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miércoles, 25 de mayo de 2016

Libros y flores de cactus (algunos aspectos iconográficos en la obra de John Ford)



Por Juan Gorostidi

“La educación es la base de la ley y el orden”, se lee en el aula improvisada donde Ransom Stoddard instruye a sus pupilos en El hombre que mató a Liberty Valance. Y es la educación, junto con los valores que Stoddard entiende como fundamentos de la ley y el orden lo que proporciona al triángulo Stoddard-Valance-Tom Doniphon una enjundia especial, más allá de la tradicional oposición civilización/barbarie que parece deleitar a algunos críticos y que se ha atribuido con frecuencia a la película de Ford.


  
Desde el comienzo del film, la letra impresa va a poseer un valor primordial: Stoddard se ve importunado por los periodistas del Shinbone Star para que relate su historia (que, como sabemos, nunca llegará a ser impresa). En el comienzo del flash-back que constituye el grueso de la narración, asistimos al  asalto de Valance y sus hombres a la diligencia donde viaja Stoddard; antes de ser azotado por Valance, éste se complace, con una teatralidad exagerada, en destrozar sus preciados libros de leyes (“¡Leyes! Yo te enseñaré la ley del Oeste!”). Más tarde, Valance hará tragar –literalmente- al editor del Shinbone Star, Dutton Peabody, un ejemplar del periódico que contiene un artículo bastante desfavorable a los intereses de los rancheros para los que Valance trabaja y, finalmente, destroza a balazos el letrero de madera con el que Stoddard ofrece sus servicios como “Licenciado en Derecho”. Tanto Doniphon como Stoddard y Valance son conscientes, de manera distinta, del valor que tienen las palabras escritas, como si éstas reflejaran una verdad incuestionable. La escueta explicación de Doniphon, el personaje más trágico del relato, de por qué mató a traición a Valance -y de ese modo provocó que a Stoddard se le considerara un héroe, abriendo las puertas de su carrera política y del corazón de Hallie-, es reveladora: “Tú le enseñaste a leer y escribir. Ahora dale algo para que pueda leer”. Resulta llamativo que en una comunidad mayoritariamente analfabeta (la madre de Hallie, emocionada ante la perspectiva de que Stoddard enseñe a leer a su hija, llega a exclamar que ni siquiera sabe el alfabeto en su lengua nativa, el sueco) los tres protagonistas masculinos (un abogado recién llegado del este, un pistolero y un ranchero) sepan leer y escribir. Y es igualmente curioso el énfasis (como siempre en Ford, hábilmente disimulado) que se le da al valor de libros y periódicos en El hombre que mató a Liberty Valance. Si Doniphon, como decía, es el personaje trágico por excelencia de esta narración, Stoddard no se queda atrás, a pesar de su aparente triunfo final. No sólo porque consiga sus objetivos a través de una mentira que se convertirá en leyenda, sino por la brutal y dramática distancia entre sus aspiraciones y sus logros, entre su idealismo y su fracaso final. En ese aula de la que hablaba al principio, compuesta por niños mestizos, vaqueros y peones, donde se imparten materias tan diversas como el alfabeto, las reglas del buen gobierno y los puntos más relevantes de la constitución americana, Ford trata de ofrecer una impresión similar a la que causaba la clase de catequesis que aparece al comienzo de Siete mujeres: el de la incomprensión total por parte del profesor hacia el medio que le rodea, su voluntad de imponer su propia realidad a los demás. En la escena citada, cuando Stoddard ayuda a Pompey, el criado negro de Doniphon, a recitar “que todos los hombres han sido creados iguales” y acaba remachando, ante las obvias dificultades de su alumno, que “mucha gente suele olvidar eso”, la intención de Ford está lejos de ser irónica. Simplemente nos ilustra acerca de la incapacidad de Stoddard para amoldarse a la comunidad que pretende transformar.

