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martes, 5 de enero de 2021

ESTRENOS DE OCASIÓN: "MANK" (DAVID FINCHER, 2020)

 

por el señor Snoid



Se podría decir que en Mank coexisten varias películas. La primera, y menos interesante, es la película de Hollywood sobre Hollywood, tipo Cautivos del mal, Dos semanas en otra ciudad, El último magnate o The Player. Esa clase de película que fascina al espectador mediante la exhibición de seres mezquinos, avariciosos y traicioneros (la gente que trabaja en el cine), algo que hace que el aficionado salga de la sala muy satisfecho de no ser como ellos, o que fomenta la “caza del secundario” del cinéfilo aquejado de idolatría (“¡Ese es John Houseman!”) o de casos aún más graves de paganismo (“Ese del fondo a la derecha es el hermano del chófer filipino de Murnau”). Estas películas, que por lo habitual poseen un tono fúnebre y tristón —en parte por lo que cuentan, en parte porque no evitan sustraerse a una nostalgia malsana—, no hacen sino perpetuar el mito de Hollywood que este empezó a fabricarse a sí mismo casi a partir de The Squaw Man (De Mille, 1914). En este sentido, Mank va un paso más allá que su predecesoras, pues es tal la profusión de personajes (reales) que mucho nos tememos que el espectador que ignore las vidas ejemplares de Mayer, Thalberg, Welles, Lederer, los Mankiewicz y compañía se va a encontrar un poco perdido. Hay una secuencia espléndida que lo ilustra: a la salida del funeral de Thalberg, Mank conversa brevemente con David O. Selznick (al que vimos efímeramente en una escena al comienzo del film). La pretensión de Fincher no es, evidentemente, mostrar un despliegue de figuras de la industria del cine, sino constatar lo difícil que en 1936 era para Mank encontrar trabajo. Sin embargo, es inevitable que el espectador se pregunte quién es ese tipo a quien Mank acudió a ver pero que no pudo pasar “de la secretaria de tu secretaria”.




Otra película nos muestra la génesis y verdadera autoría de Ciudadano Kane, que es, por supuesto, obra de Herman Mankiewicz. Esto no supone ninguna novedad. La especie ni siquiera se remonta a Pauline Kael, sino que ya circulaba por Hollywood en el momento en que el film se estrenó. El que el único Óscar que se llevó Kane fuera el de “Mejor guión original” era una manera de humillar a Welles (que por entonces lo estaba pidiendo a gritos) y de afianzar el hecho de que la primera película del niño prodigio, del genio, se debía a la pluma de un escritor alcoholizado al que Welles había extraído el jugo (creativo). (A nosotros nos repitió el cuento, a principios de los noventa, un profesor de guión de UCLA; aunque hay que añadir que el hombre, como buen veterano de Vietnam, estaba algo zumbado). Mank resulta un tanto repetitiva en cuanto a este aspecto. La secretaria de Mank y su hermano Joe repiten como cotorras, “Es lo mejor que has escrito”, y el propio Mank, en la única (y excelente) escena que comparte con Welles lo afirmará de forma patética, casi implorante, ya que “lo que quiero es la autoría” (ante la pretensión de Welles de aparecer en solitario en los créditos).


Y esto nos lleva al guión del que se ha servido Fincher, que tiene una cierta semejanza con los guiones de los Mankiewicz. Se habla mucho —quizá demasiado—, se dicen muchas ingeniosidades, hay un esfuerzo por dotar de vida a cada personaje (lo que en Mank es un síntoma de exceso de ambición) e incluso hay personajes que exhiben una cultura académica y libresca con el fin de humillar a los potentados analfabetos (no olvidemos que en Hollywood, según las películas, abundan los iletrados). Casi parece un guión del hermano de Herman, Joe (o Joseph L.), quien estaba enamorado de las palabras y de sí mismo. Hoy en día los guiones (y películas) de Joseph L. resultan un poco plomizos y en exceso verborreicos, sea suyo el guión (Eva al desnudo, Carta a tres esposas) o ajeno (La huella, El día de los tramposos), aunque reconocemos que cuando abordaba un buen guión ajeno (El mundo de George Apley), el resultado era espléndido. En Mank, de hecho, se nos cuenta que a Joseph L. se le despide de la Metro por hacer un juego de palabras (en francés) sobre el director Mervyn Leroy. Lo que nos da la pista de que Joe era un poco rebelde, como su hermano. Lo cierto es que Joseph L. jugaba al juego de Hollywood mucho mejor que Herman, pues durante sus años de productor-guionista en la Metro hizo lo que no quería que le hicieran a él: Fritz Lang afirmaba, treinta años después de su realización, que Joe (productor) había arruinado Furia; el Mankiewicz director echaba pestes de Zanuck cada vez que podía, pues consideraba que el jefe de producción había mutilado salvajemente sus películas para la Fox. En Mank, por fortuna, Joe no porta la pipa con la que posaba perennemente desde que se hizo famoso.


