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lunes, 27 de junio de 2022

ESTRENOS DE OCASIÓN: "ELVIS" (Baz Luhrmann, 2022)

 


por el señor Snoid

Elvis es el feliz resultado de la unión de un director que posee una evidente tendencia al exceso, con un punto (o dos) de hortera, Baz Luhrmann, un personaje excesivo (y también un punto hortera), Elvis Presley, y la asombrosa composición que realiza Tom Hanks del mánager del ídolo, el “Coronel” Tom Parker. Pero quizá ello no hubiera bastado para dotar de interés —y, en buena parte del metraje, de brillantez— a un biopic al uso sobre un músico célebre. El primer acierto consiste en que la historia está narrada por el villano de la función, el “Coronel” Parker, un embaucador, farsante y avaricioso feriante que ve en el joven Elvis su Potosí particular y al que se aferrará hasta el final mediante todo tipo de triquiñuelas.

En la vertiginosa y frenética primera parte del film se nos cuenta la ascensión del ídolo: infancia, juventud y primeras experiencias. Un montaje muy bien ensamblado nos da una didáctica visión de los Estados Unidos de los primeros años cincuenta: Elvis es basura blanca que se ha criado en un barrio negro. Pero es un blanco que posee duende, “el espíritu” (o está poseído por él) y una mágica combinación de talento musical y atractivo sexual: el film nos plantea de manera muy explícita la pasión que podía despertar alguien así en comparación con el intérprete de country Hank Snow: un músico competente, pero ya de mediana edad, conservador y puritano: si Elvis provocaba orgasmos entre el público femenino, con el consiguiente lanzamiento de bragas sobre escenario y músico, el bueno de Hank, interpretando “A Fool such as I” o “Married by the Bible”, sólo podía aspirar al asentimiento benévolo y complacido del respetable. Es decir, que no había músico blanco que pudiera hacer competencia a un chaval que no sólo era joven, guapo, paleto de clase baja que llega al estrellato (el relato del “sueño americano”, aunque sea con bases endebles o directamente falsas, es el sueño de cualquier publicista), sino que además era sexy, agresivo y, sobre todo, un blanco que interpretaba como un negro.


Y es este otro de los aspectos en los que la película hace especial hincapié: más que el country, el hillbilly (rebautizado después como Bluegrass) o el folk, a nuestro hombre le cautivaban los ritmos negros del blues, el rythm and blues y el gospel. Pero la segregación racial era espantosa (aún más espantosa que hoy en día), con mención especial a los estados del sur (recuerden que Elvis nació en un poblado de Mississippi de bizarro nombre, Tupelo, y que posteriormente la familia se trasladaría a Memphis, Tennessee), e incluso las listas de éxitos de la música popular incluían una estricta separación entre diversos estilos de música “blanca” y de música “negra”. El film recalca esta brutal separación por medio de la afición de un juvenil Elvis por los garitos negros de Beale Street en Memphis, donde se siente a sus anchas con Big Mama Thornton, B. B. King e incluso “descubre” a un frenético y desmelenado (es un decir) Little Richard. En efecto, no fue quizá Elvis el primero en hallar los ingredientes de la poción, pero sí el que los mezcló con más talento y erotismo.

Otro hallazgo es la plasmación de que el público de 1955 se escandalizaba con facilidad, alentado por fanáticos con biblia en mano, periódicos sensacionalistas y políticos ultrarreaccionarios. Y que hasta la aparición del movimiento de los derechos civiles en los años 50, el racismo —hacia negros, hispanos, orientales o cualquiera que no tuviera apariencia blanca— era la normalidad. Un estudio publicado en 2017 por Equal Justice Initiative reveló que 4.084 hombres, mujeres y niños negros fueron linchados en doce estados del sur entre 1877 y 1950. Mississippi, el estado natal de Elvis, lidera esta horrible estadística con 654 linchamientos. En semejante ambiente cultural, no sorprende que se produzcan alborotos en el primer concierto multitudinario de Elvis —con el público blanco y el negro convenientemente separados— o que su fulgurante éxito sea salvajemente criticado. Hoy día, a nadie le choca que la peña mueva el cucú o simule encular a su pareja a los sones del reguetón, pero en 1956 los movimientos de Elvis en el escenario se consideraron obscenos, degenerados, sucios —algo que el film ilustra muy convincentemente: el éxito de una estrella, como sabiamente dedujo alguien que rara vez trabajó con estrellas, Ingmar Bergman, reside en que ésta provoque una sensación de peligro.

