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sábado, 26 de octubre de 2019

LOS OLVIDADOS: ROSCOE LEE BROWNE







por el señor Snoid

El nombre es posible que no les diga nada pero esta jeta la reconocerán los buenos aficionados. Roscoe Lee Browne era un magistral actor que tuvo el infortunio de aparecer en a) películas buenas que resultaron estrepitosos fracasos de taquilla; b) películas mediocres que también se estrellaron, y c) películas lamentables que hoy casi nadie recuerda. Sin embargo, en todas ellas Roscoe brillaba con luz propia, eclipsaba a sus compañeros de reparto y daba un barniz de buen hacer y de genialidad interpretativa, por muy nefasto que fuera el proyecto en que se había embarcado.

Y es que cuando Roscoe empezó en el cine, los actores negros debían ser como Sidney Poitier o Harry Belafonte: es decir, bellísimos ejemplares de hombre negro. Gente como él o como el igualmente genial James Earl Jones tenían nulas posibilidades de alcanzar el estrellato. Hoy día parece que la cosa ha mejorado un poco. Esos dos tipos que salen en todas las películas, Morgan Freeman y Samuel L. Jackson, no son exactamente sex symbols. Por no hablar de Forest Whitaker, que amén de excelente actor, es feo hasta decir basta e incluso bizco.

Roscoe nació en Woodbury, Nueva Jersey, en 1922. De joven asistió a la Universidad de Lincoln (universidad en aquel entonces exclusivamente para negros), donde estudió Filología francesa y Literatura comparada. Tuvo que hacer un alto en su carrera académica cuando el Tío Sam le llamó para que participara en la II Guerra Mundial. Roscoe fue asignado a la 92 de infantería, un regimiento de soldados negros cuya insignia era un búfalo (en honor a los Buffalo Soldiers de la caballería del siglo XIX). Nuestro héroe sirvió en la campaña de Italia. Una vez concluida la guerra, regresó a casa y completó sus estudios en la Universidad de Columbia. Entre 1946 y 1952 volvió a Lincoln para enseñar francés y Literatura inglesa. Y además por esa época ganó un par de campeonatos mundiales de aficionados en la modalidad de las 1000 yardas. No nos cabe duda de que Roscoe hubiera dado días de gloria al deporte gringo, pero quizá en esos tiempos un atleta negro ganaba un poquitín menos que un Usain Bolt de nuestros días.

Sorprendentemente, y demostrando por primera vez que era un culo inquieto, Roscoe abandonó su puesto docente y se dedicó a la venta de vino y licores. Tras este bizarro lapso, se metió en el mundillo teatral en 1956 por la puerta grande, pues su primer papel fue en un montaje profesional del Julio César de Shakespeare. Y ya no paró. Si bien su primera interpretación para el cine data de 1961, fue en la segunda mitad de la década cuando Roscoe empezó a convertirse en un rostro popular. En 1968 Hitchcock le contrató para la malograda Topaz. Dado que los protagonistas del film son absolutamente nefastos, fueron los secundarios como John Forsythe, John Vernon o el propio Roscoe quienes se hicieron con el pastel sin el menor esfuerzo. Nuestro hombre encarna a Philippe Dubois, un espía francés que se infiltra en la legación cubana de la ONU alojada en un hotel de Harlem para robar unos documentos al líder Enrique Parra (John Vernon), quien por cierto es el único personaje medio decente de la peli, fanático de la causa castrista y de Juanita de Córdoba: para que luego la crítica se ensañara con Hitch tildando a Topaz de panfleto anticomunista...


