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jueves, 25 de julio de 2024

LIBROS DE OCASIÓN: Peter Biskind, " Pandora's Box. The Greed, Lust and Lies that Broke Television" (Allen Lane, 2023)

 

 

por el señor Snoid


 

¿Cómo resistirse? Si los anteriores volúmenes de cotilleos de Biskind, Sexo, mentiras y Hollywood y Moteros rabiosos, Toros tranquilos (¿o era al revés?) nos habían proporcionado momentos de regocijo y diversión (el cotilla que llevamos dentro) nos apresuramos a adquirir su último best-seller, antes incluso que algún esforzado/a traductor/a o alguna IA se apresuraran a traducirlo.

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En Pandora's Box lo que nos cuenta Biskind es el auge y (previsible) caída de unas cadenas de TV que empezaron su andadura de forma más o menos cutre (Netflix como un servicio de venta y alquiler de DVDs, HBO como un canal de cable que emitía películas de mierda) hasta lograr la supremacía mundial en esto de la distribución mundial de productos audiovisuales. No obstante, el autor se muestra bastante cauto a la hora de soltar salvajadas: no en vano los ejecutivos de estas plataformas siguen vivitos y coleando y no le van a poner demandas por contar (como en su primer volumen de libelos) lo muy degenerado que era un Dennis Hopper —un hombre que dejaría, en cuanto a excesos, a todo un Errol Flynn a la altura de un grumetillo. Algo así pasaba en su siguiente volumen-escándalo: Harvey Weinstein era un monstruo, sí. Pero no un monstruo depredador de mujeres, sino un cabronazo que escatimaba beneficios (caso paradigmático: el auténtico productor de El paciente inglés, Saul Zaentz, todavía no ha visto un duro de los beneficios de la película) o cómo destruía vidas y profesiones enteras. Mira Sorvino se opuso —con un par de ovarios— a que despidieran a Guillermo del Toro de Mimic: y esto le costó su carrera. Recuerden: Mira acababa de ganar un Óscar por Poderosa Afrodita (Woody Allen, 1995), se le ocurrió hacer una película con Miramax —Guillermo del Toro era una joven promesa entonces: aún no había hecho Pacific Rim y demás basuras—, era la novia de Tarantino (Harvey le amaba y Quentin le amaba: ¿qué dijo Tarantino cuando salieron a la luz todos los abusos de Harvey? Pues se mostró Dazed and Confused, como la canción de Led Zeppelin). En fin: todos los que trabajaban en Miramax sabían bien cómo se las gastaba Harvey en cuanto a sus apetitos sexuales (y, sin duda, Biskind también), pero en aquella época nadie dijo ni pío. Que si Harvey Manostijeras, que si Harvey el negociador implacable, etc. 

      Como Decca con los Beatles, HBO rechazó Breaking Bad. Aún lo están lamentando.

 

El volumen en cuestión cuenta cómo el streaming ha llegado a dominar la exhibición cinematográfica y televisiva actual gracias a un poderoso márketing, a las fusiones de varias empresas lideradas por criminales de cuello y guante blancos y a la venta (y compras) a granel de productos básicamente mierdosos. Hay excepciones, por supuesto. HBO pasó de ser una cadena de retales gracias al éxito apocalíptico de Los Soprano (aún estamos en la era de la tele por cable, no del streaming). Los programadores de estos canales despreciaban las normas de las cadenas generalistas (en unas tablas de Moisés apropiadamente denominadas Standards and Practices). Las normas incluían, por descontado, que no podrían incluirse en los diálogos de las series palabras malsonantes que superaran un Damn! o un ¡Recórcholis! Y estipulaciones más divertidas aún. Por ejemplo, era impensable que se matara a un perro. Como lo oyen. Cualquier negro puede ser detenido, esposado y estrangulado por la poli antes de que le lean los derechos, pero eso de cargarse a un can... Pues bien, en un episodio de Los Soprano, el sobrino (político) de Tony, Chris, un tanto intoxicado, se repantiga en el sofá, y sin advertirlo, aplasta al perro yorkshire de su novia. Herejía. Sacrilegio. Cadenas rotas. Y éxito ante el pasmado público que no había visto nada semejante ni en Colombo ni en Canción triste de Hill Street.

