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martes, 27 de junio de 2017

¿POR QUÉ SAM FULLER? (II)



¿Por qué Sam Fuller? (II)

por Tag Gallagher




 
Un tiroteo en 40 pistolas es fragmentado en partes aisladas del cuerpo, lo que Bresson copiará en Lancelot du Lac (Lancelot du Lac, 1974), habiendo modelado previamente su Pickpocket (Pickpocket, 1959) sobre Manos peligrosas (Pickup on South Street, 1952), no sólo por su ratero que opera en el metro empleando un periódico, sino por las fantasías, dignas de Dostoievski, de un héroe imposible compulsivamente astuto y que no deja de engañarse a sí mismo, donde el montaje fragmentado se alterna con una claustrofobia en forma de planos largos que conforma una desesperación para huir de la consciencia y de la luz y de los otros, o para abrazarlos.


 
Cada película es una crisis de energía —caminando, corriendo, siguiendo un sendero— que enfrenta a las personas con la muerte o, peor aún, con su propio destino. Los cobardes culpan a las circunstancias, los valientes siguen adelante, y, sin embargo, las odiseas inspiran escasas opciones morales. En 40 pistolas, Barbara Stanwyck hace restallar su látigo, avasallando las praderas, follándose a sus cuarenta pistoleros montados; ella deja las botas y las espuelas y el crimen y el poder sencillamente porque es satisfactorio rendirse a un hombre fuerte. Cambia no por un acto de voluntad, sino por una liberación de las emociones. “Una cosa que me encanta de Freud. La idea de un hombre que experimenta, que juega con las emociones de la mente. Con algo invisible”.





Fuller lo hace visible. El “cáncer” en muchos héroes se muestra en sus ojos desorbitados, sus cejas arqueadas, sus bocas tensas y puños apretados, cuando afirman su voluntad, desafían la inseguridad y se yerguen contra el cielo. “La mayoría de mis personajes son anarquistas. En su interior están en contra de cualquier sistema”. Ninguno de ellos se rinde -excepto Thelma Ritter en Manos peligrosas, quien ha vivido lo suficiente como para sentirse exhausta. “Le pasé por encima”, exclama un sicario en Underworld U.S.A. (Underworld USA, 1960), al informar sobre el asesinato de una chiquilla.



 
Sin embargo los pocos que sobreviven descubren que no se trataba en absoluto de su voluntad, sino de que algo más los empujaba. “Todo estaba en mi mente”, se maravilla un detective. Están “enfermos”, dice Fuller. Pierden la cabeza por el mero hecho de vivir. El periodista de Corredor sin retorno (Shock Corridor, 1962) está menos infectado por los locos del manicomio que por su propio orgullo: “Quería recordar que el cerebro posee una cualidad irreversible: que no hay posible marcha atrás”.


 
Pero si la identidad es ficción, ¿dónde se halla el carácter? Si las películas de Fuller nos exhortan a escribir el final, ¿es porque la razón conduce a la locura dentro de un círculo vicioso?