Por otro lado, el siempre cotilla Quentin Tarantino comentaba hace años que Fincher debió sentirse muy presionado tras el éxito de Seven, dado que “depende de los guiones que escriben otros”. Y algo hay de verdad en ello. Pero sólo algo: las referencias culturales a los siete pecados capitales en Seven eran dignas del Reader's Digest, y ello no impedía que el film funcionara magníficamente. Sin embargo, es cierto que sus mejores películas poseen puntos de partida o pretextos literarios atractivos (y no siempre necesariamente brillantes: El club de la lucha es sin duda muy superior a la novela de Chuck Palahniuk), mientras que sus otras películas notables (Alien 3 —¡Herejía!—, Zodiac, Desaparecida) tienen argumentos con posibilidades que el director aprovecha con maestría; otras se desinflan según avanza el metraje (The Game), alguna no hay por dónde cogerla (La habitación del pánico) y a nosotros la muy alabada La red social (que podría emparentarse con Ciudadano Kane, por lo menos en su retrato de un multimillonario egomaníaco) nos provocó un episodio de narcolepsia agudo.



Ha nacido un nuevo héroe

Mank nos presenta a un personaje central lleno de virtudes: culto, generoso, atento, brillante, amigo de sus amigos, se escandaliza ante las injusticias y las triquiñuelas urdidas por los poderosos, salva a ¡una aldea entera! de judíos alemanes de un más que previsible destino en las cámaras de gas y es honesto consigo mismo y con su trabajo. Lástima que el hombre tenga una acusada tendencia a la autodestrucción (en forma de alcoholismo, afición al juego y, lo que es peor en su universo, un soberano desprecio a la autoridad). La vida en Hollywood de Mank se nos muestra a través de varios flash-backs y es, sin duda, lo más brillante de la película. Podríamos preguntarnos qué habría hecho un Nicholas Ray con semejante material, pues es evidente que no es la emoción que desprenden sus personajes el fuerte de Fincher. En Mank, hay, por supuesto, excepciones a la habitual frialdad del director: por ejemplo, la excelente escena en la que el protagonista y Marion Davies charlan en los jardines de San Simeón, y se dan cuenta, sin confesárselo, que son casi almas gemelas; la escena que provoca la expulsión de Mank de la corte de Hearst, cuando, totalmente ebrio, ridiculiza a Mayer y a Hearst, mediante la adaptación moderna de una versión del Quijote (otro guiño a Welles, claro) o el personaje de su esposa, la “pobre Sara”. Por cierto que todas las mujeres que aparecen en la película son maravillosas: desde la Hausfrau Freda a la secretaria de Mank, la británica Rita, pasando por la mencionada Sara: inteligentes, comprensivas, dedicadas, con carácter. Mención especial merece Marion Davies (estupenda Amanda Seyfried), de quien todo el mundo tenía la noción (gracias a Ciudadano Kane) de que era una boba insoportable. En realidad, todos los testimonios fiables nos cuentan que Marion más bien se hacía la tonta y quería sinceramente al cretino de Hearst. Y es que, por ejemplo, ¿qué razón podría tener Raoul Walsh, salvo el aprecio verdadero, de poner por las nubes a la chica en sus memorias cuando ya casi todos estaban muertos y enterrados a principios de los años setenta? Es obvio que Fincher siente gran simpatía por el personaje, pues a ella se le dedican algunas de las mejores escenas y está siempre retratada con cariño. Otra cosa son los hombres: salvo Mank, o son malévolos (Mayer se lleva la palma: su demagógico discurso ante la plantilla de la Metro acerca de apretarse el cinturón lo describe desde el principio como un desaprensivo y un miserable) o son débiles (Shelly Metcalf, el director de los noticiarios falsos que hacen que Upton Sinclair pierda las elecciones) o se engañan a sí mismos (la ambivalente descripción que se hace de Thalberg, ejecutivo implacable con mala conciencia). De Hearst, dado que todo aficionado al cine conoce (presumiblemente) su vida y obra, se da una visión singular: aprecia a Mank, tiene una visión (correcta) sobre el futuro del cine sonoro y, finalmente, pone a Mank en su lugar (la calle), pues hasta los ricos tienen un límite si se les humilla en público. Por otro lado, los interiores de su mansión están fotografiados como si de un interior de una película de terror de la RKO se tratara.


Quizá el único problema de Mank es su excesiva brillantez. Nos explicamos: cada plano, cada secuencia, cada escena están muy trabajados; algo característico del estilo de Fincher: para él no hay momento desdeñable y todo ha de ser perfecto (en la interpretación, en el encuadre, en el sonido...). Y esto no es precisamente una crítica (nosotros siempre hemos alabado el buen hacer del director: incluso hemos llegado a defender Alien 3 con delirantes argumentos: cuando los cinéfilos la ponían a parir —como Fincher mismo— argumentábamos que era una puesta al día de La pasión de Juana de Arco de Dreyer: abundancia excesiva de primeros planos, planeta-monasterio-prisión, el bicho como representación de la intolerancia religiosa, Ripley como Juana, los desterrados en el planeta como inquisidores... rara vez colaron estos paralelismos tan acertados, todo hay que decirlo); algo que hace que una tontada como The Game sea visualmente muy atractiva, pero que quizá perjudica a Mank en un aspecto: lo que podría haber sido una soberbia narración intimista del “último hurra” de un hombre íntegro, pero acabado, se convierte (en parte) en un lujoso ejercicio de estilo en el que Fincher pretende abarcar demasiado en demasiado poco tiempo: raro ejemplo de una película norteamericana contemporánea con una duración superior a las dos horas que se hace corta. Aunque quizá este pueda ser el mejor elogio que se le puede hacer a Mank.


