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martes, 11 de febrero de 2025

ESTRENOS DE OCASIÓN: "CÓNCLAVE" (Edward Berger, 2024)

 

por el señor Snoid

Publicamos el día de Nuestra Señora de Lourdes una breve reseña de Cónclave, con la esperanza de que Bernardette Soubirois (Jennifer Jones) nos proporcione el hálito espiritual y la necesaria inspiración para la tarea ya que, ¡cómo ha maltratado el cine al Papado! Las películas con o sobre Papas podrían dividirse en dos grandes subgrupos: a) producciones de un aburrimiento tal que equivaldrían a rezar veintisiete rosarios seguidos, y b) hilarantes artefactos a mayor gloria de la iglesia romana. Piensen ustedes en films como Las sandalias del pescador (Michael Anderson, 1968), donde Anthony Quinn encarnaba a un Papa de origen ucraniano que mediaba en un conflicto entre los EEUU y China por un quítame allá esos aranceles que casi desembocaba en Holocausto nuclear (visión premonitoria del autor del best-seller original, Morris West, quizá iluminado por la Divina Providencia). Y eso que Quinn se mostraba bastante contenido —la humildad y a la vez solemnidad del cargo, sin duda— pues tanto si interpretaba a un pirata colombiano, al jefe lakota Caballo Loco, a un esquimal, al hermano de Emiliano Zapata, a Gauguin o a un griego hedonista, el hombre siempre ofrecía idéntica y exuberante interpretación. O la divertidísima El tormento y el éxtasis (Carol Reed, 1969), donde un muy viril y heterosexual Miguel Ángel (Charlton Heston, quien daba la impresión de pintar la Capilla Sixtina con los mismos harapos que llevaba en El planeta de los simios) se enfrentaba continuamente con su jefe, el muy zumbón Julio II (Rex Harrison: actor al que admiramos por su presencia en El fantasma y la señora Muir y por ser el único que salió indemne de una sucesión alucinante de desastres: Cleopatra, El extravagante Doctor Doolittle, Mujeres en Venecia, El Rolls-Royce amarillo... Rex siempre caía de pie). O El Padrino III, cuando el futuro Juan Pablo I (Raf Vallone) aconseja a Michael Corleone y le cuenta la parábola de la piedra en el agua y cómo, de igual manera, la humanidad ha resultado impermeable a las enseñanzas de Cristo. Y anima a Michael a confesarse. Y a cada monstruoso pecadillo de Michael le acompañaba de fondo el tañido de una campana. De vergüenza ajena, en efecto.

 

Y piensen que oportunidades ha habido para realizar entretenidos biopics sobre algún Papa más o menos bizarro o más o menos próximo al Anticristo. Así, la biografía televisiva sobre Juan Pablo II (a quien quería todo el mundo) tuvo una encarnación juvenil en Cary Elwes y más madura en Jon Voight, pero desaprovechaba por completo todos los saraos diplomáticos y la alta política (¿o Realpolitik?) que hicieron de JP II, Reagan y Thatcher las cabezas visibles del desmantelamiento del comunismo en Europa. Por no hablar del intento de asesinato perpetrado por un tal Alí Acga, con la “conexión búlgara” de por medio; es decir, que el tontaina de Alí fue reclutado por el KGB, aunque en los últimos tiempos ha llegado a declarar que actuó según las órdenes de Irán. Próximamente los instigadores serán los chinos o quizá de nuevo el KGB, remozado en la figura de Putin.

Las dos películas sobre la Papisa Juana pertenecen al apartado a) y quizá salvaríamos de la quema Amén (Costa Gavras, 2001), película que cuenta la indiferencia vaticana respecto al exterminio judío antes y durante la II Guerra Mundial. Por cierto que el director Josef von Sternberg tuvo un recuerdo en sus memorias sobre el Papa de aquel entonces, Pío XII. Antes de convertirse en Sumo Pontífice, Pacelli (nombre artístico del futuro Papa) fue Nuncio en Alemania y después firmó el Reichskonkordat entre Alemania y El Vaticano. Cuando le preguntaron, después de la guerra, si no había sido un tanto “indulgente” con los nazis, el Santo Padre replicó: “Entonces yo no era infalible”. Pero sí cachazudo y reaccionario: no en vano provenía de lo que en Italia denominaban nobleza negra...