     

Un par de años después Roscoe se haría con el papel protagonista de la última (y una de las peores) película dirigida por William Wyler: No se compra el silencio, imaginativo título hispano de The Liberation of Lord Byron Jones. Aquí Roscoe interpreta a un empresario de pompas fúnebres que ha de hacer frente a que su esposa, Lola Falana, es un tanto fulana y le pone los cuernos con un blanco muy degenerado (Anthony Zerbe), y a la incomprensión y prejuicios de la comunidad blanca del villorrio. El film pertenece a esa retahíla de pelis de Hollywood en plan “Dignifica a los Negros” tipo Fugitivos, En el calor de la noche, Adivina quién viene esta noche o La gran esperanza blanca. Films que sospechamos hicieron retroceder la causa de la igualdad racial unos veinte años. Lo llamativo de la película de Wyler, quien era obsesivo en cuanto a la dirección de actores (Bette Davis tuvo que bajar la escalera 60 veces en Jezabel; Ralph Richardson tardó 80 tomas en colgar su sombrero y su bastón en La heredera), es lo mal que están la mayoría de los intérpretes: el casi siempre eficaz Lee J. Cobb está realmente fatal, Anthony Zerbe totalmente pasado de rosca (como siempre que encarnaba a un villano), Lola Falana nunca fue verdaderamente una actriz y sale hasta Lee Majors... Así que de nuevo Roscoe se llevó los muy escasos parabienes que obtuvo esta decepcionante cinta:




De cualquier forma, el film tuvo un resultado feliz para Roscoe: hizo buenas migas con su archienemigo en la ficción Anthony Zerbe y juntos se embarcaron en una gira de recitales poéticos por todo Estados Unidos. Pues Roscoe no sólo se movía con una elegancia majestuosa: además poseía una voz maravillosa y el muy perillán sabía cómo utilizarla. Y esto nos recuerda una de las más brillantes anécdotas del ídolo. Durante el rodaje, Wyler le soltó: “Hablas como un blanco”. Y Roscoe replicó: “Es que tuve una niñera blanca”. Algo falso, claro. Pero es que Roscoe había aprendido desde jovencito cómo bandearse en el mundo de los blancos...

Algo que le fue muy útil en el western The Cowboys, donde tenía que darle la réplica a John Wayne. Bien sabido es que Wayne tendía a perder la paciencia con sus compañeros de reparto (y miembros del equipo técnico) cuando no le dirigían Ford o Hawks. Richard Widmark y él casi llegaron a las manos en la filmación de El Alamo (lo que habría sido un infanticidio), agarró a Howard Keel por las solapas en Ladrones de trenes y casi fulminó a Glen Campbell en Valor de ley. En la primera escena que rodaron juntos, Roscoe llega con su carromato al rancho de Wayne y se presenta a él y a su esposa. Acabada la toma, Wayne le llevó aparte y le explicó que aquella no era la forma correcta de bajarse de un carro (Wayne se consideraba una autoridad en temas del viejo oeste, algo que le provocaba gran hilaridad a John Ford). No obstante, pese a que Wayne era un pelmazo, no era idiota y sabía reconocer a un actor brillante: pronto se dio cuenta de que Roscoe era un titán y ambos forjaron una buena amistad; dado que el resto del reparto estaba compuesto de críos, se pasaban la noches bebiendo y recitando a Shakespeare, lo que sorprendió al director Mark Rydell, quien pensaba que Wayne debía ser medio analfabeto...



Antes mencionábamos la calidad de la voz de Roscoe. Oigámosla en el original en una brillante escena de The Cowboys, donde el gesto, el movimiento y la dicción del intérprete, que pasa de la sequedad a la amenaza, de la amenaza a la armonía, logran una actuación excepcional. Un justo homenaje a un grandioso actor.




lunes, 22 de enero de 2018

EL DOBLAJE (I)


 
por el señor Snoid


En efecto, amigos: lo español vuelve a estar de moda. Entre nuestra espectacular recuperación económica (para bancos y grandes empresas), lo que los medios de comunicación llaman el desafío independentista y aquellos que rigen los destinos de España (todos ellos empeñados en destruirla), no gozábamos de un momento semejante desde, por lo menos, la Armada Invencible. Y para celebrarlo como españoles de bien, ¿qué mejor sino hablar de algo tan español como el doblaje?