domingo, 4 de noviembre de 2018

Estrenos de ocasión: "The other Side of the Wind" (Netflix, 2018)

   
por el señor Snoid





Lo que no lograron la RKO, Columbia, Republic o Universal lo ha conseguido Netflix: hacer de Orson Welles un cineasta comercial. The other Side of the Wind es el resultado de una estrategia empresarial sumamente disparatada: una vez que la compañía se ha hecho con el público cretino que devora series más o menos gilipollas, ha decidido ampliar su nicho de mercado resucitando un cadáver para atraer a otro sector de público: el del cinéfilo-maduro-encallecido. Puede que esta vez la artimaña haya funcionado, pero les aseguro que a este servidor de ustedes no le vuelven a pillar.

De hecho, Welles, quien se pasó la vida quejándose de sus desdichas y achacando sus males a las traiciones, estulticia y malévolas maquinaciones de colaboradores (John Houseman), actores (Joseph Cotten, Charlton Heston), productores (de los Hakim a Zugsmith, de Cohn a Yates: la lista es interminable), ha acabado por tener razón. Él es quien posee menos culpa de que The other Side of the Wind sea lo que es; la culpa queda repartida entre herederos, productores, antiguos amigos (Bogdanovich en un papel estelar) y un Frank Marshall en horas muy bajas. Porque, dígamoslo con claridad, el producto que ha sacado Netflix es una estafa digna de F for Fake. Una falsificación que nada añade a la gloria póstuma de Welles, pero que tampoco empaña sus pasados logros.

Y es que esta película es difícil de encasillar. Siendo benevolentes, diríamos que nos hallamos frente a la combinación alucinante de un Godard pésimo, del Dennis Hopper de The Last Movie, del peor Antonioni (Zabriskie Point) y de una notable incomprensión del Toby Dammit de Fellini. Es decir, que nos hallamos muy, muy lejos, de Orson Welles.


Orson, Bogdanovich, Oja Kodar y unos hippies que pasaban por ahí

Tiempos decadentes

El periodo que transcurrió entre los primeros 70 y 1985 debió ser terrible para Welles. Y no sólo porque tuviera que hacer anuncios de champán barato para la tele. Se tiró años haciéndoles la rosca a gentes como Jack Nicholson o Warren Beatty (porque la presencia de una estrella aseguraría una posible nueva película: The Big Brass Ring fue el proyecto más obsesivo de estos años), pero estos le reían las gracias y le daban palmaditas en la espalda; sin embargo, a la hora de estampar su firma en un contrato se volatilizaban. Spielberg compró en pública subasta el célebre trineo Rosebud (debía ser una falsificación, porque el de la peli se quemaba), pero se negó a financiar nada que tuviera que ver con Orson. Cuando parecía que iba a rodar Saint Jack, su amigo Bogdanovich se adelantó y se hizo con la película. Y ahora le ha devuelto el favor colaborando con entusiasmo en la culminación de The other Side of the Wind. Quien tiene un amigo...
   
Breve manual de cómo no restaurar una película
  
Uno llega a la conclusión de que los responsables de este largometraje no están demasiado familiarizados con la obra de Welles. Esto puede parecer excesivo, pero analicemos algunos detalles. Welles afirmaba que detestaba las películas “demasiado largas”; los largometrajes en los que tuvo derecho al montaje final (o casi) no exceden las dos horas: Otelo y Mr. Arkadin tienen una duración de unos 90 minutos; Ciudadano Kane y Campanadas a medianoche no llegan a las dos horas. Si consideramos que la primera narra toda la vida de un personaje y que la segunda abarca dos obras enteras de Shakespeare (y alusiones a otras dos) su metraje está más que justificado; algo que no ocurre en los 122 eternos minutos de The other Side of the Wind. Por otro lado, el feismo visual del film es poco propio de Welles y apenas hay rastro de esos planos y movimientos de cámara que eran su marca de fábrica y el vestigio del carácter expresionista de su cine. Por ejemplo, Welles utilizaba en ocasiones un procedimiento teatral con métodos cinematográficos: la combinación de personajes en primer, segundo y tercer plano merced a la profundidad de campo. Los personajes del fondo comentaban, a la manera del coro, la acción que se desarrollaba en primer plano. Recuerden la escena de La dama de Shanghai en el parking, cuando O’Hara se despide de Rita Hayworth y comienzan a aparecer personajes que comentan la acción o describen a los personajes; o el monólogo del príncipe Hal en Campanadas a medianoche con Falstaff en último término del cuadro. En The other Side of the Wind hay intentos de conseguir un efecto similar, pero lo que reina es la confusión (los planos son demasiado breves; los actores demasiado incompetentes, lo que se dice carece de interés). El montaje, algo que quizá Welles cuidaba en exceso, es infame: muchos cambios de plano son casi una bofetada visual. Cuando Welles quería ser “efectista”, sus decisiones estéticas estaban justificadas (que gustaran más o menos es otra cuestión). En este caso, parece que simplemente se ha procurado dar cierta coherencia (poco conseguida) a un material escasamente trabajado. El director declaró en cierta ocasión que había dos cosas imposibles de rodar: una pareja haciendo el amor y un hombre rezando, “porque siempre resultan falsas”. No es que se rece en The other Side of the Wind, aunque hay un diálogo sobre el sexo de dios que es verdaderamente sonrojante y totalmente indigno del Welles guionista (parece, como otros momentos del film, una improvisación de los actores que se rodó y ha llegado al montaje final). Follar, sí se folla: en la película de Jake Hannaford hay una escena en un coche en la que Pocahontas (Oja Kodar) casi viola a John Dale (Robert Random, posiblemente escogido, como gran parte del reparto, at random). Si la cosa no fuera tan patética, sería para reírse a carcajadas, porque el momento es digno de Russ Meyer. En definitiva, no podría haber nada más alejado de la ejemplar restauración que hizo Walter Murch de Sed de mal que este malhadado The other Side of the Wind.