Arranca Cónclave con los modos y maneras de un film de suspense: avanza por las calles de Roma de noche, filmado de espaldas, el Cardenal Lawrence (Ralph Fiennes) e incluso hay un plano de sus zapatos —pensamos de inmediato en Extraños en un tren y en que no tendríamos la suerte de ver algo similar a la película de Hitchcock. El Santo Padre está agonizando (un trasunto del actual, pues habita en la residencia de Santa Marta y no en sus lujosas estancias vaticanas) y al pobre Lawrence le toca ordenar el sellado de la habitación papal y la engorrosa dirección del cónclave del que va a salir el titular de la cátedra de San Pedro. Y a continuación, lo que esperábamos: una serie de intrigas palaciegas similares a las de la elección de delegado de curso en 2º de bachillerato. Dos facciones bien definidas: la ultramontana representada por el Cardenal Tedesco (Sergio Castellitto) y la más “liberal”, encarnada en Bellini (Stanley Tucci), más las sorpresivas apariciones de dos candidatos que compiten en reaccionarismo: un Cardenal africano (Nakitanda: Joseph Mydell) y otro norteamericano, Tremblay (John Lightgow). Cansinamente nos vamos despidiendo del Cardenal negro —por las maquinaciones de una monja entrometida que desvela que ese príncipe de la iglesia dejó preñada a otra sor de su diócesis— y se descubre que Lightgow ha hecho algo malo, muy malo, en su pasado. Pensábamos que, como mínimo, el Cardenal gringo les habría mostrado los misterios del organismo a todos sus monaguillos y catecúmenos desde que le invistieron con las sagradas órdenes, pero no hubo tal: sólo un banal chanchullo de sobornos. Y a partir de aquí, el truco final o el prestigio —que en el relato se huele a varias sarapangas de distancia— que nos hizo pensar que tal vez la película esté financiada por el sector más “progresista” del Vaticano.

El director Edward Berger hace bien poco por evitar que Cónclave entre con toda pompa y esplendor en la categoría a) de films sobre Papas. Utiliza una iluminación muy sombría —sin duda, bastante cercana a la realidad de estas elecciones con sufragio restringido—, nos regala una apabullante cantidad de primeros planos y se deleita en la exactitud de la recreación de los rituales —la urna de los votos, el anillo del Papa y todo tipo de fruslerías—. Todo ello ahogado por una música omnipresente que parece compuesta por un Bernard Herrmann con delirium tremens. Hay un momento interesante: un plano cenital de los cardenales bajo la lluvia en la plaza de San Pedro, todos paraguas en mano (ahí recordamos Enviado especial: Foreign Correspondent, 1942: por alguna razón pensamos mucho en Hitchcock, con nostalgia, durante parte del metraje. Quizá porque Sir Alfred —o Buñuel, o Ferreri— hubieran añadido unas cuantas dosis de humor e ironía a una película que se toma demasiado en serio a sí misma).

Hay que destacar, sin embargo, esa seriedad con que se toman su labor Fiennes, Tucci y Lightgow. De acuerdo: todos son buenos actores; pero que ninguno muestre desazón ni disgusto por el horrible guión que han de interpretar nos sorprendió gratamente. Tucci siempre ha sido un secundario robaescenas y los mayores éxitos de Lightgow los ha tenido como comediante. A Fiennes le da igual lo que le echen, porque siempre lo hará bien aunque la película sea inmunda (Los Vengadores), trivial (Kingsman: la primera misión), pretenciosa (El jardinero fiel), ganadora de Óscars (La lista de Schindler, El paciente inglés) o incluso buena (Días extraños).

Quizá el problema de estas películas venga de lejos. Hace tiempo que la iglesia romana dejó de ser mecenas de las artes, y cuando en la actualidad sueltan la pasta tienen ocurrencias tales como encargar al célebre pintamonas y líder catecumenal Kiko Argüello las vidrieras de la abominable Catedral de la Almudena —aunque la capilla del Santísimo ejecutada por Miquel Barceló en la Catedral de Palma no está nada mal. Pero es que antes no descuidaban ni la música ni los espectáculos populares. Piensen en la ópera que compuso el cura Antonio Vivaldi sobre Hernán Cortés y La Malinche: es como un guión para una película de los hermanos Marx; o los Autos Sacramentales que se representaban el día del Corpus. Leídos son un ladrillo teológico, pero sin duda su puesta en escena debía de ser sumamente espectacular. En fin, que si el Vaticano fundara una productora que hiciera films como La sustancia o Emilia Pérez, películas audaces, sesudas a la par que entretenidas y que abordan temas candentes del mundo de hoy, no dudamos que volverían tiempos de esplendor para la iglesia católica y los fieles abarrotarían los cines y reventarían los índices de visionados en las plataformas televisivas... ¡O que la Santa Sede envíe un representante al Festival de Eurovisión!



