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sábado, 3 de junio de 2023

EL CINE QUE TANTO AMAMOS - MAYO DE 2023: "La casa junto al mar" (2017), de Robert Guédiguian

por Francisco López Martín 

Querríamos empezar pidiéndoles disculpas por la pequeña demora con la que llega a sus pantallas esta entrega correspondiente al mes de mayo y por el cambio de planes en nuestro sujeto al que nos hemos visto obligados. Ustedes sin duda esperarían como maná, aunque sólo fuera para paliar frustraciones electorales, el prometido Eloy de la Iglesia III. Les aseguramos que no ha sido el miedo a que nos cierren el chiringuito lo que nos ha llevado a cambiar de tercio de manera inesperada. Al contrario: la amabilidad de uno de nuestros lectores hizo que a mediados de mes nos llegara un librito que desconocíamos sobre Gonzalo Goicoechea, guionista de muchas de las películas del director vasco e incluso productor de la más bizarra de su última etapa, Otra vuelta de tuerca (1985) —entre las de comienzos de los años 70, no sabríamos decirles cuál es más deliciosamente retorcida: hay abundancia entre la que elegir—. Y como no queríamos que nuestro Eloy III no se enriqueciera, aparte de con un nuevo visionado de sus obras magnas, con tal prometedora lectura, decidimos aplazar la loa de lo más granado de su cine quinqui —Navajeros (1980), Colegas (1982) y El pico (1983)— para una entrega posterior. 



Hubo otra circunstancia que se sumó a la ya citada. Y es que unos días antes de recibir el librito sobre Gonzalo, nos regalaron el volumen que recientemente ha publicado Aarón Rodríguez Serrano sobre Robert Guédiguian: La gente no sabe de su poder, con una encarecida recomendación a su lectura. Recomendación que les trasladamos, pues se trata de una reivindicación muy inteligente de la figura de un cineasta al que reconocemos no haber prestado la debida atención en los últimos años. De manera que centraremos nuestra entrega del mes de mayo en una notable película del realizador francés, La casa junto al mar (La villa, 2017), que, de momento, es la que más nos ha gustado de este nuevo viaje por su filmografía. 


En Filmaffinity encontramos esta sinopsis de la película: "En una pequeña cala cerca de Marsella, en pleno invierno, Angèle, Joseph y Armand vuelven a la casa de su anciano padre. Angèle es actriz y vive en París, y Joseph acaba de enamorarse de una chica mucho más joven. Armand es el único que se quedó en Marsella para llevar el pequeño restaurante que regentaba su padre. Es el momento de descubrir qué ha quedado de los ideales que les transmitió su progenitor, del mundo fraternal que construyó en este lugar mágico en torno a un restaurante para obreros. Pero la llegada de una patera a una cala vecina cambiará sus reflexiones...". Sinopsis que nos resulta un tanto forzada, porque ese esfuerzo de síntesis, que puede ser veraz en cuanto a ciertos aspectos de la historia, no lo es en absoluto por lo que respecta a la configuración del relato. 


Una de las grandes virtudes de la película estriba en desgranar de manera pausada las relaciones y los conflictos que unen a los diversos protagonistas, muy lejos de las rápidas evidencias y concatenaciones que plantea ese resumen. Comienza con una hermosa escena en la que el "anciano padre" se sienta una terraza y, mientras contempla el mar, sufre lo que parece un derrame cerebral, que lo dejará postrado en cama. Los hijos acuden a cuidarlo; las interpretaciones de los actores son reposadas, desde el principio se establece un tempo que está alejado a años luz del que caracteriza —en las ficciones cinematográficas imperantes y fuera de ellas— a esta fase del tardocapitalismo, y también un tono inequívocamente de izquierdas, de duelo por un mundo declinado, de sensibilidad con los perdedores o con los diferentes. La trama va desplegando una capa tras otra; parece claro que el colapso del padre sirve también como metáfora del derrumbamiento de sus ideales: "El dinero es lo que pasó", dice uno de los personajes; "Qué feos son esos materiales nuevos". Hay orgullo por la casa, construida en tiempos de modo colaborativo, y que quizá ahora se ponga en venta. Se plantean temas graves, como la cuestión de la herencia y el perdón al padre, pero el tratamiento está en las antípodas de lo melodramático, tal vez porque, como dice otro de los personajes: "Al borde del precipicio, sólo la risa nos impide saltar". 


Abundan los planos de los protagonistas enfrascados en pequeños trabajos manuales; también los de una naturaleza en cuyo marco más amplio se insertan esas trayectorias humanas: no somos los únicos habitantes del mundo. La película va basculando entre diversos puntos de conflicto dramático, a partir de las relaciones entre los diversos personajes, tejiendo un tapiz coral delicado, elocuente sin resultar enfático, que tal vez tiene uno de sus puntos culminantes en las escenas relativas al suicidio de una de las parejas de ancianos: "Lo hemos pasado bien juntos", le dice ella a él: "Si hubieras sido un poco más puta, no me habría importado", le dice a él a ella… Abundan los diálogos inteligentes y hermosos, acompañados por una puesta en escena de sencillez chaplinesca, pero con un control emocional que la aleja de cualquier exceso: en este sentido, resulta ejemplar, e impresionante, la escena del descubrimiento de la pareja de suicidas. La escena inmediatamente posterior, en la que vemos a tres de los personajes mucho más jóvenes (interpretados exactamente por los mismos actores en su juventud), pone de manifiesto que la película versa sobre el paso del tiempo, y trabaja lúcidamente con él ("Te llevaré a un rincón del mar donde se bañaban los dinosaurios"). Destaca también por una personalidad cromática muy acusada, de colores muy vivos (las imágenes que acompañan a este texto no le hacen justicia), y también estilística, con cierto estatismo en las composiciones y las interpretaciones que la dotan de un sabor muy personal. 



