparada. Tuvo que hacer un alto en su carrera académica cuando el Tío Sam le llamó para que participara en la II Guerra Mundial. Roscoe fue asignado a la 92 de infantería, un regimiento de soldados negros cuya insignia era un búfalo (en honor a los Buffalo Soldiers de la caballería del siglo XIX). Nuestro héroe sirvió en la campaña de Italia. Una vez concluida la guerra, regresó a casa y completó sus estudios en la Universidad de Columbia. Entre 1946 y 1952 volvió a Lincoln para enseñar francés y Literatura inglesa. Y además por esa época ganó un par de campeonatos mundiales de aficionados en la modalidad de las 1000 yardas. No nos cabe duda de que Roscoe hubiera dado días de gloria al deporte gringo, pero quizá en esos tiempos un atleta negro ganaba un poquitín menos que un Usain Bolt de nuestros días.

Sorprendentemente, y demostrando por primera vez que era un culo inquieto, Roscoe abandonó su puesto docente y se dedicó a la venta de vino y licores. Tras este bizarro lapso, se metió en el mundillo teatral en 1956 por la puerta grande, pues su primer papel fue en un montaje profesional del Julio César de Shakespeare. Y ya no paró. Si bien su primera interpretación para el cine data de 1961, fue en la segunda mitad de la década cuando Roscoe empezó a convertirse en un rostro popular. En 1968 Hitchcock le contrató para la malograda Topaz. Dado que los protagonistas del film son absolutamente nefastos, fueron los secundarios como John Forsythe, John Vernon o el propio Roscoe quienes se hicieron con el pastel sin el menor esfuerzo. Nuestro hombre encarna a Philippe Dubois, un espía francés que se infiltra en la legación cubana de la ONU alojada en un hotel de Harlem para robar unos documentos al líder Enrique Parra (John Vernon), quien por cierto es el único personaje medio decente de la peli, fanático de la causa castrista y de Juanita de Córdoba: para que luego la crítica se ensañara con Hitch tildando a Topaz de panfleto anticomunista...


     

Un par de años después Roscoe se haría con el papel protagonista de la última (y una de las peores) película dirigida por William Wyler: No se compra el silencio, imaginativo título hispano de The Liberation of Lord Byron Jones. Aquí Roscoe interpreta a un empresario de pompas fúnebres que ha de hacer frente a que su esposa, Lola Falana, es un tanto fulana y le pone los cuernos con un blanco muy degenerado (Anthony Zerbe), y a la incomprensión y prejuicios de la comunidad blanca del villorrio. El film pertenece a esa retahíla de pelis de Hollywood en plan “Dignifica a los Negros” tipo Fugitivos, En el calor de la noche, Adivina quién viene esta noche o La gran esperanza blanca. Films que sospechamos hicieron retroceder la causa de la igualdad racial unos veinte años. Lo llamativo de la película de Wyler, quien era obsesivo en cuanto a la dirección de actores (Bette Davis tuvo que bajar la escalera 60 veces en Jezabel; Ralph Richardson tardó 80 tomas en colgar su sombrero y su bastón en La heredera), es lo mal que están la mayoría de los intérpretes: el casi siempre eficaz Lee J. Cobb está realmente fatal, Anthony Zerbe totalmente pasado de rosca (como siempre que encarnaba a un villano), Lola Falana nunca fue verdaderamente una actriz y sale hasta Lee Majors... Así que de nuevo Roscoe se llevó los muy escasos parabienes que obtuvo esta decepcionante cinta:




De cualquier forma, el film tuvo un resultado feliz para Roscoe: hizo buenas migas con su archienemigo en la ficción Anthony Zerbe y juntos se embarcaron en una gira de recitales poéticos por todo Estados Unidos. Pues Roscoe no sólo se movía con una elegancia majestuosa: además poseía una voz maravillosa y el muy perillán sabía cómo utilizarla. Y esto nos recuerda una de las más brillantes anécdotas del ídolo. Durante el rodaje, Wyler le soltó: “Hablas como un blanco”. Y Roscoe replicó: “Es que tuve una niñera blanca”. Algo falso, claro. Pero es que Roscoe había aprendido desde jovencito cómo bandearse en el mundo de los blancos...