 


 

viernes, 27 de enero de 2023

EL CINE QUE TANTO AMAMOS (ENERO DE 2023): HITCHCOCK - HAWKS - SERRA

por Francisco López Martín

 

Inauguramos esta sección con la esperanza de que estas notas dispersas encontrarán en el benévolo lector un destinatario que sepa disculpar sus faltas y acoja con simpatía la voluntad de comunicar amor por el mejor cine, único propósito que las guía. En cada entrada nos ceñiremos a unas pocas incitaciones, persuadidos de que la brevedad es un valor en sí. Convencidos también de que en el ámbito cultural no hay receptor omnipotente, con la misma sensibilidad para toda clase de propuestas, intentaremos centrarnos en aquellas que nos encontraron en horas propicias, y declararemos sin tapujos nuestros problemas de comprensión allá donde se encuentren, absteniéndonos por lo general (enunciada la regla, enseguida se darán las incongruencias de rigor) de la desagradable tendencia a situar como falta del objeto lo que suelen ser deficiencias del sujeto (aunque sólo sea debida a una dedicación de tiempo inadecuada para entender la obra en cuestión).

1. El mes cinematográfico empezó con la revisión de Atrapa a un ladrón (To Catch a Thief¸ 1955). En los últimos meses, el cine de Alfred Hitchcock se ha convertido en uno de los polos fundamentales de nuestra obsesiva tendencia a estar en contacto con el gran cine. Nuestra admiración se remonta a la primera adolescencia y, desde entonces, no ha hecho sino acrecentarse. Evidentemente, nada descubrimos en cuanto a la categoría del director británico, si bien tampoco ha de creerse que sea universalmente aceptada: así, en este mismo Bulevar, creemos que el señor Snoid matizaría mucho nuestras alabanzas, fundamentalmente por encontrar sus propuestas demasiado dirigistas, en el polo opuesto, digamos –gigante contra gigante– de un John Ford.

En la ficha de la película que figura en Filmin, encontramos la siguiente observación: "Su tono ligero fue malinterpretado como una debilidad en su momento y hoy se reivindica como una gran película del maestro del suspense". Creemos que esta confusión perdura también hasta cierto punto en el aficionado actual. Y es que una cosa es la levedad de la historia, innegable, y otra, muy distinta, —pero también, creemos, difícil de objetar— el dominio de la forma que demuestra en la película el director británico, más allá de celebrados hallazgos que han pasado a la historia, como el de la escena del beso con los fuegos artificiales. La película se inserta, dentro de la filmografía de Hitchcock, en un prodigioso ciclo de películas que éste dirigió en las décadas de 1950 y 1960, y, más concretamente, justo antes de que rodara las extraordinarias Vértigo (Vertigo, 1958), Psicosis (Psycho, 1960) y Los pájaros (The Birds, 1963). Atrapa a un ladrón queda tal vez un escalón por debajo de ellas, pero no deja de ser una lección magistral de construcción y dominio del relato.




2. ¡Peligro… línea 7000! (Red Line 7000, 1965), de Howard Hawks, que teníamos muy olvidada, nos pareció una película que ha envejecido muy mal, empezando por esas horribles concatenaciones de formatos entre carreras filmadas in situ y escenas con los actores rodadas en estudio y siguiendo por un guión abominable (y, no, en esta ocasión no creemos que repetidas visiones nos convencerían de lo contrario), y que, desde luego, bajo ningún concepto puede figurar entre lo mejor de uno de los directores más importantes del Hollywood clásico. 



Mucho más placentera resultó una nueva visión de El Dorado (1966), en la que Hawks demuestra una precisión narrativa excepcional, con uno de esos guiones que parecía rodar una y otra vez (si hay directores que, como Ozu o Rohmer, dan la impresión de estar realizando siempre el mismo film —dicho con toda nuestra admiración por el genial realizador japonés y por el muy apreciable director galo—, se antoja que Hawks tenía una plantilla que aplicó en varias ocasiones a los diversos géneros que tocaba, en general, por otro lado, con resultados muy felices).