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Biskind se detiene con cierta exhaustividad en las series de mayor éxito, como la citada Los Soprano— y también en los creadores y guionistas de tales series: para él, David Chase es un genio, el hombre que cambió el rumbo de la tele, pese a ser maníaco-depresivo, intransigente en cuanto a que alteraran una línea de sus diálogos y, por lo que cuenta, un loco de atar. Una de sus colaboradoras elogiaba así a Chase: “Un día entró, se tumbó en el sofá y exclamó: 'Me siento tan deprimido'”. Que era un ser humano, descubrió la guionista con alborozo, y su lado tierno compensaba cuánto machacaba a guionistas, actores y directores. Para que vean qué clase de colgados lo soportan todo con tal de aferrarse a un curro. Otro que le merece atención es David Milch, el creador de Deadwood. Como el bueno de David sufre de alzheimer, Biskind puede decir todas las necedades que le pide el cuerpo sobre uno de nuestros héroes: que si despreciaba a los directores, que si los guiones se alteraban cinco minutos antes de que las cámaras empezaran a funcionar —algo que a actores como Ian MacShane o Paula Malcomson les daba igual— o que se negara a aceptar la oferta de HBO a reducir una hipotética cuarta temporada a seis capítulos. Es de justicia subrayar que Milch era un tipo en extremo generoso: repartía sus beneficios entre actores y equipo, rechazó la súplica de John Milius (en la bancarrota entonces, e incapaz de pagar los estudios universitarios de su hijo) para figurar como guionista en la serie: pagó de su bolsillo los créditos del hijo de Milius, alegando que “un guionista y director de tu talla no va a sentarse en una sala llena de guionistas tarados”. Sin embargo, Biskind insiste en que su errática conducta se debió a la benéfica influencia de su papá, quien le introdujo en el mundo de las apuestas y las timbas a la tierna edad de cinco añitos. Y, según Biskind, Milch llegó a declarar: “Me siento afortunado de tener un empleo, porque si supieran lo que se me pasa por la cabeza, no sólo no tendría un trabajo, sino que estaría recluido en una institución psiquiátrica”. No obstante, todos los actores de Deadwood adoraban a Milch: y es que el hombre escribía los diálogos en pentámetro yámbico (el tipo de verso que usaba en ocasiones Shakespeare —pero sin tanto fuck y derivados, claro). El caso es que Deadwood tuvo críticas magníficas, pero una relativamente pobre acogida del público, y ello, sumado al coste de cada episodio, precipitó el fin de la serie (aunque Biskind no parece haber ahondado en las auténticas razones de su cancelación).

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Netflix: de la venta y alquiler por correo al streaming

Si bien Netflix comenzó su andadura como una empresa bastante cutre, pronto se dio cuenta de las posibilidades de la tele por Internet. No en vano fueron los pioneros del algoritmo (entonces, simple base de datos): a todo quisqui a quien le alquilaran o vendieran un DVD le sacaban todos los datos personales posibles (hábitos gastronómicos, talla de calzoncillos, mascotas predilectas, cuán “blanco” se les antojaba que era Will Smith, etc.). Netflix se alzó como la primera plataforma en aprovechar lo de la tele por Internet y descubrió posteriormente su Nirvana con el mantra de “Talento y contenido”. Así, el pelotazo que supuso House of Cards fue su bendición definitiva: no sólo desafiaba los estrictos cánones de la tele “normal” (su protagonista era un auténtico hijo de puta, como, por otra parte, todos los demás personajes de la serie que tuvieran tres o cuatro líneas de diálogo). Curiosamente, Biskind no hace mucha sangre con lo que le ocurrió a Kevin Spacey (debe ser que le cae bien: como a nosotros), sino que destaca el fichaje espectacular de un director como David Fincher, quien obtuvo un contrato multimillonario para producir series como Mindhunter y realizar films como Perdida o Mank. Pero nos da la sensación, gracias a la última boñiga que Fincher lanzó mediante Netflix, The Killer, que tanto la empresa como el director se están agotando en cuanto a su (otrora) fructífera colaboración.

