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jueves, 25 de julio de 2024

LIBROS DE OCASIÓN: Peter Biskind, " Pandora's Box. The Greed, Lust and Lies that Broke Television" (Allen Lane, 2023)

 

 

por el señor Snoid


 

¿Cómo resistirse? Si los anteriores volúmenes de cotilleos de Biskind, Sexo, mentiras y Hollywood y Moteros rabiosos, Toros tranquilos (¿o era al revés?) nos habían proporcionado momentos de regocijo y diversión (el cotilla que llevamos dentro) nos apresuramos a adquirir su último best-seller, antes incluso que algún esforzado/a traductor/a o alguna IA se apresuraran a traducirlo.

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En Pandora's Box lo que nos cuenta Biskind es el auge y (previsible) caída de unas cadenas de TV que empezaron su andadura de forma más o menos cutre (Netflix como un servicio de venta y alquiler de DVDs, HBO como un canal de cable que emitía películas de mierda) hasta lograr la supremacía mundial en esto de la distribución mundial de productos audiovisuales. No obstante, el autor se muestra bastante cauto a la hora de soltar salvajadas: no en vano los ejecutivos de estas plataformas siguen vivitos y coleando y no le van a poner demandas por contar (como en su primer volumen de libelos) lo muy degenerado que era un Dennis Hopper —un hombre que dejaría, en cuanto a excesos, a todo un Errol Flynn a la altura de un grumetillo. Algo así pasaba en su siguiente volumen-escándalo: Harvey Weinstein era un monstruo, sí. Pero no un monstruo depredador de mujeres, sino un cabronazo que escatimaba beneficios (caso paradigmático: el auténtico productor de El paciente inglés, Saul Zaentz, todavía no ha visto un duro de los beneficios de la película) o cómo destruía vidas y profesiones enteras. Mira Sorvino se opuso —con un par de ovarios— a que despidieran a Guillermo del Toro de Mimic: y esto le costó su carrera. Recuerden: Mira acababa de ganar un Óscar por Poderosa Afrodita (Woody Allen, 1995), se le ocurrió hacer una película con Miramax —Guillermo del Toro era una joven promesa entonces: aún no había hecho Pacific Rim y demás basuras—, era la novia de Tarantino (Harvey le amaba y Quentin le amaba: ¿qué dijo Tarantino cuando salieron a la luz todos los abusos de Harvey? Pues se mostró Dazed and Confused, como la canción de Led Zeppelin). En fin: todos los que trabajaban en Miramax sabían bien cómo se las gastaba Harvey en cuanto a sus apetitos sexuales (y, sin duda, Biskind también), pero en aquella época nadie dijo ni pío. Que si Harvey Manostijeras, que si Harvey el negociador implacable, etc. 

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El volumen en cuestión cuenta cómo el streaming ha llegado a dominar la exhibición cinematográfica y televisiva actual gracias a un poderoso márketing, a las fusiones de varias empresas lideradas por criminales de cuello y guante blancos y a la venta (y compras) a granel de productos básicamente mierdosos. Hay excepciones, por supuesto. HBO pasó de ser una cadena de retales gracias al éxito apocalíptico de Los Soprano (aún estamos en la era de la tele por cable, no del streaming). Los programadores de estos canales despreciaban las normas de las cadenas generalistas (en unas tablas de Moisés apropiadamente denominadas Standards and Practices). Las normas incluían, por descontado, que no podrían incluirse en los diálogos de las series palabras malsonantes que superaran un Damn! o un ¡Recórcholis! Y estipulaciones más divertidas aún. Por ejemplo, era impensable que se matara a un perro. Como lo oyen. Cualquier negro puede ser detenido, esposado y estrangulado por la poli antes de que le lean los derechos, pero eso de cargarse a un can... Pues bien, en un episodio de Los Soprano, el sobrino (político) de Tony, Chris, un tanto intoxicado, se repantiga en el sofá, y sin advertirlo, aplasta al perro yorkshire de su novia. Herejía. Sacrilegio. Cadenas rotas. Y éxito ante el pasmado público que no había visto nada semejante ni en Colombo ni en Canción triste de Hill Street.

