Mostrando entradas con la etiqueta William Shakespeare. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta William Shakespeare. Mostrar todas las entradas

jueves, 31 de diciembre de 2015

Estrenos de ocasión: «Macbeth» (Justin Kurzel, 2015)




Para Fèlix Edo Tena

 


Algo maligno se acerca por el camino
 
El que una obra como Macbeth haya atraído a directores tan distintos como Welles, Kurosawa, Polanski y tantos otros se debe a un cúmulo de razones: es una de las tragedias más breves de Shakespeare (2565 versos frente a los 4072 de Hamlet, por ejemplo); la acción es vertiginosa (si uno lee la obra tiene la sensación de que el reinado de Macbeth dura unos pocos días); los parlamentos y diálogos, por lo general de excepcional belleza, se supeditan aquí al devenir de los acontecimientos –en otras obras, el bardo daba rienda suelta a largas tiradas en verso libre que permitían el lucimiento de los actores– y, por último, es quizá una de las tragedias más perfectas que nos ha dado el Renacimiento inglés: se halla aquí, como en la tragedia griega, la presencia de un hado fatal, profético, que el protagonista interpretará erróneamente; la violencia y la sensación de desesperanza son elementos omnipresentes desde el mismo comienzo de la obra; y la caída de Macbeth, que pasa de ser súbdito ejemplar a tirano sanguinario, se narra con un vigor y una convicción rara vez superados. Recordemos que, además, la obra se escribió y representó en el momento en que el rey escocés Jacobo I llegó al trono de Inglaterra tras la muerte de Isabel I. O como dijo Joyce por medio de Stephen Dedalus: “una pieza en honor de un filosofastro escocés aficionado a asar brujas”.

En esta versión dirigida por Justin Kurzel las brujas no son tres, sino cuatro. Y no son las habituales ancianas con aspecto de haber salido de una cueva del averno o de una peli de serie B de terror: parecen vulgares campesinas a las que se añade la inquietante presencia de una niña (que aparece en primer término con respecto a sus tres compañeras en la mayor parte de los planos). Una feliz “innovación” que los creadores de la película han incorporado, a la par que otras soluciones brillantes: así, la escena de la ejecución de la familia de McDuff –mujer e hijos quemados vivos ante la inexpresiva mirada de Macbeth–, el regreso a Thanis de Lady Macbeth, ya presa de la locura, y su encuentro en el interior de la iglesia con su bebé muerto, o el prólogo del film, en el que asistimos a las exequias del niño (algo que prefigura lo que ocurrirá después: una pareja estéril, incapaz de engendrar hijos sanos: el diablo no tiene necesidad de perpetuarse: es eterno).


Out, out, brief candle

Las virtudes de este Macbeth no residen sólo en la puesta en escena de Kurzel o en la labor de adaptación de los guionistas. La interpretación es asimismo excepcional. Fassbender logra proporcionar todos los matices de un personaje enormemente complejo: su violencia, sus dudas, su compasión, su definitiva inmersión en la locura y el horror. El célebre parlamento “Life is but a Walking Shadow…” lo realiza con el cadáver de su esposa en sus brazos: un pequeño tour de force que con un actor inferior habría resultado grotesco, y que aquí está a la altura del momento en que Terence Stamp declamaba ese monólogo en Toby Dammit (Federico Fellini, 1968). A su vez, Marion Cotillard evita cuidadosamente el cliché de “zorra intrigante que hace del bestia de su marido un pelele”, como en tantas versiones de Macbeth, y realiza una composición espléndida del personaje (el momento en que, en la capilla, decide la muerte de Duncan, es antológico). Algunos se lamentarán de que el acento francés de la chica es excesivo, pero, por un lado, en el guión original de Shakespeare no se nos dice nada de la nacionalidad de la mujer, y, por otro, si Fassbender y el resto del reparto hablaran con un auténtico acento escocés mucho nos tememos que los diálogos no los iban a entender ni en Surrey.