 


Elvis no es precisamente una hagiografía, porque sería imposible o ridículo hacer una biografía edulcorada de un personaje tan bizarro y contradictorio. Sin embargo, la película soslaya los momentos más turbios del ídolo, como su entrevista con Richard Nixon (donde se ofreció a ser confidente de “hippies, drogadictos y demás escoria antinorteamericana” a cambio de un nombramiento como “agente honorario” del FBI con la chapita correspondiente) o su afición por las menores de edad (a su esposa, Priscilla, la conoció cuando ella tenía catorce primaveras, aunque se casaron ocho años más tarde). Las drogas sí que aparecen: pero todas (o casi) con la debida prescripción médica: Elvis era adicto a las anfetas y a los barbitúricos, pero despreciaba a porreros, heroinómanos y degustadores del peyote.

 

 

Tampoco Luhrmann hace demasiada sangre con el paso de nuestro hombre por Hollywood, cuando a partir de 1960, de regreso de su servicio militar en Alemania, empezó a hacer películas penosas que repetían una y otra vez la misma fórmula —producciones baratas de Hal Wallis que dieron muchos beneficios. Y es que a mediados de la década prodigiosa Elvis se hallaba completamente out. No estaba en la onda que marcaron los Beatles, los Stones, Dylan y compañía. Seguía siendo una atracción para la taquilla, sus discos se vendían y sus conciertos colgaban el cartel de “No hay entradas”, pero la “contracultura” le consideraba de otra época y él sentía desprecio por la contracultura. Uno de los mejores momentos del film es el encuentro que mantiene con los productores del American Sound Studio en el enorme letrero de Hollywood, oxidado y hecho casi una ruina, como Elvis pensaba de su propia carrera por aquellos años.

 


Y, cierto es, Elvis pudo haber seguido colaborando con los compositores Leiber y Stoller, pudo haber hecho giras por todo el mundo, pudo haberse puesto al día con respecto a los gustos del público, pudo haber aceptado empresas cinematográficas más atractivas... pero todo ello fue saboteado por el “Coronel” Parker... con escasa resistencia por parte de su protegido: el film muestra brillantemente la mutua dependencia de los dos hombres como una suerte de perversa relación padre-hijo o, si lo prefieren, un pacto entre Fausto y el demonio en el contexto de la música pop en la Norteamérica más hortera. Como se aprecia en un momento de la película muy bien rodado, seco y directo, en el que Luhrmann abandona su perenne exuberancia: momento en que Elvis está harto de Parker y amenaza con romper su relación, y él le hace ver que “Tú y yo somos lo mismo”.

 


Y la horterada suprema es Las Vegas, donde, pese a todo, Elvis sigue demostrando que es un intérprete extraordinario —hay un atisbo de ello en el film en su versión de Polk Salad Annie de Tony Joe White; no obstante, los ejemplos sobrarían: el gran acierto de Elvis, aparte de la extraordinaria interpretación de Austin Butler, es que da con la clave del enigma: ¿cómo puede ejercer tanta fascinación un personaje que se convierte en casi una caricatura de sí mismo, que continuamente acepta escoger las decisiones más equivocadas y delirantes? Sencillamente, estaba poseído por “el espíritu”: tenía duende.

 


 




lunes, 29 de abril de 2019

LOS OLVIDADOS: OLGA CHEJOVA (y III)








por el señor Snoid


Habíamos dejado esta saga en el momento en que las tropas soviéticas, al más puro estilo wagneriano que tanto entusiasmaba a Hitler, arrasaban lo poco que quedaba por arrasar en Berlín y se dedicaban con deleite al pillaje y la violación. Unos soldados irrumpieron en el apartamento de Olga, y esta, hablándoles en ruso con tono altivo e imperial, exigió ver a sus superiores. En pocos días Olga regresaba a la madre Rusia. Allí estuvo un par de meses, habitando en una espléndida dacha cuando no se la conducía a un piso franco de la NKVD para ser interrogada. La versión oficial relata que estos interrogatorios se centraban en la obsesión que aún tenía Stalin sobre Hitler: se preguntaba el bueno de Josef cómo era posible que un monstruo como Adolf hubiera encandilado tanto al cultísimo pueblo germano. Sinceramente, no creemos que Stalin fuera tan cretino. Lo más probable es que la NKVD la interrogara sobre sus pasadas actividades durante la guerra, se le dieran instrucciones de cara a su regreso a Alemania, o, dado que a Olga la había reclutado el GRU y los distintos servicios de inteligencia soviéticos se espiaban también entre sí, la NKVD quisiera recabar toda la información posible.