Algo que le fue muy útil en el western The Cowboys, donde tenía que darle la réplica a John Wayne. Bien sabido es que Wayne tendía a perder la paciencia con sus compañeros de reparto (y miembros del equipo técnico) cuando no le dirigían Ford o Hawks. Richard Widmark y él casi llegaron a las manos en la filmación de El Alamo (lo que habría sido un infanticidio), agarró a Howard Keel por las solapas en Ladrones de trenes y casi fulminó a Glen Campbell en Valor de ley. En la primera escena que rodaron juntos, Roscoe llega con su carromato al rancho de Wayne y se presenta a él y a su esposa. Acabada la toma, Wayne le llevó aparte y le explicó que aquella no era la forma correcta de bajarse de un carro (Wayne se consideraba una autoridad en temas del viejo oeste, algo que le provocaba gran hilaridad a John Ford). No obstante, pese a que Wayne era un pelmazo, no era idiota y sabía reconocer a un actor brillante: pronto se dio cuenta de que Roscoe era un titán y ambos forjaron una buena amistad; dado que el resto del reparto estaba compuesto de críos, se pasaban la noches bebiendo y recitando a Shakespeare, lo que sorprendió al director Mark Rydell, quien pensaba que Wayne debía ser medio analfabeto...



Antes mencionábamos la calidad de la voz de Roscoe. Oigámosla en el original en una brillante escena de The Cowboys, donde el gesto, el movimiento y la dicción del intérprete, que pasa de la sequedad a la amenaza, de la amenaza a la armonía, logran una actuación excepcional. Un justo homenaje a un grandioso actor.




domingo, 19 de noviembre de 2017

Alfred Hitchcock y las flores del mal

 
por el señor Snoid

Hemos de confesarles que a nosotros nos entusiasman las películas malas de Hitchcock. Es decir, aquellas que el director consideraba fallidas porque no habían tenido éxito de público: Marnie, Falso culpable, la hoy santificada Vertigo, Yo confieso... Films en los que Hithcock se olvida a menudo del espectador y que no funcionan como el mecanismo de relojería bien engrasado de sus películas más —económicamente— exitosas (North by Northwest, Psicosis, La ventana indiscreta, Los 39 escalones), films en los que el director parece “dejarse llevar” por sus propias emociones y en los que se olvida de telegrafiarle al espectador lo que debe sentir o pensar en cada momento (uno de los aspectos más molestos y enojosos de su estilo). Por descontado, las malas de solemnidad, que son escasas (Posada Jamaica, Juno and the Paycock, Cortina rasgada) no nos interesan en absoluto.

Una de las películas con peor reputación del director inglés es Topaz (Topaz, 1969). Y, en parte, tal reputación es, hasta cierto punto, merecida. Tras la catástrofe taquillera y crítica de Cortina rasgada (Torn Curtain, 1966), Hitch se hallaba en un momento delicado de su carrera. Los ejecutivos de la Universal, con esa sagacidad que sólo puede tener un ejecutivo de Hollywodd, pensaron: “Si el cabrón de Preminger consiguió un éxito con el best-seller ese de judíos, Éxodo, ¿por qué no vamos a hacer lo mismo con el último superventas del autor? Y nadie mejor para dirigirla que Hitchcock”. Así piensa esta gente y así les va.



