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martes, 22 de octubre de 2024

ESTRENOS DE OCASIÓN: "LA SUSTANCIA" (The Substance, Coralie Fargeat, 2024)

 


 por el señor Snoid

No nos extraña demasiado que el libreto de La sustancia ganara el premio al mejor guión en el último Festival de Cannes. Ni que la publicidad y la crítica (a veces es difícil distinguir la una de la otra) lo hayan alabado con desmedido frenesí, pues el relato es un híbrido —y el film se convierte en el tramo final en otro híbrido— de El extraño caso del Doctor Jekyll y Mr. Hyde y de La trágica historia del Doctor Fausto (versión de Christopher Marlowe: en la Inglaterra isabelina apreciaban mucho el gore; piensen en el Titus Andronicus de Shakespeare o en The Spanish Tragedy de Thomas Kidd).

La sustancia representa la culminación y asentamiento de un nuevo género cinematográfico que tuvo con Barbie: The Movie su muestra más blandengue y tontorrona y que en la película de Coralie Fargeat adopta su versión más (aparentemente) cruda, sangrienta y provocadora. Tal género podría denominarse femiexploitation (un apaño o acuñación de feminist más exploitation). Digamos que la película podría hacer reflexionar al espectador sobre la presión que sufre la mujer a la hora de aparentar juventud y belleza y la maldición que implica el envejecimiento. Un propósito muy loable (sin ironías) que queda desvirtuado en La sustancia por el tratamiento de la historia y sus personajes y por las decisiones estéticas de la puesta en escena de su directora. Veamos.

Elizabeth (Demi Moore) es una antigua estrella de cine que presenta un programa matutino de aerobic (hoy se diría fitness), como aquellos tipo En forma con Jane Fonda o el célebre de Eva Nasarre, que tantos ardores provocaba a los españoles más rijosos. El día que cumple 50 tacos, el director de la cadena (grotesco Dennis Quaid) le comunica su despido. Elizabeth ya está hecha un vejestorio, según los directivos de la compañía (que, por supuesto, sí que son unos auténticos vejestorios). La depresión que experimenta la protagonista se ve aliviada por obra y gracia de un pacto con el diablo (lacónico esta vez y nada locuaz como el viejo Mefistófeles), quien le ofrece una suerte de eterna juventud en forma de la joven y bella Sue (Margaret Qualley). Sin embargo, como en todo pacto con el diablo, el resultado será trágico y aquí no hay Margarita ni Margarito que salve a la protagonista.

El problema es que La sustancia es un film efectista en extremo, algo que hace añicos sus (presuntas) buenas intenciones. Fargeat usa tanto primerísimo primer plano (las arrugas de Moore en torno a los ojos, en la comisura de los labios, en todo su rostro) y los planos de detalle son tan abundantes (inyecciones, órganos que entran y salen, la boca de Quaid devorando gambas como un puerco) que el truco cansa enseguida. Otra cuestión es que se nos presente a Elizabeth como una auténtica descerebrada —alguien que tiene en el saloncito de 20 metros cuadrados de su hogar un póster de sí misma en todo su esplendor no sólo ha de ser un poco vanidosa, sino directamente gilipollas— , aunque justo es reconocer que los primeros compases del cuento se ven con interés. Su otro yo joven, Sue, por desdicha es aún más idiota que Elizabeth (debido a su juventud desenfrenada, imaginamos), aunque no hay que desdeñar su habilidad respecto a la albañilería y los alicatados: la puerta del cuarto oculto en el baño le queda niquelada. Por otro lado, todo hombre que aparece en la película es más o menos impresentable: Dennis Quaid más parece una versión hetero de Liberace que un director hijo de puta de canal de TV; el vecino de al lado es un imbécil que, como todo hombre, piensa con la polla; los responsables de casting del programa televisivo son unos babosos y el antiguo admirador de Elizabeth del instituto es un pobrecillo (pero que siente una nostalgia infinita por el deseo que le provocaba la protagonista cuando ambos eran jóvenes).

