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miércoles, 30 de junio de 2021

EL CINE Y LA DROGA (II). NUESTRO ADICTO FAVORITO: ROBERT MITCHUM

 

por el señor Snoid


Habíamos dejado esta historia en 1913, cuando dio comienzo la explotación comercial del fenómeno de la drogadicción por parte de la incipiente industria cinematográfica norteamericana. Cuatro años más tarde, en 1917, nacía un bebé hermoso y rubio, que con el paso del tiempo iba a convertirse en una de las mayores y más longevas estrellas del cine y en uno de los adictos más célebres de Hollywood: Robert Mitchum.

El bueno de Bob podría haber hecho suya la famosa frase de Keith Richards: “Yo no he tenido nunca problemas con las drogas. He tenido problemas con la policía”. En 1947, cuando aún era una estrella incipiente, la poli le detuvo, junto con las aspirantes a actrices Lila Leeds y Vicky Evans, por “posesión y consumo de narcóticos”. En cristiano: les pillaron fumando unos porros en el apartamento cochambroso de un camello de Los Angeles. La prensa hizo del incidente un caso espectacular, como los atracos de Dillinger o de Bonnie&Clyde diez años atrás. Mitchum pensó que su carrera en el cine estaba acabada, pero su patrón, el muy excéntrico millonario Howard Hughes, quien estaba absolutamente encantado con su empleado, decidió que iba a poner todos sus esfuerzos para que aquello no perjudicara a “su chico” (ni de paso a su empresa, la RKO). Hughes contrató al mejor abogado criminalista de California, Jerry Giesler, quien adoptó una curiosa táctica: se lavó las manos, exhibió en toda la prensa el profundo arrepentimiento de Bob, hizo que este escribiera una carta autoinculpatoria (“La única sensación que experimenté al fumar marihuana fue una especie de apacible calma que me liberaba de la tensión... Nunca me convertía en un alborotador o un camorrista. Me tranquilizaba y hacía menguar mi actividad. La probé por vez primera en Ohio en 1936 y no había vuelto a hacerlo hasta 1947”) y dejó que el jurado decidiera. El jurado decidió condenar a Mitchum a dos años de prisión, que fueron conmutados en el acto por sesenta días de cárcel y dos años de condicional (los cargos podían haberle costado una condena de seis años sin posibilidad de libertad condicional). Mitchum pasó cincuenta días en prisión. Hughes fue a visitarle, sobornó al sheriff y a los funcionarios de prisiones para que le dejaran estar a solas con Mitchum y, de paso, observando que el patio de la cárcel estaba lleno de negros, asiáticos e hispanos, exigió que se los retirara de allí, porque su mera visión hería su racista sensibilidad (años más tarde, cuando a Mitchum le ofrecieron el papel que interpretó Burt Lancaster en De aquí a la eternidad, le dijo a su estrella, “Pero Bob, ¿tú no querrás trabajar con todos esos judíos, verdad?”).


Al salir de prisión, Mitchum declaró, “Es como Palm Springs, pero sin gentuza”. Profesionalmente, su popularidad no había sufrido menoscabo. La gente parecía preferir a Mitchum como un rebelde, un chico malo al que se perdonan sus travesuras. Sin embargo, el que Hughes se mantuviera a su lado en los momentos difíciles despertó en Bob un sentimiento de lealtad que le hizo seguir trabajando para el estudio hasta 1955, haciendo películas, por lo habitual, mediocres (con maravillosas excepciones como The Lusty Men, de Nicholas Ray, o Angel Face de Preminger). Como le dijo un productor de la RKO, “Eres nuestro principal vendedor de mierda”.