Full of Sound and Fury

Tenemos la impresión de que esta película ha costado cuatro perras, al igual que la versión de Welles de 1947. De hecho, hay sólo un momento en el que se alardea de “gran producción”: un plano brevísimo del ejército anglo-escocés que va a asediar Dunsinane y que es, obviamente, un plano creado digitalmente. Esta carestía de medios no va en contra de la calidad de la película, sino que, paradójicamente, la refuerza: así, el villorrio del que es Earl (barón o conde: tradúzcanlo como deseen) Macbeth, la relativa desnudez de los interiores y el escaso número de extras en las escenas de batallas o “de masas”. Y es que la gente suele olvidar que la historia transcurre en la edad media y que Escocia no era precisamente el califato de Córdoba por aquel entonces.

Por otro lado, la película es sumamente violenta –lo que hace justicia al original: el público inglés de la era isabelina era muy aficionado al gore, y cuando se pusieron de moda el canibalismo y las desmembraciones (en la escena), Shakespeare les ofreció Titus Andronicus, obra brutal donde las haya.

Aquí hay varios momentos memorables: el asesinato de Duncan (esas manos rebosantes de sangre que tanto afectarán a Macbeth y a su esposa); la daga ofrecida por el muchacho adolescente (¿el hijo malogrado de Macbeth?), que resulta ser un hallazgo espléndido para una escena difícil de filmar convincentemente (aún recordamos con horror la “daga voladora” de la versión de Polanski) o la presencia del fantasma de Banquo en el festín que se le ofrece al recién coronado Macbeth, una escena magnífica lograda con un mínimo de elementos.

Por desgracia, no todo es perfecto en este Macbeth: hay una persistente musiquilla pseudocéltica (o pseudopicta, ya que nos hallamos en Escocia) que nos acompaña durante buena parte del metraje. Dirán ustedes que somos unos pelmazos con esto de la música en las películas, pero es que suscribimos plenamente lo que dijo aquel: “¿Hay algo más ridículo que un hombre que avanza tambaleándose por el desierto muerto de sed… acompañado por la Orquesta Sinfónica de Los Ángeles?” Y en los planos de la batalla inicial, hay un uso un tanto abusivo del ralentí y de los planos congelados (el daño que películas como Matrix o 300 han hecho al cine es incalculable). Por último, el que la película adquiera un progresivo tinte rojizo –que al final del relato inunda la pantalla– es un recurso estilístico un tanto simplón (aunque dé lugar a unas cuantas imágenes hermosas). No obstante, tales defectos resultan nimios frente al resultado global: Macbeth no es solamente una película excelente, sino que es posiblemente la mejor adaptación cinematográfica de la obra. A aquellos a los que esta afirmación les resulte herética, les aconsejamos que vean de nuevo las versiones de Welles o Polanski.

 











miércoles, 30 de julio de 2014

LA PÁGINA DEL SEÑOR SNOID - ¿LA EDAD DE ORO DE LA TELEVISIÓN? (SEGUNDA PARTE)


Por el señor Snoid
(http://www.blogger.com/profile/03871000575405204963) 