Una ironía, quizá involuntaria, es que las dos actrices se han sometido en la realidad a procesos de rejuvenecimiento y recauchutado (esto daría para un estudio ridículo de intertextualidad), pues resulta evidente que Moore está multioperada —admitimos que luce espléndida, algo que desdice un tanto la premisa de que es una mujer envejecida que ha perdido su atractivo, pilar dramático del relato— y las tetas de Margaret no son las auténticas tetas de Margaret: al parecer, sus pechos no eran lo bastante espectaculares y se le hizo poner unas prótesis que resaltaran la perfección de su cuerpo. De la crítica a la explotación del cuerpo de la mujer pasamos velozmente a la explotación sin ambages.

Otra cuestión son las numerosas referencias cinéfilas: de Cronenberg a Carrie. Claro que si los efectos especiales de, pongamos, Cromosoma 3 (The Brood, 1979) tuvieran la calidad de un film de 2024 su asquerosidad dejaría a La sustancia como un film Disney (o, mejor, Dreamworks). Y hemos de admitir que cuando sonaron los compases de la banda sonora de Vertigo no pudimos evitar la carcajada (en efecto: un film en el que un hombre trata de modelar a una mujer según su capricho y deseo; la cuestión es, ¿representa el chiflado de Scotty de Vertigo a todos los hombres? Quizá a un obseso sexual como Sir Alfred Hitchcock sí, pero, ¿todos son así?). Confesamos que no sabemos a qué venía la inclusión del Así habló Zaratustra de Richard Strauss (¿un nuevo paso en la evolución de... la mujer? Demasiado ridículo incluso para La sustancia; aunque como burla/parodia al 2001 de Kubrick podría tener su gracia).

Por supuesto, no todo es negativo: hay muy buenas ideas de puesta en escena (la estrella en el Paseo de la Fama que aparece al principio y en el cierre de la película), secuencias donde el efectismo está justificado y el resultado es vibrante (el accidente de coche: de nuevo Cronenberg: Crash) y detalles de guión que son excelentes (por ejemplo, cada vez que acudimos a la aséptica estancia que alberga las consignas de la sustancia se advierte que hay menos depósitos o armaritos).

Y por último, un detalle que nos causó perverso regocijo: hacía tiempo que no veíamos a la peña salir con rictus de “¡Qué asco!” de la sala en mitad de la proyección (Qué difícil es ser un dios o La Mort de Louis XIV no cuentan: la gente huía por hartazgo: allá ellos). Quizá desde el Querelle (1982) de Fassbinder. Aunque en aquella época nos dio la impresión de que no era por momentos como el de Brad Davis siendo enculado por un robusto negrazo, sino por oír a Jeanne Moreau decir cosas como “Últimamente, he estado pensando mucho en tu polla”. Así que, por lo menos, La sustancia causa desasosiego, aunque sea a costa de hacer trampa continuamente. Se diría que el público de hoy no ha visto La matanza de Texas ni Un perro andaluz...




 


 

domingo, 19 de noviembre de 2017

Alfred Hitchcock y las flores del mal

 
por el señor Snoid

Hemos de confesarles que a nosotros nos entusiasman las películas malas de Hitchcock. Es decir, aquellas que el director consideraba fallidas porque no habían tenido éxito de público: Marnie, Falso culpable, la hoy santificada Vertigo, Yo confieso... Films en los que Hithcock se olvida a menudo del espectador y que no funcionan como el mecanismo de relojería bien engrasado de sus películas más —económicamente— exitosas (North by Northwest, Psicosis, La ventana indiscreta, Los 39 escalones), films en los que el director parece “dejarse llevar” por sus propias emociones y en los que se olvida de telegrafiarle al espectador lo que debe sentir o pensar en cada momento (uno de los aspectos más molestos y enojosos de su estilo). Por descontado, las malas de solemnidad, que son escasas (Posada Jamaica, Juno and the Paycock, Cortina rasgada) no nos interesan en absoluto.

Una de las películas con peor reputación del director inglés es Topaz (Topaz, 1969). Y, en parte, tal reputación es, hasta cierto punto, merecida. Tras la catástrofe taquillera y crítica de Cortina rasgada (Torn Curtain, 1966), Hitch se hallaba en un momento delicado de su carrera. Los ejecutivos de la Universal, con esa sagacidad que sólo puede tener un ejecutivo de Hollywodd, pensaron: “Si el cabrón de Preminger consiguió un éxito con el best-seller ese de judíos, Éxodo, ¿por qué no vamos a hacer lo mismo con el último superventas del autor? Y nadie mejor para dirigirla que Hitchcock”. Así piensa esta gente y así les va.