3. Pacifiction (2021), de Albert Serra, nos pareció una de las grandes películas del año. La potencia de las imágenes —y de la banda sonora, deudora, como algunos de sus giros, del cine de David Lynch— despertó en nuestra memoria cinéfila desde el comienzo ecos hasta cierto punto irracionales —si bien resulta claro que el título de Serra se inserta en algunas de esas tradiciones— con diversos títulos del mejor cine de los años 70, entre los cuales sólo nos atreveremos a citar dos: El reportero (Professione: reporter, 1976), de Michelangelo Antonioni, y El asesinato de un corredor de apuestas chino (The Killing of a Chinese Bookie, 1976), de John Cassavettes. Tal vez por ese personaje masculino que sentimos abocado a una investigación de la que se adivina que no saldrá nada bueno… y sobre todo por esa sensación difícilmente expresable de que el cinematógrafo ha logrado atrapar algo más poderoso que la vida. 



Menos gozosa resultó la nueva vuelta a la primera película del director, Honor de cavalleria (2006), realización que parece situarse más allá de toda categoría conceptual que nos permita pensarla con rigor (sin duda, la limitación es nuestra) y que, quizá más preocupante, sigue sin ejercer en nosotros el necesario atractivo que invitaría a un análisis pausado, tal vez condición necesaria (la de entender su engranaje) para su disfrute. No obstante, creemos que el cine de Albert Serra, por lo que conocemos de él y pese a la distancia estética que nos separa de algunas de sus propuestas, es una cita ineludible para los espectadores y analistas más exigentes del cine contemporáneo. (El lector interesado puede encontrar una estupenda visión panorámica realizada por un espectador sensible a las bellezas de su filmografía: https://www.quaderndelesidees.press/albert-serra-idealismo-y-fanatismo/).




domingo, 19 de noviembre de 2017

Alfred Hitchcock y las flores del mal

 
por el señor Snoid

Hemos de confesarles que a nosotros nos entusiasman las películas malas de Hitchcock. Es decir, aquellas que el director consideraba fallidas porque no habían tenido éxito de público: Marnie, Falso culpable, la hoy santificada Vertigo, Yo confieso... Films en los que Hithcock se olvida a menudo del espectador y que no funcionan como el mecanismo de relojería bien engrasado de sus películas más —económicamente— exitosas (North by Northwest, Psicosis, La ventana indiscreta, Los 39 escalones), films en los que el director parece “dejarse llevar” por sus propias emociones y en los que se olvida de telegrafiarle al espectador lo que debe sentir o pensar en cada momento (uno de los aspectos más molestos y enojosos de su estilo). Por descontado, las malas de solemnidad, que son escasas (Posada Jamaica, Juno and the Paycock, Cortina rasgada) no nos interesan en absoluto.

Una de las películas con peor reputación del director inglés es Topaz (Topaz, 1969). Y, en parte, tal reputación es, hasta cierto punto, merecida. Tras la catástrofe taquillera y crítica de Cortina rasgada (Torn Curtain, 1966), Hitch se hallaba en un momento delicado de su carrera. Los ejecutivos de la Universal, con esa sagacidad que sólo puede tener un ejecutivo de Hollywodd, pensaron: “Si el cabrón de Preminger consiguió un éxito con el best-seller ese de judíos, Éxodo, ¿por qué no vamos a hacer lo mismo con el último superventas del autor? Y nadie mejor para dirigirla que Hitchcock”. Así piensa esta gente y así les va.



