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martes, 13 de febrero de 2024

ESTRENOS DE OCASIÓN: "PERFECT DAYS" (Wim Wenders, 2023)

 


 por el señor Snoid

 

Encontré basureros felices

En una secuencia de El amigo americano, Dennis Hopper (un muy improbable Tom Ripley) se asoma a la balconada de su mansión, contempla el río Elba y musita “Este río me recuerda otro río…” y se pone a canturrear The Ballad of Easy Rider (“Flow river, flow,/Flow to the sea…”), canción que aparecía en Easy Rider, film del que Hopper fue director, coguionista y coprotagonista. Semejante homenaje cinéfilo (pues no era una parodia) hizo que nos invadiera una vertiginosa vergüenza ajena. No hay majaderías similares en Perfect Days, pero casi: cuando vemos a Hirayama emprender por vez primera su camino al trabajo, pone en el coche “The House of the Rising Sun”, versión canónica de The Animals. ¿Rising Sun? ¿Sol naciente? Y en el país del sol naciente nos hallamos, no en el burdel de tan sugestivo título. Más le habría valido a Wenders dejar la canción únicamente en el momento en que la interpreta en japonés la dueña del bar; no obstante, el director corta la secuencia bruscamente. Quizá sufriera Wenders un episódico ataque de pudor, pero esa secuencia tan prometedora se ve lamentablemente truncada.

Hirayama representa todo lo que el espectador occidental espera de un japonés de bien: limpio y aseado, atento y educado, compasivo, eficiente y meticuloso en su trabajo (la señora Snoid ya se plantea el comprarme un espejo para la correcta limpieza y desinfección del inodoro), cuida con mimo sus macetas y adora los árboles… Un cineasta como Keisuke Kinoshita (autor, entre otras, de El retrato de Midori, Doce pares de ojos o Días de alegría y dolor), habría mostrado con fluidez la felicidad que experimenta Hirayama gracias las pequeñas/grandes cosas que endulzan los continuos sinsabores de la vida. Pero en Perfect Days la filosofía vital del protagonista parece extrañamente impostada: fruto de las buenas intenciones de su director y coguionista, pero que deja el regusto de que es el resultado de la visión superficial de decenas de films japoneses y no de una auténtica experiencia vivida que se desee compartir. El problema es que Wenders no sólo adjudica a su protagonista las características más trilladas de un japonés arquetípico –según el cine y la literatura, claro— sino también algunas de las suyas propias: Hirayama lee a Faulkner y a Patricia Highsmith, escucha con fruición clásicos pop de los sesenta y setenta: la Velvet Underground, los Stones, Lou Reed, Patti Smith… Bruno Ganz, en El amigo americano, escuchaba en su tienda los discos de los Kinks de los años sesenta; ya inquietos, nos preguntábamos cuándo se iba a dejar oír la voz de Ray Davies y entonces Wenders tiene el detalle de ponernos “Sunny Afternoon” mientras Hirayama ordena su humilde casa.

Dado que a Wenders nunca se le ha dado demasiado bien mostrar cómo interactúan sus personajes –la escena cumbre de París, Texas entre Nastassja Kinski y Harry Dean Stanton tenía lugar a través del cristal de una cabina de un peep show: una decisión de puesta en escena bien astuta —es interesante comprobar cómo las mejores escenas de Perfect Days son aquellas en las que Hirayama se halla en solitario. Momentos que, sobre el papel, podrían haber resultado interesantes, como el reencuentro y su breve convivencia con su sobrina, resultan asombrosamente inanes. Cuando Hirayama abandona su actitud mono no aware (“empatía con la belleza de la naturaleza y con los demás seres humanos”) y se produce su encuentro con el ex-marido de la tabernera, lo que podría haber sido una escena extraordinaria, plena de emoción, queda como un momento intrascendente, pese a la espléndida idea de “las sombras que oscurecen a las sombras”. Y es que si algo hace bien Wenders es rodar los “momentos muertos”; es decir, aquellos instantes en que parece no ocurrir nada o cuando los personajes se debaten sobre si actuar o no: grandes secuencias así adornaban sus dos mejores películas, ya muy lejanas: Alicia en las ciudades y En el curso del tiempo. O la espléndida escena en el metro de El amigo americano cuando Ganz dudaba si debía llevar a cabo el asesinato.