  
Y es que Stoddard es el reverso del héroe fordiano: está mucho más cerca del coronel Thursday de Fort Apache que del joven Lincoln. La comparación con éste último no es ociosa: ambos son jóvenes abogados que, al comienzo de sus respectivas historias, llegan a una pequeña localidad para ejercer su profesión. Ambos profesan veneración por las leyes. Pero el descubrimiento que hace el joven Lincoln de lo que es verdaderamente la ley se produce en un momento mágico: recostado al pie de un árbol junto a un río, leyendo los libros que unos pioneros le han entregado como pago, musita: “La diferencia entre el bien y el mal…así que se reduce a esto” y entonces, como una aparición milagrosa, surge Ann Rutledge, la mujer que cambiará el destino de Lincoln[1].



 
Stoddard insiste, con testarudez, en aplicar la letra de la ley, como si éste fuera su único recurso, pero parece incapaz de conocer a los hombres. Lincoln, por el contrario, conoce la ley, pero también conoce a los hombres (por ejemplo, cuando salva  a los inocentes del linchamiento). Y lo que catapulta su carrera de abogado (y su posterior carrera política), lo que hace que descubra al verdadero culpable del asesinato y exculpe a los dos hermanos Clay es, precisamente, un libro. Pero no un volumen de leyes: es el Almanaque del granjero, que demuestra que la noche del crimen no había luna llena, resolviendo así, irónicamente, un caso que todos creían perdido.

Lincoln, al igual que Stoddard, es un solitario: le contemplamos en todos los ambientes de Springfield, bailando en compañía de la buena sociedad, participando en los juegos de las celebraciones del 4 de julio, y aferrándose a la compañía de los Clay… pero, pese a la cordialidad de su conducta, la expresión de su rostro denota que no encaja en ningún lugar: demasiado superior a los granjeros, demasiado humilde para la aristocracia lugareña, su soledad es irremediable y el personaje es consciente de ello. Stoddard, en cambio, reclama la aceptación que Lincoln consigue con naturalidad. Su pretensión es cambiar el lugar que le acoge mediante la ley. Cuando Doniphon le explica cómo resuelven los hombres sus diferencias en el territorio (Ford muestra un plano próximo de la mano de Wayne empuñando un revolver, con el rostro atónito de Stewart en segundo término), el abogado comienza a tomar la decisión de transformar las costumbres de Shinbone. Y el que al principio aparece como un personaje aislado, incomprendido por todos, acabará siendo aclamado como el héroe salvador. El problema es que la salvación implica la destrucción de Doniphon, la progresiva abyección del propio Stoddard y la amargura de Hallie. Stoddard es incapaz de entender por qué Doniphon le defiende ante Valance (“Ése era mi bistec, Valance”) o por qué mata a Valance escondido en el callejón: si Stoddard se atiene al código de las leyes, Doniphon se atiene al código del honor y respeta al hombre al que llama “pionero” y que declara orgulloso que “Nadie libra mis batallas”. El amor por Hallie y su apego a una conducta que Stoddard es incapaz de entender provocará la autodestrucción de Tom Doniphon.


Los objetos en la obra de Ford tienen una importancia capital, a pesar de que el director haga todo lo posible por escamotear esa relevancia. En Centauros del desierto, la locura vengativa que se apodera de Ethan Edwards corre paralela a su degradación como soldado “que sólo una vez ha prestado juramento”. Ford, en una declaración sorprendente, denominaba esta película como “una obra épica psicológica”. Si consideramos una de las definiciones más exactas de la épica, aquella que reza que el género constituye, en esencia, “la búsqueda del honor perdido”, hemos de fijarnos en los atributos externos de Ethan como soldado, como guerrero: su medalla, su sable y su capote militar. Cada objeto será entregado a uno de sus sobrinos; la medalla, a Debbie, el sable a Ben, y con su capote (el mismo capote que Martha dobla con exquisito cuidado en presencia –pero con su mirada hacia el vacío- del reverendo capitán Samuel Clayton, testigo mudo del amor entre ambos personajes) envolverá el cadáver mutilado de Lucy. Ford refuerza este elemento iconográfico cuando, en la tienda de Scar, éste muestra a Ethan la medalla que ahora pende de su cuello, subrayando el efecto con un breve acercamiento de la cámara. Al final, Ethan toma en sus brazos a Debbie, recuperando, en parte, ese “honor perdido”.