El autor mencionado era Leon Uris, responsable de varios novelones de éxito y de la tala de varias hectáreas de árboles. Hitchcock comenzó a trabajar con él en el guión y casi inmediatamente le despidió. Como solución de urgencia llamó a su amigo el dramaturgo Sam Taylor (autor del guión de Vertigo), que hizo lo que pudo con el material de base, pero que no pudo impedir que el “tercer acto” (como dirían los guionistas) fuera un desastre (algo que también ocurre, en mucha menor medida y que nos perdonen los fanáticos, en Vertigo). Pero lo peor estaba por llegar: Topaz mezcla alegremente un reparto de actores muy competentes (por orden de preferencia: Roscoe Lee Browne, John Forsythe, John Vernon) con unos intérpretes que bien habrían podido dedicarse a cualquier otra profesión (trabajar en un gasolinera, por ejemplo: Frederick Stafford, Karin Dor, Dany Robin), incluso se nota que actores tan experimentados como Philippe Noiret y Michel Piccoli no están nada cómodos en sus papeles. Además, como saben, el director rara vez dirigía a sus actores (Sean Connery recordaba que sólo le dio dos instrucciones en todo el rodaje de Marnie: que no caminara tan deprisa y que no enseñara tanto los dientes: “El público no está interesado en el trabajo de tu dentista, Sean”). Si a ello sumamos que el film posee dos “McGuffins” (error que Hitchcock no había cometido jamás), primero la obtención de pruebas de que los soviéticos están instalando lanzaderas de misiles nucleares en Cuba, y después la captura de un alto funcionario francés que trabaja para la URSS, el desastre parece completo.

 
Pues no. Ante semejante cúmulo de adversidades, Hitchcock decidió potenciar la puesta en escena y obtuvo secuencias magníficas (la huida, al inicio de la película, del desertor ruso y su familia en Copenhague; casi todo el fragmento cubano del film, que Guillermo Cabrera-Infante consideraba, un tanto hiperbólicamente, como “la mejor película rodada en Cuba”, el plano en que Dany Robin le hace saber a su esposo, el espía André Deveraux (Frederick Stafford; Hitchcock jamás le llamaba por su nombre; decía “ese actor”. Imaginamos que pronunciaba la palabra “actor” como si pronunciara “regurgitación”), que sabe de la existencia de una mujer cubana llamada Juanita de Córdoba, la escena en el hotel neoyorquino donde se aloja la delegación cubana...

En entrevistas posteriores al estreno del film, Hitchcock sólo destacaba el momento en que Enrique Parra (John Vernon) mata a Juanita de Córdoba (Karin Dor) y el famoso plano cenital en el que “ella se desploma y su vestido se abre como una flor”. Veámoslo:


 
Sin embargo, las flores son un elemento omnipresente en el film, siempre con un sentido ominoso y sombrío.

Al principio, los desertores rusos se refugian en una fábrica de porcelana. Hitchcock inserta varios planos de detalle de la elaboración artesanal de las figuritas, tan cursis como las de Lladró, antes de que los agentes norteamericanos les rescaten de sus perseguidores:






 
Aparecen cuando el agente de la CIA interpretado por John Forsythe le “encarga” a Deveraux que investigue la presencia soviética en Cuba:



Surgirán de nuevo cuando Deveraux hace que uno de subordinados —que, como tapadera, ¡posee una floristería!— soborne al funcionario cubano para robar unos documentos (mientras la familia de Deveraux le espera en un restaurante):
:  




En el encuentro entre los dos traidores franceses:





Estarán presentes también cuando la esposa de Deveraux le hace saber quién es el traidor francés (y de paso, que le ha puesto unos hermosos cuernos a su esposo con ese hombre):




Y por último, en uno de los planos más bellos del film, con ese lento travelling que comienza mostrando la enorme sala de conferencias hasta que alcanzamos al doble agente francés, Granville (Michel Piccoli). 
  

En fin, unos pocos ejemplos que pretenden demostrar que Topaz no es una película tan despreciable como han sostenido la mayoría de críticos y estudiosos de Hitchcock. Flores muertas, flores que mueren, flores que anuncian la muerte... En uno de los films más sombríos de su autor. Bien sabía él que el contraste dramático es siempre efectivo. Lástima que el público no lo apreciara en su día.
 

domingo, 18 de junio de 2017

Estrenos de ocasión: "Ignacio de Loyola" (Paolo Dy, Cathy Azanza, 2016)



Estrenos de ocasión: Ignacio de Loyola (Paolo Dy, Cathy Azanza, 2016)


Por la señora y el señor Snoid



 
Quizá se pregunten ustedes qué nos hizo acudir al cine para ver esta película, dado que ni era el aniversario del fundador de la jesuítica orden, no otorgaban una bula papal con la entrada —ni mucho menos una indulgencia plenaria— y, además, sabidas son las fricciones entre capuchinos y jesuitas, debido, por supuesto, a la enorme (e injustificada, a nuestros ojos) soberbia intelectual de los miembros de la orden de San Ignacio.