El castillo Vogeloed: primera aparición de Olga en el cine


Otra leyenda muy bella procede de esos meses moscovitas. La compañía del Teatro del Arte tuvo la ocurrencia de celebrar la victoria soviética con una representación de El jardín de los cerezos, obra que ya habían representado unas 10.000 veces. Al término de la función, la tía de Olga y viuda de Antón Chejov, Olia, salió a saludar, reconoció a su sobrina entre el público y se desmayó. Teniendo en cuenta que el teatro estaba abarrotado y que tía y sobrina no se habían visto a lo largo de más de veinticinco años, la anécdota nos parece preciosa, pero francamente improbable.

Vuelta a Berlín. Olga ocupa una mansión en el sector soviético, pero pasa con total facilidad a los sectores controlados por británicos, franceses y norteamericanos como Pedro por su casa. Recibe visitas de decenas de periodistas occidentales y ella niega cualquier actividad relacionada con el espionaje y deja bien claro que despreciaba a los gerifaltes nazis. Cuando la situación comienza a calmarse, nuestra heroína decide retomar su carrera cinematográfica.




Aunque ya no era precisamente una jovencita, Olga ambicionaba volver al estrellato. Y ni corta ni perezosa fundó su propia productora, Venus Film Múnich/Berlín. Productora que no tardó en estrechar lazos con la antigua UFA, ahora propiedad del estado comunista alemán, para que sus coproducciones pudieran verse en la Alemania Oriental. Algo totalmente lógico, pues Venus Film fue financiada íntegramente con capital soviético, aunque este hecho se ocultó cuidadosamente. La industria cinematográfica se había trasladado a Múnich y allí marchó Olga con su nieta Vera, aspirante a actriz. Por desgracia, la empresa resultó un fracaso, pues tres de las primeras películas que realizó Venus Film (con una madura Olga como protagonista) no tuvieron el éxito esperado. Sin embargo, ello no arredró a la corajuda Olga: apareció (casi siempre en papeles secundarios) en más de veinte películas entre 1949 y 1974.

Un sombrero de paja de Italia: el sombrero de Olga desencadena toda la acción

     
En 1955 Olga se embarcó en otra aventura empresarial: la Olga Tschechowa Kosmetik, casa comercial dedicada a cremas y potingues femeninos que tuvo un éxito arrollador. Sin embargo, ¿quién, en una Alemania anterior al “milagro económico”, iba a tener dinero para adquirir estos carísimos productos cosméticos? Naturalmente, las esposas de los oficiales de la OTAN que poblaban la República Federal de Alemania en aquellos años. Y es que Olga organizaba saraos donde nunca faltaban invitaciones para estas damas, donde el cotilleo sería habitual y Olga inquiriría sutilmente sobre los rangos y actividades de los maridos de aquellas señoras, sin descuidar detalles triviales sobre la ubicación exacta de las bases de lanzaderas de cohetes nucleares o las características técnicas del nuevo submarino Polaris. Por otra parte, en 1955 Olga apenas tenía unos cientos de marcos, por lo que no sería paranoico deducir que la Olga Tschechowa Kosmetik tuviera una buena porción de accionariado soviético...

Las cremas de Olga son hoy cotizadas piezas de coleccionista



Por esta época ocurrió una anécdota espectacular que, a diferencia de tantas otras, sí es verdadera. Recordarán ustedes que a Elvis Presley, en la cima de su fama, le mandaron a hacer el servicio militar a Alemania en 1959. Pues bien: el Rey y la nieta de Olga, Vera, se conocieron en Múnich y se enamoraron: ello podría haber sido el broche de oro de la carrera de Olga: emparentar con Presley, y, de paso, emparentar a la familia Presley con la familia Chejov. Desafortunadamente, el idilio duró lo que duró la estancia de Elvis en Alemania.

En 1962, irónicamente, Olga recibió el Deutscher Filmpreis “por sus largos años de servicio a la industria cinematográfica alemana”. Irónicamente porque unos cuantos años antes Hitler la había nombrado Artista del Reich y los soviéticos le habían concedido la Orden de Lenin (de extranjis) en 1945.
   