Mitchum se cansó de vender mierda y el primer proyecto en el que se embarcó tras convertirse en un actor independiente fue La noche del cazador. Por lo habitual, el actor colaboraba con entusiasmo y energía si consideraba que el film merecía la pena (Bandido!, Track of the Cat, Más allá de Río Grande, Con él llegó el escándalo, Tres vidas errantes, El Dorado), y si no era así, se pasaba la noche de juerga hasta dejar tumbados a sus compinches, llegando a la mañana siguiente al plató fresco como una rosa. En La noche del cazador dio lo mejor de sí e incluso suya fue la tarea de dirigir a los niños, dado que Charles Laughton tenía muy poca paciencia con los críos. De los 36 días de rodaje, sólo se presentó completamente beodo un día, y se empeñó en que tenía que rodar. Así que el productor Paul Gregory trató de convencerle de que sería mejor hacerlo cuando se le pasara la mona. Mitchum, herido en su orgullo, echó una larguísima meada en el asiento del Cadillac de Gregory.

El que Hollywood empezara a filmar películas lejos de California abrió nuevos horizontes culturales y narcóticos para Bob. De vuelta del rodaje en la India de Entre dos fuegos, en el larguísimo viaje de avión entre Delhi y Londres, el productor descubrió que Mitchum llevaba una bolsa de British Airways en el asiento. Le preguntó qué llevaba, el actor abrió la cremallera y mostró una asombrosa cantidad de bang (la variante india del hachís). Al pobre productor casi le dio un síncope, pero al llegar a Londres el oficial de aduanas preguntó a la estrella, “¿Algo que declarar, señor Mitchum?”. El actor levantó la bolsa y el sonriente funcionario le dijo, “Bienvenido a Inglaterra”.


En los años sesenta, un maduro Mitchum ya era una especie de héroe de la contracultura (aunque a él le importara un bledo). Impresionó a los jóvenes George Hamilton y George Peppard en Con él llegó el escándalo. Peppard le preguntó si había estudiado el método Stanislavsky: “No, pero he estudiado el método Smirnoff”. Mitchum: “Estaban impresionados porque yo era impresionante. Yo era lo que solía decir un viejo cámara de mis tiempos en la RKO. Para ese hombre, una actriz era una mujer que ganaba más de mil dólares a la semana; si ganaba menos, debía ser una puta. Hamilton y Peppard me consideraban un actor en ese mismo sentido”.

En efecto, el sentido del humor de Mitchum, sobrio o drogado, era siempre arrebatador. En el rodaje madrileño de Villa cabalga, una de las localizaciones se hallaba junto a unas tuberías de aguas residuales. El actor observó, “Me levanto, voy a cagar, salgo para ir a trabajar, y allí, en medio de todo, veo pasar mi mierda. Lo encuentro muy gratificante”.

Posiblemente, la obra cumbre de la unión entre droga y trabajo para Mitchum fue La hija de Ryan. De forma inexplicable, a David Lean se le había metido entre ceja y ceja que Bob tenía que interpretar al pacífico maestro de escuela que se casa con una romántica y algo boba Sarah Miles. Mitchum rechazó el papel: tenía entendido que los rodajes de Lean duraban años y que había que pasar semanas montado en camello. Lean insistió a través de su guionista Robert Bolt, quien le aseguró que iba a ser un rodaje fácil y breve, y que además tendría varias semanas de descanso cuando no se necesitara su presencia en las localizaciones irlandesas.

La realidad fue un poco distinta. El “sencillo e intimista” film adquirió las proporciones de las otras producciones de Lean de los años sesenta. Mitchum se alojó en el único hotel de Dingle, el pueblo donde se rodó buena parte del film. Durante semanas era el único cliente del hotel. Lean, que acostumbraba a tratar a sus actores a patadas —por ejemplo, a pesar de que colaboraron juntos en varias ocasiones, Alec Guinness le detestaba cordialmente—, se encontró con la horma de su zapato con Mitchum, que con sus bromas o indiferencia sacaba de quicio al estirado director. Pasaban las semanas y Mitchum se aburría mortalmente. Plantó árboles de marihuana en el jardín trasero de su hotel (“En mis manos estaban puestas las esperanzas de la sociedad botánica de Dingle”) e invitaba a cualquier conocido a fumarse un porro de la diabólica yerba. Sarah Miles se quedó de piedra cuando fue a visitar a Bob y se encontró a su madre y a Mitchum fumándose unos canutos en la terracita del hotel. Y además estaba el alcohol. La escena en que Mitchum descubre que su esposa le ha puesto unos hermosos cuernos con un oficial británico (y además, tullido) y escenifica su desolación paseando en camisón por la playa fue una dura prueba para los montadores, ya que resultaba obvio que el actor no estaba triste sino totalmente ido:


Enseguida se vio que La hija de Ryan no iba a ser como Lawrence de Arabia o Doctor Zhivago, pese a la soberbia interpretación de Mitchum, bien secundado por Trevor Howard y John Mills. Así que la M-G-M montó una campaña de promoción a lo grande. Mitchum tuvo que asistir a varios preestrenos. En uno de ellos el público estaba compuesto de estudiantes de periodismo. Mitchum entró en la sala, se puso de pie junto a la primera fila y sacó una bolsa de papel marrón. Se la pasó a uno de los chavales que tenía más cerca. Este miró el contenido, se rió y pasó la bolsa a su compañero. Todos cogieron un poquito. La bolsa contenía una piedra enorme de hachís.

La hija de Ryan obtuvo críticas muy desfavorables y Lean no volvió a realizar una película hasta Pasaje a la India en 1984. En un pase para la prensa, una periodista le preguntó, “¿De veras pretende hacernos creer que Robert Mitchum es un pobre hombre?”. De hecho, fue Mitchum quien mejor salió parado de la aventura. En general, las reseñas, aunque subrayaban que su elección había sido un tremendo error de casting (algo absurdo si se contempla su delicada composición del timorato maestro de escuela), alababan el trabajo del actor. Y es que este hombre podía hacerlo todo y todo bien: el monstruoso Harry Powell de La noche del cazador, el atribulado Jeff Bailey de Retorno al pasado o el temible villano Max Cady en El Cabo del Terror (los diálogos en inglés fueron eliminados por la censura española: Mitchum cuenta lo que le hizo a su ex-mujer cuando salió de la cárcel):



martes, 17 de abril de 2018

EL DOBLAJE (y III)


por el señor Snoid


Posiblemente, la mayoría de ustedes cree que esto del doblaje en España se debe a la égida del Generalísimo Franco (también conocido como El carnicero de Ferrol). Quiá. Corre la especie de la existencia de una ordenanza de 1941 en la que se decretaba que toda película extranjera debía doblarse a la castellana lengua. Tal ley nunca existió: lo de la prohibición de escuchar lenguas foráneas se daba por descontado. En Italia sí que hubo una ley mussoliniana que obligaba a doblar todo film extranjero. Dada la variedad dialectal de Italia, y las burlas que lombardos hacían de napolitanos, toscanos de sicilianos, turineses de piamonteses y así hasta el infinito, el que las pelis se doblaran en una variante toscana neutra provocó de inmediato el cachondeo del respetable, que opinaba así de las curiosas voces que les ponían a Clark Gable y a Joan Crawford: “Non è calabrese, non è piamontese... È Doppiagese!”