Pues un cúmulo de razones:

-La posibilidad de dos horas de aire acondicionado (las demás cosas que ponían en los multicines eran incluso, en principio, más pavorosas: pelis infantiles subnormales, una comedia española de apariencia igualmente subnormal y una especie de film blaxplotation de terror, Déjame salir; como imaginamos que no superaría a la sueca Déjame entrar, lo dejamos correr).

-El hecho de que Ignacio de Loyola fuera una coproducción hispano-filipina. Ni siquiera las dos magnas versiones de Los últimos de Filipinas se hicieron en régimen de coproducción.

-El más inquietante hecho de que la productora se denominara Jesuit Communications Company. ¿De nuevo a la conquista del mundo? ¿Esta vez por medios audiovisuales? ¿Celos de sus rivales del Opus Dei, que recientemente nos regalaron un carísimo largometraje, Encontrarás Dragones, que sólo vieron los 80.000 miembros de la secta?

Ad Maiorem Dei Gloriam

Sepan ustedes que la relación cine-jesuitismo ha sido larga y fructífera. Tan larga que arranca en el siglo XVIII. En efecto, el sabio jesuita Atanasio Kircher, que lo mismo investigaba fósiles de mamuts que descifraba la escritura copta o intentaba desentrañar los jeroglíficos egipcios, publicó en 1761 su Ars Magna Lucis et Umbrae, volumen que compila todo lo conocido hasta entonces sobre las capacidades del ojo humano, los efectos de la luz, los principios de los relojes solares, las ventajas del uso de la camera obscura para los pintores (en esto se adelantó bastante a David Hockney) y un proyecto de perfeccionamiento de la linterna mágica. De ahí a los Lumière y a Edison sólo había un paso. Por desgracia, Atanasio era alemán y no francés, y por ello su presencia en los manuales de historia del cine es inexistente o testimonial.



 
En 1900 nacieron dos directores que recibieron una jesuítica educación y además se jactaban de ello: Buñuel y Hitchcock. Suponemos que fruto de ese esmerado aprendizaje plasmarían sus obsesiones en forma de película: aquello del “sentimiento de culpa jesuítico” (Hitch), la teología de andar por casa (Buñuel) y, sobre todo, sus obsesiones sexuales (ambos). Comparen el catolicismo de estos dos con el catolicismo hedonista de un John Ford: mucho nos tememos que en el caso de Buñuel y Hitchcock, los padres de la Compañía les habían pintado la religión con unos colores negrísimos, el infierno con un technicolor con profusión de rojos y el sexo como la mayor de las degeneraciones...

Lejos ya los tiempos en que la Compañía era la fuerza de choque de la iglesia, los Tercios (sin cabra), los SEAL, los SAS británicos, la legión extranjera francesa, etc.,  los jesuitas se dedicaron preferentemente a la educación en aquellos países donde no les habían expulsado, por medio de colegios y universidades que ponían el precio del crédito por las nubes (les sonarán a ustedes sitios como Deusto y Georgetown). Sin embargo, no descuidaron su conexión cinéfila: montaban cine-clubs parroquiales allá donde podían, y como siempre tuvieron fama de ser más cultos y refinados que otras órdenes, no dudaban, por ejemplo, en programar películas de Antonioni (algo que contribuyó enormemente a la difusión del ateísmo en la Europa occidental).

 
Enormes colas en un cine-club jesuítico. La película era Viridiana
 

 No obstante, la orden siempre tuvo un cierto carácter esquizofrénico: mientras unos dormitaban en sus cátedras, otros evangelizaban en lugares muy, muy peligrosos y muy, muy pobres, y abrazaban lo que se dio en llamar la Teología de la liberación: recordarán ustedes la cantidad de jesuitas asesinados (por ser marxistas y rojos sin remedio) en sitios como El Salvador, Guatemala, Honduras y otros países hermanos donde el fascismo campaba a sus anchas, tal y como querrían un Rajoy, una May o un Hernando. Ello les dio una popularidad espectacular que se vio reflejada en el cine. Piensen en La misión, aquella costosa producción de David Puttnam que no carecía de buenos momentos. Y recientemente Martin Scorsese nos ofreció Silencio, aberrante película de Jesuitas en Japón que fracasó estrepitosamente, pero no porque el film fuera malo a rabiar (que lo es) sino porque el prota no era Leonardo Di Caprio...