A Cast of Thousands

John Huston interpreta maravillosamente a John Huston. Mucho mejor que Clint Eastwood haciendo de Huston en Cazador blanco, corazón negro. Y no es sólo una broma. Huston encarna a un director de cine ligeramente hijo de puta: tal que Huston, de quien siempre se habla de su vida “aventurera”, de sus cogorzas, de que hacía películas “alimenticias” (un 80% de su filmografía) porque estaba siempre sin blanca, de que una de sus esposas le dio a escoger entre ella y su mascota, un chimpancé, y que él se quedó con el mono, y de mil sandeces más; pero rara vez se hace mención a lo cabronazo que era. Recordaba Richard Brooks la razón por la que Truman Capote le escogió para dirigir A sangre fría: “¿Te acuerdas de aquella vez que estábamos en Italia con Huston? Estaba borracho y se puso a decirnos cosas horribles. Bogart, Bacall y yo acabamos llorando. Tú fuiste el único que no lloró”. Peter Bogdanovich clava a Peter Bogdanovich: engreído, soberbio, sabelotodo... El Bogdanovich de principios de los 70 que todo el mundo amaba. Los protagonistas de la película de Jake Hannaford, Robert Random y Oja Kodar, son bellísimos (pese a que Oja posea un mostacho considerable) aunque como intérpretes sean espantosos. También Joseph McBride brilla en sus escasas apariciones: hace de crítico tontaina y posiblemente es el único miembro superviviente del reparto que no ha cambiado con el curso de los años: sigue siendo crítico y sigue siendo un imbécil.

Lo que es realmente triste es ver a excelentes actores secundarios arrastrándose por la pantalla; algunos de ellos habituales del cine de Welles (Paul Stewart y Mercedes McCambridge, ambos con el empaque suficiente para dar cierta vida al film), alguno al borde del delirium tremens (Edmond O’Brien) y otros que, dada su experiencia y tablas, logran sobreponerse a la inevitable pregunta: “Pero, ¿qué coño estoy haciendo aquí?”, como Cameron Mitchell, quien casi siempre interpretaba papeles de desgraciadillo y aquí es un desgraciado de marca mayor.

Esto provoca un efecto perverso. Los personajes “negativos” llegan a hacerse simpáticos. Como por ejemplo el jefe de producción del estudio (que posee un asombroso parecido con Robert Evans), que frunce (comprensiblemente) el ceño ante las escenas de la película de Hannaford que se le muestran, o la crítica de cine que encarna Susan Strasberg, trasunto de Pauline Kael. Cierto es que Pauline era una bruja. Como también es cierto que muchas veces daba en el clavo (Cassavetes: “Ella es un orgullo para su profesión”). Pero Pauline cometió el error de pergeñar The Citizen Kane Book, librito donde todas las alabanzas y bondades del film de Welles se destinaban al guionista Herman Mankiewicz. Algo absurdo, pues el guión de Kane es bastante insulso: el misterio de Kane se reduce a la vacuidad absoluta y los puntos de vista de los personajes, presuntamente diferentes, no hacen sino mostrar un personaje unidimensional; de hecho, sobre el papel, la mejor escena es aquella en la que Everett Sloane recuerda a una muchacha con la que se cruzó brevemente en su juventud y a la que no ha dejado de rememorar cada día a lo largo de cincuenta años. Escena que, por cierto, era la favorita de Welles y que este admitía sin reservas que era lo mejor de la película y exclusivamente obra de Mankiewicz.

Y llegamos al momento de la especulación: ¿por qué no acabó Welles esta película? Dejemos de lado las habituales explicaciones de falta de presupuesto, del rodaje a trompicones que se alarga durante años o de que el director barajaba varios proyectos (fallidos) a la vez. Un argumento razonable reside en la vanidad del cineasta: muy posiblemente, Welles se dio cuenta de que el material no estaba a la altura de lo que de él podría esperarse (y de su propio engreimiento: no olvidemos que de tanto oír que era un genio acabó creyéndoselo) y no puso el suficiente empeño para terminar el film. Esta es, visto el metraje, una decisión aceptable y  muy coherente por parte de un artista exigente. Por desgracia, la última palabra no la pudo tener el director de El cuarto mandamiento.