 
No te asustes del pasado: ese monstruo no vendrá




Aunque nos duela reconocerlo, hemos de admitir que para escribir esta serie nos hemos documentado a conciencia. Y es que de este asunto de las series sabíamos bien poco hace escasos meses, si exceptuamos Los Simpsons y las que ve la señora Snoid para conciliar el sueño, en vez de tomarse un somnífero como hacen los seres humanos normales y corrientes. No: ella me castiga con cosas como CSI: Las Vegas, Castle, NCIS o cualquier mierda policíaca que pongan. Pero hemos descubierto que la tele abunda en series que son auténticas obras maestras y que además poseen sus exegetas. Así, en el último número de SoFilm, el poeta neoclásico Luis Alberto de Cuenca aseguraba que Juego de tronos es como “Shakespeare y Tolkien juntos” (aunque también dejaba entrever que Garci y él son amigos); la portada del número veraniego de Caimán está dedicada a tal serie (aunque sospechamos que es un intento desesperado por vender cuatro o cinco ejemplares más y evitar que entonemos aquello de “Se va el caimán, se va el caimán…”). Y lo más importante es que nos hemos topado con una nueva secta religiosa que se hace llamar a sí misma “seriéfilos”. Los integrantes de este culto son unos hiperpajeros adictos a las series que, como en toda religión, poseen sus escisiones, dogmas, sectas subsidiarias y herejías. Igual que el cristianismo con los católicos, mormones, anabaptistas, anglicanos, luteranos y demás. Así, unos adoran la comedia española (serían los equivalentes a los anglicanos); los más, todo lo que venga de HBO (católicos ortodoxos y casi integristas); otros, las antiguallas (prefieren la misa en latín) y otros, muy estrictos y tradicionales, se decantan por series “de calidad” tipo Downton Abbey (son como los Amish). El medio de expresión favorito de estos seres es Internet, donde hay miles de blogs y revistillas dedicadas a profundos análisis de, por ejemplo, si “¿Es Tony Soprano el paradigma de las contradicciones del varón heterosexual contemporáneo?”. Algunas, por supuesto, son más ligeras. Nuestra página güeb favorita en estos momentos es vertele.com, donde te informan de que Tele5 invita a sus miembros a un preestreno exclusivo de esa cosa de polis, moros, terrorismo islámico y Romeo y Julieta en clave hispana y cañí, El príncipe. Y además les dan a los pajilleros asistentes un ágape con tortilla y jamón ibérico marca DÍA bajo la atenta mirada del capo Vasile. Esto tanto podría llamarse reconocimiento como adulación o incluso soborno. Ni siquiera los gringos hacen tales cosas en los sneak previews de, digamos, El amanecer del planeta de los simios. Hemos de concluir, por tanto, que los seriéfilos gozan de una enorme influencia y que los vaivenes del share de tal o cual serie dependen en gran medida de si estos devotos alzan o bajan el pulgar. Y si no nos creen, les dejamos el enlace:







S. E. el anterior Jefe del Estado a punto de pulsar el botón nuclear. En realidad, está dando vía libre al UHF en Motriko (Guipúzcoa). A su lado, un embelesado Manuel Fraga recién llegado de Palomares



Aunque no nos crean, a nosotros el éxito sin precedentes de Juego de tronos nos alegra. A pesar de que consideremos que es una mierda. Y es que sería muy fácil despachar este producto como una mezcla bizarra de Dallas y El señor de los anillos (recuerden que ésta es la novela favorita de los socios del Opus Dei, secta más antigua que la de los seriéfilos), o, como decía aquel, de Shakespeare y Tolkien. Pero creemos que no van por ahí los tiros. Juego de tronos es, ni más ni menos, una hija bastarda de un género literario que hizo furor durante siglos, la novela de caballerías: sí, esas novelas que trastornaron a Don Quijote. Como es indudable que ustedes no han leído ninguna, se harán una serie de preguntas. ¿Había tanto sexo en aquellas cosas? A mansalva. Sepan ustedes que incluso Don Quijote, muy a su pesar, admitía que “de Don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, se murmura que fue más que extremadamente rijoso” (Quijote, Segunda parte, II). Y tanto, pues nada más salvar a una doncella en peligro, exigía una recompensa en especie. Y si la mujer se negaba, la violaba y proseguía con sus aventuras. Sexo a espuertas lo hay también en la mejor de todas, Tirant lo Blanc, o en cualquier otra de las malas, que son mayoría. ¿Y qué hay de la violencia? Lo que se ve en Juego de tronos es tan violento como jugar al Call of Duty comparado con las salvajadas que aparecen en estas novelitas. Pero, ¿y la religión? Porque no hay cristianismo en Juego de Tronos, dirán ustedes. Pues tampoco en las novelas de caballerías, a no ser que sea bufo, como en el Tirant; la única en que el peso del cristianismo es agotador es en la primera novela de caballerías hispana de la que se tiene noticia, El libro del caballero Çifar, donde el prota incluso se hace acompañar de su santa esposa y prole, quienes a pesar de estar hartos de los rigores de la caballería andante (concepto que no hemos entendido jamás) se aguantan. Y es que es una cosa muy medieval (principios del XIV) y, claro, eso marca. Por lo demás, Juego de tronos sigue fielmente los dictados HBO: escena de sexo –penetración posterior a ser posible– en el minuto 15, secuencia violenta en el 27, el que parece que va ser el prota (Sean Bean) palma en el último capítulo de la primera temporada, etc. Ya sabrán ustedes el chascarrillo del productor de la HBO que se acerca al director mientras se disponen a rodar una escena de sexo: “Pero hombre, mete un desnudo frontal, que esto es tele por cable”.