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Biskind se detiene con cierta exhaustividad en las series de mayor éxito, como la citada Los Soprano— y también en los creadores y guionistas de tales series: para él, David Chase es un genio, el hombre que cambió el rumbo de la tele, pese a ser maníaco-depresivo, intransigente en cuanto a que alteraran una línea de sus diálogos y, por lo que cuenta, un loco de atar. Una de sus colaboradoras elogiaba así a Chase: “Un día entró, se tumbó en el sofá y exclamó: 'Me siento tan deprimido'”. Que era un ser humano, descubrió la guionista con alborozo, y su lado tierno compensaba cuánto machacaba a guionistas, actores y directores. Para que vean qué clase de colgados lo soportan todo con tal de aferrarse a un curro. Otro que le merece atención es David Milch, el creador de Deadwood. Como el bueno de David sufre de alzheimer, Biskind puede decir todas las necedades que le pide el cuerpo sobre uno de nuestros héroes: que si despreciaba a los directores, que si los guiones se alteraban cinco minutos antes de que las cámaras empezaran a funcionar —algo que a actores como Ian MacShane o Paula Malcomson les daba igual— o que se negara a aceptar la oferta de HBO a reducir una hipotética cuarta temporada a seis capítulos. Es de justicia subrayar que Milch era un tipo en extremo generoso: repartía sus beneficios entre actores y equipo, rechazó la súplica de John Milius (en la bancarrota entonces, e incapaz de pagar los estudios universitarios de su hijo) para figurar como guionista en la serie: pagó de su bolsillo los créditos del hijo de Milius, alegando que “un guionista y director de tu talla no va a sentarse en una sala llena de guionistas tarados”. Sin embargo, Biskind insiste en que su errática conducta se debió a la benéfica influencia de su papá, quien le introdujo en el mundo de las apuestas y las timbas a la tierna edad de cinco añitos. Y, según Biskind, Milch llegó a declarar: “Me siento afortunado de tener un empleo, porque si supieran lo que se me pasa por la cabeza, no sólo no tendría un trabajo, sino que estaría recluido en una institución psiquiátrica”. No obstante, todos los actores de Deadwood adoraban a Milch: y es que el hombre escribía los diálogos en pentámetro yámbico (el tipo de verso que usaba en ocasiones Shakespeare —pero sin tanto fuck y derivados, claro). El caso es que Deadwood tuvo críticas magníficas, pero una relativamente pobre acogida del público, y ello, sumado al coste de cada episodio, precipitó el fin de la serie (aunque Biskind no parece haber ahondado en las auténticas razones de su cancelación).

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Netflix: de la venta y alquiler por correo al streaming

Si bien Netflix comenzó su andadura como una empresa bastante cutre, pronto se dio cuenta de las posibilidades de la tele por Internet. No en vano fueron los pioneros del algoritmo (entonces, simple base de datos): a todo quisqui a quien le alquilaran o vendieran un DVD le sacaban todos los datos personales posibles (hábitos gastronómicos, talla de calzoncillos, mascotas predilectas, cuán “blanco” se les antojaba que era Will Smith, etc.). Netflix se alzó como la primera plataforma en aprovechar lo de la tele por Internet y descubrió posteriormente su Nirvana con el mantra de “Talento y contenido”. Así, el pelotazo que supuso House of Cards fue su bendición definitiva: no sólo desafiaba los estrictos cánones de la tele “normal” (su protagonista era un auténtico hijo de puta, como, por otra parte, todos los demás personajes de la serie que tuvieran tres o cuatro líneas de diálogo). Curiosamente, Biskind no hace mucha sangre con lo que le ocurrió a Kevin Spacey (debe ser que le cae bien: como a nosotros), sino que destaca el fichaje espectacular de un director como David Fincher, quien obtuvo un contrato multimillonario para producir series como Mindhunter y realizar films como Perdida o Mank. Pero nos da la sensación, gracias a la última boñiga que Fincher lanzó mediante Netflix, The Killer, que tanto la empresa como el director se están agotando en cuanto a su (otrora) fructífera colaboración.