En el último tercio de la película se introduce con fuerza algo que hasta ese momento únicamente se había insinuado en un plano secundario: a la costa han llegado unas pateras. Los personajes descubrirán a unos niños ocultos en el bosque y los esconderán en la casa, esa casa construida en tiempos por ancianos que ahora están a punto de abandonar el mundo o que ya se han ido, cuyos ideales se han derrumbado, pero que todavía sirve para proteger de manera precaria, frente a las autoridades competentes y a esa Europa de los nuevos campos de concentración que no se dicen tales, a unos pequeños que al final de la película, en una escena hermosa y enigmática, gritarán un nombre incomprensible mientras los hijos del anciano gritan el suyo, como afirmación de una identidad que sólo con el respeto y la aceptación del otro puede construirse y proyectarse de una manera digna.

viernes, 28 de abril de 2023

EL CINE QUE TANTO AMAMOS (ABRIL DE 2023) – ELOY DE LA IGLESIA (II)

por Francisco López Martín

 

Continuamos nuestro recorrido por la filmografía del cineasta Eloy de la Iglesia (1944-2006) con una confesión. Nuestra idea inicial, cuando pusimos fin a la primera entrega de esta serie, era la de haber abordado en la segunda, que ahora nos ocupa, el resto de películas del realizador vasco que habíamos podido localizar, dado que entre ellas figuraban todas las que los manuales y diccionarios consideran más importantes. Sin embargo, movidos por la curiosidad, hemos podido ver otras cuatro, tres de ellas, efectivamente, problemáticas, pero no la cuarta, con la que iniciaremos esta segunda etapa de nuestro itinerario. Esta circunstancia, unida a otra muy importante, a saber, que en la actualidad no existe, que nosotros sepamos, ninguna monografía sobre el director al alcance del gran público (el volumen que en 1996 editó Filmoteca Vasca sobre su figura resulta hoy prácticamente inencontrable, y el reciente libro titulado Lejos de aquí, de Eduardo Fuembuena, parece más centrado en la rememoración de ciertas partes de su biografía que en un estudio sistemático de su obra) nos ha llevado a replantearnos nuestro propósito inicial, como mínimo en lo que atañe a esta segunda entrega, en la que no saldremos de sus películas realizadas en la década de 1970: títulos señeros como "Navajeros" (1980), "Colegas" (1982) o "El pico" (1983), habrán de esperar a una próxima entrega para nuestro comentario.

Eloy de la Iglesia

Pero no crean ustedes que van a salir mal parados con el cambio. Ni mucho menos. Entre las películas en las que centraremos hoy nuestra atención se cuentan varias de las que, en pie de igualdad o sólo un paso por detrás de ellas, figuran también entre los más notable de su filmografía, compuesta por aproximadamente una veintena de títulos. Como ustedes recuerdan, concluimos nuestra primera entrega de esta serie hablando de Los placeres ocultos (1977), película de gran fuerza expresiva en sus mejores momentos y en las que irrumpían ya con claridad meridiana muchos de los elementos temáticos que configuran su cine, marcado por la exploración de la sexualidad en algunas de sus diversas variantes, el interés por los llamados "bajos fondos", la observación aguda de la sociedad española del momento y la crítica institucional desde una contundente perspectiva de izquierdas. Un año antes, De la Iglesia estrenó dos películas que, sin llegar al grado de explosividad de Los placeres ocultos, merecen incluirse entre los títulos que configuran su peculiar universo.


El primero de ellos es La otra alcoba (1976). Juan (Patxi Andión), un humilde joven que trabaja en una gasolinera y está a punto de casarse con su novia (Vicky Lagos), conoce en la estación de servicio a la acomodada Diana (Amparo Muñoz), casada con Marcos (Simón Andreu), un importante hombre de negocios que planea hacer carrera en política al abrigo de un partido de inequívocas tendencias franquistas. Marcos es estéril, y Diana y Juan inician una relación. Cuando ella queda embarazada, abandona a su amante. Para alejar definitivamente a Juan de la vida de su mujer, Marcos no dudará en contratar a unos facciosos de extrema derecha para que le den una brutal paliza. Diana sufrirá un aborto espontáneo, pero el final de la película nos la mostrará intentando seducir a otro bello joven.

