¿Por qué Sam Fuller? (II)
por Tag Gallagher
Un
tiroteo en 40 pistolas es fragmentado en partes aisladas del cuerpo, lo que Bresson
copiará en Lancelot du Lac (Lancelot du Lac, 1974), habiendo
modelado previamente su Pickpocket (Pickpocket, 1959) sobre Manos peligrosas (Pickup on South Street, 1952), no sólo por su ratero
que opera en el metro empleando un periódico, sino por las fantasías, dignas de
Dostoievski, de un héroe imposible compulsivamente astuto y que no deja de
engañarse a sí mismo, donde el montaje fragmentado se alterna con una
claustrofobia en forma de planos largos que conforma una desesperación para
huir de la consciencia y de la luz y de los otros, o para abrazarlos.
Cada
película es una crisis de energía —caminando, corriendo, siguiendo un sendero—
que enfrenta a las personas con la muerte o, peor aún, con su propio destino.
Los cobardes culpan a las circunstancias, los valientes siguen adelante, y, sin
embargo, las odiseas inspiran escasas opciones morales. En 40 pistolas, Barbara Stanwyck hace
restallar su látigo, avasallando las praderas, follándose a sus cuarenta
pistoleros montados; ella deja las botas y las espuelas y el crimen y el poder
sencillamente porque es satisfactorio rendirse a un hombre fuerte. Cambia no
por un acto de voluntad, sino por una liberación de las emociones. “Una cosa
que me encanta de Freud. La idea de un hombre que experimenta, que juega con
las emociones de la mente. Con algo invisible”.
Fuller
lo hace visible. El “cáncer” en muchos héroes se muestra en sus ojos
desorbitados, sus cejas arqueadas, sus bocas tensas y puños apretados, cuando
afirman su voluntad, desafían la inseguridad y se yerguen contra el cielo. “La
mayoría de mis personajes son anarquistas. En su interior están en contra de
cualquier sistema”. Ninguno de ellos se rinde -excepto Thelma Ritter en Manos
peligrosas, quien ha vivido lo suficiente como para sentirse exhausta. “Le
pasé por encima”, exclama un sicario en Underworld U.S.A. (Underworld USA, 1960), al informar
sobre el asesinato de una chiquilla.
Sin
embargo los pocos que sobreviven descubren que no se trataba en absoluto de su
voluntad, sino de que algo más los empujaba. “Todo estaba en mi mente”, se
maravilla un detective. Están “enfermos”, dice Fuller. Pierden la cabeza por el
mero hecho de vivir. El periodista de Corredor sin retorno (Shock Corridor, 1962) está menos infectado por
los locos del manicomio que por su propio orgullo: “Quería recordar que el
cerebro posee una cualidad irreversible: que no hay posible marcha atrás”.
Pero
si la identidad es ficción, ¿dónde se halla el carácter? Si las películas de
Fuller nos exhortan a escribir el final, ¿es porque la razón conduce a la
locura dentro de un círculo vicioso?