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Nos cuenta Biskind que Netflix aprovechó su primacía en esto del streaming por llegar primero y contar con el apoyo de Wall Street. El resultado obvio es que la plataforma se endeudó hasta las cejas (compras, compras y más compras) y que su objetivo inicial (un billón de suscriptores) se ha quedado, de momento, en unas magras cifras de 244 millones (¿Se quejarían ustedes, dada la mierda que ofrecen? Nosotros no).

Llega la competencia

Netflix era un mundo feliz hasta que llegaron otras empresas que decidieron que eso de la tele por Internet era el futuro. Desgraciadamente, estas empresas tenían pasta para dar y tomar —algo que Netflix, presuntamente, no tuvo en cuenta—. Si Disney ya había comprado a Miramax en una galaxia muy, muy lejana, no le dolieron prendas a la hora de adquirir Marvel y otras compañías que ofrecían productos para un público juvenil o con ligero retraso mental. Y antes se habían hecho con el catálogo de Lucasfilm Ltd., encaminada a una audiencia similar. El único problemilla con que se encontró la empresa fundada por el tío Walt es que su antiguo catálogo no respondía a los nuevos tiempos: películas como Dumbo, Bambi, El libro de la selva (¡Esos orangutanes malos!) e incluso Tod y Toby no correspondían bien con los tiempos de hoy (racismo, sexismo, clasismo y cualquier otro ismo alejado de vanguardismo). Por tanto, decidieron ponerse al día e hicieron, por ejemplo, que La princesita tenía que ser negra, que el Dumbo de Tim Burton esquivara, los, ejem, racistas apuntes de la versión canónica y que la saga Star Wars fuera aún más gilipollas e infantil que la creada originalmente por George Lucas (tarea difícil, pero no imposible). Incluso se las han arreglado para que The Mandalorian muestre a Pedro Pascal como héroe de acción (¡asombroso!). Lo de Marvel no tenía demasiado arreglo, ya que, si el primer Iron Man se inspiraba en un empresario modélico como Elon Musk, ¿para qué cambiar? Por desgracia, parece que las series y películas Marvel andan de capa caída hoy en día. Pero tal y como andan las cosas estamos (casi) convencidos de que resucitarán.

El multimillonario con vocación de astronauta (o de Hal 9000), Jeff Bezos, se apuntó también al carro. Amazon ha vertido inmundicias sin fin hasta que dio con la clave con The Boys, descarnada burla de los superhéroes Marvel. Porque la basura que produjo previamente, como The Man in the High Castle, no sólo deprimió a los que nos gusta la novela de Philip K. Dick, sino a todos aquellos degenerados que desearían que el III Reich y Japón hubieran ganado la II Guerra Mundial.

Y queda Apple TV. Una empresa que gasta lo que haya que gastar para tener su parte del pastel. No es de extrañar: sus mayores ingresos provienen de esos Iphone 25 o Ipad 37 que fabrican en talleres de Tailandia o Indonesia críos malnutridos por menos del salario mínimo de Albania. Y no crean: todos somos culpables. Escribimos esto en un Mac fabricado en 2019 y que, en comparación con otros cacharros Apple que hemos tenido, es una basura (no crean que es un comentario racista: lo de “beneficio a cualquier precio”, añadiendo el adjetivo “mínimo” junto a “precio” es un síntoma de los tiempos).