Amparo Muñoz y Eloy de la Iglesia

En el argumento de la película se aprecia perfectamente que el folletín es uno de los elementos que componen el mundo narrativo del autor. Sin embargo, esta película es precisamente destacable por el riguroso control formal y emotivo que De la Iglesia ejerce sobre unos materiales tan manidos, a los que dota de fuerza suplementaria mediante una doble vía: la introducción de un inequívoco discurso de clase, en los que "los de abajo" y "los de arriba" expresan, de manera inusual en lo que a fin de cuentas no deja de ser un cine con vocación mayoritaria, sus respectivas condiciones sociales y vitales; y el elemento erótico, en el que la mostración de los cuerpos femenino y masculino asume la misma importancia, de manera que los bellos actores principales se nos muestran con similares armas de seducción del ojo del espectador. Se trata quizá de la película más elegante del director desde el punto de vista puramente visual, con hallazgos espléndidos, como la fantasía que, mientras Diana se masturba pensando en Juan, nos los muestra a los dos desnudos y acometiéndose embadurnados completamente de grasa…

Patxi Andión y Amparo Muñoz

La siguiente película del director fue La criatura (1977). Tras varios años de matrimonio, Cristina (Ana Belén) logra quedarse embarazada de su marido, Marcos (Juan Diego). Poco antes de dar a luz, el susto que le produce un perro le precipita el parto, y el niño yace muerto. Algún tiempo después, en una playa, el matrimonio encuentra a un perro muy parecido, que Cristina decide llevarse a casa. Poco a poco, el cariño de Ana por el perro la lleva, primero, a llamarlo como su hijo nonato, y después a convertirlo, a todos los efectos, en figura sustitutiva de la del marido. Cuando Marcos, un presentador de televisión que pretende hacer carrera política en un partido de extrema derecha, deja otra vez embarazada a Cristina tras violarla, ésta decide abandonarlo definitivamente. El final de la película nos muestra a la feliz Cristina a punto de dar a la luz, jugando en un chalet felizmente con el perro.

Como se aprecia, el argumento es ciertamente audaz —aunque, en sus aspectos más escabrosos, está resuelto con suma discreción—, y guarda ciertas concomitancias con la anterior película de su director. La atmósfera de la primera mitad del largometraje resulta verdaderamente sugestiva, cuando va configurándose esa inusitada relación a tres bandas. En la segunda mitad, resulta brutal la escena de la violación, con unos planos subjetivos del rostro de Cristina desde el punto de vista de Marcos verdaderamente lacerantes. Sin embargo, se tiene la sensación de que, en la segunda mitad, la película se queda un tanto parada, y también de que resulta excesivamente opaca, con una confusa escena onírica y un desarrollo de los acontecimientos que parece pedir una lectura metafórica cuya clave dista de ser evidente. Con todo, no descartamos que futuras frecuentaciones de esta película allanen el camino para una apreciación más nítida de su totalidad.

Esa extraña pareja...


Tras Los placeres ocultos (1977), a la que ya hemos hecho referencia, De la Iglesia decidió hacer una apuesta igualmente arriesgada y realizó El sacerdote (1978). A finales de la década de 1960, el padre Miguel (Simón Andreu) se siente atraído por una feligresa, Irene (Esperanza Roy). La película retrata la lucha del protagonista contra ése y otros impulsos eróticos (incluida la pedofilia y la homosexualidad), derivados de la represión del primero, en medio de un grupo de sacerdotes que representan diversas concepciones del ministerio (un cura de izquierdas, otro de derechas, otro que se limita a cumplir en cada momento lo que le ordenan sus superiores sin tener criterio propio, otro que encuentra compañera y acaba secularizándose…). En este sentido, la película bien podría haberse llamado "Los sacerdotes", en plural, dada la atinada visión de la pluralidad de concepciones vitales que conviven dentro de un cuerpo aparentemente monolítico. Resulta lograda y refrescante la mezcla de drama y comedia que ofrece el largometraje, una novedad en la filmografía de su director, con escenas tremendas, por grotescas y, al mismo tiempo, divertidas. Especialmente destacable nos parece la parte en la que el cura vuelve a la casa materna para intentar calmar sus demonios y rememora episodios de la infancia, incluido el posible origen de su larga historia de represión sexual, que finalmente conocerá el más terrible de los resultados… «Es una película agresiva y tremendamente popular» —declaró su director— «muy inmediata, cotidiana, que tiene una gran capacidad de sugerencia a todos los que hemos tenido una formación religiosa en la generación de los sesenta. Presenta la historia de un tipo determinado, un hombre castrado como ente sexual por su ideología y sus creencias determinadas. […] La película no lleva ninguna clase de mensaje o moral; quizá la tesis esencial sea la necesidad imperiosa de la libertad y el acceso a una libertad sexual».

La carne es débil...

Ese mismo año, el director estrena su película más compleja desde el punto de vista narrativo y quizá la más osada desde el punto de vista temático y figurativo, que muchos consideran su mayor logro: "El diputado" (1978). Roberto Orbea (José Sacristán), militante clandestino de un partido de izquierdas durante el franquismo, compagina su vida marital con Carmen (María Luisa San José) con aventuras homosexuales con chaperos, hasta que se enamora de uno de ellos, Juanito (José Luis Alonso). Éste, sin embargo, está al servicio de un siniestro grupo de extrema derecha liderado por Carrés (Agustín González), que pretende chantajear al ahora diputado en el Congreso por el Partido Comunista. La evolución de los acontecimientos hará que entre Roberto, Carmen y Juanito se configure una relación a tres, en la que el chaval irá sincerándose con Roberto y consigo mismo respecto de sus impulsos sexuales y afectivos, y obrando en consecuencia, lo que, sin embargo, le acarreará un destino nefasto y tampoco logrará salvar a Roberto.