Objetos que no sólo sirven para definir a los personajes, como el atavío del sheriff Guthrie McCabe al comienzo de Dos cabalgan juntos. Recostado en un porche, dormitando, el plano parece un eco del Wyatt Earp de Pasión de los fuertes. El recuerdo se hace más vívido cuando, ante la llegada de un par de jugadores, McCabe muestra su estrella y les obliga a abandonar el pueblo, tal y como hiciera Earp con el jugador en el film de 1946 después de decidir que, de cualquier forma, “para eso me pagan”. Aunque, por supuesto, entre las dos secuencias el tono es muy distinto: con aire de farsa en Dos cabalgan juntos, con sequedad en Pasión de los fuertes[2]. El aspecto del sheriff McCabe en la primera secuencia (sombrero blanco, impoluto traje azul, botas brillantes) es casi idéntico al del sheriff corrupto de Tres hombres malos, un western que Ford había rodado treinta y cinco años antes que Dos cabalgan juntos, y similar también al que luce el Wyatt Earp que aparece brevemente en El gran combate, tan distinto del Earp que Fonda encarnó en  Pasión de los fuertes.



Esos objetos muestran también el pasado y los sentimientos de los personajes de Ford, aunque esos personajes sean meramente episódicos. Uno de los momentos más conmovedores de Dos cabalgan juntos se produce cuando el joven comanche que va a ser linchado por asesinar a su “madre adoptiva” escucha el sonido de la cajita de música, y entonces, a punto de ser ahorcado por la enfurecida turba, pronuncia sus primeras frases  en inglés (“¡Es mía, es mía!”) recordando que era un niño blanco, ante la desolación de su hermana y del teniente Gary, impotentes frente a la tragedia. En otras situaciones, es la gestualidad del personaje lo que nos permite descifrar algo que va más allá de las palabras.



En otros filmes, los objetos poseen la función de estructurar el relato y apuntalar un guión que quizá no estuviera demasiado pulido. Tal es el caso de la cadenita que proporciona al teniente Cantrell la pista para salvar a Braxton Rutledge en El sargento negro[3], o el broche que le es arrebatado al menor de los Earp al comienzo de Pasión de los fuertes, lo que hará que finalmente Wyatt Earp descubra a los auténticos asesinos de su hermano.

  
“Antes era un desierto, ahora es un vergel, ¿no estás orgulloso?”, le pregunta Hallie a Ramson cuando abandonan Shinbone de regreso al este. La pregunta se vincula con un momento que sucedió muchos años atrás en la narración: cuando Tom Doniphon  le regala a la muchacha una flor de cactus que Pompey planta en el patio trasero del restaurante. Al ensalzar la muchacha la belleza del cactus, Stoddard le pregunta a Hallie si alguna vez ha visto una rosa auténtica. De alguna forma, Hallie ha hecho su elección: al escoger a Stoddard ha optado por la educación y por las rosas auténticas. Sin embargo, algo ha quedado marchito a lo largo de los años. La rosa de cactus descansa ahora sobre el ataúd de Tom Doniphon. Ford nos cuenta que el cambio, la transición, exigen sacrificios: el héroe verdadero es ignorado, los actuales habitantes de Shinbone ni siquiera le recuerdan, su cadáver está despojado de su cinturón, de su revólver y de sus botas. Hallie ha sacrificado su felicidad, y adivinamos en su expresión que nunca ha logrado olvidar el amor que sentía por Tom. Stoddard ha acabado descubriendo que sus ideales se han corrompido. Esto no significa que Ford condene la idea de progreso o de cambio. Tan sólo nos expone que esos cambios suponen amargura y dolor para aquellos que los protagonizan. ¿Qué resulta, en definitiva, más importante, un libro o una rosa de cactus?