"Mi última película ha recaudado diez veces más que Fat City", piensa Bogdanovich. "¿Por qué estaré soportando a este gilipollas?", piensa Huston

miércoles, 21 de febrero de 2018

EL DOBLAJE (II)


 
Por el señor Snoid

 
Comentábamos en la anterior entrega que, en ocasiones, el doblaje nos proporciona agradables sorpresas, por aquello del empleo de expresiones o palabras en franco desuso, casticismos varios y otros hallazgos lingüísticos que mezclan lo acertado con lo jocoso. Véase este ejemplo extraído de El Dorado (El Dorado, Howard Hawks, 1966):



“Patulea”, dice Wayne sin pestañear. En el original es “bunch” (‘banda’), por lo que no podemos sino admirar la imaginación del traductor (quien además añade dos nombres al sheriff: John Paul; en la versión canónica se le llama J. P. a secas). Hasta nos imaginamos que se podría haber traducido la película de Peckinpah, The Wild Bunch, no como Grupo salvaje, sino como La patulea salvaje...


No obstante, Hawks no siempre tuvo tanta fortuna con los doblajes de sus films. Veamos una breve escena del anterior western del director, Río Bravo (Rio Bravo, 1958):




Y ahora la versión castellana:


 
“Merlucín”, “merluzón”, por “borrachín” y borrachón”... La verdad es que esta ingeniosidad resulta casi más irritante que divertida, pese a que “merluza” sea un sinónimo, ya en declive, de “borrachera monumental”. Y es que cuando se juntan el inglés y el castellano en los diálogos de una misma escena, los adaptadores o bien se vuelven locos o bien tiran por la calle de en medio y hacen de su capa un sayo... Y es que el trabajo de traductor, aunque sea una excusa endeble, no suele estar muy bien pagado.


Ejemplo señero de este problema es el otro plano secuencia de Sed de mal (Touch of Evil, Orson Welles, 1958), pues es más largo que el inicial, se desarrolla en un único decorado, aparecen diez personajes (seis de ellos con diálogo) y la interpretación y el ritmo de los actores es fabuloso. Y además casi nunca se habla de él, mientras que el del coche con la bomba es de visión obligada en toda escuela de cine. Pero aquí lo que nos interesa es que ¡Charlton Heston habla en español! No en vano interpreta a un poli mexicano:
 




Ya se pueden imaginar ustedes cómo es la versión doblada. Por otro lado, no nos extraña nada que individuos tan dispares como Welles y Laurence Olivier —que además se detestaban— estuvieran de acuerdo en afirmar que Heston “es el mejor actor americano del siglo XX”. Hiperbólico, de acuerdo. Pero es de suponer que algo sabrían del asunto ese par de megalómanos.


Un género que es particularmente apto para las barrabasadas lingüísticas es el cine bélico. Durante décadas hemos visto (y oído) a alemanes y japoneses expresarse en un correctísimo castellano en la versión doblada y en un no menos correctísimo inglés en la versión original. Por lo que siempre hemos sospechado que la oficialidad nipona y germana era de un poliglotismo ejemplar; eso sí, los soldados de a pie farfullaban o gritaban de fondo auténticas palabras y oraciones en alemán (“Achtung!”, “Schnell, Schnell!”, “Bringen Sie Die Kartoffelsuppe”, “Das tut mir Leid”, “Kriegsverbrechen? Zwar ist das lange her”), creando así un contraste que no sabemos si calificar de chusco o clasista. En ocasiones, sin embargo, el personaje alemán con diálogo poseía un marcado acento que básicamente se limitaba a arrastrar las erres. Erre que erre, en toda película bélica de la II guerra mundial aparece el típico oficial nazi bufonesco. Como este coronel que sufre un interrogatorio demencial en Los violentos de Kelly (Kelly’s Heroes, Brian G. Hutton, 1969):
 
 
Sin embargo, nuestro ejemplo predilecto se halla en Una tumba al amanecer (Counterpoint, Ralph Nelson, 1967). Aquí los hombres del coronel de las SS Otto Skorzeny (que vivió en la piel de toro dirigiendo la red Odessa y, naturalmente, murió en la cama) montan un follón monumental en las Ardenas, desvían con muy mala fe un autobús de una orquesta sinfónica norteamericana, y la orquesta de marras llega a un castillo poblado de alemanes malos. Hete aquí que la oficialidad nazi no es sólo políglota, sino asimismo melómana, y sienten un enorme respeto por el director de la orquesta, que no es otro que... ¡Charlton Heston! (en efecto: este hombre se apuntaba a todas), quien interpreta a un director de orquesta de fama mundial, una especie de Herbert Von Karajan gringo, pero no nazi sino republicano. Tanto el general (Maximilian Schell: austriaco), como el capitán (Curt Lowens: alemán) y el coronel (Anton Driffing: inglés que siempre hizo de nazi) hablan un inglés y un castellano excelentes:


 
 