El amor a tres

Si empezábamos este texto con una confesión, ahora se impone otra: cuando volvimos a ver "El diputado", hace unas pocas noches, para tenerla fresca en la memoria, sentimos esa sensación de gozo cinematográfico que se produce cuando uno se da cuenta de estar ante una película que toca zonas muy hondas de nuestra sensibilidad, una película a la que en cierto modo pertenecemos, donde siempre encontraremos una casa a la que volver y que nos acogerá cada vez que regresemos a ella en busca de eso inefable que sólo el arte sabe entregarnos. Una película que desborda libertad y valentía, lucidez y pujanza, en lo que cuenta de unos itinerarios personales marcados por la heterodoxia y en lo que muestra de un devenir político colectivo abocado a la conformidad, dimensiones que aparecen ya reflejadas en esos títulos de crédito en los que se intercalan imágenes del David de Miguel Ángel con cuadros de la lucha obrera, o en el extraordinario diálogo que figura hacia el final del largometraje y en el que Manuel le dice a Carmen, en la magnífica interpretación de José Sacristán, lo siguiente: «Ya lo ves. Yo que me había apuntado a ser de los que hacen la historia, y sin embargo, me va a tocar sufrirla. No he tenido demasiada suerte. […] Sé muy bien lo que quieres decirme, Carmen. Es muy sencillo. Verás. Dentro de algunos años los que todavía se acuerden de mí dirán: “Sí, hombre, Roberto Orbea, el maricón aquel que quería ser político. Era un cachondo el tío, ¿eh? Un irresponsable”. Tú te marcharás, harta ya de todo este juego, y de haber sacrificado los mejores años de tu vida para nada, o para casi nada, tan sólo para recibir a cambio el cariño y el agradecimiento de un fracasado. Juanito, como es lógico, se marchará también. Encontrará alguien más joven, o alguna mujer con la que crea poder engañarse y ser feliz. Ah, y “normal”; sobre todo eso, ser normal, que es de lo que se trata. Y en cuanto a mí, pues… puede que acabe siendo uno de esos viejos mariquitas que rondan por los urinarios públicos, que pintan los graffitis en las puertas de los retretes, que se sientan en las últimas filas de ciertos cines de sesión continua, que se pasan las tardes en los billares, o esperando a la salida de las academias. Claro que también puedo volver a los “fondos teóricos”, al “análisis concreto de la realidad concreta”, y a lo mejor quién sabe, igual hasta me convenzo de que la mejor manera de hacer la historia es ésa, padeciéndola, y que lleguen los otros al poder… los que no les importa ceder y ocultarlo todo con tal de conseguirlo… Pero yo no. Yo ya estoy harto de ceder y de ocultar».

José Sacristán

Con este vibrante monólogo nos despedimos de ustedes. Les emplazamos a una próxima entrega para seguir buceando en la filmografía de un realizador único, y no sólo dentro del panorama español: Eloy de la Iglesia. Un cineasta al que tanto amamos.

 


jueves, 30 de marzo de 2023

EL CINE QUE TANTO AMAMOS (MARZO DE 2023): ELOY DE LA IGLESIA (1ª PARTE)

por Francisco López Martín 

Decíamos ayer (léase: en la anterior entrega de esta columna mensual), en relación con la figura de Carlos Saura, que su amplia filmografía no había contado por nuestra parte con la frecuentación que una figura tan importante debería suscitar en verdaderos apasionados por el cine, como lo somos nosotros desde la infancia. Esta comprobación nos llevó, una vez escritas aquellas líneas, a una reflexión íntima, de carácter más general, sobre nuestro conocimiento real, fuera de los libros, sobre la historia del cine español, más allá de un abanico de títulos consagrados que indudablemente merecen contarse entre los mejores frutos, como mínimo, del cine europeo de su tiempo, y cuya enumeración sería redundante en relación con lo que ustedes mismos pueden suponer al respecto: piensen en los títulos señeros realizados en nuestro país por autores como Almodóvar, Bardem, Berlanga, Buñuel, Erice, Fernán-Gómez, Luna o Zulueta, y podrán formarse con facilidad una idea de nuestro particular acervo, al menos en lo que a nosotros nos parecen obras cinematográficas, por unas razones o por otras, de conocimiento ineludible. 

No sólo se vive de los grandes clásicos


Ante ese estado de cosas, hemos dedicado el mes de marzo casi exclusivamente a empezar a solventar esa laguna, y lo hemos hecho con una amplia selección de largometrajes de autores, períodos y géneros muy diversos. Esta columna bien podría haber versado, por ejemplo, sobre figuras que, en sus mejores momentos, distan de estar exentas de interés formal, como José María Forqué o Vicente Aranda, dos cineastas de los que hemos visto y, con algunas excepciones, disfrutado media decena de títulos por cabeza —al fin y al cabo, si genios como John Ford o David Lynch nos han dejado películas fallidas, cómo no van a tenerlas directores de menor calado—. Sin embargo, el cineasta al que finalmente hemos querido dedicar nuestro artículo de marzo, que tendrá continuidad en una posterior entrega de esta serie, ha sido Eloy de la Iglesia (Zarauz, 1944-Madrid, 2006), de quien hemos podido ver por primera vez o revisar doce de sus películas, es decir, numéricamente, más de la mitad de su filmografía, y, cualitativamente, con probabilidad muchas de las mejores, a juzgar por las fuentes —no siempre propicias al director, todo sea dicho— que hemos consultado para orientarnos en nuestra exploración. 