Y es que la llegada del sonoro provocó una enorme confusión en todos los países (excepto en los Estados Unidos, claro está). En los años 30 distribuidores y exhibidores dudaban entre el doblaje, el subtitulado o las “versiones dobles”. Para que se hagan una idea, los únicos países que adoptaron de inmediato los subtítulos fueron Holanda y Suecia. En España, para no perder la costumbre, reinaba cierto caos. Si bien los críticos cinematográficos rechazaron de plano el doblaje, el subtitulado planteaba ciertos problemas: además de la escasa afición a la lectura del pueblo español, hay que hacer notar que buena parte de la población era analfabeta (y el cine, como ustedes bien saben, siempre ha sido un entretenimiento para la plebe) y el subtitulado era un tanto rudimentario por aquel entonces; por otro lado, las dobles versiones (películas norteamericanas que se rodaban de nuevo con actores que hablaran el idioma del mercado extranjero; por ejemplo, siempre se dice con patriótico orgullo lingüístico que la versión hispana de Drácula es muy superior al original de Tod Browning; elogio que nos parece un tanto ridículo, pues rara vez Browning rodó un film tan malo) que se hacían en Hollywood y en los estudios franceses de la Paramount en Joinville resultaron al cabo de pocos años un negocio ruinoso.


Así que las opciones se limitaron al doblaje o los subtítulos. Nosotros hemos llegado a leer que en un cine de El Cairo se proyectaban las películas con subtítulos en árabe en la parte inferior de la pantalla, y en unas pantallitas laterales figuraban subtítulos en copto y en domari. Sin duda El Cairo debía de ser de lo más cosmopolita en aquellos tiempos. Pero nosotros creemos que esta es una leyenda apócrifa.


En esta España suya, esta España nuestra, los primeros estudios de doblaje se instalaron en 1933 (el de la M-G-M y el de Adolfo de la Riva en Barcelona y Fono España en Madrid), y al año siguiente el ministerio de industria obligó a que todos los estudios de doblaje fueran empresas nacionales (naturalmente, los norteamericanos pronto hallaron formas de burlar este abyecto proteccionismo). La norma fue ratificada por el franquismo en 1941 y de ahí viene la legendaria ley de que la exhibición cinematográfica debía convertirse en una herramienta similar a la RAE: limpia, fija y da esplendor.
 
Y respecto a las leyendas, no hay duda de que el doblaje ha generado unas cuantas. Así, se rumorea que Clint Eastwood, al escucharse doblado por Constantino Romero, exigió a la Warner española que ese debía ser el hombre que le doblara siempre, con ese vozarrón tan autoritario y viril (pues Clint posee una voz suave y ligeramente aflautada). Nos consta que no informaron a Clint de que Don Constantino era gay, pues seguro que este hecho habría provocado ciertas dudas en el ex-alcalde de Carmel. Veamos a Clint (doblado) en una escena de Ejecución Inminente (True Crime, 1999) donde da la réplica a ese gran actor subestimado que acude al nombre de James Woods:


 
Otro problema que plantea el doblaje es que se pierde la diversidad de acentos: todas las voces suenan en un castellano neutro que elimina los matices dialectales del original. En Tempestad sobre Washington (Advise and Consent, Otto Preminger, 1962), Charles Laughton interpreta a un senador sureño; el bueno de Charles se esforzó lo suyo por hallar el acento adecuado. Durante una pausa en el rodaje, visitó a su amigo Robert Mitchum y le confesó el esfuerzo que aquello suponía: “Es como si tú, Bob, tuvieras que interpretar a un cockney”. Acto seguido, Mitchum se puso a hablar con un impecable acento barriobajero londinense. “Asombroso”, admitió Laughton.


 
Lo mismo ocurre en las películas británicas, por cierto. El doblaje hace que nos perdamos el inefable acento irlandés, el incomprensible galés y el que más agrada a los ingleses: el escocés (ellos aseguran que “eso” no es inglés). En una de las películas inglesas más bellas, Sé a dónde voy (I Know Where I’m Going!, Powell&Pressburger, 1945), la chica inglesa protagonista llega a la costa del norte de Escocia y enseguida se apercibe de la peculiar jerga de los nativos:


 
La versión original es también útil para fines más lúdicos que el simple purismo. Así, si uno ve y escucha con atención puede comprobar si el actor de turno esta drogado, borracho o tiene una resaca monumental. Es el caso de esta escena de La noche del cazador (The Night of the Hunter, Charles Laughton, 1955): en los planos de exteriores “reales”, la voz de Mitchum suena normal; en cambio, en los planos que obviamente se rodaron en estudio, su voz suena ligeramente tomada. Igual es que el hombre estaba resfriado...