En 1980 Olga contaba con ochenta y tres años de edad y padecía una dolorosa leucemia. Cuando se sintió morir, y como homenaje a su tío Antón Chejov, quien había expirado siguiendo el mismo ritual, pidió una copa de champán, la apuró y exclamó, ”La vida es bella”. Memorable final para una de las mujeres más notables (y desconocidas) del cine del siglo XX.

sábado, 29 de noviembre de 2014

LA PÁGINA DEL SEÑOR SNOID: CINE Y ROCK, UNA RELACIÓN CONTRA NATURA (I)





Abordamos hoy un subgénero que merece pasar con letras de oro a la historia del celuloide, puesto que no ha dado siquiera una sola película medio decente. La peli de rock (o con estrella de rock) es una estrambótica mezcolanza de cinta musical y film de terror, y todavía no tenemos claro cuál de estos géneros nos da más repelús. Y es que la combinación rock-cine siempre ha engendrado resultados risibles, cuando no penosos, tal que la relación, pongamos, de un Alan Parker con el cine mismo.

The Once and Future King

Elvis fue la primera Rock Star que se convirtió asimismo en estrella de cine. El problema es que después de su tercera y mejor película, King Creole (que no es una maravilla, pero hay canciones buenas, transcurre en Nueva Orleans y sale Walter Matthau haciendo de malo), sus films eran cada vez más penosos. El esquema del film presleyano era siempre idéntico: Elvis tenía algún oficio bizarro (socorrista en Acapulco, motorista suicida en una feria ambulante, piloto de avioneta fumigadora, conductor de tanques, etc.) que combinaba con su afición predilecta, esto es, la música, y además se debatía entre dos mujeres, una un poco putón y la otra una virgen candorosa. Triunfaba el amor verdadero y Elvis interpretaba un montón de baladas empalagosas, de esas que hacen que el público prenda el mechero, la vela o la antorcha. Y lo bueno es que al Rey no le faltaron oportunidades para haber hecho cosas diferentes: Kazan quiso contratarle varias veces –con la disparatada idea de hacer de él un nuevo Brando–, Hawks le quiso para Rio Bravo y Mitchum le ofreció ser su co-protagonista en Thunder Road. Pero el mánager de Presley vetó todas estas excentricidades, para amargura del llorado rey.

El tipo de peli que le obligaban a hacer a Elvis

Si no nos falla la memoria, la única estrella del rock de los 50 que hizo algo bueno en el cine fue Ricky Nelson, quien interpretó al joven pistolero en la mencionada Rio Bravo. Justo es reconocer que Ricky brilla en una de las mejores escenas, aquella en la que él, Dean Martin y Walter Brennan entonan My Rifle, my Pony and me. Como también hay que reconocer que Hawks, al ver que Ricky era un actor pésimo, redujo su presencia y su diálogo al mínimo. Recordarán ustedes que Ricky, cada vez que aparece en escena, se palpa la napia con un dedo: un truco habitual de Hawks para que no se note que uno de sus intérpretes no es precisamente un actor prodigioso… Dado que era el mismo gesto que hacía el gran Montgomery Clift en Río Rojo.

Más populares que Jesucristo

Tal blasfemia no es de nuestra cosecha: la profirió John Lennon ante la prensa en un momento de despiste de Brian Epstein. Sin embargo, y pese a la posterior quema masiva de discos de los Beatles en Alabama y Tennessee por haber soltado tamaña barbaridad, lo cierto es que John tenía más razón que un santo. Pues la beatlemanía fue tan ubicua en los años sesenta como Pablo Iglesias en La Sexta en el momento que escribimos estas páginas. Por tanto, era inevitable que los muchachos dieran el salto al cine. Tuvieron un éxito clamoroso con ¡Qué noche la de aquel día!, peli que muchos críticos despistados asociaron al Free Cinema, algo que cabreó notablemente a Lindsay Anderson y a Tony Richardson, gente con poco sentido del humor. El director Richard Lester repitió la jugada con Help!, y aunque la crítica fue menos entusiasta, la peli ganó un pastón, que era de lo que se trataba. Sin embargo, no todos en aquella época apreciaban a los Fab Four:

 
No hay duda de que el coreano malo pega a Bond por semejante herejía, golpetazo que aplaudió a rabiar el público en 1965. No obstante, los Beatles siguieron insistiendo en esto del cine hasta llegar a su obra maestra, Magical Mistery Tour, un film que parece dirigido por un Béla Tarr atiborrado de LSD, por lo extraño e incomprensible que resulta. La última, Let it Be, es un absoluto tostón pese a la presencia de Yoko Ono y el odio indisimulado que le demuestran tres de los cuatro miembros del grupo. En fin, que el único que sacó tajada de estas aventuras fue nuestro Beatle preferido, Ringo Starr, quien inició una carrera cinematográfica sumamente coherente que alcanzó su cumbre interpretativa con Cavernícola, aunque hay que admitir que clavaba su papel de teddy boy en That’ll Be The Day.