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Nos cuenta Biskind que Netflix aprovechó su primacía en esto del streaming por llegar primero y contar con el apoyo de Wall Street. El resultado obvio es que la plataforma se endeudó hasta las cejas (compras, compras y más compras) y que su objetivo inicial (un billón de suscriptores) se ha quedado, de momento, en unas magras cifras de 244 millones (¿Se quejarían ustedes, dada la mierda que ofrecen? Nosotros no).

Llega la competencia

Netflix era un mundo feliz hasta que llegaron otras empresas que decidieron que eso de la tele por Internet era el futuro. Desgraciadamente, estas empresas tenían pasta para dar y tomar —algo que Netflix, presuntamente, no tuvo en cuenta—. Si Disney ya había comprado a Miramax en una galaxia muy, muy lejana, no le dolieron prendas a la hora de adquirir Marvel y otras compañías que ofrecían productos para un público juvenil o con ligero retraso mental. Y antes se habían hecho con el catálogo de Lucasfilm Ltd., encaminada a una audiencia similar. El único problemilla con que se encontró la empresa fundada por el tío Walt es que su antiguo catálogo no respondía a los nuevos tiempos: películas como Dumbo, Bambi, El libro de la selva (¡Esos orangutanes malos!) e incluso Tod y Toby no correspondían bien con los tiempos de hoy (racismo, sexismo, clasismo y cualquier otro ismo alejado de vanguardismo). Por tanto, decidieron ponerse al día e hicieron, por ejemplo, que La princesita tenía que ser negra, que el Dumbo de Tim Burton esquivara, los, ejem, racistas apuntes de la versión canónica y que la saga Star Wars fuera aún más gilipollas e infantil que la creada originalmente por George Lucas (tarea difícil, pero no imposible). Incluso se las han arreglado para que The Mandalorian muestre a Pedro Pascal como héroe de acción (¡asombroso!). Lo de Marvel no tenía demasiado arreglo, ya que, si el primer Iron Man se inspiraba en un empresario modélico como Elon Musk, ¿para qué cambiar? Por desgracia, parece que las series y películas Marvel andan de capa caída hoy en día. Pero tal y como andan las cosas estamos (casi) convencidos de que resucitarán.

El multimillonario con vocación de astronauta (o de Hal 9000), Jeff Bezos, se apuntó también al carro. Amazon ha vertido inmundicias sin fin hasta que dio con la clave con The Boys, descarnada burla de los superhéroes Marvel. Porque la basura que produjo previamente, como The Man in the High Castle, no sólo deprimió a los que nos gusta la novela de Philip K. Dick, sino a todos aquellos degenerados que desearían que el III Reich y Japón hubieran ganado la II Guerra Mundial.

Y queda Apple TV. Una empresa que gasta lo que haya que gastar para tener su parte del pastel. No es de extrañar: sus mayores ingresos provienen de esos Iphone 25 o Ipad 37 que fabrican en talleres de Tailandia o Indonesia críos malnutridos por menos del salario mínimo de Albania. Y no crean: todos somos culpables. Escribimos esto en un Mac fabricado en 2019 y que, en comparación con otros cacharros Apple que hemos tenido, es una basura (no crean que es un comentario racista: lo de “beneficio a cualquier precio”, añadiendo el adjetivo “mínimo” junto a “precio” es un síntoma de los tiempos).

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Compras, ventas, Joint Ventures y demás canalladas

Estas filantrópicas empresas se han dado cuenta de que la unión hace la fuerza. Así que ATT se hizo con Warner, engulló HBO, esta se convirtió en HBO+ o Max o + (¿Más? ¿Plus?) a secas y todo así. Lo cierto es que Biskind dedica un espacio excesivo a narrar quién entra y quién sale de todas estas compañías —para usted y para mí, un auténtico coñazo—, dado que los ejecutivos de la cosa esta del streaming suelen ser graduados en Business&Administration de Yale, Harvard, Notre Dame o cualquier otra universidad de la Ivy League; en cristiano: gente que de eso de los programas de la tele o de las películas no sabe gran cosa o directamente no tiene ni puta idea... Y es sorprendente (y asimismo aburridísimo) que Biskind dedique tanto tiempo y espacio a estas luchas intestinas dentro de estas ejemplares empresas.