  



Pero no es nuestra intención poner a caldo a la cadena que revolucionó la tele tal y como la entendemos hoy en día. De hecho, si cancelaron una de nuestras series favoritas, Deadwood, es porque no tenía público, por mucho que la crítica la pusiera por las nubes. Como ven, HBO se rige por principios exclusivamente artísticos. Y es que Deadwood era un western y ya se sabe que los westerns, hoy en día, dan alergia. Nosotros, que debemos buena parte de nuestra educación a la ingesta masiva de pelis del oeste, saltamos de júbilo cuando anuncian de quinquenio en quinquenio que van a poner una, aunque sea La doctora Quinn. Deadwood era, además, una serie que supo corregir su equivocado rumbo a tiempo. En principio, el prota iba a ser el sheriff retirado Seth Bullock. La primera secuencia nos lo muestra en su oficina antes de ponerse en marcha a Deadwood para montar una ferretería con su amigo y socio judío Sol Starr (bisabuelo de Ringo). Bullock tiene un preso cuatrero y viene una turba con la sana intención de ahorcarlo. Como Bullock tiene prisa, ni corto ni perezoso él mismo aplica la ley de Lynch al desgraciado delante de la horrorizada plebe. Dado que el personaje era tan antipático (¡un sheriff que pone una ferretería!) y el actor tan lamentable (Timothy Olyphant), los creadores de la serie rápidamente desviaron el punto de vista hacia el presunto villano de la función, Al Swarengen (Ian McShane en el papel de su vida), propietario de The Gem, un local inmundo que aunaba bar, casa de juego y prostíbulo; un hombre que no duda en afirmar que sus aspiraciones en la vida son sencillas: “Simplemente, sacar un pequeño beneficio y correrme en la boca de alguien cada noche”. Épico fue el momento en que Al, presa de un ataque de estrés, exclama: “¡Necesito follarme algo!” y llama a Trixie a gritos: “¡Y sube la puta botella!”. Puede que Al hiciera cosas moralmente reprobables, pero cuando llega al pueblo al final de la segunda temporada el auténtico capitalista, George Hearst, el papá del famoso ciudadano Kane, vemos al malvado más satánico de los últimos tiempos. La serie contaba además con un reparto excelente y unos personajes secundarios que por sí solos hubieran podido protagonizar una serie propia (o spin-off, como llaman los seriéfilos a este momento de la liturgia), como el doctor Cochran (Brad Dourif), Jewel (la tullida que trabaja para Al barriendo el Gem), Trixie (la puta favorita de Al) o E. B. Farnum, propietario del hotel, una mezcla imposible de Yago y Falstaff, en cuanto a su falsedad y carácter truhanesco. Y por si esto fuera poco, Deadwood presentaba un Oeste tan cochambroso que ni se lo hubieran imaginado Peckinpah o Leone en sus peores pesadillas.




Pero, ¿quién dijo que los ingleses no se saben vestir?