Lennon intenta esnifar una Pepsi en A Hard’s Day Night. Eran tiempos de tolerancia


Rock y cine de “autor”

No sabemos por qué, pero cuando recordamos algún plano de aquellas películas que encumbraron a Antonioni, siempre pensamos que tales planos quedarían mejor con una canción de Simon y Garfunkel de fondo. Uno de esos momentos en que Delon o Mastroianni o Vitti ponen cara de tener pensamientos elevados ganaría mucho con alguna cancioncilla que sonara tal que “Hello, darkness, my old friend…” o “He was a most peculiar man…”. Posiblemente porque en Blow-Up, aquella cosa tan moderna en 1966 y que hoy es tan camp como las fotos coloreadas de nuestros bisabuelos, los Yardbirds tenían una aparición estelar. Recordarán ustedes que David Hemmings aparece en un concierto donde el juvenil público está zombificado hasta que Jeff Beck destroza su guitarra, Hemmings recoge los restos del instrumento y entonces cunde el histerismo entre el populacho. La cosa tiene su gracia, pues a quienes Antonioni quería contratar era a los Who, no a los Yardbirds, dado que el que tenía justa fama por destrozar guitarras para animar el cotarro era Pete Townshend, como si su gigantesca nariz no fuera suficiente. Lo que ocurrió fue uno de esos frecuentes accidentes que suelen ocultarse: un ayudante de producción recibió el encargo de contactar con los Who, se confundió (había muchos grupos entonces: que si los Animals, los Small Faces, el Spencer Davis Group, los Canarios...) y contrató a los Yardbirds por error. Antonioni ni se enteró, por cierto.

Jeff Beck y Keith Relf en Blow-Up, momentos antes de “¡Muere, maldita!”
  
Otro que se subía al carro de la modernidad sin la menor indulgencia era Jean-Luc Godard. De nuevo es el caso del guiri que llega a la Gran Bretaña y mete la pata. Resulta que Jean-Luc había sido contratado para hacer una peli pro-abortista (anécdota real), pero cuando se instaló en Londres el productor había perdido el interés por el proyecto y le propuso hacer un “musical juvenil”. Godard estuvo de acuerdo, siempre que los protas fueran los Beatles o los Rolling Stones (o ambos). Como los de Liverpool dijeron que nones, dado que Brian Epstein les prohibió relacionarse con un rojo antisistema (y encima francés), los Stones aceptaron de mil amores. El resultado fue One plus One/Sympathy for the Devil, bodrio que consiste en el ensayo y grabación de la mencionada cancioncilla junto con unas generosas dosis de maoísmo, mayo del 68 y las habituales reflexiones de Jean-Luc sobre Jean-Luc. La aventura tuvo, sin embargo, un final feliz. Durante la presentación en el National Film Theatre, Godard se dio cuenta de que el productor había insertado la canción completa por aquello de dar a la película mayor “comercialidad”. Así que Jean-Luc se sintió en la obligación de arrearle una hostia en plena jeta a su productor, el gerente de la filmo quiso mediar, Jean-Luc pretendió golpearle también y el hombre, antiguo miembro de las Special Air Forces (SAS), arrojó a Godard desde el escenario al patio de butacas. El público estaba entusiasmado y daba palmas, pensando que aquello era parte del happening. No obstante, y pese a que el incidente casi provoca otra de las frecuentes guerras entre Inglaterra y Francia por la excusa de Calais o de quién es el auténtico rey de Francia, la peli tuvo consecuencias inesperadas: Mick Jagger, ebrio de notoriedad y de níveos polvos, acometió una ridícula carrera cinematográfica en la que brillan títulos como Performance, Ned Kelly o Freejack. Y desde entonces, Godard ha seguido fiel a los últimos cuartetos de Beethoven.

Godard dirigiendo a Brian Jones, quien parece un tanto desorientado…

Aunque reconocemos que, en el fondo, a nosotros nos gusta Godard (y alguna cosa de Antonioni también), hemos de decir que el rock es un campo abonado para el cineasta inepto. El caso más sobresaliente es el de Alan Parker, quien no contento con regalarnos inmundicias de la calaña de El expreso de medianoche o Birdy, ha metido varias veces sus sucias zarpas en el subgénero. Recordarán ustedes cosas como Fama o Los Commitments, por no hablar de The Wall, una peli aún más horrorosa y deprimente que el disco de Pink Floyd en que se basa: y es que Alan nunca hace nada a medias.