Consideraciones intempestivas

Biskind deja las conclusiones apocalípticas para el final. Como estas corporaciones se han endeudado tanto (y tanto) él cree (o lo finge) que alguna va a estallar por los aires. Bobadas. Las últimas veces que hemos acudido a una sala de cine en nuestra aldea (Perfect Days, Hasta el fin del mundo, el western superchungo que realizó Viggo Mortensen —pero Viggo sigue siendo uno de nuestros ídolos: si a Cervantes “Dios no le dio la gracia de ser poeta”, según confesión propia, a Viggo no le ha dado la de ser director—, Furiosa u Horizon) hemos advertido, gracias a los cuatro o cinco aficionados que nos acompañaban en cada función, que ya no hay nada que hacer.

Acierta Biskind en que los actores/actrices ya no atraen a la plebe a la hora de ver una película (da igual quién interprete a Batman o al Capitán América) y que las estrellas que aún mantienen cierto gancho taquillero están para echar azúcar a los bollos (Brad Pitt y poco más; porque, ¿quién distingue a Chris Pine de Chris Hemsworth o a Chris Pratt de Jesucristo García?).

Lo que no advierte Biskind es que estas plataformas han creado algo similar al oligopolio que, durante “los años dorados de Hollywood” constituían la Fox, Metro, RKO, Paramount y Warner con sus estudios de producción, sus distribuidoras y cadenas de cines (cines que no tenían ni Columbia ni Universal). Por tanto, no creemos que nada ni nadie pueda frenarlas. ¿Las leyes antitrust de los Estados Unidos de América? Ay, ¡pero qué inocentes son ustedes!





 




 



miércoles, 30 de julio de 2014

LA PÁGINA DEL SEÑOR SNOID - ¿LA EDAD DE ORO DE LA TELEVISIÓN? (SEGUNDA PARTE)


Por el señor Snoid
(http://www.blogger.com/profile/03871000575405204963) 

 
No te asustes del pasado: ese monstruo no vendrá




Aunque nos duela reconocerlo, hemos de admitir que para escribir esta serie nos hemos documentado a conciencia. Y es que de este asunto de las series sabíamos bien poco hace escasos meses, si exceptuamos Los Simpsons y las que ve la señora Snoid para conciliar el sueño, en vez de tomarse un somnífero como hacen los seres humanos normales y corrientes. No: ella me castiga con cosas como CSI: Las Vegas, Castle, NCIS o cualquier mierda policíaca que pongan. Pero hemos descubierto que la tele abunda en series que son auténticas obras maestras y que además poseen sus exegetas. Así, en el último número de SoFilm, el poeta neoclásico Luis Alberto de Cuenca aseguraba que Juego de tronos es como “Shakespeare y Tolkien juntos” (aunque también dejaba entrever que Garci y él son amigos); la portada del número veraniego de Caimán está dedicada a tal serie (aunque sospechamos que es un intento desesperado por vender cuatro o cinco ejemplares más y evitar que entonemos aquello de “Se va el caimán, se va el caimán…”). Y lo más importante es que nos hemos topado con una nueva secta religiosa que se hace llamar a sí misma “seriéfilos”. Los integrantes de este culto son unos hiperpajeros adictos a las series que, como en toda religión, poseen sus escisiones, dogmas, sectas subsidiarias y herejías. Igual que el cristianismo con los católicos, mormones, anabaptistas, anglicanos, luteranos y demás. Así, unos adoran la comedia española (serían los equivalentes a los anglicanos); los más, todo lo que venga de HBO (católicos ortodoxos y casi integristas); otros, las antiguallas (prefieren la misa en latín) y otros, muy estrictos y tradicionales, se decantan por series “de calidad” tipo Downton Abbey (son como los Amish). El medio de expresión favorito de estos seres es Internet, donde hay miles de blogs y revistillas dedicadas a profundos análisis de, por ejemplo, si “¿Es Tony Soprano el paradigma de las contradicciones del varón heterosexual contemporáneo?”. Algunas, por supuesto, son más ligeras. Nuestra página güeb favorita en estos momentos es vertele.com, donde te informan de que Tele5 invita a sus miembros a un preestreno exclusivo de esa cosa de polis, moros, terrorismo islámico y Romeo y Julieta en clave hispana y cañí, El príncipe. Y además les dan a los pajilleros asistentes un ágape con tortilla y jamón ibérico marca DÍA bajo la atenta mirada del capo Vasile. Esto tanto podría llamarse reconocimiento como adulación o incluso soborno. Ni siquiera los gringos hacen tales cosas en los sneak previews de, digamos, El amanecer del planeta de los simios. Hemos de concluir, por tanto, que los seriéfilos gozan de una enorme influencia y que los vaivenes del share de tal o cual serie dependen en gran medida de si estos devotos alzan o bajan el pulgar. Y si no nos creen, les dejamos el enlace:







S. E. el anterior Jefe del Estado a punto de pulsar el botón nuclear. En realidad, está dando vía libre al UHF en Motriko (Guipúzcoa). A su lado, un embelesado Manuel Fraga recién llegado de Palomares



Aunque no nos crean, a nosotros el éxito sin precedentes de Juego de tronos nos alegra. A pesar de que consideremos que es una mierda. Y es que sería muy fácil despachar este producto como una mezcla bizarra de Dallas y El señor de los anillos (recuerden que ésta es la novela favorita de los socios del Opus Dei, secta más antigua que la de los seriéfilos), o, como decía aquel, de Shakespeare y Tolkien. Pero creemos que no van por ahí los tiros. Juego de tronos es, ni más ni menos, una hija bastarda de un género literario que hizo furor durante siglos, la novela de caballerías: sí, esas novelas que trastornaron a Don Quijote. Como es indudable que ustedes no han leído ninguna, se harán una serie de preguntas. ¿Había tanto sexo en aquellas cosas? A mansalva. Sepan ustedes que incluso Don Quijote, muy a su pesar, admitía que “de Don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, se murmura que fue más que extremadamente rijoso” (Quijote, Segunda parte, II). Y tanto, pues nada más salvar a una doncella en peligro, exigía una recompensa en especie. Y si la mujer se negaba, la violaba y proseguía con sus aventuras. Sexo a espuertas lo hay también en la mejor de todas, Tirant lo Blanc, o en cualquier otra de las malas, que son mayoría. ¿Y qué hay de la violencia? Lo que se ve en Juego de tronos es tan violento como jugar al Call of Duty comparado con las salvajadas que aparecen en estas novelitas. Pero, ¿y la religión? Porque no hay cristianismo en Juego de Tronos, dirán ustedes. Pues tampoco en las novelas de caballerías, a no ser que sea bufo, como en el Tirant; la única en que el peso del cristianismo es agotador es en la primera novela de caballerías hispana de la que se tiene noticia, El libro del caballero Çifar, donde el prota incluso se hace acompañar de su santa esposa y prole, quienes a pesar de estar hartos de los rigores de la caballería andante (concepto que no hemos entendido jamás) se aguantan. Y es que es una cosa muy medieval (principios del XIV) y, claro, eso marca. Por lo demás, Juego de tronos sigue fielmente los dictados HBO: escena de sexo –penetración posterior a ser posible– en el minuto 15, secuencia violenta en el 27, el que parece que va ser el prota (Sean Bean) palma en el último capítulo de la primera temporada, etc. Ya sabrán ustedes el chascarrillo del productor de la HBO que se acerca al director mientras se disponen a rodar una escena de sexo: “Pero hombre, mete un desnudo frontal, que esto es tele por cable”.