La serie que prefiere el seriéfilo tradicional está hoy representada por Downton Abbey. Y es que en esto de las series ambientadas en el mundo victoriano o eduardiano hasta los felices años veinte, los británicos no tienen rival posible. Porque muebles, tapices, alfombras y porcelana son de un gusto exquisito, los actores son buenos y los argumentos soporíferos. De vez en cuando los ingleses nos endilgan una de estas que gana todos los premios y parabienes, como lo hizo en su día Retorno a Brideshead. Son un poco como las pelis de Ivory-Merchant-Jhabvala, tipo Lo que queda del día (a esta la madre de la señora Snoid la llama The Butler; a aquella con Elizabeth Taylor de niña amazona, National Velvet, Elizabeth Taylor y el caballito: y no, no es por el alzheimer) o al revés: tanto da. Un aburrimiento sin fin. Lujoso, eso sí.




La programación de antaño era tan buena como la de hoy. Y entonces no existía la HBO



El seriéfilo hereje opta, como era de esperar, por el paganismo más crudo. Series salvajemente gays como Spartacus, con esas depilaciones, esos trabajados músculos bien en el gimnasio, bien en la post-producción digital y esa convivencia masculina cuartelaria prácticamente en pelotas hacen las delicias del seriéfilo sodomita, condenado por todas las sectas. Mariconadas aparte, la serie es una basura y cualquier peplum italiano, por infame que sea, parece casi bueno a su lado. Muy distinta era Roma, serie producida por John Milius, nuestro anarco-fascista favorito, y que mostraba el momento de cambio de república a imperio con cuidadoso detallismo. Ojo que no nos referimos al atrezzo: pensábamos en “aspectos de la vida cotidiana” como prácticas religiosas, culinarias o de trabajo y ocio. Porque, que sepamos, la sodomía nos ha acompañado desde que el mundo es mundo y los dildos siempre han estado presentes en todas las civilizaciones…




Dildos: clasicismo y modernidad

  
El futuro ya no es lo que era. O quizá sí. Incluimos aquí las series ambientadas en el futuro porque no dejan de ser “obras de época”. Piensen que grandes pelis “de anticipación” como 2001 mostraban con gran detalle la moda según el Vogue de 1968. Y qué decir de los años setenta: ese Rollerball de Norman Jewison con unos pantalonazos de campana que hacían que James Caan pareciera Shaft en blanco. En fin, dejando aparte Futurama (buena, pero no a la excelsa altura de Los Simpsons: es lástima que Matt Groening sea tan vago; en cambio, gentes como Ridley Scott no paran) poco hay que contar. Como toda mierda del pasado tiene que tener su remake en el presente, por eso de la nostalgia y hacer caja, ha poco nos deleitaron con Battlestar: Galactica y con V. Humanos del futuro enfrentados a peligrosos extraterrestres comunistas. Y hemos de confesar, con lágrimas en los ojos, que nunca hemos sido trekkies. A nosotros lo de la nave Enterprise y los Klingorn nunca nos interesó mucho, ni en su versión primitiva, ni en las pelis, ni en la serie de TV posterior ni en las que hace ahora J. J. Abrams. Quizá se deba a que el capitán Kirk original iba a ser nuestro adorado Jeffrey Hunter, pero como el pobre se cayó por las escaleras de su casa y se rompió la nuca, el papel fue para el sosainas William Shatner. Otra cosa en la que también mete mano J. J. Abrams es Revolution, una birria que tiene su gracia. La gracia está en su protagonista, Tracy Spidorakos (nos tememos que con ese nombre no llegará nunca al estrellato), una joven bellísima, actriz aceptable, y que, en la serie al menos, mata a la gente disparando flechas. En fin, que nos quedamos con la muy extraña Persiguiendo a Jane Austen, que va de una jovenzuela obsesionada con las obras de la escritora, y que de la noche a la mañana se encuentra en la Inglaterra del XVIII en la piel de un personaje de la novelista.