 
Esto nos recuerda la célebre escena de La hija de Ryan (Ryan’s Daughter, David Lean, 1969) en la que Mitchum deambula en camisón por la playa tras enterarse de que su esposa Sarah Miles le ha sido infiel con ¡un militar inglés tullido! La crítica alabó mucho la interpretación de Robert; lo cierto es que sus vacilantes andares se debían a que llevaba una tajada monumental...
 
En algunos casos, la versión original nos ayuda también a entender las causas del éxito o fracaso de una película. Es el caso de Viento en las velas (A High Wind in Jamaica, 1965). Alexander Mackendrick se quejaba de que el productor había cortado 20 minutos de la película, de que la canción que suena en los títulos de crédito era espantosa, de que los guionistas, a instancias del productor, habían aumentado considerablemente los papeles de James Coburn y Lila Kedrova... Pero esto no explica el fracaso de taquilla de esta gran película. El caso es que un 40% del film está hablado en español —y a Coburn hay que explicarle continuamente qué han dicho los tripulantes del barco pirata. Estamos convencidos de que esto influyó en la negativa recepción del film:






Concluyamos con otro efecto secundario. Es posible que un doblaje aceptable disimule la interpretación de un actor mediocre (se nos ocurren decenas de casos), pero a un actor competente se le hace la puñeta. Es el caso del gran George C. Scott en El buscavidas (The Hustler, Robert Rossen, 1961). Ese “You owe me MONEY!” que le espeta a Paul Newman resulta de lo más mediocre en la versión doblada. Vean y oigan:










viernes, 31 de julio de 2015

LA CANCIÓN DEL VERDUGO (una secuencia de "La noche del cazador"/"The Night of the Hunter", Charles Laughton, 1955)

Por Juan Gorostidi

 

Ignorada en su día, convertida con el paso de los años en una obra de culto, hoy La noche del cazador ha alcanzado la categoría de indiscutible obra maestra. Posiblemente la película de Laughton sea una de las más insólitas, bellas e inventivas de la historia del cine norteamericano. Serían necesarias muchas páginas para examinar esta obra con cierta exhaustividad[1]; nuestro propósito, sin embargo, consiste en analizar un breve fragmento que da cuenta de la extraordinaria puesta en escena que caracteriza todo el film.

Nos centraremos en un personaje episódico, el verdugo. Personaje que sólo aparece en la secuencia que comentaremos y muy fugazmente al término de la narración (en el momento en que Harry Powell, tras ser condenado, es escoltado hasta un coche por la policía. Uno de los agentes se dirige al verdugo, quien se encuentra en la calle: “Aquí tenemos uno para ti, Bart”. Y el hombre replica: “Esta vez será un placer”. La respuesta entra de lleno en la lógica de la narración: tras haber ejecutado a Ben Harper, el verdugo se encamina a su hogar acompañado por uno de los guardias de la prisión (1). El tono de la conversación y la apesadumbrada expresión del verdugo muestran a las claras que ejecutar a Harper (“Dejó viuda y dos hijos”) ha sido una tarea horrible.


1
  
Una vez en casa, Bart le expresa a su mujer su deseo de abandonar su trabajo y regresar a su empleo de minero (2). La réplica de su mujer es enormemente clarificadora: “Siempre te sientes así cuando hay una ejecución. No tienes que estar presente” (You’re always this way when there’s a hanging. You never have to be there). Resulta obvio que ella ignora que su esposo es el verdugo de la prisión[2].


2

A continuación, Bart se dirige a la pila, en el primer término del encuadre y se limpia las manos, como si sintiera la necesidad de purificarse después de haber llevado a cabo esa tarea que los miembros de su familia ignoran (3).