No obstante, en los últimos tiempos directores y guionistas parecen haberse dado cuenta del ridículo que habían estado haciendo durante años y cientos de películas y en buena parte han rectificado. Es el caso de La caza de Octubre Rojo (The hunt for Red October, John McTiernan, 1990), film protagonizado por rusos y norteamericanos; a los gringos los interpretan actores gringos y a los rusos los encarnan actores de la Commonwealth (ingleses, escoceses, australianos...); sin embargo, al comienzo de la peli los rusos hablan en ruso, pero ya que el público norteamericano odia los subtítulos tanto como el español, se produce un astuto cambio idiomático en una escena entre Sean Connery y Peter Firth:


 
Mediante ese lento zoom a los labios de Firth los rusos hablan en lo sucesivo en inglés (en escocés en el caso de Connery) o en castellano. Sin duda, al director McTiernan (hoy caído en desgracia) le preocupaban estos detalles, pues en otra de sus películas, El guerrero número 13 (The 13th Warrior, 1999) empleaba un truco similar. El árabe Antonio Banderas, embajador extraordinario del Califa de Damasco en las tierras del norte, aprende de oído el dano-noruego en unas pocas semanas merced a su extraordinario don de lenguas y la escucha atenta de las interesantes conversaciones de una docena de vikingos. Bien pensado, esto es inverosímil, pero en la película funciona.

De cualquier forma, el doblaje es una aberración. Como bien argumentaba Jorge Luis Borges ya en 1945: “Quienes defienden el doblaje, razonarán (tal vez) que las objeciones que pueden oponérsele pueden oponerse, también, a cualquier otro ejemplo de traducción. Este argumento desconoce o elude el defecto central: el arbitrario injerto de otra voz y otro lenguaje. La voz de Hepburn o de Garbo no es contingente: es para el mundo uno de los atributos que las definen. Cabe asimismo recordar que la mímica del inglés no es la del español”. 
 



 

jueves, 31 de diciembre de 2015

Estrenos de ocasión: «Macbeth» (Justin Kurzel, 2015)




Para Fèlix Edo Tena

 


Algo maligno se acerca por el camino
 
El que una obra como Macbeth haya atraído a directores tan distintos como Welles, Kurosawa, Polanski y tantos otros se debe a un cúmulo de razones: es una de las tragedias más breves de Shakespeare (2565 versos frente a los 4072 de Hamlet, por ejemplo); la acción es vertiginosa (si uno lee la obra tiene la sensación de que el reinado de Macbeth dura unos pocos días); los parlamentos y diálogos, por lo general de excepcional belleza, se supeditan aquí al devenir de los acontecimientos –en otras obras, el bardo daba rienda suelta a largas tiradas en verso libre que permitían el lucimiento de los actores– y, por último, es quizá una de las tragedias más perfectas que nos ha dado el Renacimiento inglés: se halla aquí, como en la tragedia griega, la presencia de un hado fatal, profético, que el protagonista interpretará erróneamente; la violencia y la sensación de desesperanza son elementos omnipresentes desde el mismo comienzo de la obra; y la caída de Macbeth, que pasa de ser súbdito ejemplar a tirano sanguinario, se narra con un vigor y una convicción rara vez superados. Recordemos que, además, la obra se escribió y representó en el momento en que el rey escocés Jacobo I llegó al trono de Inglaterra tras la muerte de Isabel I. O como dijo Joyce por medio de Stephen Dedalus: “una pieza en honor de un filosofastro escocés aficionado a asar brujas”.

En esta versión dirigida por Justin Kurzel las brujas no son tres, sino cuatro. Y no son las habituales ancianas con aspecto de haber salido de una cueva del averno o de una peli de serie B de terror: parecen vulgares campesinas a las que se añade la inquietante presencia de una niña (que aparece en primer término con respecto a sus tres compañeras en la mayor parte de los planos). Una feliz “innovación” que los creadores de la película han incorporado, a la par que otras soluciones brillantes: así, la escena de la ejecución de la familia de McDuff –mujer e hijos quemados vivos ante la inexpresiva mirada de Macbeth–, el regreso a Thanis de Lady Macbeth, ya presa de la locura, y su encuentro en el interior de la iglesia con su bebé muerto, o el prólogo del film, en el que asistimos a las exequias del niño (algo que prefigura lo que ocurrirá después: una pareja estéril, incapaz de engendrar hijos sanos: el diablo no tiene necesidad de perpetuarse: es eterno).


Out, out, brief candle

Las virtudes de este Macbeth no residen sólo en la puesta en escena de Kurzel o en la labor de adaptación de los guionistas. La interpretación es asimismo excepcional. Fassbender logra proporcionar todos los matices de un personaje enormemente complejo: su violencia, sus dudas, su compasión, su definitiva inmersión en la locura y el horror. El célebre parlamento “Life is but a Walking Shadow…” lo realiza con el cadáver de su esposa en sus brazos: un pequeño tour de force que con un actor inferior habría resultado grotesco, y que aquí está a la altura del momento en que Terence Stamp declamaba ese monólogo en Toby Dammit (Federico Fellini, 1968). A su vez, Marion Cotillard evita cuidadosamente el cliché de “zorra intrigante que hace del bestia de su marido un pelele”, como en tantas versiones de Macbeth, y realiza una composición espléndida del personaje (el momento en que, en la capilla, decide la muerte de Duncan, es antológico). Algunos se lamentarán de que el acento francés de la chica es excesivo, pero, por un lado, en el guión original de Shakespeare no se nos dice nada de la nacionalidad de la mujer, y, por otro, si Fassbender y el resto del reparto hablaran con un auténtico acento escocés mucho nos tememos que los diálogos no los iban a entender ni en Surrey.