La Ópera-Rock

Llegamos a la cumbre del disparate dentro de un muy disparatado subgénero. Me dirán ustedes que casi todos los libretos operísticos son para vomitar. No lo negamos. Pero una cosa es el texto de El trovador y otra escuchar la ópera: te olvidas por completo de que la historia y lo que se dice es de una necedad increíble. Y no nos hablen de Wagner: sus muy alabados libretos nos parecen asimismo infames, aunque sus bizarras óperas nos gusten.

La Ópera Rock dio comienzo con el disco de los Who de 1968 Tommy. Argumento: un joven ciego y sordomudo supera sus discapacidades al convertirse en una estrella del pinball y se convierte en un mesías religioso hippie. Como ven, esto es, en principio, similar a lo de Sigfrido, el oro del Rin y esas lesbianas voladoras llamadas valquirias. Digámoslo a lo bestia: ¿quién podía tener huevos para adaptar semejante argumento al cine? Pues Ken Russell, hombre. Russell ya había hecho un par de musicales excéntricos, uno sobre la vida de Mahler –que merece la pena verse por una escena en la que se parodia salvajemente Muerte en Venecia de Visconti– y otro biopic acerca de Chaikovski, que contó con el mejor intérprete posible para encarnar al torturado compositor ruso: Richard Chamberlain. Por tanto, era lógico que Russell llevara al cine Tommy en 1975, y con un reparto espectacular: Oliver Reed, Ann-Margret, Jack Nicholson, Eric Clapton, Tina Turner y decenas de estrellas más. No les decimos que el resultado es infumable porque resulta obvio. Pero se nota que Jack Nicholson se lo pasó en grande el único día que rodó.

The Unholy Three: Ann-Margret, Roger Daltrey y Oliver Reed en Tommy

Los Who volvieron a las andadas en 1973 con Quadrophenia, otro doble disco que cuenta las angustias de un joven mod con tal despliegue de efectos sonoros –olas, graznidos de gaviotas, sintetizadores, melotrones, el arpa de Harpo Marx– que resulta difícil pasar de la Obertura. Y se hizo peli, claro, aprovechando el mod revival de principios de los 80. Una peli curiosa –que no buena–, pues su protagonista encarna a un joven bastante odioso y tarugo y el retrato que se hace de la Inglaterra de 1965 es muy desmitificador. Y además sale Sting interpretando a un botones de día/bailón de noche, y el muy sinvergüenza demuestra algo que se hizo evidente a lo largo de los 80: que es un actor espantoso. Suponemos que por eso David Lynch le dio el papel de villano en Dune. O quizá fue Dino de Laurentiis.

El Biopic de la estrella del rock

Nuestro afroamericano airado favorito, Spike Lee, sentenció: “Siempre que se hace una película sobre una estrella [negra] de la música, es para mostrar sus problemas con las drogas, con la mafia o con la gente que la rodea”. Quizá. Pero Lee olvida que en el caso de Lady Sings the Blues, biografía descafeinada de Billie Holiday, quien cortaba el bacalao era el negro productor Berry Gordy jr., el mismo que despidió al blanco realizador Sydney J. Furie para ocupar él mismo la silla del director. Y sospechamos que a Lee no le gustó Bird porque Charlie Parker estaba casado con una blanca…

De cualquier forma, la película biográfica no suele contentar a casi nadie. El televisivo Elvis de John Carpenter tuvo la única virtud de juntar al director con Kurt Russell, pareja que después hizo cosas más divertidas, como 1997: rescate en Nueva York. Nosotros nos quedamos con The Buddy Holly Story, una muy modesta película que no carece de aciertos: la música es buena, Gary Busey no lo hace mal (pese a que su dentadura es mucho más prominente que la que exhibía Buddy) y, en líneas generales, la peli es bastante fiel con respecto a la corta vida del biografiado. Como anécdota, recordemos que el batería de los Who, Keith Moon, falleció justo después de ver el estreno del film en Londres (de verdad: no es tan mala). Otro que se estrelló junto a Buddy Holly en la misma avioneta fue Richie Valens, el de La Bamba, que cuenta también con una buena banda sonora (y poco más). De todas formas, no nos quejamos: ¿se imaginan una biopic española de, digamos, Miguel Ríos o Bruno Lomas? Eso sí que sería una maravilla…


El cine español también ha abordado el subgénero con inolvidables películas. ¿Qué se creían?