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Compras, ventas, Joint Ventures y demás canalladas

Estas filantrópicas empresas se han dado cuenta de que la unión hace la fuerza. Así que ATT se hizo con Warner, engulló HBO, esta se convirtió en HBO+ o Max o + (¿Más? ¿Plus?) a secas y todo así. Lo cierto es que Biskind dedica un espacio excesivo a narrar quién entra y quién sale de todas estas compañías —para usted y para mí, un auténtico coñazo—, dado que los ejecutivos de la cosa esta del streaming suelen ser graduados en Business&Administration de Yale, Harvard, Notre Dame o cualquier otra universidad de la Ivy League; en cristiano: gente que de eso de los programas de la tele o de las películas no sabe gran cosa o directamente no tiene ni puta idea... Y es sorprendente (y asimismo aburridísimo) que Biskind dedique tanto tiempo y espacio a estas luchas intestinas dentro de estas ejemplares empresas.

Consideraciones intempestivas

Biskind deja las conclusiones apocalípticas para el final. Como estas corporaciones se han endeudado tanto (y tanto) él cree (o lo finge) que alguna va a estallar por los aires. Bobadas. Las últimas veces que hemos acudido a una sala de cine en nuestra aldea (Perfect Days, Hasta el fin del mundo, el western superchungo que realizó Viggo Mortensen —pero Viggo sigue siendo uno de nuestros ídolos: si a Cervantes “Dios no le dio la gracia de ser poeta”, según confesión propia, a Viggo no le ha dado la de ser director—, Furiosa u Horizon) hemos advertido, gracias a los cuatro o cinco aficionados que nos acompañaban en cada función, que ya no hay nada que hacer.

Acierta Biskind en que los actores/actrices ya no atraen a la plebe a la hora de ver una película (da igual quién interprete a Batman o al Capitán América) y que las estrellas que aún mantienen cierto gancho taquillero están para echar azúcar a los bollos (Brad Pitt y poco más; porque, ¿quién distingue a Chris Pine de Chris Hemsworth o a Chris Pratt de Jesucristo García?).

Lo que no advierte Biskind es que estas plataformas han creado algo similar al oligopolio que, durante “los años dorados de Hollywood” constituían la Fox, Metro, RKO, Paramount y Warner con sus estudios de producción, sus distribuidoras y cadenas de cines (cines que no tenían ni Columbia ni Universal). Por tanto, no creemos que nada ni nadie pueda frenarlas. ¿Las leyes antitrust de los Estados Unidos de América? Ay, ¡pero qué inocentes son ustedes!





 




 



domingo, 31 de enero de 2021

NO TE ASUSTES DEL FUTURO: ESE MONSTRUO NO VENDRÁ

 

por el señor Snoid



Imaginen ustedes que, de la noche a la mañana, suprimen o limitan la lectura del Lazarillo de Tormes porque la novelita se burla de clérigos, cornudos y ciegos. O el Quijote, donde el autor —sobre todo en la primera parte— se burla despiadadamente de su personaje, un enfermo mental (los lectores de 1605, poco influidos por hispanistas británicos, alemanes o gringos, lo tomaron como un libro humorístico lleno de chistes de caca-pedo-culo-pis que tanto nos entusiasman a los españoles). O La Celestina, donde el tarugo de Calisto se pasa media obra fornicando con Melibea, menor de edad. Pero ella se lo pasa pipa, y cuando el cretino de su amante palma desnucándose —como si no hubiera acumulado experiencia saltando muros— la chiquilla entona un espectacular monólogo —una de las cumbres de la literatura en castellano, y no juramos en vano— que podría resumirse en “que me quiten lo bailao”. O Moby Dick, cuyo personaje central es un tullido (con perdón) que, merced a su malsana obsesión, conduce a la muerte a toda la tripulación del Pequod, salvo al narrador, pues alguien tenía que contar el cuento.

Y esto viene a propósito de que la empresa Disney no deja de sorprendernos. Su última hazaña para adaptarse a los tiempos que corren ha sido condenar el legado del tío Walt y poner la etiqueta de “sólo para adultos” a sus films más sobresalientes:


De críos a nosotros no nos entusiasmaban demasiado las pelis Disney. Nuestros padres nos llevaban a ver las cosas que a ellos les apetecían, y como además no tenían los pobrecillos demasiado criterio, pues un sábado podía caer James Bond contra Goldfinger y el domingo Aguirre, la cólera de dios, amén de alguna de terror de Jacinto Molina/Paul Naschy con profusión de tías en pelotas “por exigencias del guión”. Eran otros tiempos. Una ciudad pequeña tenía un montón de cines de variado pelaje: de estreno, de reestreno, de reposición y programa doble y hasta de “arte y ensayo”.