Full of Sound and Fury

Tenemos la impresión de que esta película ha costado cuatro perras, al igual que la versión de Welles de 1947. De hecho, hay sólo un momento en el que se alardea de “gran producción”: un plano brevísimo del ejército anglo-escocés que va a asediar Dunsinane y que es, obviamente, un plano creado digitalmente. Esta carestía de medios no va en contra de la calidad de la película, sino que, paradójicamente, la refuerza: así, el villorrio del que es Earl (barón o conde: tradúzcanlo como deseen) Macbeth, la relativa desnudez de los interiores y el escaso número de extras en las escenas de batallas o “de masas”. Y es que la gente suele olvidar que la historia transcurre en la edad media y que Escocia no era precisamente el califato de Córdoba por aquel entonces.

Por otro lado, la película es sumamente violenta –lo que hace justicia al original: el público inglés de la era isabelina era muy aficionado al gore, y cuando se pusieron de moda el canibalismo y las desmembraciones (en la escena), Shakespeare les ofreció Titus Andronicus, obra brutal donde las haya.

Aquí hay varios momentos memorables: el asesinato de Duncan (esas manos rebosantes de sangre que tanto afectarán a Macbeth y a su esposa); la daga ofrecida por el muchacho adolescente (¿el hijo malogrado de Macbeth?), que resulta ser un hallazgo espléndido para una escena difícil de filmar convincentemente (aún recordamos con horror la “daga voladora” de la versión de Polanski) o la presencia del fantasma de Banquo en el festín que se le ofrece al recién coronado Macbeth, una escena magnífica lograda con un mínimo de elementos.

Por desgracia, no todo es perfecto en este Macbeth: hay una persistente musiquilla pseudocéltica (o pseudopicta, ya que nos hallamos en Escocia) que nos acompaña durante buena parte del metraje. Dirán ustedes que somos unos pelmazos con esto de la música en las películas, pero es que suscribimos plenamente lo que dijo aquel: “¿Hay algo más ridículo que un hombre que avanza tambaleándose por el desierto muerto de sed… acompañado por la Orquesta Sinfónica de Los Ángeles?” Y en los planos de la batalla inicial, hay un uso un tanto abusivo del ralentí y de los planos congelados (el daño que películas como Matrix o 300 han hecho al cine es incalculable). Por último, el que la película adquiera un progresivo tinte rojizo –que al final del relato inunda la pantalla– es un recurso estilístico un tanto simplón (aunque dé lugar a unas cuantas imágenes hermosas). No obstante, tales defectos resultan nimios frente al resultado global: Macbeth no es solamente una película excelente, sino que es posiblemente la mejor adaptación cinematográfica de la obra. A aquellos a los que esta afirmación les resulte herética, les aconsejamos que vean de nuevo las versiones de Welles o Polanski.

 











miércoles, 5 de agosto de 2015

LA PÁGINA DEL SEÑOR SNOID-ESTRENOS DE OCASIÓN: «LÍO EN BROADWAY» («SHE’S FUNNY THAT WAY», PETER BOGDANOVICH, 2014)


Por el señor Snoid
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Asómbrense. Peter Bogdanovich ha realizado su mejor película desde The Last Picture Show (1971). No, no tomamos ningún alucinógeno antes de entrar al cine. De hecho, la señora Snoid y yo atribuimos este inexplicable fenómeno al aire acondicionado, a que sólo había dos personas en la sala y a que nuestras últimas visitas al cinematógrafo habían sido desastrosas. Así que al día siguiente volvimos para comprobar si en los multicines no habrían puesto en el aire algún tipo de virus tóxico, un virus que despertara el regocijo, el buen rollo y la satisfacción. No hubo tal. Lío en Broadway (imaginativo título hispano de She’s Funny that Way) es una comedia espléndida.

Posiblemente muchos verán esta película y sacarán la obvia conclusión de que Bogdanovich ha fagocitado a Woody Allen. Superficialmente, quizá. Hay semejanzas con las antiguas comedias (buenas) de Allen en cuanto a la banda sonora, la interpretación coral, el ambiente neoyorquino teatral (aunque aquí, por fortuna, no sale John Cusack) y el protagonismo de una “puta con buen corazón” (similar a la interpretada por Mira Sorvino en Poderosa Afrodita). Pero hace siglos que Woody no hace una comedia decente –a no ser que a ustedes les gusten esas postales turísticas en movimiento de Roma, París, Barcelona y Londres; de hecho, la mejor película de Allen de los últimos tiempos era prácticamente una tragedia: El sueño de Cassandra. Y no, no nos gustó demasiado Blue Jasmine, por razones que no viene al caso detallar aquí.