3

Acto seguido, se dirige a la habitación de sus hijos ya dormidos, y les arropa cariñosamente (4). Dos hijos -niño y niña- como los dos hijos de Ben Harper, el hombre al que acaba de ahorcar.

4

A continuación, un plano cercano de Bart: levanta la vista en actitud reflexiva (5) y en la banda sonora comenzamos a escuchar la canción del verdugo:

Hing, hang, hung... See what the hangman’s done.
Hung, hang, hing... See the robber swing...[3]



5

Y la canción provoca un asombroso encadenado musical. La tonada, interpretada armoniosamente mientras contemplamos el rostro de Bart, se convierte en una algarabía entonada por unos chiquillos con el cambio de plano (6): un grupo de críos les están cantando la siniestra canción a John y Pearl, los hijos de Ben Harper

6

John y Pearl aguantan estoicamente la crueldad de los otros niños (7) mientras los críos siguen entonando la canción.



7

Y para resaltar la crueldad, Laughton inserta un plano de uno de los críos que dibuja con tiza la silueta de un hombre ahorcado (8)

8

Detalle que aísla por primera vez a John en la secuencia (9), en un plano cercano que se asemeja un tanto al plano de Bart, el verdugo, cuando comenzamos a oír la canción del verdugo.


9

Y la culminación de la secuencia se produce mediante un corte brusco a un plano general (10), muy amplio (John y Pearl a la izquierda del encuadre; a los otros niños se les vislumbra en el extremo opuesto del plano, con el enorme espacio del camino en el centro: es hacia el hombre que se halla de espaldas hacia donde se dirige nuestra mirada).

10

Pero, ¿cuáles son los pensamientos del verdugo? Al realizar ese magnífico montaje sonoro, parece como si Laughton quisiera dotar de entidad a un personaje absolutamente marginal en el curso del relato: ¿piensa acaso que les cantarán esa canción a sus propios hijos si todos supieran que él es realmente el verdugo? ¿O está pensando en el sufrimiento que experimentarán los hijos de Ben Harper? Es imposible dar una respuesta al propósito del director. No en vano, el misterio y la imaginación infantiles constituyen buena parte de la grandeza de La noche del cazador.




[1] Por descontado, la bibliografía sobre La noche del cazador ha aumentado considerablemente en los últimos tiempos. El volumen más sobresaliente sigue siendo la obra de Preston Neal Jones, Heaven and Hell to Play With. The Filming of The Night of the Hunter (Limelight, Nueva York, 2002), una suerte de historia oral sobre la elaboración del film compuesta de numerosas entrevistas con varios miembros del equipo de rodaje. También posee interés la monografía de Simon Callow, The Night of the Hunter (Trowbridge, BFI, 2002). Y, naturalmente, es muy recomendable la lectura de la novela en que se basa la película: Davis Grubb, The Night of the Hunter, Harper&Brothers, Nueva Cork, 1953 (hay una excelente traducción castellana de J. A. Molina Foix, Barcelona, Anagrama, 2000). Entre las aportaciones patrias se hallan el volumen de Domènec Font, La noche del cazador. Charles Laughton, Paidós, Barcelona, 1999, y Juan Gorostidi, La noche del cazador de Charles Laughton, EIUNSA, Madrid, 2006.
[2] Algo que el subtitulado castellano omite. Tanto en las copias exhibidas a partir de 1986 como en las ediciones en DVD, el diálogo se traduce simplemente como “Siempre te pones así cuando hay una ejecución”, lo que desvirtúa por completo el sentido de la escena, y, en las proyecciones cinematográficas desencadena una irritante hilaridad – irritante al menos para quien esto escribe.
[3] Hing, hang, hung… Mira lo que ha hecho el verdugo/Hung, hang, hing… Mira cómo se balancea el ladrón. “To Hang” es, claro está, “colgar” en inglés.