  



Pero no es nuestra intención poner a caldo a la cadena que revolucionó la tele tal y como la entendemos hoy en día. De hecho, si cancelaron una de nuestras series favoritas, Deadwood, es porque no tenía público, por mucho que la crítica la pusiera por las nubes. Como ven, HBO se rige por principios exclusivamente artísticos. Y es que Deadwood era un western y ya se sabe que los westerns, hoy en día, dan alergia. Nosotros, que debemos buena parte de nuestra educación a la ingesta masiva de pelis del oeste, saltamos de júbilo cuando anuncian de quinquenio en quinquenio que van a poner una, aunque sea La doctora Quinn. Deadwood era, además, una serie que supo corregir su equivocado rumbo a tiempo. En principio, el prota iba a ser el sheriff retirado Seth Bullock. La primera secuencia nos lo muestra en su oficina antes de ponerse en marcha a Deadwood para montar una ferretería con su amigo y socio judío Sol Starr (bisabuelo de Ringo). Bullock tiene un preso cuatrero y viene una turba con la sana intención de ahorcarlo. Como Bullock tiene prisa, ni corto ni perezoso él mismo aplica la ley de Lynch al desgraciado delante de la horrorizada plebe. Dado que el personaje era tan antipático (¡un sheriff que pone una ferretería!) y el actor tan lamentable (Timothy Olyphant), los creadores de la serie rápidamente desviaron el punto de vista hacia el presunto villano de la función, Al Swarengen (Ian McShane en el papel de su vida), propietario de The Gem, un local inmundo que aunaba bar, casa de juego y prostíbulo; un hombre que no duda en afirmar que sus aspiraciones en la vida son sencillas: “Simplemente, sacar un pequeño beneficio y correrme en la boca de alguien cada noche”. Épico fue el momento en que Al, presa de un ataque de estrés, exclama: “¡Necesito follarme algo!” y llama a Trixie a gritos: “¡Y sube la puta botella!”. Puede que Al hiciera cosas moralmente reprobables, pero cuando llega al pueblo al final de la segunda temporada el auténtico capitalista, George Hearst, el papá del famoso ciudadano Kane, vemos al malvado más satánico de los últimos tiempos. La serie contaba además con un reparto excelente y unos personajes secundarios que por sí solos hubieran podido protagonizar una serie propia (o spin-off, como llaman los seriéfilos a este momento de la liturgia), como el doctor Cochran (Brad Dourif), Jewel (la tullida que trabaja para Al barriendo el Gem), Trixie (la puta favorita de Al) o E. B. Farnum, propietario del hotel, una mezcla imposible de Yago y Falstaff, en cuanto a su falsedad y carácter truhanesco. Y por si esto fuera poco, Deadwood presentaba un Oeste tan cochambroso que ni se lo hubieran imaginado Peckinpah o Leone en sus peores pesadillas.




Pero, ¿quién dijo que los ingleses no se saben vestir?



La serie que prefiere el seriéfilo tradicional está hoy representada por Downton Abbey. Y es que en esto de las series ambientadas en el mundo victoriano o eduardiano hasta los felices años veinte, los británicos no tienen rival posible. Porque muebles, tapices, alfombras y porcelana son de un gusto exquisito, los actores son buenos y los argumentos soporíferos. De vez en cuando los ingleses nos endilgan una de estas que gana todos los premios y parabienes, como lo hizo en su día Retorno a Brideshead. Son un poco como las pelis de Ivory-Merchant-Jhabvala, tipo Lo que queda del día (a esta la madre de la señora Snoid la llama The Butler; a aquella con Elizabeth Taylor de niña amazona, National Velvet, Elizabeth Taylor y el caballito: y no, no es por el alzheimer) o al revés: tanto da. Un aburrimiento sin fin. Lujoso, eso sí.




La programación de antaño era tan buena como la de hoy. Y entonces no existía la HBO



El seriéfilo hereje opta, como era de esperar, por el paganismo más crudo. Series salvajemente gays como Spartacus, con esas depilaciones, esos trabajados músculos bien en el gimnasio, bien en la post-producción digital y esa convivencia masculina cuartelaria prácticamente en pelotas hacen las delicias del seriéfilo sodomita, condenado por todas las sectas. Mariconadas aparte, la serie es una basura y cualquier peplum italiano, por infame que sea, parece casi bueno a su lado. Muy distinta era Roma, serie producida por John Milius, nuestro anarco-fascista favorito, y que mostraba el momento de cambio de república a imperio con cuidadoso detallismo. Ojo que no nos referimos al atrezzo: pensábamos en “aspectos de la vida cotidiana” como prácticas religiosas, culinarias o de trabajo y ocio. Porque, que sepamos, la sodomía nos ha acompañado desde que el mundo es mundo y los dildos siempre han estado presentes en todas las civilizaciones…