El joven Eloy

Como, ciertamente, ustedes recordarán que en esta sección, o, más en general, en nuestras distintas etapas de colaboración en este Bulevar, hemos manifestado nuestra devoción por gigantes como Ernst Lubitsch, Yasujiro Ozu, Federico Fellini o Andréi Tarkovski, se impone de entrada una advertencia: como bien señaló hace unos años Diego Galán, precisamente en un texto dedicado a reivindicar la figura del cineasta vasco, Eloy de la Iglesia no nos dejó ninguna obra maestra. De acuerdo: no abundaremos en la idea de que Jesús González Requena vino a decir lo mismo sobre Serguéi Eisenstein en su monografía dedicada al director soviético. Pero la doble cita viene a cuento, porque el caso del director español es uno de esos en los que el conjunto de la obra tiene mayor calado que la simple suma de las partes, de la misma manera que, en algunas de sus películas, la fuerza y la verdad de algunas escenas o diálogos las dotan de una dimensión que va más allá de lo que podría percibirse mediante una mera apreciación analítica de los elementos considerados por aislado.

Eloy: audacia temática y vigor narrativo

Pensemos, por ejemplo, en unas de las primeras películas del director, Algo amargo en la boca (1969), protagonizada por Juan Diego en el papel de un apuesto joven que va a pasar las Navidades a casa de dos tías y una prima (interpretadas por Maruchi Fresno, Irene Dain y Verónica Luján). "La película estuvo a punto de convertirse en mi tumba profesional", declararía años después el director. "La censura se lo tomó casi como un problema de amor propio. Para hacer pasar el guión presentamos uno que no tenía nada que ver con el auténtico. [...] En principio la prohibieron tajantemente y tardaron varios meses en acceder a tratar de los posibles cortes y modificaciones". En nuestra apreciación crítica de la película, coincidimos con la valoración de Fernando Morales para "El País": "Filme con tijera, que daba para mucho más". La película, sin embargo, pese a sus carencias narrativas y dramatúrgicas, y a no ser formalmente muy representativa de su mejor cine, presenta en lo temático dos de sus grandes ejes de fuerza: por una parte, la denuncia institucional, en este caso centrada en esa familia de mujeres para la que el joven pariente se convierte en oscuro objeto de deseo, a reprimir finalmente mediante el asesinato; por otra parte, la presencia del deseo sexual como fuerza arrasadora de las convenciones sociales, expuesta con toda precisión en una línea pronunciada por el protagonista casi al final de la película: "Un aliento de macho y se hundieron los recuerdos, se hundió la represión y se fue a la mierda toda la moral". Añadamos a estos dos elementos un tercero de aparición recurrente en su filmografía: la presentación sugerente de un cuerpo masculino bello y joven en su desnudez (incompleta aquí, absoluta en títulos posteriores), en este caso azotado y presentado como un San Sebastián en la escena del sueño. Y también de un cuarto, muchas veces olvidado: la presencia de un deseo femenino tan fuerte y apasionado como el masculino, aunque en esta ocasión no esté acompañado (a diferencia de lo habitual con posterioridad en este director) por la correspondiente mostración del cuerpo femenil. 

Algo amargo en la boca

Adolece también de problemas narrativos la siguiente película del director que hemos podido ver, La semana del asesino (1972). La sucesión de crímenes violentos que, a partir del primero, accidental, comete el protagonista, Vicente Parra, un obrero que trabaja en una industria de carne, peca de mecánica. Mayor interés tiene la historia paralela, en la que un vecino del barrio, de una clase social e intelectual superior, encarnado por Eusebio Poncela, espía primero con unos anteojos, y traba después amistad, con el personaje obrero. Esta subtrama contiene las mejores escenas de la película, incluida la de la piscina nocturna, con hermosos planos de inequívoco contenido homoerótico de ambos caracteres duchándose. La temática de la homosexualidad, fundamental en la obra posterior del director, aparece ya de forma bastante manifiesta; también el motivo de un personaje homosexual fascinado por otro hombre, de sexualidad ambigua y clase social inferior; y lo mismo cabe decir de la observación minuciosa de un entorno social popular, situado en los arrabales. Como en la anterior película que hemos reseñado, algunos elementos formales o temáticos de interés suplen las deficiencias del conjunto. 

La semana del asesino

No cabe decir de lo mismo de su siguiente película, Nadie oyó gritar (1973), dislate sin paliativos sobre una prostituta encarnada por Carmen Sevilla a la que su vecino, interpretado por Vicente Parra, convierte en colaboradora forzada para ayudarle a deshacerse de un cadáver. "Todo era como muy falso, con unos decorados horrorosos, aunque eran naturales, con esos baños redondos, un empapelado muy hortera […] todo era artificial", declararía años después el propio director. Sólo reviste cierto interés temático el motivo secundario de un amante de la prostituta, un chico mucho más joven que ella, a la que llama "su sobrino", interpretado por un joven Tony Isbert con el pelo teñido de un rubio horroroso y mostrado, como el propio Vicente Parra, varias veces con el torso desnudo, para solaz de espectadoras y espectadores cómplices. 