[1] Posiblemente Ford incluyó en El hombre que mató a Liberty Valance el tema musical de Ann Rutledge, compuesto por Alfred Newman para El joven Lincoln, para reforzar el contraste entre personajes y situaciones en ambas películas. En El hombre que mató a Liberty Valance se escucha en varios momentos, todos ellos asociados con Hallie: cuando visita la arruinada casa de Tom Doniphon, al preguntar a Stoddard si podrá enseñarle a leer y escribir, cuando se queda sola en el aula donde Stoddard ha improvisado la escuela…
[2] Las semejanzas entre los dos filmes, por supuesto, no acaban ahí. Cuando Stewart se identifica como Guthrie McCabe ante los jugadores, suena un fuerte acorde de guitarra en la banda sonora y observamos el contraplano de los asustados jugadores. En Pasión de los fuertes, cuando Fonda les dice a los Clanton que su  nombre es “Earp, Wyatt Earp”, Ford no realiza el menor énfasis (los primeros planos de todos los personajes que intervienen en la escena se producen antes de esa revelación) y la escena concluye con un plano de Fonda alejándose por el porche mientras la lluvia cae sobre Tombstone.
[3] Curiosamente, este aspecto del guión –la resolución de la intriga criminal mediante el descubrimiento de una cadena que lleva en el cuello una muchacha y la estructura narrativa en flash-backs con distintos puntos de vista sobre los mismos hechos- aparece en una película de Clint Eastwood, Ejecución inminente (True Crime, 1999).

viernes, 7 de noviembre de 2014

«DOS CABALGAN JUNTOS», DE JOHN FORD: HISTORIA DE UN PLANO SECUENCIA



Por Juan Gorostidi



Para Tag Gallagher


Todo empezó con una sencilla pregunta:


Cuando es posible, ¿le gusta hacer una escena desde un solo ángulo, sin cortes, como en la escena del río con Stewart y Widmark?

Bueno, queda mejor si puedes hacerlo así, si puedes acercar la cámara de manera que el público pueda ver bien los rostros. Algunos directores se inclinan por reglas fijas –dicen que tienes que hacer un primer plano de cualquier cosa. (…) Si puedo rodar una escena en un plano de dos, donde se puedan ver bien ambos rostros, prefiero hacerlo de esta forma.

Esto respondía John Ford a Peter Bogdanovich a propósito de una escena de Dos cabalgan juntos (Two Rode Together, 1961)[1].

Varios historiadores y críticos se han mostrado entusiastas respecto a esta secuencia[2].
Para otros, sin embargo, la escena carece de valor redentor alguno en una película que juzgan muy mediocre[3] o, como mínimo, irregular dentro del corpus de Ford. Hay que recordar que Ford declaró que hizo la película como un favor a Harry Cohn, el patrón de la Columbia (Cohn murió en 1958; Dos cabalgan juntos se rodó en 1961), que el guión le pareció horrible y que, junto a su guionista habitual de aquel entonces, Frank S. Nugent, intentó introducir el mayor número de elementos cómicos posibles (en mi opinión, lo peor del film) dentro de una historia muy sombría y plagada de personajes desagradables. No obstante, Dan Ford dejó claro que el director aceptó el encargo tras nueve meses de inactividad –algo inédito hasta entonces en su carrera– por la posibilidad de trabajar con James Stewart y por un generoso salario (225.000 dólares y un 25% de los beneficios)[4]. Indudablemente, Ford pensó que podría moldear el material a su gusto. El resultado final, sin embargo, a pesar de que el film cuenta con momentos extraordinarios, está muy lejos de hallarse entre lo mejor del director.

El fragmento consiste en una conversación, rodada sin cortes y con la cámara inmóvil, entre el marshal Guthrie McCabe (James Stewart) y el teniente de caballería Jim Gary (Richard Widmark). McCabe le confiesa a Gary que el motivo de su decisión de acompañarle a Fort Grant es huir de Belle Aragon, amante del marshal y propietaria del saloon y burdel de Tascosa. Guthrie confiesa que sus ingresos no se limitan a los 100$ de su sueldo, sino que se lleva el 10% de todos los negocios de Tascosa. La reacción de Gary es de sorpresa e indignación: McCabe no sabe aún que el propósito del ejército es enviarle a territorio comanche –es un buen conocedor de los indios– con el fin de obtener del jefe Quanah Parker (Harry Brandon) la liberación de cautivos blancos –algunos de ellos han estado viviendo entre los comanches desde hace muchos años. Pero, ante todo, veamos la secuencia: 




Lo que nos “explica” el plano, mediante el diálogo, es que McCabe está lejos de ser el típico héroe fordiano: es un marshal corrupto y carece de escrúpulos. Gary, en cambio, es la integridad personificada (un papel de escasa enjundia para Widmark). A decir verdad, este tipo de plano no es tan habitual en la obra de Ford: su montaje casi siempre es ágil y dinámico[5], y los momentos que exigen algún tipo de exposición verbal suelen ser vertidos con gran rapidez, omitidos o bien poseen una maravillosa inventiva: quizá el ejemplo más bello se halle en Caravana de paz (Wagonmaster, 1950). Cuando Sandy y Travis deciden ayudar a la caravana de los colonos mormones, lo harán mediante una canción; posiblemente uno de los momentos más hermosos de la obra de Ford.