Nosotros vivimos en la última chabola a la derecha



Pensarán ustedes que no vemos series españolas. Pues se equivocan. Hace unos meses vimos algo que los críticos a sueldo denominan una “arriesgada apuesta” o una “apuesta arriesgada”, un remake del western Caravana de mujeres (William A. Wellman, 1951) ambientada en la América española del siglo XVI y titulada poéticamente El corazón del océano. Y la vimos porque Ingrid Rubio y Víctor Clavijo siempre han sido santos de nuestra devoción (sobre todo Ingrid). Lástima que el argumento (en su totalidad: premisa, diálogos, desarrollo…) y la realización fueran tan penosos. Conste que hemos escrito realización, pues, por lo habitual, no hay forma de averiguar si un episodio de Los Soprano lo dirigió Dick Van Patten o el vecino de su adosado, ya que estos productos se hacen siempre según el patrón del episodio piloto. Que era una mierda, vamos, pero una mierda con personalidad, que es lo que sorprende.



En la próxima entrega hablaremos de las de polis. El retraso se debe al número de cuerpos y fuerzas de seguridad del estado en los USA y sus respectivas jurisdicciones. Ayer nos enteramos, por ejemplo, de que los rangers de Texas son ahora una cosa como testimonial, pues la policía estatal y la patrulla fronteriza son las que se encargan de ejecutar a los espaldas mojadas. Triste que tan mítico cuerpo haya acabado así. Y no hemos encontrado ninguna serie española (o catalana) que nos muestre la brutalidad policial de los célebres Mossos (o Bèsties d’Esquadra). Pero no vayan torciendo el morro: incluso hemos visto la serie criptocatólica True Detective y nos ha molado…





No nos duelen prendas a la hora de introducir publicidad de bebidas de alta graduación. Ni que los modelos se hallen totalmente ebrios. Así era la España de 1966.




viernes, 14 de marzo de 2014

LA PÁGINA DEL SEÑOR SNOID - LOS OLVIDADOS (II)




Es posible que algunos de ustedes, si han visto la serie británica Llama a la comadrona (serie que no nos avergonzamos de declarar que nos agrada), hayan reparado en la hermana Juliana, la mujer que dirige el servicio de matronas auspiciado por esas simpáticas monjas anglicanas en el pre-swinging London. Pero lo más probable es que la hayan visto fugazmente en Los vengadores o en El capitán América como la anciana del Consejo Mundial de Seguridad que sale tres o cuatro segundos. Pues bien, la mujer en cuestión es una de nuestras actrices favoritas de todos los tiempos, Jenny Agutter, y lleva dando guerra desde finales de los sesenta, cuando era una chiquilla.

El que Jenny no sea una superestrella con pedrigrí y honores como una Judi Dench o una Helen Mirren es uno de los grandes misterios de la historia del cine. Similar a si la célebre entrevista entre Fritz Lang y Josef Goebbels se celebró o no (nosotros estamos convencidos de que, como los directores siempre mienten, Fritz se tiró el moco. Además, eso de que el banco hubiera cerrado y tuviera que coger el primer tren a París huele a trola. Y no olvidemos que si Goebbels era megalomaníaco, nuestro Fritz no fue nunca un prodigio de humildad).