El autor mencionado era Leon Uris, responsable de varios novelones de éxito y de la tala de varias hectáreas de árboles. Hitchcock comenzó a trabajar con él en el guión y casi inmediatamente le despidió. Como solución de urgencia llamó a su amigo el dramaturgo Sam Taylor (autor del guión de Vertigo), que hizo lo que pudo con el material de base, pero que no pudo impedir que el “tercer acto” (como dirían los guionistas) fuera un desastre (algo que también ocurre, en mucha menor medida y que nos perdonen los fanáticos, en Vertigo). Pero lo peor estaba por llegar: Topaz mezcla alegremente un reparto de actores muy competentes (por orden de preferencia: Roscoe Lee Browne, John Forsythe, John Vernon) con unos intérpretes que bien habrían podido dedicarse a cualquier otra profesión (trabajar en un gasolinera, por ejemplo: Frederick Stafford, Karin Dor, Dany Robin), incluso se nota que actores tan experimentados como Philippe Noiret y Michel Piccoli no están nada cómodos en sus papeles. Además, como saben, el director rara vez dirigía a sus actores (Sean Connery recordaba que sólo le dio dos instrucciones en todo el rodaje de Marnie: que no caminara tan deprisa y que no enseñara tanto los dientes: “El público no está interesado en el trabajo de tu dentista, Sean”). Si a ello sumamos que el film posee dos “McGuffins” (error que Hitchcock no había cometido jamás), primero la obtención de pruebas de que los soviéticos están instalando lanzaderas de misiles nucleares en Cuba, y después la captura de un alto funcionario francés que trabaja para la URSS, el desastre parece completo.

 
Pues no. Ante semejante cúmulo de adversidades, Hitchcock decidió potenciar la puesta en escena y obtuvo secuencias magníficas (la huida, al inicio de la película, del desertor ruso y su familia en Copenhague; casi todo el fragmento cubano del film, que Guillermo Cabrera-Infante consideraba, un tanto hiperbólicamente, como “la mejor película rodada en Cuba”, el plano en que Dany Robin le hace saber a su esposo, el espía André Deveraux (Frederick Stafford; Hitchcock jamás le llamaba por su nombre; decía “ese actor”. Imaginamos que pronunciaba la palabra “actor” como si pronunciara “regurgitación”), que sabe de la existencia de una mujer cubana llamada Juanita de Córdoba, la escena en el hotel neoyorquino donde se aloja la delegación cubana...

En entrevistas posteriores al estreno del film, Hitchcock sólo destacaba el momento en que Enrique Parra (John Vernon) mata a Juanita de Córdoba (Karin Dor) y el famoso plano cenital en el que “ella se desploma y su vestido se abre como una flor”. Veámoslo:


 
Sin embargo, las flores son un elemento omnipresente en el film, siempre con un sentido ominoso y sombrío.

Al principio, los desertores rusos se refugian en una fábrica de porcelana. Hitchcock inserta varios planos de detalle de la elaboración artesanal de las figuritas, tan cursis como las de Lladró, antes de que los agentes norteamericanos les rescaten de sus perseguidores:






 
Aparecen cuando el agente de la CIA interpretado por John Forsythe le “encarga” a Deveraux que investigue la presencia soviética en Cuba:



Surgirán de nuevo cuando Deveraux hace que uno de subordinados —que, como tapadera, ¡posee una floristería!— soborne al funcionario cubano para robar unos documentos (mientras la familia de Deveraux le espera en un restaurante):
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En el encuentro entre los dos traidores franceses:





Estarán presentes también cuando la esposa de Deveraux le hace saber quién es el traidor francés (y de paso, que le ha puesto unos hermosos cuernos a su esposo con ese hombre):




Y por último, en uno de los planos más bellos del film, con ese lento travelling que comienza mostrando la enorme sala de conferencias hasta que alcanzamos al doble agente francés, Granville (Michel Piccoli). 
  

En fin, unos pocos ejemplos que pretenden demostrar que Topaz no es una película tan despreciable como han sostenido la mayoría de críticos y estudiosos de Hitchcock. Flores muertas, flores que mueren, flores que anuncian la muerte... En uno de los films más sombríos de su autor. Bien sabía él que el contraste dramático es siempre efectivo. Lástima que el público no lo apreciara en su día.