Sin embargo, no se puede negar que estos planos existen en algunas películas de Ford. Pero, por lo habitual, cuando el director emplea este método de puesta en escena, lo hace obligado por un guión verboso que no ha querido o podido “sublimar”. Los ejemplos, además, abundan en sus películas más flojas o irregulares. Así, en Escala en Hawai (Mr. Roberts, Ford y Mervyn LeRoy, 1955) hay un largo plano secuencia inicial en el que Henry Fonda le explica a William Powell sus motivos para pedir el traslado del carguero en el que ambos sirven a un navío de combate. La escena, rodada en realidad por LeRoy, es un calco en estudio de la escena original rodada por Ford en los exteriores de Midway. En Misión de audaces (The Horse Soldiers) hallamos un plano muy similar: un personaje le “explica” a otro, y de paso a nosotros, los espectadores, los motivos de su conducta. En este caso, el coronel Marlowe (John Wayne) le cuenta a Hannah Hunter (Constante Towers) las causas de su odio por los médicos –uno de los débiles pilares dramáticos de la película es el continuo enfrentamiento entre Marlowe y el médico que encarna William Holden. Y Marlowe detesta a los médicos porque su mujer murió a causa de una operación practicada por unos galenos que creían que tenía un tumor que debía ser extirpado. Veamos la secuencia:




No hay duda que la interpretación de Wayne (y en menor medida, la de Towers, pues el arte interpretativo también consiste en saber escuchar) salva en parte el momento, bastante mediocre en lo que concierne al guión. Pero ello no impide que la secuencia tenga un cierto sabor a artificiosidad, a una impostación extraña muy alejada de la naturalidad usual en Ford. Piénsese en el propio Wayne interpretando un personaje trágico esta vez, el de Tom Doniphon en El hombre que mató a Liberty Valance (The Man who Shot Liberty Valance, 1962): la dignidad, la tristeza, el sentimiento de derrota… Toda una gama de emociones está presente en una interpretación perfectamente fluida.

Paradójicamente, aquello que Ford quizá intentaba soslayar –los excesos de unos guiones mediocres, sobre todo en los momentos iniciales, “expositivos”– se convirtió en algo enormemente llamativo y digno de atención para estudiosos y críticos: una prueba más de su maestría a la hora de extraer de sus actores brillantes interpretaciones. Nuestra opinión es que aquí se ha producido, irónicamente, un equívoco: lo que el director pretendía “despachar” de una forma sencilla, consciente de las debilidades de los guiones, fue acogido como una muestra de gallardía artística. Quizá la razón se deba a que estos momentos –hay que repetirlo– no son frecuentes en la obra de Ford, los espectadores tendemos a fijarnos en lo “llamativo” (pocas cosas hay más llamativas que unos planos secuencia de dos o tres minutos con la cámara inmóvil y los actores parloteando sin cesar) y precisamente estos momentos se hallan en algunas de las películas menos logradas del director. Quizá.

Lo cierto es que habría resultado más sencillo –y más ilustrativo– recurrir a otra entrevista, la que mantuvieron Howard Hawks y Joseph McBride:

¿Hay alguna cosa que crea que puede hacer mejor que Ford?

Creo que no podría hacer el tipo de comedia que él hacía (…). Él decía que si tenía que rodar una escena que no le pareciera especialmente buena prefería hacerla en una sola toma en vez de fragmentarla en varios planos. Si yo tengo que rodar una escena de esa clase, intento hacerla de forma que resulte tan rápida como me sea posible[6].