Y es que Bogdanovich, desde sus comienzos, se ganó una reputación de vampiro cinéfilo, que, en parte, nos parece injusta: que si copió a Ford en The Last Picture Show (Ford era muy capaz de hacer dramas, pero no algo tan sórdido y carente de sentido del humor), a Hawks con ¿Qué me pasa, doctor? (Hawks jamás habría contratado a Ryan O’Neal y a Barbra Streisand; como bien dijo Howard sobre esta peli, “Un auténtico logro. Porque es una comedia graciosa y ni O’Neal ni Streisand son graciosos en absoluto”) o a cualquier otro de sus ídolos, a los que acosaba sin tregua. No en vano Ford inmediatamente le apodó Peter Question Mark Bogdanovich.


Las gafas, el pañuelo… ¿Llevará botas de montar durante los rodajes?

Más sorprendente resulta que Lío en Broadway sea una comedia tan lograda si consideramos que las anteriores incursiones del director en el género no fueron muy felices que digamos. Porque ni At Long Last Love (1975), ni Todos rieron (menos el público; 1981) o Ilegalmente tuya (1988) son filmes muy brillantes: más bien señalaban la, al parecer, caída en barrena del director.


La prostituta y el astuto detective privado

Es posible que gran parte del éxito de Lío en Broadway se deba a su co-guionista y productora, Louise Stratten, y a la muy compleja vida sentimental de Bogdanovich. Lo explicaremos: como a Peter siempre se le negó –en parte debido a su soberbia cuando era un director en alza– todo mérito en lo que de bueno tenían sus primeros filmes, las alabanzas por El héroe anda suelto y The Last Picture Show recayeron en su mujer de entonces, Polly Platt, brillante diseñadora de producción, productora y guionista en la sombra. Como Peter se lió en Texas con Cybill Shepherd y se separó de Platt, los agoreros ya anunciaron que su decadencia iba a ser fulminante. Y Peter, para por una vez no decepcionar a sus críticos, hizo los deberes con cosas como Daisy Miller y At Long Last Love; una vez separado de Shepherd, Bogdanovich se enrolló con Dorothy Stratten, una conejita del Playboy aspirante a actriz que fue asesinada por su chulo mientras estaba “saliendo” con Peter. ¿Y quién es Louise Stratten? Pues la hermana pequeña de Dorothy y además exmujer de Bogdanovich. Este follón sentimental tiene fuertes ecos autobiográficos en Lío en Broadway. Pero sin  dramatismo alguno. Y nos barruntamos que tampoco Bogdanovich, a diferencia del personaje que interpreta Owen Wilson en la peli, donara 30.000 dólares a cada de una de las putas que contrataba “para que dejaran el oficio y cumplieran sus sueños”. O quizá sí. 


“No desearás al hombre de tu hermana”

Sin embargo, Lío en Broadway no es sólo una brillante comedia de enredo a lo Allen: a nosotros nos recuerda más a las screwball comedies de Preston Sturges (otro de los héroes de Bogdanovich, naturalmente) por su ritmo veloz, el inverosímil pero divertido parentesco y relación de todos los personajes y la abundancia de batacazos, caídas y gags visuales  que se combinan con afortunados chistes verbales. Y hay que decir que todo el reparto está espléndido, aunque nos quedamos con la psiquiatra interpretada por Jennifer Aniston –que trata a su clientela de una manera despótica, malhablada, despreciativa y sin el más mínimo interés por los problemas de sus pacientes: la terapeuta que siempre hemos querido que nos curara– y con Rhys Ifans, quien interpreta a un cínico actor inglés, ese típico intérprete que con sólo enarcar la ceja ya hace que sueltes la carcajada.


¿Nadie le ha dicho a este muchacho que debería separarse de Ben Stiller?

Incluso los habituales guiños cinéfilos que inserta Bogdanovich son acertados. Hay un plano de Owen Wilson tumbado en la cama de su hotel con dos teléfonos y su ordenador portátil marca Apple (el porqué en todas las series y películas siempre hay ordenadores Apple es uno de los grandes misterios de la humanidad); de un plano lejano pasamos, merced a una lentísima aproximación, a un primer plano de Wilson. Exactamente igual que el célebre plano de Rita Hayworth y Everett Sloane en La dama de Shanghai (Orson Welles, 1947: lo han adivinado: otro icono de Bogdanovich). No lo cronometramos, pero casi estamos convencidos de que ambos planos tiene la misma duración. No falta tampoco la aparición del director himself –ciertamente divertida: se le ve en una pantalla de TV en su papel de terapeuta de la terapeuta de Tony en Los Soprano– y la sorpresa final, la aparición del nuevo mentor de la protagonista, puta reconvertida en estrella, es para tirarse por los suelos, además de demostrar que la muchacha carece de prejuicios en cuanto a los hombres. O que tiene un gusto perro, como ustedes prefieran.

Mucho nos tememos que, pese a todo, a Lío en Broadway le ocurra lo mismo que a otra excelente película de otro Peter: Weir y su Camino a la libertad (The Way Back, 2012); es decir, que sea un batacazo económico y crítico. Tanto nos da: nosotros salimos de Lío en Broadway con la sonrisa de oreja a oreja…