Por lo habitual, esas pelis que nos llevaban a ver (así hemos salido de degenerados) estaban calificadas como para “Mayores de 18 años y mayores de 14 acompañados de sus padres o tutores”. Pero al portero uniformado del cine poco parecía importarle que tuvieras seis añitos para ver El exorcista. Sólo una vez no salió bien la jugada y Snoid senior volvió a casa con un humor de perros: se nos negó la entrada al estreno de El Padrino. Algo raro, pues en la copia que se estrenó en España en 1972 estaba ausente el plano en el que se le ven las tetas a Apollonia, la esposa siciliana de Michael.

Sólo cuando tuvimos nuestros propios churumbeles entramos de lleno en el mundo Disney. Y hemos de decir que este es uno de los pocos aspectos negativos de tener descendencia. Se lo dice alguien que se ha visto obligado a ver una docena de veces un horror de la calaña de Tod y Toby. Sin embargo, las películas que supervisó el tío Walt nos depararon gratas sorpresas. Las sorpresas de descubrir lo que era capaz de hacer una mente perturbada con talento, pues no hay duda de que Walt Disney poseía alguna patología sumamente perversa, ya que ¿a quién se le ocurre eliminar a la mamá de Bambi a mitad de película? Y el padre había ya abandonado el hogar, para más inri. Y el Bambi adulto sigue los pasos de papi y deja tirada a Falina y a su prole al final de la película: ¿cabe presentar una familia más disfuncional?


¿Y qué me dicen de Dumbo? Crueldad, explotación, alcoholismo, clasismo, racismo... ¡Menos mal que se trata de una historia de superación personal! Nuestro momento favorito es la escena en que los currantes negros montan la carpa del circo mientras cantan una canción maravillosa sobre lo justo de su situación, ya que son unos pobres negros ignorantes que tienen lo que tienen “porque no quisimos estudiar”:


En un film de Spielberg que sus admiradores pretenden fingir que no existe, 1941, hay una descacharrante escena en que un viril general encarnado por Robert Stack llora como una Magdalena viendo Dumbo. ¡Y se sabe los diálogos de memoria! Y pese a la amenaza de invasión nipona, se resiste a abandonar la sala. Un poco como cuando Bush estaba escuchando el cuento de los cabritillos durante los ataques del 11-S, se quedó embobado y casi hubo que llevarle a rastras al Air Force One:



No es que 1941 sea una obra maestra, pero es mucho mejor de lo que piensan detractores y fanáticos de Spielberg. Y esto nos conduce a que, a lo que parece, la empresa Disney todavía no ha metido mano a las pelis de “acción real” de su catálogo. De momento. Porque recuerden que en 20.000 leguas de viaje submarino se cargaban a un calamar gigante: ¡pobre calamar! Y se criticaba al imperialismo británico, además. Por no hablar de la partenaire de Kirk Douglas, aquella simpática foca que rivalizaba con el ídolo en carantoñas y cucamonas, a la que estamos convencidos que Disney explotaba laboralmente. ¿Y Canción del Sur? Esto sí que es grave, porque ahí sale un negro, el tío Remus, que era más servil aún que el mayordomo de Leonardo DiCaprio en Django desencadenado. ¡Y era un hombre libre! (supuestamente)

Como ven, el mundo en que vivimos cada vez se parece más a Farenheit 451. Sólo quedan tres opciones: apalancarse en casa viendo la tele todo el santo día, hacerse bombero o convertirse en hombre-libro. Madre de dios al que le toque aprenderse de memoria Guerra y Paz. O Finnegans Wake. O 50 sombras de Grey (sublime traducción de 50 Shades of Grey). Yo ya estoy memorizando el cuento aquel de Monterroso sobre el dinosaurio...