Extraña carrera la de Wenders: de ser la estrella, junto con Fassbinder y Schlöndorff del “Nuevo Cine Alemán”, acometió una carrera internacional que le llevó a rodar desastres notorios como Hammett (producción del efímero estudio Zoetrope de Coppola, el maestro del caos: a veces un caos que producía maravillas —Apocalypse Now, Corazonada, Rebeldes— y otras veces auténticas abominaciones —Cotton Club, Drácula de Bram Stoker), la filmación atroz, impúdica y cruel de la agonía y muerte de Nicholas Ray, Relámpago sobre el agua, mediocridades como El estado de las cosas o Hasta el fin del tiempo y episódicas resurrecciones como El cielo sobre Berlín. Pero esta última resurrección, Perfect Days, se debe en exclusiva a la magnífica interpretación de Koji Yakusho y a que esta clase de cine, sereno y contemplativo —alejado tanto del oxidado cine de género norteamericano como del cine europeo catequista de hoy (pseudofeminista, pseudoecologista y ambiguo en cuanto a sus dudosas propuestas de izquierdismo; es decir, un cine totalmente burgués y aburguesado) es cada vez más caro de ver.


 


 


 

martes, 17 de junio de 2014

LA PÁGINA DEL SEÑOR SNOID - ESTRENOS DE OCASIÓN: «LAS DOS CARAS DE ENERO» (2014)

Por el señor Snoid
(http://www.blogger.com/profile/03871000575405204963) 

He de reconocer que le estoy agradecido a Patricia Highsmith. Verán, cuando uno está de un humor melancólico por un exceso de bilis negra o atrabilis, o siente que el peso del mundo (o el peso de la paja, parafraseando al llorado Terenci Moix) es excesivo, los libros se le caen literalmente de las manos. Da igual que sea Schopenhauer, Bembo, Wilde, Joyce, Gabriel Miró o Ildefonso Falcones: no hay manera. Este estado de postración suele durar un mes y ocurre, mes arriba, mes abajo, cada dos años. ¿Cuál es la solución? Después de hacer pruebas en diversos campos del entretenimiento (sexo, minigolf, llamar a los amigos haciéndome pasar por un decano de Harvard ofreciéndoles trabajo, más sexo, futbolín, etc.) llegué al punto de partida, o como dice castizamente la madre de la señora Snoid, “un clavo se saca con otro clavo”. Es decir, en leer está la cura. Lo que ocurre es que uno no está entonces para leer cualquier cosa. Hay que empezar con cosas ligeras, pero con un mínimo de calidad. Un autor como Mario Vargas Llosa queda así descartado. Por lo de la calidad, obviamente. La solución está en la novela policíaca de toda la vida. Pero no con un Raymond Chandler o un Simenon, que son buenos escritores a pesar de que sus respectivos personajes sean un tanto inverosímiles, sobre todo Philip Marlowe. Cuando descubrí los libros de la Highsmith, hallé la cura necesaria, pues son totalmente cretinos, si bien muy entretenidos. Vamos, que uno se lee Ripley en peligro de una sentada, lo arroja a la basura y ya está listo para enfrentarse a las asechanzas de este mundo o a leer a algún autor incomprensible e insoportable. Hegel, por ejemplo.

Aunque ella quizá no estuviera de acuerdo, Patricia fue una mujer de suerte. Porque en el mundo de hoy no se permitiría la publicación de unos libros tan misóginos y machistas como los suyos. Y es que a veces se nos antoja que la Highsmith es la versión lesbiana y tejana de Mickey Spillane, el autor de Mike Hammer, ese detective oligofrénico que inmortalizaron Robert Aldrich y Ralph Meeker. Claro que lo de Patricia es otra cosa: amistades viriles chungas, mujeres bobas, psicología de jardín de infancia, presunto amoralismo (que esconde una extrema visión reaccionaria del mundo) y una prosa que no es precisamente como para tirar cohetes. Ni siquiera gana traducida.