El doblaje es algo que nos ha acompañado toda la vida. Amigos y conocidos nuestros, todos ellos lingüistas vocacionales, aseguran que es la causa principal del horrendo inglés que hablan los españoles. Y dado que España e Italia son los países donde más salvajemente se dobla, y que españoles e italianos hablan el inglés más penoso de la Europa occidental, han sumado dos más dos y han llegado a esta terrorífica conclusión. Nosotros no lo tenemos tan claro. Este siervo suyo, que durante varios quinquenios ha dado clase de inglés a los hijos de la señora Snoid, curso tras curso se encontraba con una férrea realidad: unas pocas palabrejas nuevas, un par de verbos con preposición y ¡el presente continuo! (una obsesión para los profesores de inglés). Dado que, según aseguran, la “inmersión” en la lengua inglesa comienza a los tres años sería de esperar que quince años después los escolares hablaran el inglés como Laurence Olivier. Pues no. Con suerte, a los trece añitos les empezarán a explicar cómo se hace una frase en subjuntivo (más un refuerzo del presente continuo), pero seguirán sin poder chapurrear una oración simple. Así que el sistema educativo nacional algo tendrá que ver. Por suerte, hoy en día, gracias a gentes como ese texano antipático, Vaughan (que jamás dice que es de Texas), parece que la cosa ha mejorado un poquitín.

Hay que admitir, sin embargo, que el doblaje provoca fenómenos extraños. Nosotros, por ejemplo, preferimos la versión doblada de Vertigo a verla en inglés. ¿La razón? Pues que en nuestra lejana juventud la vimos en el cine una docena de veces en versión doblada y se nos quedó grabada la copla. Y por una razón más esotérica. Vean este breve momento en versión original:
 
 
Y ahora a versión doblada:

 
Ese extraño suspiro que desliza Madeleine/Judy no aparece en la película original, sino que es algo que se grabó en la versión hispana. Suspiro o quejido que añade una gota más de misterio a una escena bellísima plena de onirismo...

Sin embargo, cierto es que el doblaje, en la mayoría de los casos, es una aberración. Aberración que da lugar en ocasiones a momentos divertidísimos. Por ejemplo, cuando en la versión inglesa de una película se habla en español. Esto ocurría con frecuencia en los westerns. La solución era que todo el mundo hablara en español, que algún personaje estuviera sordo y que hubiera que repetirle el diálogo o unas inevitables redundancias. Así nos perdimos irremediablemente a John Wayne hablando en español en Centauros del desierto:

 
Y así lo solucionaron:

 
Algo que no canta demasiado. Lo que sí resulta notablemente forzado es cuando los indios hablan en indio. O cuando un indio no habla en indio, como en Fort Apache:

 
No es que Ford fuera un indocumentado. La mayoría de los apaches hablaba castellano porque llevaban siglos relacionándose con españoles primero y mexicanos después por medio de la rapiña, la violación, el rapto y, a veces, hasta el comercio. Es lo que se llama lenguas de contacto. Así que tiene todo el sentido que Cochise hable en castellano y le traduzca el sargento Beaufort (Pedro Armendáriz), de madre mexicana.

 Lo interesante es cómo se solucionó este peliagudo problema para traductores y adaptadores. Sencillo: 

 
Pues que el indio hable en indio y el militar también. Pero no acaba aquí la cosa. En la algarabía que hablan Cochise y Beaufort hemos detectado auténticas palabras apaches. Se lo explicamos; no crean que nos tiramos el moco ni que nos hacemos los listos: desde niños, siempre tuvimos un terror cerval a que nos capturara una partida de apaches, y, en previsión, aprendimos unas cuantas palabras básicas para que nos adoptaran en vez de torturarnos o esclavizarnos; lo más trillado, vamos: chàà (amigo), ahò (agua), natan (guerrero), pinda-liquoyi (ojos blancos: hombre blanco), perro (chinéé) y esas cosas. Pero, ¿cómo es posible que alguna de estas palabras se deslizara en la versión hispana? ¿Tendría a mano el traductor un Tesauro Español-Apache? Un misterio tan grande como el “¡Ah!” que exhala Kim Novak en Vertigo...