El autor mencionado era Leon Uris, responsable de varios novelones de éxito y de la tala de varias hectáreas de árboles. Hitchcock comenzó a trabajar con él en el guión y casi inmediatamente le despidió. Como solución de urgencia llamó a su amigo el dramaturgo Sam Taylor (autor del guión de Vertigo), que hizo lo que pudo con el material de base, pero que no pudo impedir que el “tercer acto” (como dirían los guionistas) fuera un desastre (algo que también ocurre, en mucha menor medida y que nos perdonen los fanáticos, en Vertigo). Pero lo peor estaba por llegar: Topaz mezcla alegremente un reparto de actores muy competentes (por orden de preferencia: Roscoe Lee Browne, John Forsythe, John Vernon) con unos intérpretes que bien habrían podido dedicarse a cualquier otra profesión (trabajar en un gasolinera, por ejemplo: Frederick Stafford, Karin Dor, Dany Robin), incluso se nota que actores tan experimentados como Philippe Noiret y Michel Piccoli no están nada cómodos en sus papeles. Además, como saben, el director rara vez dirigía a sus actores (Sean Connery recordaba que sólo le dio dos instrucciones en todo el rodaje de Marnie: que no caminara tan deprisa y que no enseñara tanto los dientes: “El público no está interesado en el trabajo de tu dentista, Sean”). Si a ello sumamos que el film posee dos “McGuffins” (error que Hitchcock no había cometido jamás), primero la obtención de pruebas de que los soviéticos están instalando lanzaderas de misiles nucleares en Cuba, y después la captura de un alto funcionario francés que trabaja para la URSS, el desastre parece completo.

 
Pues no. Ante semejante cúmulo de adversidades, Hitchcock decidió potenciar la puesta en escena y obtuvo secuencias magníficas (la huida, al inicio de la película, del desertor ruso y su familia en Copenhague; casi todo el fragmento cubano del film, que Guillermo Cabrera-Infante consideraba, un tanto hiperbólicamente, como “la mejor película rodada en Cuba”, el plano en que Dany Robin le hace saber a su esposo, el espía André Deveraux (Frederick Stafford; Hitchcock jamás le llamaba por su nombre; decía “ese actor”. Imaginamos que pronunciaba la palabra “actor” como si pronunciara “regurgitación”), que sabe de la existencia de una mujer cubana llamada Juanita de Córdoba, la escena en el hotel neoyorquino donde se aloja la delegación cubana...

En entrevistas posteriores al estreno del film, Hitchcock sólo destacaba el momento en que Enrique Parra (John Vernon) mata a Juanita de Córdoba (Karin Dor) y el famoso plano cenital en el que “ella se desploma y su vestido se abre como una flor”. Veámoslo:


 
Sin embargo, las flores son un elemento omnipresente en el film, siempre con un sentido ominoso y sombrío.

Al principio, los desertores rusos se refugian en una fábrica de porcelana. Hitchcock inserta varios planos de detalle de la elaboración artesanal de las figuritas, tan cursis como las de Lladró, antes de que los agentes norteamericanos les rescaten de sus perseguidores:






 
Aparecen cuando el agente de la CIA interpretado por John Forsythe le “encarga” a Deveraux que investigue la presencia soviética en Cuba:



Surgirán de nuevo cuando Deveraux hace que uno de subordinados —que, como tapadera, ¡posee una floristería!— soborne al funcionario cubano para robar unos documentos (mientras la familia de Deveraux le espera en un restaurante):
:  




En el encuentro entre los dos traidores franceses:





Estarán presentes también cuando la esposa de Deveraux le hace saber quién es el traidor francés (y de paso, que le ha puesto unos hermosos cuernos a su esposo con ese hombre):




Y por último, en uno de los planos más bellos del film, con ese lento travelling que comienza mostrando la enorme sala de conferencias hasta que alcanzamos al doble agente francés, Granville (Michel Piccoli). 
  