Volvamos a Dos cabalgan juntos. Ahora quisiera fijarme en un par de secuencias asimismo, en parte, “explicativas”, pero que ilustran perfectamente la maestría de la puesta en escena de Ford. La primera es un diálogo entre Elena (Linda Cristal) y Guthrie McCabe, en el que ella relata cómo fue capturada por los comanches, el asesinato de su padre y su marido y los cinco años que ha estado viviendo con un jefe comanche, Stone Calf. Elena cuenta su historia. Aparece Stone Calf y McCabe acaba con él y, al ver la reacción de la muchacha, McCabe profiere un “¡Cállese!...Traiga los caballos” que pone fin a la escena. Veámosla:


  
1

Elena narra la historia de su cautiverio (1) ante la mirada y las preguntas de McCabe (2). A la pregunta “¿Y su madre?”, la muchacha cuenta que “murió cuando yo era muy niña” y se persigna a la vez que pronuncia estas palabras (3).

2


3
Ambos oyen un ruido; Elena se muestra angustiada y McCabe le sugiere que se siente a su lado, junto al fuego. Y le pregunta que si no le importa que la rodee con su brazo (4).

4
 
Aparece Stone Calf, que es abatido por McCabe (5-6). El plano de los disparos es el único plano cercano de toda la escena. El que el indio se “deje matar” de una forma tan aparentemente grotesca tiene una explicación. En un momento anterior, se nos había informado de que el comanche pertenecía a una sociedad guerrera que creía en una magia capaz de desviar las balas.
 
5
6
Lo más brillante de la escena se produce a continuación. Al ver a su marido indio muerto, Elena se arroja junto al cadáver y da comienzo a un canto fúnebre que es interrumpido bruscamente por McCabe (7). Un momento que, superficialmente, podría parecer tan grotesco como la muerte de Stone Calf. Sin embargo, lo que hace aquí Ford es mostrarnos quién es Elena realmente: se persigna cuando recuerda a su madre muerta; entona un canto fúnebre indio cuando ve a Stone Calf muerto. Más convincente que toda su narración de la vida entre los indios, ello demuestra que la muchacha, a causa de sus años de cautiverio, posee una personalidad escindida. Por un lado es una mujer blanca, católica y mexicana (se persigna ante el recuerdo de la muerte) y por otro es una comanche que realiza un ritual indio ante su marido comanche. Sin embargo, McCabe desea devolverla al mundo de los blancos (8).

7

8
 
La segunda secuencia transcurre en una habitación y tiene los mismos protagonistas. En el fuerte, Elena ha encontrado el rechazo o la curiosidad morbosa de los blancos y se muestra desdichada, consciente de que ya no puede volver a ser la mujer que era antes de su captura. McCabe la consuela y le insta a luchar. Le propone ir esa misma noche a un baile que ofrecen los oficiales del fuerte.



 
1

La composición principal de la escena se basa en un plano medio de los dos personajes, con una fuerte presencia de la “cuarta pared”, de la que los espectadores somos plenamente conscientes. No obstante, Ford cambia de plano estratégicamente y acerca la cámara cuando siente que el drama de Elena lo exige. Así de la entrada inicial de McCabe en la habitación (1) pasamos a un plano cercano en el que la muchacha expresa su frustración ante las miradas de reprobación de las buenas gentes que habitan el fuerte (2). “Se preguntarán: ‘¿Con cuántos salvajes habrá estado? ¿Cuántos mestizos habrá tenido?’”

2

Vuelta al plano inicial (3). Ahora McCabe tomará la iniciativa y tratará de convencerla de que tiene que luchar contra los prejuicios raciales de aquellos que saben que vivió cinco años con los comanches. Para ello, aproxima una silla y se sienta frente a Elena: “Nadie desea tener su pasado grabado en su frente” (4).
 
3
 
4

De nuevo al plano medio inicial. McCabe ha persuadido a Elena de que debe cambiar de actitud y afrontar el rechazo de los blancos. La convence para asistir a un baile esa misma noche y se pregunta de dónde podrá sacar un traje para ella, y añade: “Algo habrá que hacer con su pelo”. Aquí Ford se permite el único momento cómico de la escena, al insertar un primer plano de Elena (5) mientras McCabe intenta arreglar su cabello con resultados un tanto grotescos.