También fue afortunada Pat en cuanto a vender sus obras para el cine. Con 21 añitos publicó Extraños en un tren y Hitchcock compró los derechos a través de un intermediario por diez mil pavos. Cuando Patricia se enteró de que Alfred y la Warner andaban detrás de la operación, se cabreó como una mona. Pero a partir de ahí, las adaptaciones de sus obras se sucedieron ininterrumpidamente. Hasta Liliana Cavani (otra facha: ignoramos si también lesbiana) hizo una; por no hablar de las de Minghella, Wenders o incluso de una versión femenina y para la tele titulada adecuadamente Extrañas en un tren, con Jacqueline Bisset y Theresa Russell. A nosotros nos gusta la mencionada de Hitchcock –que tiene sus defectos, sobre todo gracias a la pareja Ruth Roman-Fairley Granger–, con un inmenso Robert Walker. Incluso la hija de Hitchcock, Barbara, desempeña muy bien (sin coñas) el papel de hermana-poco-agraciada-pero-lista. Y Hitchcock la dirigió con bastante convicción, eliminando lo peor del texto original: su psicologismo necio y las relaciones contra natura entre Guy Haines y Bruno Anthony (sí: en la novela se enrollan; y a Guy le gusta, además). La segunda de la lista sería A pleno sol. El único pero quizá esté en ver a Alain Delon, Maurice Ronet y Marie Laforêt interpretando personajes gringos. Una vez superado esto, lo cierto es que Delon es un Ripley magnífico –este actor tenía, además de una belleza sin par, un enorme talento de joven: vean Rocco y sus hermanos, ésa que calcó Coppola para hacer El padrino–, Maurice Ronet es un Dickie Greenleaf tan idiota y desagradable como el original y Marie Laforêt es tan boba como su personaje y Patricia exigían, pero qué boba tan decorativa… Y por otro lado, está tan bien realizada que aún dudamos de que la dirigiera René Clément… De las demás, nos quedamos con que a Bruno Ganz le gustaban los Kinks en El amigo americano y que Dennis Hopper canturreaba “The Ballad of Easy Rider” al contemplar el río Elba desde su mansión en Hamburgo. Las habituales gilipolleces de Wim Wenders, claro.

La tercera la acaban de estrenar: Las dos caras de enero, con guión y dirección del iraní (pero occidentalizado, no se crean que es un Kiarostami en el exilio) Hossein Amini. Y, sin llegar a ser una gran película, es una excelente opera prima. Veamos por qué.



El arranque es magnífico. Dos turistas norteamericanos, Chester (Viggo Mortensen) y su esposa Colette (Kirsten Dunst) están visitando la Acrópolis. Chester comenta que en el ruinoso edificio “No hay una sola línea recta. Todo es apariencia”. Al poco de arrancar el relato, las palabras de Chester definirán a los tres protagonistas. El tercero es un joven norteamericano, Rydal (Oscar Isaac), que se dedica a ejercer de guía turístico y de timador en pequeña escala. Lo que ignora Rydal es que él es un aficionado en comparación con Chester y su –aparentemente– ingenua esposa. Pues Chester ha estafado una suma enorme a una mafia del juego gringa por medio de unos pozos de petróleo inexistentes. Y la noche en que la pareja intima con Rydal, ambos reciben la visita de un amenazador detective privado que exige la devolución del dinero. En una escena seca, breve y violenta (cualquier otro director nos hubiera regalado una pelea interminable a lo Jason Bourne). Chester le mata y tiene que emprender la huida con su mujer, auxiliados por un todavía inocente Rydal.


Y éste es el interesante punto de partida, en el que las bondades del guión y la dirección se suman a una labor interpretativa estupenda. No es una sorpresa que Mortensen e Isaac estén muy bien en sus papeles, pero sí que Kirten Dunst, muy lejos de las repolludas interpretaciones que hiciera en las muy pijas películas de la muy pija hija de Coppola, esté también aquí en estado de gracia. De hecho, un interesante derrotero que podría haber tomado el relato es que ella fuera el personaje central: una joven astuta, pero soñadora, de origen humilde, que se casa con Chester por todo lo que éste le puede ofrecer (y porque Viggo es un pedazo de hombre, no lo vamos a negar) y que poco a poco –pero bastante frenéticamente– se va dando cuenta de que su marido es un monstruo y además se siente atraída por Rydal. Sin embargo, Hossein prefiere mantenerse fiel a la esencia argumental de Highsmith y el juego principal es, naturalmente, masculino. Y no carece de interés ni mucho menos la relación que se establece entre ambos: uno, Chester, celoso de la juventud y de la “buena cuna” del otro; Rydal prendado de la camaradería y fortaleza que muestra Chester, al que considera una figura paterna. Lástima que en ocasiones esto vaya demasiado lejos. Por ejemplo, en el momento en que Chester registra la habitación de Rydal cuando éste ha salido a recorrer la ciudad con su mujer. La escena comienza de una forma excelente (Chester se dirige a la cama, la examina e incluso la olfatea –puede parecer chusco, pero la interpretación de Mortensen impide que sea un momento risible; es más, resulta angustioso) y termina de forma atroz: descubre una foto de Rydal con su padre. Detrás de ellos, en la fotografía, una marquesina luminosa anunciando Testigo de cargo (Witness for the Prosecution, Billy Wilder, 1958). La pincelada fina y el brochazo se dan la mano con frecuencia en esta película, sí, pero procuremos quedarnos con lo bueno o meramente satisfactorio, que es mayoritario. 