Nadie oyó gritar

Un salto de cuatro años, que no es sólo temporal y abarca la muerte del dictador Franco, sino que también supone un avance en calidad cinematográfica en relación con las tres películas a las que hasta ahora nos hemos referido, además de ofrecer unas dosis de osadía temática verdaderamente extraordinarias (los problemas con la censura, por otra parte, distaron de desaparecer con el óbito de "la espada más limpia de Occidente", como llamó el mariscal Petain a Franco en 1939), separa este último título del siguiente que hemos podido localizar del cineasta de Zarauz: la célebre Los placeres ocultos (1977). En ella, un alto ejecutivo de banca (Simón Andreu), homosexual en el armario, se enamora de un chico de extracción baja (Tony Fuentes), heterosexual y con novia (Beatriz Rossat), que, sin embargo, mantiene de vez en cuando relaciones con una tendera casada de su barrio (Charo López). La trama deriva hacia una hermosa relación a trío de amistad y transparencia emocional entre el banquero, el obrero y la novia, hasta que la vengativa tendera se venga del ejecutivo y del chaval, exponiendo a ambos al ridículo social y logrando que las relaciones entre los tres personajes salten por los aires. Es una película mucho mejor hilvanada narrativamente que todas las mencionadas hasta ahora, si bien, desde el punto de vista de la composición de los planos o del ritmo del montaje, está lejos todavía de las mejores obras del director. Pese a que todavía plantea problemas formales, en sus mejores momentos, como en la escena entre la madre moribunda y el personaje homosexual, presenta ya una carga de veracidad muy notable. La película destaca también por ser la primera vez que en el guión colabora una figura clave en la posterior filmografía del director: la del periodista Gonzalo Goicoechea (1952-2009). "Trabajar con Eloy de la Iglesia era una gozada", declararía muchos años después Simón Andreu, "él ya traía la película rodada desde casa. Cuando llegaba a los rodajes, colocaba las cámaras y todo salía sobre ruedas, sin titubeos, era como si hubiera soñado la película, como si la tuviera en mente". 

Los placeres ocultos

Por razones de espacio —y pensando sobre todo en la paciencia de nuestros lectores—, detenemos aquí esta primera entrega sobre el director vasco, al que hemos querido homenajear y reivindicar en esta sección. Les prometemos que lo mejor de su filmografía, tanto en lo formal como en lo temático, estaba por llegar, y les emplazamos a una próxima entrega de esta serie para seguir revisando la trayectoria de este notable cineasta.

viernes, 24 de febrero de 2023

EL CINE QUE TANTO AMAMOS (FEBRERO DE 2023): Saura

 

por Francisco López Martín

 

Hace ya algunos años, en una grata conversación con amigos, una filósofa comenzó a hablar de un libro clásico del pensamiento del siglo XX. Nosotros, con angélica naturalidad, pero no sin cierto sentimiento de vergüenza, admitimos que no habíamos leído tan excelsa obra. La amiga, con la sensibilidad y el buen juicio que la caracterizaban, nos tranquilizó al instante: nadie es inabarcable, en todo propósito de totalidad quedan siempre lagunas y, dada la finitud de la vida, resulta imposible llegar a todo.

Este recuerdo viene muy a propósito de las líneas que en la entrega de este mes de El cine que tanto amamos queremos dedicar al recientemente fallecido Carlos Saura (1932-2023). Como en aquella ocasión, debemos confesar que nuestro conocimiento de este realizador es menos amplio del que nos gustaría, y que, también en nuestro caso, se cumple el veredicto enunciado por Esteve Riambau en el artículo que publicó recientemente con motivo del óbito del realizador aragonés: "Carlos Saura, un cineasta injustamente eclipsado entre Buñuel y Almodóvar". Eclipsado, para nosotros, no tanto por desconocer la calidad de algunas de sus mejores películas, como por no haber buceado con la misma profundidad en su filmografía que en el caso de esos directores-enseña del cine español. Lejos por tanto de nuestra intención queda ofrecer una valoración total de su nutrida obra, compuesta por más de cincuenta títulos. Nuestro propósito es simplemente, como siempre en esta sección, incitar a los lectores a bucear en películas que han despertado nuestro interés, o entablar un diálogo con sus propias impresiones.

Buñuel, Saura y... Berlanga. Hoz de Huécar. Cuenca. 1960

Hasta hace aproximadamente unos diez años, la figura de Saura, casi en su totalidad, era para nosotros una tarea pendiente. Teníamos vagos recuerdos de infancia de algunos de sus títulos más celebrados, y otros de juventud de algunas de sus producciones más recientes; ni los unos ni los otros nos habían movido a indagar más allá de la información que de él teníamos por nuestras lecturas sobre la historia del cine español. Entonces, un amigo cinéfilo, bergmaniano de pro, nos comentó que películas como Peppermint Frappé (1967) o Cría cuervos (1976) eran parangonables a las películas de nivel medio/alto del realizador sueco. El comentario bastó para despertar nuestra curiosidad y sumergirnos en buena parte de los largometrajes que emprendió Saura entre finales de los años 60 y principios de los años 80. Efectivamente, el resultado global de nuestra travesía nos ofreció la imagen de un realizador justamente reconocido y premiado internacionalmente, un nombre importante del cine europeo de aquellos años. Elisa vida mía (1977) nos pareció de calidad similar a la muy alta de aquellas dos recomendaciones, y otros títulos de ese mismo período, como La prima Angélica (1974), Mamá cumple cien años (1979) o Deprisa, deprisa (1981), nos resultaron, en sus diversos registros, películas indudablemente aptas de reconocimiento.