Otro asunto relacionado con el doblaje es la traducción, y de aquí, el purismo. Hordas de lingüistas (profesionales) enloquecidos nos advierten del peligro del inglés y su penetración a través de pelis y series. Hay que reconocer que en el caso de los calcos algo de razón tienen; por ejemplo, los más habituales: Forget it (Olvídalo), Give me a break (Dame un respiro), Bastard (Bastardo), Sure (Seguro), You are pathetic (Eres patético), Leave me alone (Déjame sola) y mil más. Pero como nosotros pensamos que nadie habla como en las pelis, dobladas y sin doblar, la verdad es que no nos ponemos tan histéricos, aunque reconozcamos que se nos erizan los cabellos cuando oímos cosas como resetear o implementar.

Sin embargo estos lingüistas, aquejados de un purismo insoportable, achacan a estas traducciones no sólo sus deficiencias, sino que hablan de unos curiosísimos hechos lingüísticos dignos de un episodio de Expediente X: así, los traductores de productos audiovisuales, según estos lingüistas, sufren de El Síndrome léxico de Estocolmo, La palimpsestuosidad fortuita y el Síndrome del preso de palabras. Todos estos majaderos sintagmas que esconden majaderos conceptos son reales: nosotros nos hemos molestado en leer artículos sobre el tema. Y hemos llegado a la siguiente conclusión: hay gente que, por un proyecto de investigación subvencionado, vendería a su madre en un burdel de Damasco. Y luego hablan de la espantosa corrupción del partido que nos gobierna...

El caso inverso es cuando el purismo se halla en el original. Un ilustrativo ejemplo lo encontramos en Valor de ley (True Grit, Henry Hathaway, 1969), pues muy hábilmente la guionista Marguerite Roberts no alteró demasiado los diálogos del original literario de Charles Portis, y los personajes de la película hablan con un notable —e ingenioso— aire añejo:

 
Se comprende que sea difícil traducir ese “Fill your hands, you son of a bitch!” con que Wayne da por terminada la conversación con Ned Pepper (Robert Duvall). Al pobre traductor le queda poco más que un soso “¡Desenfunda1” o alguna originalidad similar...

A la inversa, en los años cincuenta, la “Edad de oro del doblaje en España”, nos encontramos con auténticas maravillas. Un buen ejemplo es el bizarro (pero lleno de magnetismo) western de William Wyler Horizontes de grandeza (The Big Country, 1958). Aquí sí que los traductores echaban el resto:

  





“Defender su fuero”, “El agravio del que fui víctima”... les aseguramos que, en el original, Gregory Peck no emplea un lenguaje tan florido. Aunque la palma en este film se la lleva Burl Ives (en cierto momento le dice a su hijo, el impresentable de Chuck Connors: “¿Tendrás, por ventura, alguna gracia que desconozco?”). Vean a Burl en un momento de monológico esplendor:


 


jueves, 9 de abril de 2015

LA PÁGINA DEL SEÑOR SNOID-LOS PREMIOS, ¿SIRVEN PARA ALGO?




Los más jóvenes no se lo creerán, pero años ha –no demasiados- los premios de cine importaban bien poco. Al común de la plebe, desde luego. A los galardonados vaya sí les importaban (o lo parecía), pues con aquellas carreras por las escaleras del Dorothy Chandler Pavillion o el Kodak Theater, aquellos estallidos de júbilo, abrazos, besos y cucamonas tal parecía que se hubiera encontrado la cura del cáncer. Por no hablar de los que entraban en liza y habían sido derrotados: las expresiones de disgusto que afloraban en sus rostros iban desde el “Me cambio de agente” a “Pero si ese hijo de puta tiene dos” o “La muy zorra se debe haber tirado a media academia”. Indudablemente, los tiempos han cambiado –ya no se nos permite apreciar las caras de los que se van sin premio-, pues lo que antes se recibía entre indiferencia y bostezos, como que le dieran el premio gordo en los óscars a Amadeus, el guión a Sylvester Stallone o el premio a la mejor actriz a Jane Fonda hoy parece ser un asunto capital, trascendental, en el que intervienen quinielas, porras, casas de apuestas y un monumental desafuero con vistas a los del curso que viene, torbellino que comienza dos semanas después de que se otorguen los premios y estos comiencen a enfriarse.