Scorsese y Francisco antes de la Sneak Preview en el Vaticano de Silence. La reacción de obispos, cardenales, guardias suizos y demás personal subalterno obligó a Martin a cortar 20 minutos de película

 
Ignacio: The Movie

Lamentablemente, poco podemos decir de este reciente estreno; yo abandoné la sala al minuto 40 de proyección. La señora Snoid se negó a acompañarme, pretextando que habíamos pagado por el espectáculo completo y por el aire acondicionado. Aunque sospecho que sus tendencias masoquistas algo tuvieron que ver.

De lo que uno vio, y sabiendo ahora que el presupuesto del film ascendió a un millón de dólares norteamericanos (aunque visto lo visto, sospechamos que más bien debía ser un millón de pesos filipinos), no podemos sino constatar la ausencia de “valores de producción”, muy evidentes en las escenas de masas y batallas.

Ignacio, ante el inminente ataque francés a Pamplona, convence a sus superiores de que hay que resistir como sea, pues hay que dar tiempo a que lleguen los refuerzos; de lo contrario, los gabachos se apoderarán de Navarra entera. Esto es similar a la defensa de El Álamo por parte de John Wayne, Richard Widmark y Laurence Harvey, que con su heroica resistencia permitieron reagruparse a Sam Houston y derrotar a los mexicanos del Presidente-General Santa Anna. En la defensa de la ciudadela pamplonica, Ignacio se muestra como el Leónidas de 300; qué fintas, qué amagos, qué estocadas... frente a un ejército francés digital que parece sacado de una consola ATARI.

Nuestro héroe queda herido y los gabachos toman Pamplona. Sin embargo, su estrategia ha resultado acertada, pues a las pocas semanas llegan los refuerzos y vascos y navarros leales les zurran la badana a los franceses de mala manera. Y ello da lugar al mejor momento del film: Ignacio, convaleciente en el caserío familiar, recibe la visita de miembros de su clan que anuncian la victoria exultantes. Recuerden que son vascos. Y gritan a pleno pulmón: “¡VIVA CASTILLA!” (¡GORA KASTILLA!). Sólo por esto merece verse el primer tercio de la peli. Imaginamos que en los cines de Euskadi y Navarra ya se habrán producido motines o los cines se habrán venido abajo por las carcajadas... Aunque, en un detalle muy inesperado, hemos de aclarar que la peli está rodada no en vascuence, en castellano o en tagalo, sino en inglés... Para darle mayor proyección internacional, qué duda cabe. Ignacio escribe su diario en inglés y al final de cada entrada pone The End (de verdad: no mentimos).

Otros momentos jocosos se producen gracias al diseño de producción: los hidalgos vascos visten en todo momento según la etiqueta borgoñona (ropa poco apropiada para talar árboles o jugar a pala en el frontón), la ciudadela de Pamplona se parece tanto a la auténtica como el palacio de El Escorial a la Casa Blanca, y las escenas en que Ignacio hace de guardaespaldas de la primera dama (en lenguaje de la época: “aposentador”), que no es sino la princesa Catalina, una de las múltiples hijas de Juana la loca y Beautiful Philip, abundantes en diálogo y que provocan en Ignacio una devoción platónica/pajera, muestran unos intercambios verbales dignos de Gandía Shore. Podrían haberse esforzado un pelín y haber incluido diálogos que “sonaran” un poco a la época, tal que:

—¿Vos aquí? ¡Os creía en palacio!

Es indudable que la película ganaría mucho si el protagonista hubiera sido un actor con más empaque. Un Henry Cavill, para entendernos: el cachas de las de Superman o El agente de CIPOL (o The Man from Uncle). Imagínense a Henry con barba y disfraz del XVI: un Ignacio casi perfecto, hombre de acción y de letras, apasionado defensor de la corona y más tarde soldado de Cristo...

Concluyamos con una humilde petición. Desde estas modestas páginas exhortamos al Papa Francisco, que pertenece a la orden jesuítica, a que excomulgue a todos los responsables de esta película o bien a que les mande de misioneros a sitios como Siria, Afganistán, Irak o El Califato Islámico...