Sin embargo, por esas afinidades inexplicables que llevan a frecuentar más a unos cineastas que a otros, no habíamos vuelto al cine de Saura hasta que la noticia de su reciente fallecimiento nos ha movido a seguir indagando en su obra. Nos habría gustado completar su filmografía de los años 70, la que, por razones tanto estéticas como temáticas, en principio podría resultarnos más interesante. Sin embargo, la mayor facilidad de acceso a otros de sus títulos más notorios nos ha llevado a bucear en cuatro de éstos, con resultados apreciables en tres de ellos, aunque quizá sin llegar al nivel de las películas ya mencionadas, y destacables en un caso concreto.

Los golfos (1962) es la primera película de Saura. Rodada en 1959, pero estrenada sólo tres años después (pese a participar en el Festival de Cannes de 1960) por problemas con la censura, que impuso numerosos cortes, cuenta la historia de un grupo de jóvenes amigos de los arrabales de Madrid que cometen pequeños robos (algunos con violencia) para sufragar el debut como torero de otro de ellos. La película nos ha parecida más notable por la voluntad neorrealista de reflejar la miseria material y moral de un país todavía devastado que por la solidez de un edificio narrativo construido (¿por voluntad propia o por estropicio de los censores?) a golpes de hacha, pero tiene ya esa cualidad desasosegadora que sería marca de la casa en muchos de sus mejores títulos posteriores.

 

Los golfos

Dicha cualidad aparece con enorme fuerza en uno de sus títulos más justamente celebrados, La caza (1966), con la que Saura ganó el Oso de Plata a la mejor dirección en el Festival de Berlín. Esta historia de cuatro amigos que se dedican a practicar la cinegética en un asfixiante día de verano durante el que sus rencillas personales explotarán con resultados catastróficos constituye otro intento de retratar, quizá por una vía más metafórica —y tal vez con vistas a eludir la temida censura—, un país cainita, con la incómoda memoria de la guerra civil resurgiendo a múltiples niveles pese a los proclamados "25 años de paz" con los que el régimen franquista había pretendido lavar su imagen en 1964. Sólo, que la calidad expresiva y estética del film nos parece netamente superior a la de Los golfos. Un clásico del cine español, con todo el merecimiento (aunque, ensalzada en los últimos tiempos como su mayor logro, el propio Saura dudaba de que fuera merecedora de ese honor).

 

La caza

Más de veinte años separan ese título de El Dorado (1988). Producida por Andrés-Vicente Gómez, fue en su momento la película más cara de la historia, con un presupuesto de mil millones de pesetas de la época. Masacrada por la crítica e ignorada por el público, cuenta la historia de la búsqueda de ese país de leyenda emprendida en 1560 por un grupo de españoles comandado primero por Pedro de Ursúa y, tras el asesinato de éste, por Lope de Aguirre, anécdota y personajes de los que el cine ya se había encargado tres lustros antes en un clásico de culto, Aguirre, o la cólera de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972), dirigida por Werner Herzog y protagonizada por Klaus Kinski. El enfoque de ambas películas es muy distinto, como también sus resultados estéticos: menos veraz tal vez a la realidad de los hechos la película alemana, pero con una cualidad alucinada y radical difícil de olvidar, es evidente que la propuesta de Saura se sitúa en otra dirección estética, mucho más pulida, aunque también menos lograda en su conjunto. Con todo, nos ha parecido que durante gran parte de su largo metraje (142 minutos), exhibe virtudes (por ejemplo, las magníficas interpretaciones de  Omero Antonutti, Eusebio Poncela o José Sancho) que, si bien no logran compensar en última instancia los desequilibrios internos que acusa la propuesta, hacen que sea un título digno de conocerse.

 

El Dorado

Lo mismo cabe decir de nuestra última estación por el itinerario de la filmografía de Saura: El séptimo día (2004), con guión de Ray Loriga, inspirada en la matanza de Puerto Hurraco por un enfrentamiento entre familias que aconteció en 1990. Película que despertó reacciones varias entre los críticos: "filme insólito y de raras calidades" para Ángel-Fernandez Santos, "prodigio de gusto, talento y sensibilidad" para Oti Rodríguez-Marchante, "tragedia escenificada con estilizada austeridad" para Francisco Marinero… y propuesta que dejó "absolutamente frío" a Carlos Boyero. A nosotros nos ha parecido una película estimable, quizá desestabilizada más de la cuenta por una elección de reparto que situaba a todas las estrellas (Juan Diego, José Luis Gómez, Victoria Abril) en una de las familias, la que acabó perpetrando la masacre. Una vez más, probablemente no estamos ante ese cineasta en plenitud del que hemos hablado a propósito de La caza, pero, en lo temático, volvemos a encontrarnos con un director interesado en bucear en las zonas más oscuras de la psicología personal y colectiva de nuestro país, en una propuesta de dirección y montaje que va más allá de lo simplemente funcional.

 

El séptimo día

Esperamos que estas humildes notas sobre algunas películas de Carlos Saura contribuyan a la difusión de una obra imprescindible en sus mejores momentos y estimable en los que quizá no rayen a la misma altura. Y, aunque los próximos meses traerán a esta sección otros cineastas, por aquello de que en la variedad está el gusto, nosotros seguiremos indagando en su filmografía, seguros de encontrar títulos merecedores de atención y remembranza.

viernes, 27 de enero de 2023

EL CINE QUE TANTO AMAMOS (ENERO DE 2023): HITCHCOCK - HAWKS - SERRA

por Francisco López Martín

 

Inauguramos esta sección con la esperanza de que estas notas dispersas encontrarán en el benévolo lector un destinatario que sepa disculpar sus faltas y acoja con simpatía la voluntad de comunicar amor por el mejor cine, único propósito que las guía. En cada entrada nos ceñiremos a unas pocas incitaciones, persuadidos de que la brevedad es un valor en sí. Convencidos también de que en el ámbito cultural no hay receptor omnipotente, con la misma sensibilidad para toda clase de propuestas, intentaremos centrarnos en aquellas que nos encontraron en horas propicias, y declararemos sin tapujos nuestros problemas de comprensión allá donde se encuentren, absteniéndonos por lo general (enunciada la regla, enseguida se darán las incongruencias de rigor) de la desagradable tendencia a situar como falta del objeto lo que suelen ser deficiencias del sujeto (aunque sólo sea debida a una dedicación de tiempo inadecuada para entender la obra en cuestión).