5
6

McCabe sale por la puerta lateral. Durante unos segundos, Elena queda sola en la estancia, con la mirada fija en la estela de su “salvador” (6). McCabe vuelve a entrar, y, sin mediar palabra, se acerca a la muchacha y la besa (7). Y vuelve a salir sin que haya un cruce de palabras entre ambos; Elena permanece en el lugar, sola de nuevo (8). Un momento de extraordinaria belleza, de maravillosa efusión de sentimientos, realzado por la decisión del director de mantener la cámara fija en ese plano medio que determina el tono y la composición de la escena.

7

8

En conclusión, ¿qué tenemos aquí? Una secuencia que ha sido comentada y analizada en numerosas ocasiones y que provocó un cierto malentendido sobre las características y preferencias en cuanto a la puesta en escena de John Ford; una secuencia, que, nos tememos, obtuvo su gloria meramente por ser un largo plano secuencia y por la relajada interpretación de los actores, que, según se cuenta, improvisaron buena parte del diálogo. Por el contrario, el verdadero arte de Ford, presente incluso en una película menor dentro de su filmografía como Dos cabalgan juntos, es capaz de brillar en otras dos escenas que comparten con la anterior algunas características: tenemos sólo dos personajes en pantalla y el diálogo es abundante (y, sobre todo, “explicativo”), pero aquí Ford recurre al montaje y a su inventiva visual para dotar de vida y emoción a los personajes y a lo que les ocurre: se nos dice que Elena ha vivido cautiva cinco años con los comanches, sí, pero también se nos muestra ese hecho. El corrupto McCabe termina por convertirse en un ser humano decente y es en Elena en quien encuentra la salvación (irónicamente, ya que él es el “salvador” de los cautivos blancos), algo que se manifiesta en ese mágico plano en el que sale de la habitación, besa a Elena y vuelve a marcharse, convertido, como la propia Elena, en una persona distinta. Pocas veces “la redención a través del amor” se ha mostrado de forma tan bella.


Referencias:

Anderson, Lindsay, About John Ford, Plexus, Londres, 1981 [trad. cast.: Sobre John Ford. Escritos y conversaciones, trad. de Francisco López Martín, Paidós, Barcelona, 2001].

Bogdanovich, Peter, John Ford, University of California Press, Berkeley/Los Angeles, 1992 (1ª ed., 1967) [trad. cast.: John Ford, trad. de Fernando Santos Fontela, Fundamentos, Madrid, 1996].

Eyman, Scott, Print the Legend. The Life and Times of John Ford, Simon&Schuster, Nueva York, 1999 [trad. cast.: Print the Legend. La vida y época de John Ford, trad. de Mónica Rubio Fernández, T&B Editores, Madrid, 2001].

Ford, Dan, Pappy. The Life of John Ford, DaCapo, Nueva York, 1998.

Gallagher, Tag, John Ford. El hombre y su cine, trad. de Francisco López Martín y Juan Gorostidi, Akal, Madrid, 2009 [ed. revisada y ampliada de su John Ford. The Man and his Films, University of California Press, Berkeley/Los Angeles, 1986].

Godard, Jean-Luc, Godard par Godard. Les annés Karina (1960 à 1967), Flammarion, París, 1985.

Latorre, José María, “John Ford o la modernidad de los clásicos”, Dirigido por, 64 (1979), pp. 6-17.

Magny, Joel, “Two Rode Together”, en Rollet, Patrice y Saada, Nicolas (eds.), John Ford, Éditions de l’Étoile/Cahiers du cinéma, París, 1990.

McBride, Joseph, Hawks on Hawks, University of California Press, Berkeley/Los Angeles, 1982 [trad. cast.: Hawks según Hawks, trad. de Montserrat Tiana Ferrer, Akal, Madrid, 1988].

---, Searching for John Ford, St. Martin’s Griffin, Nueva York, 2003 [trad. cast.: Tras la pista de John Ford, trad. de Josep Escarré García, T&B Editores, Madrid, 2009].

Urkijo, Francisco Javier, John Ford, Cátedra, Madrid, 1996.



[1] Bogdanovich, 1992, pp. 98-99 (en lo sucesivo, las traducciones son mías).