A Godard también le premiaron en Cannes. La tarta era de nata


Esta indiferencia por parte del aficionado no era casual. Si tenemos en cuenta que casi todo el mundo era muy consciente de que en eso de los óscars lo que hacía la industria gringa era premiarse a sí misma, que el asunto de una competición artística era como bastante ridículo (ridículo que se ha extendido a todas artes y partes: no es raro encontrar hoy un certamen tipo “Las cinco mejores novelas escritas en El Bierzo, 2012”) y que la “ceremonia” la presentaban individuos tan chispeantes como Bob Hope o Johnny Carson, pues el desinterés de los que no estaban seleccionados era previsible. Hoy día, en cambio, no hay cinéfilo que no conozca las selecciones en todas las categorías, que ignore la existencia (y trascendencia) de los premios BAFTA, de los Globos de oro, de los César, de los Goya e incluso de los de la revista nipona Kinema Junpo. Parece que fue ayer cuando el aficionado barruntaba vagamente que existían cosas como la Palma de oro en Cannes, los óscars, los Fotogramas de plata o los premios Sant Jordi…

“Qué hermosos son… Y cómo brillan… Y tengo uno más que la zorra de mi hermana”


La madre de todos los premios

El premio que apasiona a todo cinéfilo es el óscar, naturalmente. Y conste que por cinéfilo no nos referimos al vulgar aficionado al cine (grupúsculo en el que nos incluimos), sino a ese ser que se interesa por hechos tales como que Richard Burton y Elizabeth Taylor se casaran siete veces consecutivas, que el matrimonio Paul Newman-Joanne Woodward durara sesenta años, que Warren Beatty se tirara a 15.759 mujeres o a que Peter O’Toole trasegara tres botellas de whisky al día en sus mejores momentos. Lógico es, por tanto, que el cinéfilo se inquiete ante el dilema de si, pongamos, un bodrio como Avatar se llevará el premio a la mejor película o lo hará una basura como En tierra hostil.

Hay que admitir, sin embargo, que estos premios han tenido una historia curiosa. En particular, a nosotros nos entusiasma la primera entrega, la única en la que se dieron dos galardones a la mejor película: uno como “mejor producción” que se llevó Alas (Wings, William A. Wellman, 1927) y otro como mejor película “unique and artistic production” que fue para Amanecer (Sunrise, F. W. Murnau, 1927). Es decir, que los jerifaltes de la industria, en un alarde de sinceridad que no volvería a repetirse, decidieron distinguir entre la película comercial digna que iba a arrasar en taquilla (y Alas ha aguantado muy bien el paso del tiempo) y el film que no iba precisamente a tener gran éxito popular, pero que era, y es, una obra maestra. Y además el premio al mejor actor recayó en Emil Jannings, por The Last Command y The Way of All Flesh. Desgraciadamente, ahí terminó la breve pero triunfal carrera de Jannings en el cine yanqui, pues entre que con la llegada del sonoro su acento alemán resultaba bastante antipático para el público gringo y que Emil tuvo que decidir entre trabajar para dos antagónicos tiranos carismáticos, Josef von Sternberg (con quien volvió a coincidir en El ángel azul, renovando el odio mutuo que se profesaban actor y director) y Adolf Hitler, Jannings optó por el Führer, quien le pareció mucho más humano, cariñoso y atento que Von Sternberg.

Con el curso de los años, las distintas categorías de los premios aumentaron considerablemente, la ceremonia adoptó el suspense con la apertura del sobrecito donde aparecía el ganador (en los primeros tiempos los premios se anunciaban con meses de antelación a la entrega), y durante décadas se estableció el número de cinco seleccionados por categoría. Algo que no cambió fue la estupefacción de ganadores y perdedores ante la lotería de las estatuillas. Así, el último día de rodaje de Ben-Hur, William Wyler le confesó a Charlton Heston: “Menudo bodrio hemos hecho. Espero poder ofrecerte un papel mejor en el futuro”. Meses después, ambos recogían sus respectivos premios con la mejor de sus sonrisas. Y es que el óscar maldito ha sido una obsesión para cinéfilos, directores y actores. Los cinéfilos se quejan amargamente de que Hawks, Vidor, Walsh, Fuller, Hitchcock y tantos otros jamás recibieran el premio. Y Spielberg tuvo que soportar el desprecio de la industria hasta que rodó la película más cara sobre el holocausto y, ya en racha, se lo volvieron a dar un año después por la infame Salvar al soldado Ryan. Por no hablar del pobre Martin Scorsese, galardonado por un remake de una peli coreana que cuenta más o menos lo mismo que la suya, pero en 85 minutos y sin Jack Nicholson ni Matt Damon.