1. El mes cinematográfico empezó con la revisión de Atrapa a un ladrón (To Catch a Thief¸ 1955). En los últimos meses, el cine de Alfred Hitchcock se ha convertido en uno de los polos fundamentales de nuestra obsesiva tendencia a estar en contacto con el gran cine. Nuestra admiración se remonta a la primera adolescencia y, desde entonces, no ha hecho sino acrecentarse. Evidentemente, nada descubrimos en cuanto a la categoría del director británico, si bien tampoco ha de creerse que sea universalmente aceptada: así, en este mismo Bulevar, creemos que el señor Snoid matizaría mucho nuestras alabanzas, fundamentalmente por encontrar sus propuestas demasiado dirigistas, en el polo opuesto, digamos –gigante contra gigante– de un John Ford.

En la ficha de la película que figura en Filmin, encontramos la siguiente observación: "Su tono ligero fue malinterpretado como una debilidad en su momento y hoy se reivindica como una gran película del maestro del suspense". Creemos que esta confusión perdura también hasta cierto punto en el aficionado actual. Y es que una cosa es la levedad de la historia, innegable, y otra, muy distinta, —pero también, creemos, difícil de objetar— el dominio de la forma que demuestra en la película el director británico, más allá de celebrados hallazgos que han pasado a la historia, como el de la escena del beso con los fuegos artificiales. La película se inserta, dentro de la filmografía de Hitchcock, en un prodigioso ciclo de películas que éste dirigió en las décadas de 1950 y 1960, y, más concretamente, justo antes de que rodara las extraordinarias Vértigo (Vertigo, 1958), Psicosis (Psycho, 1960) y Los pájaros (The Birds, 1963). Atrapa a un ladrón queda tal vez un escalón por debajo de ellas, pero no deja de ser una lección magistral de construcción y dominio del relato.




2. ¡Peligro… línea 7000! (Red Line 7000, 1965), de Howard Hawks, que teníamos muy olvidada, nos pareció una película que ha envejecido muy mal, empezando por esas horribles concatenaciones de formatos entre carreras filmadas in situ y escenas con los actores rodadas en estudio y siguiendo por un guión abominable (y, no, en esta ocasión no creemos que repetidas visiones nos convencerían de lo contrario), y que, desde luego, bajo ningún concepto puede figurar entre lo mejor de uno de los directores más importantes del Hollywood clásico. 



Mucho más placentera resultó una nueva visión de El Dorado (1966), en la que Hawks demuestra una precisión narrativa excepcional, con uno de esos guiones que parecía rodar una y otra vez (si hay directores que, como Ozu o Rohmer, dan la impresión de estar realizando siempre el mismo film —dicho con toda nuestra admiración por el genial realizador japonés y por el muy apreciable director galo—, se antoja que Hawks tenía una plantilla que aplicó en varias ocasiones a los diversos géneros que tocaba, en general, por otro lado, con resultados muy felices).



3. Pacifiction (2021), de Albert Serra, nos pareció una de las grandes películas del año. La potencia de las imágenes —y de la banda sonora, deudora, como algunos de sus giros, del cine de David Lynch— despertó en nuestra memoria cinéfila desde el comienzo ecos hasta cierto punto irracionales —si bien resulta claro que el título de Serra se inserta en algunas de esas tradiciones— con diversos títulos del mejor cine de los años 70, entre los cuales sólo nos atreveremos a citar dos: El reportero (Professione: reporter, 1976), de Michelangelo Antonioni, y El asesinato de un corredor de apuestas chino (The Killing of a Chinese Bookie, 1976), de John Cassavettes. Tal vez por ese personaje masculino que sentimos abocado a una investigación de la que se adivina que no saldrá nada bueno… y sobre todo por esa sensación difícilmente expresable de que el cinematógrafo ha logrado atrapar algo más poderoso que la vida. 



Menos gozosa resultó la nueva vuelta a la primera película del director, Honor de cavalleria (2006), realización que parece situarse más allá de toda categoría conceptual que nos permita pensarla con rigor (sin duda, la limitación es nuestra) y que, quizá más preocupante, sigue sin ejercer en nosotros el necesario atractivo que invitaría a un análisis pausado, tal vez condición necesaria (la de entender su engranaje) para su disfrute. No obstante, creemos que el cine de Albert Serra, por lo que conocemos de él y pese a la distancia estética que nos separa de algunas de sus propuestas, es una cita ineludible para los espectadores y analistas más exigentes del cine contemporáneo. (El lector interesado puede encontrar una estupenda visión panorámica realizada por un espectador sensible a las bellezas de su filmografía: https://www.quaderndelesidees.press/albert-serra-idealismo-y-fanatismo/).