[2] Sin ningún ánimo de exhaustividad, citaremos algunas opiniones. Así, Urkijo, 1996, pp. 330-331: “Ya antes, Ford había desarrollado su gusto por los planos fijos (cargados de valor secuencial) para los momentos temáticamente climáticos: Fort Apache (1948), Horse Soldiers [sic] (Misión de audaces, 1959). Con todo, el camino recorrido por el realizador con este título sirve para encontrar el de su más grande realización de los 60”; Eyman, 1999, p. 483, aun desdeñando la película, admite que “Dos cabalgan juntos posee algunos placeres ocasionales. Hay una maravillosa y divertida escena entre Stewart y Widmark a orillas de un río”; o este análisis de José María Latorre, 1979, p. 10: “…el tan analizado y alabado plano secuencia de Richard Widmark y James Stewart conversando junto a la orilla del río, tuvo, de cara a los cinéfilos de la época, un indudable valor vanguardista (incrustaba dentro de un film “de argumento” una forma de rodaje característica del “cinéma-verité”, haciendo asomar al actor al mismo tiempo que al personaje). Hoy sin embargo (y éste es un tributo que debe pagar el cine todo), la secuencia no extraña a casi nadie, y el plano fijo se asume, sin demasiadas estridencias, como una necesidad de ella. Desvanecido este esplendor vanguardista (…) lo que más interesa de la secuencia es que ella contiene, entero, tanto el significado del film como su colocación dentro de la obra de John Ford: está la evidencia de que, en Dos cabalgan juntos, Ford no se interesaba por las acciones-argumento, por la aventura, sino por las acciones-manifiesto, por el actor; el encuadre se mantiene fijo hasta exprimir el absurdo de argumento y situación”, o Magny, 1990, p. 140: “La realización, en apariencia perezosa, carente apenas de escenas de acción (muy breves) y de esos vastos planos donde el grupo se integra armoniosamente dentro de un paisaje majestuoso, acumula largas escenas conversacionales y logra cierta desmitificación del mundo fordiano”. Por su parte, Godard, 1985, p. 175, la escogió como la mejor película de 1961 en su lista “Les dix meilleurs films de 1961”.

[3] McBride, 2003, 621-623, está más interesado en la cuestión de por qué se filmó la secuencia de esa forma y llega a la conclusión, con la ayuda de Harry Carey, de que lo que Ford pretendía era que el equipo se calara hasta los huesos (Ford ordenó colocar la cámara en medio del río), y sobre todo, dado que tanto Stewart como Widmark llevaban tupé y padecían sordera, poder exclamar al término de la toma: “Llevo cincuenta años en esta industria. ¿Y qué termino haciendo? ¡Dirigir a un par de peluquines sordos!”. No obstante, McBride recoge también unas reveladoras declaraciones del actor Richard Widmark: “En realidad, resultó ser una escena muy interesante. El hecho de que no hubiera tomas por encima del hombro, sino tan sólo este plano de dos, da la impresión de que estos dos personajes sencillamente deciden sentarse y hablar de lo que ha ocurrido y de lo que va a suceder. El que no hubiera cortes era muy útil a la hora de establecer el tempo y la importancia de la escena”. Anderson, 1981, p. 171, realiza un análisis más breve y ajustado: “Esencialmente, Dos cabalgan juntos necesitaba ser un relato más amargo, incluso trágico –algo en absoluto adecuado al tipo de cine al que Ford había dedicado toda su vida”. Gallagher, 2009, pp. 508-512, destaca los defectos y virtudes de la película: “La amargura, el revisionismo, el carácter inconexo y experimental de este período de transición alcanzan su punto culminante en esta película”.

[4] Ford, 1998, pp.287-288.

[5] Y sin embargo, hay en efecto una cierta leyenda acerca de la querencia del director por las tomas largas. Como dato anecdótico, Henry Fonda recordaba –erróneamente– que la escena de su despedida en Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath, 1940) se había realizado en un solo plano:

“HF: ¿No era un único plano?
LA: No, y resulta interesante. La última vez que la vi me di cuenta que hay un plano de dos y un par de planos de cada personaje.
HF: ¡Como ves, no me acuerdo en absoluto! ¡Esto demuestra lo mucho que me fijo cuando veo la película!”, en Anderson, 1981, pp. 219-220.


[6] McBride, 1982, pp. 110-111.