También la exmujer de John McEnroe tiene el suyo

No obstante, no todos los implicados se pirran por el premio. Así, George C. Scott decidió rechazar su óscar por Patton, ya que una competición entre actores le parecía una soberana majadería. Y al año siguiente, Marlon Brando, ya de vuelta de todo, envió a una “nativa americana” (apache, para más señas; aunque las malas lenguas aseguran que era una mexicana llamada María Cruz) para rechazar el galardón y denunciar el maltrato sufrido por los indios desde la llegada del Mayflower hasta aquel momento (1972).

“También los ingleses y los suecos sois responsables del genocidio de mi pueblo”, les espeta Satcheen Littlefeather a Roger Moore y Liv Ullmann


Premios de consolación

Aquí entrarían los que hacen mofa de los supuestamente serios, tarea que nos parece complicada, pues ya es bastante cómico que se premie a Tom Hanks, a Dustin Hoffman o a Cliff Robertson por interpretar a autistas o a discapacitados psíquicos de distinto grado. El galardón más célebre de estas burlonas recompensas es el Razzie, conocido oficialmente como Golden Raspberry Award. Los galardonados habituales son los que usted se puede imaginar: Bruce Willis, Sylvester Stallone o el antiguo gobernador de California. Sin embargo, estos premios también han tenido sus momentos estelares: Paul Verhoeven recogió con orgullo el de peor director por Showgirls y Halle Berry hizo lo propio con el suyo a la peor actriz por Catwoman, acusando públicamente  a su representante de proporcionarle “papeles de mierda”. Y no olvidemos que Adam Sandler ha ganado tres veces consecutivas como peor actor.

Sandra con su Golden Raspberry, orgullosa como una reinona


De festival por el mundo

Cuentan los antiguos que en Cannes, Venecia, Berlín y otros lugares se premiaban películas de excepcional calidad, a diferencia de los denostados premios de Hollywood. No lo dudamos. Como tampoco dudamos que también por estos eventos festivaleros ocurrían cosas rarísimas. El de Cannes, el certamen prestigioso por excelencia, ha sido una fuente continua de despropósitos desde que La bataille du rail se llevó la primera Palma de oro. Así, una película como Padre padrone, por la que nadie daba un duro, consiguió triunfar en 1977. ¿Por qué? Pues porque el presidente del jurado era Roberto Rossellini, quien nada más ver el film de los Taviani pensó: “Estos son de los míos”. Y como Roberto siempre tuvo un enorme poder de convicción y seducción, logró que los miembros del jurado –a quienes Padre padrone les pareció una birria– la votaran como mejor película, pese a las presiones de la dirección del festival. Presiones que sí surtieron efecto un par de años después, cuando Coppola ganó con Apocalypse Now. Y no es que no se lo mereciera, pues se trata de una soberbia película (el montaje original, no ese Redux lanzado años después), pero el caso es que lo que se presentó a competición fue una copia inacabada, con uno de los finales que se descartó en el montaje final y la mezcla de sonido en mantillas. La United Artists, obviamente, estaba desesperada por recuperar la cuantiosa inversión…

Estamos convencidos de que si Corazón salvaje ganó en Cannes ello se debió al personaje de Bobby Perú

Y esto nos recuerda una de las últimas películas seleccionadas para cientos de premios que fuimos a ver al cine, The Imitation Game. Ni la señora Snoid ni un servidor de ustedes sabían gran cosa de la peli en cuestión. Pero en cuanto apareció el logo “The Weinstein Company” comprendimos. Y cuando acabó la película, lo comprendimos mucho mejor. Y es que los hermanos Weinstein tienen la pasmosa habilidad –o la capacidad de sobornar a diestro y siniestro– de hacer que cualquier cagarruta parezca un film “de prestigio”.