Jenny reflexionando sobre los índices de natalidad en el Londres de los 50


Y eso que el comienzo de la carrera de Jenny fue espectacular: fue la protagonista de la mejor película de Nicolas Roeg, Walkabout, film que sería una obra maestra si no tuviera un montaje tan cretino. Y ahí Jenny tenía 17 añitos y una carrera espléndida por delante. Sin embargo, sospechamos que quizá el agente de Jenny era su peor enemigo o la chica no leía los guiones que le enviaban, pues la pobre apareció en un montón de películas más o menos espantosas. Algunas de ellas tan espantosas que incluso tuvieron éxito, como La fuga de Logan (donde era la pareja de otro de nuestros actores británicos bizarros favoritos, Michael York, del que jamás olvidaremos su papel como Michael York en Fedora, así como la señora Snoid le recuerda como un icono sexual infantil desde que vio de niña Zeppelín, donde Michael salía con faldita escocesa hecho un pincel), Un hombre lobo americano en Londres (que tiene sus fanáticos), Ha llegado el águila (donde en un reparto en el que figuraban Michael Caine –que interpreta a un oficial paracaidista alemán– y Robert Duvall –coronel del servicio de inteligencia nazi– lo único que se salvaba era la relación entre Donald Sutherland –espía irlandés nazi con más facultades que ese que amansa perros en la tele– y Jenny, que hacía de chica inglesa y por tanto era la única persona del reparto que no resultaba chocante. En cierto momento, Donald le espetaba a Jenny algo en lo que todos estábamos de acuerdo: “Me gusta tu nariz respingona”),  o China 9, Liberty 37 (AKA Clayton Drumm, western rodado en España con Warren Oates, Sam Peckinpah y el siempre impresentable Fabio Testi) y, ya en plan culto, Equus, una porquería que era casi tan infame como la obra teatral en la que se inspiraba. 



Jenny posee la OBE (Orden del Imperio Británico) en calidad de Oficial. No se impresionen: incluso Roger Moore tiene una


Así que Jenny, después de rodar tantas pelis chungas, decidió abandonar parcialmente el cine y dedicarse al teatro y a la tele. Precisamente en una producción televisiva, Otelo, la vimos en su mejor interpretación: una Desdémona sutil y elegante, no la habitual cretina que está casada con un negro y no se entera de nada en tantas adaptaciones de la obra de Will Shake-Scenes. La cosa dura cerca de 200 minutos y, si tal hecho nos importara (y es que no nos importa) diríamos que es excepcionalmente fiel al original. Que se respeta la totalidad del diálogo, vamos, por lo que hoy no la entienden ni británicos ni gringos, quienes aborrecen tanto a Shakespeare –aunque no lo reconozcan– como los adolescentes españoles a los que se les obliga a leer un capítulo del Quijote odian a Cervantes.



Jenny en Walkabout antes de perderse en el desierto y volver loco al aborigen

Sin embargo, el misterio del relativo anonimato de Jenny resulta fascinante. Nosotros hemos elaborado una teoría (en la que no creemos) que puede explicarlo. A Jenny la hacían salir en pelotas en casi todas sus pelis (de joven: no se imaginen que lo de las comadronas es una serie porno) y los ingleses son extraordinariamente rancios para estas cuestiones. Creen que si una de sus actrices se exhibe es como si se exhibiera su madre o algo así. Recordamos aún con espanto una crítica en el Time Out de una peli en la que Greta Scacchi (británica también pese a su apellido) enseñaba los pechos: “Dropping your clothes again, Greta?”. Así se las gastan estos descendientes de Cromwell. Y no crean que los británicos no son pajeros. Todo lo contrario. Y además tenemos pruebas. Porque durante una temporada vivimos en una residencia estudiantil inglesa y las señoras de la limpieza, peruanas que hablaban en la lengua que les impuso el conquistador, se quejaban a voz en cuello de la suciedad de las sábanas un día sí y otro también. Doble humillación, ya que un servidor de ustedes pasaba por ser súbdito alemán: de haber sabido que la castellana lengua era mi idioma nativo las peruanas se hubieran cortado (dado su origen, se habían adaptado perfectamente al clasismo inglés). En efecto: un bochorno tremendo al que eran ajenos 11 de los 12 residentes en aquella ala del edificio.


Esa clase de enfermera que nunca le atenderá a usted (porque no es un hombre lobo)


Volviendo a lo nuestro, también cabe dentro de lo posible que la propia Jenny se hartara de tanta desnudez «por exigencias de guion», o que su decisión de no trasladarse a Los Ángeles determinara su carrera. Poco importa: para nosotros es tan buena actriz y tan atractiva como abuelita en Llama a la comadrona que como de jovencita que enloquece al pobre David Gulpilil en Walkabout (el sino cinematográfico de este hombre era pasarlas canutas: ¿le recuerdan en La última ola?). Será que somos un poco degenerados…