Scorsese, tras un pase exclusivo de Ignacio de Loyola
 

 

 

sábado, 4 de febrero de 2017

La escalera Paramount






La página del Señor Snoid


La escalera Paramount




¡Qué tiempos! Aquellos en que las productoras norteamericanas poseían decorados e incluso localizaciones en exteriores que, disfrazados, transformados o solo ligeramente alterados, aparecían en infinidad de películas. Y no es que nos dejemos llevar por la nostalgia, pese a que los efectos CGI de hoy, en la mayor parte de los casos, sean tan lamentables como las transparencias, las matte paintings o los cristales pintados de antaño. Precisamente un director muy aficionado a estos trucajes —sospechamos que rodar en exteriores “reales” le daba una pereza horrorosa y la idea de alejarse unos días de sus restaurantes predilectos le provocaba urticaria—, Alfred Hitchcock, nos ha servido de inspiración. Vimos el otro día por la tele un trozo de Alfred Hitchcock and The Making of Psycho y nos quedamos asombrados por la cantidad de insensateces que mostraba la peli: que si aquello era un riesgo espantoso, que hacer Psicosis iba a ser la ruina de Hitch y de la Paramount... En fin, necedades sin la menor base. El film anterior de Sir Alfred había sido el segundo más taquillero de 1959 (North by Northwest/Con la muerte en los talones, para MGM), la peli en cuestión fue tan barata que el director prescindió incluso de su fotógrafo habitual, Robert Burks, y ya entonces Hitchcock planeaba su pase a la Universal, de la que sería uno de los principales accionistas, aportando a su catálogo, además, varios de sus mejores films hechos en Paramount. Así que, para distraernos un poco, nos acordamos de la escalera Paramount.

La escalera Paramount es casi como un actor secundario robaescenas en las películas de la productora durante los años 50. La metían dónde podían: westerns, pelis de época, melodramas, comedias, films de intriga... Nosotros reparamos por vez primera en este decorado al ver un western de inmenso éxito (pero que, entre nosotros, es una birria), Duelo de titanes (Gunfight at OK Corral, John Sturges, 1957). La escalera dichosa aparece aquí varias veces; la más sobresaliente es cuando uno de los hermanos de Burt Lancaster (Wyatt Earp) convence a Doc Holiday (Kirk Douglas) para que no salga a la calle a montar jaleo. Aunque el auténtico duelo de titanes era el que se producía entre Kirk y Burt, los dos mostrando sus dentaduras sin remisión:


 
Aunque el que estaba abonado a la escalera era Hitchcock. Como el decorado tiene un cierto aire añejo, se usó en Vertigo como parte de lo que vemos de ese hotel antiguo donde se refugia Judy cuando le da el arrebato de ser Carlota Valdés:




 
En Psicosis es cuando se da la apoteosis de la escalera Paramount, pues para llegar a la habitación de la mamá de Norman había que acceder piso arriba subiendo la escalera. Y ya saben ustedes lo que le ocurre al detective Arbogast por subir a fisgonear:


 
Sin embargo, el momento más bello es cuando Norman asciende las escaleras para “hacer como que tiene que trasladar a su mamá al sótano”. Algo de lo que estaba muy satisfecho Hitchcock era de cómo meneaba el cucú Norman en plena ascensión. Y Truffaut se mostró impresionadísimo de que el maestro hubiera dado tantas pistas al espectador sobre quién era Norman en realidad:


 
¿Y qué decir del decorado en exteriores? Pues que también era reconocible en cada casa y caso. Si usted es aficionado al western, seguro que conoce como la palma de su mano lugares como Sedona, Durango o Monument Valley, aunque no sea consciente de ello. Pero le trasportan allí y seguro que se siente como en casa. Y como en casa se sentía uno en la calle del oeste de la Fox, donde transcurrieron mil duelos, mil llegadas a caballo y mil encuentros. Vean la calle en todo su esplendor en el célebre western gay de culto El hombre de las pistolas de oro (Warlock, Edward Dymtryk, 1959):


 
Un par de años antes, Sam Fuller había usado con profusión esta misma calle en su excelente y bizarra Forty Guns. Y este es el final, que Sam no quería rodar, pero la Fox se emperró en que la cosa tenía que tener un final feliz. Tan feliz como se le nota a Sam en la planificación: la calle tiene más protagonismo que la muy desaforada Barbara Stanwyck y no hay un solo plano con la reacción de Barry Sullivan:






En realidad, lo traducen por "Fujiyama"