Dildos: clasicismo y modernidad

  
El futuro ya no es lo que era. O quizá sí. Incluimos aquí las series ambientadas en el futuro porque no dejan de ser “obras de época”. Piensen que grandes pelis “de anticipación” como 2001 mostraban con gran detalle la moda según el Vogue de 1968. Y qué decir de los años setenta: ese Rollerball de Norman Jewison con unos pantalonazos de campana que hacían que James Caan pareciera Shaft en blanco. En fin, dejando aparte Futurama (buena, pero no a la excelsa altura de Los Simpsons: es lástima que Matt Groening sea tan vago; en cambio, gentes como Ridley Scott no paran) poco hay que contar. Como toda mierda del pasado tiene que tener su remake en el presente, por eso de la nostalgia y hacer caja, ha poco nos deleitaron con Battlestar: Galactica y con V. Humanos del futuro enfrentados a peligrosos extraterrestres comunistas. Y hemos de confesar, con lágrimas en los ojos, que nunca hemos sido trekkies. A nosotros lo de la nave Enterprise y los Klingorn nunca nos interesó mucho, ni en su versión primitiva, ni en las pelis, ni en la serie de TV posterior ni en las que hace ahora J. J. Abrams. Quizá se deba a que el capitán Kirk original iba a ser nuestro adorado Jeffrey Hunter, pero como el pobre se cayó por las escaleras de su casa y se rompió la nuca, el papel fue para el sosainas William Shatner. Otra cosa en la que también mete mano J. J. Abrams es Revolution, una birria que tiene su gracia. La gracia está en su protagonista, Tracy Spidorakos (nos tememos que con ese nombre no llegará nunca al estrellato), una joven bellísima, actriz aceptable, y que, en la serie al menos, mata a la gente disparando flechas. En fin, que nos quedamos con la muy extraña Persiguiendo a Jane Austen, que va de una jovenzuela obsesionada con las obras de la escritora, y que de la noche a la mañana se encuentra en la Inglaterra del XVIII en la piel de un personaje de la novelista.




Nosotros vivimos en la última chabola a la derecha



Pensarán ustedes que no vemos series españolas. Pues se equivocan. Hace unos meses vimos algo que los críticos a sueldo denominan una “arriesgada apuesta” o una “apuesta arriesgada”, un remake del western Caravana de mujeres (William A. Wellman, 1951) ambientada en la América española del siglo XVI y titulada poéticamente El corazón del océano. Y la vimos porque Ingrid Rubio y Víctor Clavijo siempre han sido santos de nuestra devoción (sobre todo Ingrid). Lástima que el argumento (en su totalidad: premisa, diálogos, desarrollo…) y la realización fueran tan penosos. Conste que hemos escrito realización, pues, por lo habitual, no hay forma de averiguar si un episodio de Los Soprano lo dirigió Dick Van Patten o el vecino de su adosado, ya que estos productos se hacen siempre según el patrón del episodio piloto. Que era una mierda, vamos, pero una mierda con personalidad, que es lo que sorprende.



En la próxima entrega hablaremos de las de polis. El retraso se debe al número de cuerpos y fuerzas de seguridad del estado en los USA y sus respectivas jurisdicciones. Ayer nos enteramos, por ejemplo, de que los rangers de Texas son ahora una cosa como testimonial, pues la policía estatal y la patrulla fronteriza son las que se encargan de ejecutar a los espaldas mojadas. Triste que tan mítico cuerpo haya acabado así. Y no hemos encontrado ninguna serie española (o catalana) que nos muestre la brutalidad policial de los célebres Mossos (o Bèsties d’Esquadra). Pero no vayan torciendo el morro: incluso hemos visto la serie criptocatólica True Detective y nos ha molado…





No nos duelen prendas a la hora de introducir publicidad de bebidas de alta graduación. Ni que los modelos se hallen totalmente ebrios. Así era la España de 1966.