Ya no solemos ver turistas tan bien vestidos: ¿será por la moda o por la crisis?

Hossein, quizá mejor guionista que director, le da al relato una adecuada progresión dramática. Y veloz. Porque es raro ver hoy una peli norteamericana que cuente tantas cosas en 97 minutos, sobre todo en una época en la que la duración media de un bodrio cualquiera es de 130-150 minutos, que es lo que les cuesta a los gringos narrar cuatro sandeces mal hilvanadas en estos tiempos.


Oscar Isaac poniendo cara de actor del “método”. Del método Smirnoff 
 
Hay una secuencia que nos indica que Hossein puede llegar a ser un buen director. Transcurre en unas ruinas cretenses, involucra a los tres personajes y es como una versión breve y maligna de la historia de Teseo y el Minotauro. A pesar de que a ustedes les suene que Teseo era un héroe y el Minotauro un bicho horrible a lo Alien al que había que exterminar, lo cierto es que si leen cualquier versión antigua del mito se darán cuenta de que Teseo es un desalmado, un miserable y un aprovechado, el Minotauro un pobre desgraciado que se aburre mortalmente en el laberinto, y Ariadna una virgencita inocente que esconde a una cabrona vengativa. Pues bien, en la escena de marras, Chester es el Minotauro y Rydal es Teseo. Sólo que aquí el que triunfa –momentáneamente– es el Minotauro y las esperanzas de Ariadna/Colette quedan violenta y drásticamente arruinadas –como en el desenlace del mito. Tensa, rodada en semipenumbra y con un montaje excelente que acentúa la incertidumbre, es quizá la mejor escena del film.

No todo es una maravilla, sin embargo. En el debe de la película está su horrible final, idéntico al de Extraños en un tren (la peli, no la novela) pero donde Viggo, por desgracia, no se muestra tan obcecado –ni fiel a sí mismo- como Robert Walker, y la un tanto absurda atracción paterno-filial que sienten los dos protagonistas masculinos (por lo menos, en contra de los deseos de Patricia, no son gays), herencia de esas burdas caracterizaciones de la Highsmith que Hossein no ha podido o querido soslayar.  Otro defecto, muy común en toda película americana de los últimos tiempos (desde que comenzó el sonoro, poco más o menos), es que hay mucha música. Toneladas de mala música, cortesía del muy –incomprensiblemente para nosotros– alabado Alberto Iglesias. Me dirán ustedes que es que Bernard Herrmann está muerto. Pues sí. Pero invocamos el nombre del compositor porque la otra noche vimos de nuevo El cuarto mandamiento (The Magnificent Ambersons, Orson Welles, 1942) y pasmados quedamos de lo escasa, bella y apropiada que era la banda sonora. No es de extrañar que Herrmann se enfadara y exigiera que quitaran su nombre de los créditos… Pero no vemos qué razón hay para meter esa musiquilla en el 70% del metraje de Las dos caras de enero. De todas formas, es un placer ver una película norteamericana medio decente que no considera que el hipotético espectador es un retrasado mental…


Bruno Anthony engatusando al tenista playboy Guy Haines


Notas intrascendentes:

-Si es usted fumador, consuma medio paquete antes de entrar al cine. Tanto Viggo como Oscar fuman como unos condenados durante todo el metraje. Kirsten un poco menos. Como la peli atrajo nuestro interés, logramos soportar el mono de estar 97 minutos sin fumar viendo cómo otros encendían el cigarrillo con la colilla del anterior.

-Si quiere considerar a esta película como una de las mejores del año, abandone la sala en el minuto 90, justo cuando acaba la escena del aeropuerto. Le quedará un gran sabor de boca y se ahorrará los 7 minutos finales, que casi, casi, consiguen arruinar todo lo bueno –que es mucho– del metraje anterior.

-El misterio del título: burro que es uno, me preguntaba yo por qué demonios se titula así esta peli. La señora Snoid, consumada lingüista, me lo aclaró: título original, The Two Sides of January. Y el enero inglés procede de Jano, el de las dos caras. No hay como ir al cine con una experta en etimología. Se lo recomiendo: búsquense una. Y si encima sabe cocinar…


Patricia consideraba que Tom Ripley era un tipo elegante y refinado, aunque su extracción social fuera humilde. Sin duda, por ello Wenders escogió a Dennis Hopper para el papel. Bruno Ganz con la bufanda del Hamburgo F. C.


Un trío bellísimo. Y francés. Ronet, Laforêt y Delon en A pleno sol