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jueves, 23 de noviembre de 2017

Estrenos de ocasión: "Hacia la luz" (Hikari, Naomi Kawase, 2017)


 
por el señor Snoid



 
La última película de Naomi Kawase posee un planteamiento argumental fascinante. Una joven (Misako: Ayame Misaki) se dedica a escribir textos narrativos y descriptivos para que los invidentes puedan ver películas. El problema es que, pese a sus esfuerzos, Misako no cumple a satisfacción de su exigente clientela ciega. En varias secuencias francamente hilarantes asistimos a la reunión de un comité formado por la jefa de Misako, la joven escritora y un selecto grupo de invidentes que ejercen de críticos implacables. De hecho, hay un momento en que aquello parece una reunión de la antigua redacción de los Cahiers poniendo a caldo una peli de Henri Verneuil o de Claude Autant-Lara.

El más hosco y vehemente es Sano (Mantaro Koichi), fotógrafo que está perdiendo visión a pasos agigantados. Y ello, el haber sido un hombre que poseía mirada y sabía ver, le causa ira y frustración. Va a todas partes con su cámara intentando, en vano, captar aquellas imágenes que solía tomar no demasiado tiempo atrás.

 
Un sugestivo primer plano de mi futura esposa

 
Lo que muestra Kawase es que aquellos que tienen la posibilidad de ver (en un sentido más trascendente y poético que el simple acto de mirar) no saben hacerlo; mientras que aquellos que no pueden hacerlo o que han perdido esa capacidad sienten un ansia conmovedora ante la posibilidad de imaginar o recrear la visión. En este sentido, es ejemplar la escena, alejada de toda cursilería, en donde vemos a un grupo de ciegos asistiendo a la proyección de una película: unos no pueden evitar derramar lágrimas, otros siguen la película con enorme interés, otros se inquietan por lo que “ocurre” en la pantalla... Igualito que el público de los cines de estreno a los que usted está acostumbrado.

Sano y su creciente desesperación

 
Habrán ustedes adivinado que esta es también una película de aprendizaje. El hosco Sano, el más crítico con el trabajo de Misako, será quien enseñe a ver a la muchacha. Y a plasmar con las palabras adecuadas aquello que haya que verse. Un aspecto muy brillante del guión es que este proceso será lento y penoso: cuanto más se debilita la visión de Sano, hasta quedarse totalmente ciego, más aprenderá Misako a ver como aquellos que son incapaces de hacerlo. Ironía dolorosa que, sin embargo, es totalmente coherente con el sentido del relato.


Desde que reseñamos Una pastelería en Tokio, hemos visto casi toda la filmografía de Kawase. Y es notable la evolución estilística de la cineasta. Sus primeras propuestas formales eran un tanto extremas (en ocasiones no totalmente conseguidas; en ocasiones perturbadoras y estimulantes), pero en sus últimos films parece haber encontrado un punto intermedio entre el “cine de autor” más, digamos, pagado de sí mismo, y la narración convencional (con reservas). Algo así como lo que era habitual a finales de los cincuenta y durante toda la década de los sesenta en el cine europeo, japonés, gringo e incluso lapón: el cine con un fuerte marchamo de autoría que pretendía llegar también al espectador “no especializado”. Piensen en las películas de Godard antes de que se uniera a Jean-Pierre Gorin o las primeras películas de Wenders, por poner un par de ejemplos significativos. En conclusión: que la chica es verdaderamente inteligente.

El título original del film es Hikari (“luz”, en japonés). Es decir, el principio básico del cine y de la visión. Y este es el asunto principal de la película, aunque Kawase no descuide la progresión del relato ni la espléndida descripción de sus personajes. De cualquier forma, una de las reflexiones de Kawase es ciertamente amarga: si pudiésemos apreciar el cine como lo aprecian los ciegos... 

 
No sé ustedes, pero yo pienso jubilarme en Japón
 
 
Post Scriptum

Por poco no escribimos esta crítica. Pues al salir del cine, no sólo realicé un panegírico de las bondades de la película, sino una larga serie de odas que ensalzaban la belleza sin par de la actriz protagonista, Ayame Misaki, exaltaciones de amor cortés que provocaron en la señora Snoid un mosqueo considerable. Hasta el punto de dejarme tirado, coger el coche y obligarme a regresar andando a nuestro palacete campestre. Por cierto que Ayame Misaki tan sólo ha aparecido en tres o cuatro películas, pero actúa en decenas de culebrones televisivos japoneses, magnas obras que me estoy descargando ilegalmente como un poseído...