En fin, unos pocos ejemplos que pretenden demostrar que Topaz no es una película tan despreciable como han sostenido la mayoría de críticos y estudiosos de Hitchcock. Flores muertas, flores que mueren, flores que anuncian la muerte... En uno de los films más sombríos de su autor. Bien sabía él que el contraste dramático es siempre efectivo. Lástima que el público no lo apreciara en su día.
 

sábado, 4 de febrero de 2017

La escalera Paramount






La página del Señor Snoid


La escalera Paramount




¡Qué tiempos! Aquellos en que las productoras norteamericanas poseían decorados e incluso localizaciones en exteriores que, disfrazados, transformados o solo ligeramente alterados, aparecían en infinidad de películas. Y no es que nos dejemos llevar por la nostalgia, pese a que los efectos CGI de hoy, en la mayor parte de los casos, sean tan lamentables como las transparencias, las matte paintings o los cristales pintados de antaño. Precisamente un director muy aficionado a estos trucajes —sospechamos que rodar en exteriores “reales” le daba una pereza horrorosa y la idea de alejarse unos días de sus restaurantes predilectos le provocaba urticaria—, Alfred Hitchcock, nos ha servido de inspiración. Vimos el otro día por la tele un trozo de Alfred Hitchcock and The Making of Psycho y nos quedamos asombrados por la cantidad de insensateces que mostraba la peli: que si aquello era un riesgo espantoso, que hacer Psicosis iba a ser la ruina de Hitch y de la Paramount... En fin, necedades sin la menor base. El film anterior de Sir Alfred había sido el segundo más taquillero de 1959 (North by Northwest/Con la muerte en los talones, para MGM), la peli en cuestión fue tan barata que el director prescindió incluso de su fotógrafo habitual, Robert Burks, y ya entonces Hitchcock planeaba su pase a la Universal, de la que sería uno de los principales accionistas, aportando a su catálogo, además, varios de sus mejores films hechos en Paramount. Así que, para distraernos un poco, nos acordamos de la escalera Paramount.

La escalera Paramount es casi como un actor secundario robaescenas en las películas de la productora durante los años 50. La metían dónde podían: westerns, pelis de época, melodramas, comedias, films de intriga... Nosotros reparamos por vez primera en este decorado al ver un western de inmenso éxito (pero que, entre nosotros, es una birria), Duelo de titanes (Gunfight at OK Corral, John Sturges, 1957). La escalera dichosa aparece aquí varias veces; la más sobresaliente es cuando uno de los hermanos de Burt Lancaster (Wyatt Earp) convence a Doc Holiday (Kirk Douglas) para que no salga a la calle a montar jaleo. Aunque el auténtico duelo de titanes era el que se producía entre Kirk y Burt, los dos mostrando sus dentaduras sin remisión:


 
Aunque el que estaba abonado a la escalera era Hitchcock. Como el decorado tiene un cierto aire añejo, se usó en Vertigo como parte de lo que vemos de ese hotel antiguo donde se refugia Judy cuando le da el arrebato de ser Carlota Valdés:




 
En Psicosis es cuando se da la apoteosis de la escalera Paramount, pues para llegar a la habitación de la mamá de Norman había que acceder piso arriba subiendo la escalera. Y ya saben ustedes lo que le ocurre al detective Arbogast por subir a fisgonear:


 
Sin embargo, el momento más bello es cuando Norman asciende las escaleras para “hacer como que tiene que trasladar a su mamá al sótano”. Algo de lo que estaba muy satisfecho Hitchcock era de cómo meneaba el cucú Norman en plena ascensión. Y Truffaut se mostró impresionadísimo de que el maestro hubiera dado tantas pistas al espectador sobre quién era Norman en realidad:


 
¿Y qué decir del decorado en exteriores? Pues que también era reconocible en cada casa y caso. Si usted es aficionado al western, seguro que conoce como la palma de su mano lugares como Sedona, Durango o Monument Valley, aunque no sea consciente de ello. Pero le trasportan allí y seguro que se siente como en casa. Y como en casa se sentía uno en la calle del oeste de la Fox, donde transcurrieron mil duelos, mil llegadas a caballo y mil encuentros. Vean la calle en todo su esplendor en el célebre western gay de culto El hombre de las pistolas de oro (Warlock, Edward Dymtryk, 1959):


 
Un par de años antes, Sam Fuller había usado con profusión esta misma calle en su excelente y bizarra Forty Guns. Y este es el final, que Sam no quería rodar, pero la Fox se emperró en que la cosa tenía que tener un final feliz. Tan feliz como se le nota a Sam en la planificación: la calle tiene más protagonismo que la muy desaforada Barbara Stanwyck y no hay un solo plano con la reacción de Barry Sullivan:






En realidad, lo traducen por "Fujiyama"