Sin embargo, en ocasiones los festivales ofrecen sorpresas casi inimaginables. Pondremos el glorioso ejemplo patrio del festival de San Sebastián. Ignoramos si en ese momento el festival donostiarra estaba bajo el influjo de los Cahiers, pero en 1958 Vertigo se llevó la Concha de plata y James Stewart el premio al mejor actor. Y un año después, Hitchcock repetiría con North by Northwest. Mientras tanto, Hollywood seguía negándole a Sir Alfred el pan y la sal…

El gafe de Jane Fonda: A Jon Voight le costó décadas levantar cabeza. Cimino sigue en el fondo del sumidero



Orientales, discapacitadas y enanas también tienen su óscar


La marca España o Españoles en el mundo

Pensarán ustedes que los españoles que mejor se han bandeado con esto de los premios internacionales son gentes como Almodóvar y Amenábar. Quizá en el número o en el grosor, pero no a la hora de recibirlos. Recuerden cuando Pedro recibió su primer óscar y dio un discurso tan histérico e incomprensible que Billy Crystal comentó: “A su lado, Roberto Benigni parece un profesor de inglés”. Con el segundo, ya tenía la lección bien aprendida (y escrita) y encima se atrevió a criticar (por lo bajinis) la política exterior de los EE.UU., apelando al respeto a la “international law”. En fin, que estos dos no tienen gracia ni cuando les colman de prebendas y parabienes.

De hecho, los compatriotas que mejor se han movido en las turbulentas aguas festivaleras han sido un productor, Elías Querejeta, y un director, Luis Buñuel. Elías controló durante años el festival de San Sebastián, que por algo era donostiarra y exjugador de la Real Sociedad. Daba igual que la peli en cuestión fuera una birria (Los desafíos) o magnífica (El espíritu de la colmena), Elías siempre conseguía algún premio. Y no sólo en Donosti: piensen en cualquier festival –Berlín, Chicago, Mar del Plata– que la peli, fuera de Saura o de Jordi Grau, se llevaba algo al saco. Y si no se llevaba premio, quedaba la mención o selección –óscars, Globos de oro, Leones de oro, de plata…Y a decir verdad, la carrera de Querejeta como productor en cuanto a calidad y cantidad es impresionante (sin coñas), a excepción de la birria aquella de Wenders, La letra escarlata (donde sólo se salva nuestra amada Senta Berger), los sermones parroquiales de Montxo Armendáriz y las pelis de su hija Gracia (pero es que uno por una hija hace cualquier cosa).

A diferencia de Elías, Buñuel no se afanaba demasiado en la obtención de galardones. Eso sí, cuando le daban uno, siempre la montaba, queriendo o sin querer. Ustedes ya conocerán el célebre caso de Viridiana, la Palma de oro en Cannes y el artículo de L’Osservatore romano. Y años después se llevó el premio gordo en Venecia por Belle de Jour, entre otras cosas porque Carlos Fuentes y Juan Goytisolo formaban parte del jurado. Este premio provocó otro escándalo, claro. Dado que, a pesar del desmadre sesentero, un film que presentaba a una señora que era puta y masoca por vocación no gustó ni a los progres de la época. Lo mejor, sin embargo, estaba por llegar: en 1973 le dieron el óscar a la mejor peli extranjera por El discreto encanto de la burguesía. Al día siguiente, Buñuel, que jamás asistía a las entregas de premios, se sinceraba ante la prensa: “Los americanos son gente cabal. Les ofrecí 100.000 dólares si me daban el óscar y han cumplido el trato”. El revuelo que se armó ante tal humorada fue espectacular. Pero hay que tener en cuenta que la prensa –sobre todo la mexicana– acostumbraba a publicar historias muy bellas sobre Don Luis. Como cuando se aseguraba que introducía hostias consagradas en una jaula de grillos y decía, “Canta, hostia, canta: que si no, verás lo que te pasa”. Comparen ustedes con Almodóvar y el berrido de Pe: ¡PEEEDROOOOO!



“Hombre… qué menos. Si llevo años denunciando los males de este mundo”, dice el cineasta-protesta Michael Moore