Sano emocionándose en el cine
 

miércoles, 6 de enero de 2016

Estrenos de ocasión: «Una pastelería en Tokio» («An», Naomi Kawase, 2015)

Por el señor Snoid
(http://www.blogger.com/profile/03871000575405204963)   

Para NáNsan







Las dorayakis son unas tortitas japonesas con un relleno vegetal (el an del título original de la película, que la distribución española ha bautizado como Una pastelería en Tokio. Que la historia transcurra en Tokio no lo dudamos, pero pastelería, pastelería, no lo es el puestecillo donde se sirven únicamente las dorayakis y que es asimismo el escenario principal de la narración).

La historia es sencilla: Sentaro (Masatoshi Nagase) regenta el colmado -en el que cocina y vende los productos- a causa de una deuda que contrajo con un amigo tras pasar unos años en la cárcel. Desbordado por el trabajo, pone un anuncio en el local que ofrece un puesto de ayudante de cocina. Una anciana, Tekue (Kirin Kiki), se empeña en conseguir el empleo. Al ver que la mujer pertenece al segmento poblacional de lo que hoy se denomina “personas mayores” (con un pie en la tumba), Sentaro se niega educadamente. Pero la terquedad de Tekue acaba convenciéndole y decide poner a prueba a la mujer durante unos días.


Lo que Sentaro ignora es que Tekue es una cocinera consumada –capaz de ponerse con los fogones antes del amanecer para que la guarnición de las tortitas quede exquisita (judías rojas dulces, en este caso). Y lo que Tekue ignora es que Sentaro detesta el dulce, y por ello, su labor como cocinero es un tanto mediocre. Comienza así un proceso de aprendizaje que se inicia en la cocina y que llegará a cambiar la existencia gris y pesimista de Sentaro.

Tekue adora la vida: vemos su arrobo ante la floración de los cerezos que rodean el colmado; la luna a la que saluda antes de entrar en la cocina y ponerse a trabajar; su carácter bondadoso con los clientes y su infinita paciencia con el –en ocasiones– irritable Sentaro (al que llama continuamente “jefe”, detalle humorístico muy logrado, dado que la diferencia de edad entre ambos debe rondar los 50 años).

Tekue guarda un secreto (que nos abstendremos de revelar aquí) que hace que su personaje sea aún más admirable. Cuando Sentaro se entera de los terribles padecimientos que ha sufrido la mujer desde que era una chiquilla de 13 años, su visión de la existencia, ya alterada por la influencia de la anciana, cambiará radicalmente.
  


  


Algo muy placentero que resulta de la visión de este film es que la directora Naomi Kawase se toma las cosas con calma: planos de larga duración que nos permiten apreciar el contenido del cuadro y breves y sutiles movimientos de cámara; también su labor como guionista es digna de elogio, pues el diálogo se reduce al mínimo y aprendemos a conocer a los personajes merced a sus miradas y acciones. Y también mediante su caracterización: Tekue viste tal y como es su personaje: discreta pero elegante, tradicional pero no en exceso; la elegancia de sus movimientos es también llamativa. Por el contrario, Sentaro viste con cierto descuido y su expresión corporal es en ocasiones brusca (dentro de la brusquedad que podamos atribuir a un japonés, ya que ustedes saben, gracias a Yasujiro Ozu y al turismo cultural, que los japoneses son las gentes más educadas del mundo: ¿se imaginan ustedes a un japonés de mediana edad comentando a gritos en el bar los seis goles que Cristiano Ronaldo le metió al Rayo Vallecano? Sinceramente, nosotros no). Por supuesto, la actitud de la vida de Sentaro cambiará poco a poco gracias a la influencia de la anciana: aprenderá a disfrutar no sólo de la labor bien hecha sino de las bellezas de este mundo, ejemplificadas en los cerezos en flor. Tal y como le dirá Tekue: “Nacemos para ser criaturas angélicas, pero en ocasiones el mundo nos sobrepasa”.

Uno de los últimos planos del film, en el que Sentaro ha puesto un negocio propio en un parque (pese a transcurrir en un ambiente urbano, la naturaleza posee una importancia capital en la historia) y vocea con expresión satisfecha las tortitas que ahora prepara a la perfección, es un buen resumen de las enseñanzas de Tekue: “Nunca hay que perder la esperanza”. Una hermosa película, que gracias a la contención de la directora y de los intérpretes, logra burlar cualquier atisbo de cursilería y hace que uno salga del cine pensando que, en verdad, hay belleza en este mundo y en quienes lo habitan.