El análisis de una obra como Qué difícil es ser un dios resulta muy
arduo en unas pocas cuartillas, dada la riqueza y complejidad del film.
Pensemos, además, que Aleksey German es, salvo para un puñado de aficionados,
un completo desconocido. Cuando hace siglos vimos La verificación/Control en los caminos (1971) nosotros quedamos
extasiados por la pericia del director al transformar un relato bélico más o
menos banal en una película magnífica donde casi cada plano tenía un valor
plástico admirable. Y nuestro entusiasmo creció con Veinte días sin guerra (1977), film asimismo ambientado en la II
guerra mundial, pero mucho más reflexivo e intimista. La evolución estilística
de German parecía no tener fin: con Mi
amigo Ivan Lapshin el director nos transportaba a los años de las purgas
estalinistas en un pueblecito donde Lapshin es el jefe de la poli local, todo
ello visto a través de los ojos, llenos de admiración por el héroe, de un niño
pequeño. En Khrustalev, mashinu
(1988) German se alejaba aún más de la narrativa tradicional, contando un
episodio de la URSS de los años 50 (“la conspiración de los médicos”) a través de un crío de 12 años (algo que
justificaba plenamente lo que algunos consideraron equivocadamente una
narración “deshilvanada”).
En Qué
difícil es ser un dios, German –que
empleó sus últimos 20 años en el film— es aún más exigente consigo mismo y con
el espectador. En principio, y como solía ser habitual en el director de San
Petersburgo, el argumento es aparentemente sencillo: unos científicos
procedentes de la Tierra llegan al planeta Arkanar, que parece anclado en una
perpetua Edad Media y donde la sabiduría y el progreso son brutalmente atajados.
Los terrestres portan en la frente una diadema que transmite todo lo que oyen y
ven y tienen instrucciones de no intervenir en la vida del planeta. Uno de
ellos, sin embargo, Don Rumata (Leonid Yarmolnik), tiene otras ideas: merced a
su habilidad, se convierte en un señor de la guerra y los habitantes de Arkanar
le veneran como a un dios. El propósito inicial de Don Rumata es acabar con la
terrible sociedad medieval del planeta; pronto se dará cuenta de que sólo
mediante una violencia extrema será posible, experimentando —como vemos en la bellísima escena final, que
nos traslada a unos años posteriores a la narración— el fracaso y la
frustración.
German filma la historia con una
cuidadosísima fotografía en blanco y negro y sutiles movimientos de cámara, que
permiten esos planos de larga duración tan caros al director –en donde destaca
un empleo de la profundidad de campo de una brillantez que no veíamos desde
hace décadas. El diseño de la película es también ejemplar: muy
inteligentemente, German optó por trasladarnos a otro planeta para mostrarnos
una sociedad del pasado que hoy nos resulta ajena y, en ocasiones,
incomprensible. De hecho, la cantidad de objetos y artilugios (armas, platos,
objetos decorativos, arneses) que exhibe el film es a un tiempo familiar —semejantes
a una iconografía medieval reconocible— y también extraña, fantástica. Una
lección que German pudo haber extraído del Satyricon
(1969) de Fellini, donde el retrato de la vida en la antigua Roma resultaba tan
ajeno a la experiencia del espectador que el film parecía en parte una obra de
ciencia ficción.
La película, además, se esfuerza por
mostrarnos la mentalidad que pudo haber imperado en una hipotética Edad Media.
Todo detalle tiene su razón de ser en la actitud, en apariencia extraña y
arbitraria, de los personajes. Si Rumata recibe el tratamiento de “Don” es por
una referencia al uso primitivo del título en la España medieval: el
tratamiento, en un principio, sólo se aplicaba a los reyes, a grandes nobles
(los primos, es decir, los más
cercanos al monarca) o a dignatarios eclesiásticos de rango, como cardenales o
arzobispos. Por otro lado, “don”, en cosaco, significa “hombre carente de
experiencia”. Y Rumata posee ambas características: es un ser superior que no
tiene la capacidad –ni la experiencia– de convertirse en un dios.
Quizá el único fallo del film resida en
que German se enamoró del mundo que había creado: en ocasiones, la película es
repetitiva en cuanto a su carácter descriptivo. El salvajismo, la mugre, la
crueldad, la violencia descontrolada campan a lo largo de todo el film. Y tal
vez en exceso (a lo largo del metraje vemos más escupitajos que en un partido de fútbol).
Rumata es un personaje singular: quiere
cambiar las cosas pero disfruta de su posición de dios o de noble todopoderoso.
Y se deja llevar por la crueldad y violencia que “exige” su posición. Tras el
combate en el que extermina a los miembros de La Orden (un especie de cruce
entre iglesia institucional e inquisición, pese a que German omite toda
referencia directa al cristianismo: sólo atisbamos una cruz en un breve momento
en el que se abre una puerta en la fortaleza de La Orden) y a sus aliados
aristócratas, Rumata reflexiona sobre su triunfo, la masacre y su futuro. Se le
unen sus compañeros terrestres. A uno de ellos le dirá: “Si vas a escribir
sobre mí, no olvides mencionar que es difícil ser un dios”.
¿Debe dios intervenir o no en la vida
de sus criaturas? ¿Que hay del libre
albedrío? Es llamativo que la cuestión tuviera una importancia capital al
término de la Edad Media, cuando se produjo la escisión del cristianismo y las
tesis de Lutero y de Eck, entre otros, cuestionaron dogmas tenidos por
inmutables: por ejemplo, si no existe el libre albedrío y todo ocurre por necesidad
absoluta, no puede haber recompensa para la virtud ni tampoco castigo, ya que
recompensa y castigo suponen libertad. Era preciso distinguir entre las
acciones atribuidas a dios y las atribuidas simultáneamente a dios y al libre
albedrío. En Qué difícil es ser un dios,
sólo el dios, Rumata, es poseedor del libre albedrío.
Es difícil aunar en una obra tanta
belleza y fealdad. Fealdad en lo que se muestra, belleza en cómo es mostrado y en el ojo del
artista. Algo que posee una larga tradición en la pintura o la literatura, pero
escasa en el cine. Los críticos y el folleto proporcionado por la distribuidora
del film coinciden en señalar la influencia de El Bosco y de Brueghel. Curiosa
coincidencia (¿en verdad los críticos son tan ignorantes? ¿trabajan tan poco?
¿o ambas cosas a la vez?). Dado que tanto El Bosco como Peter usaban el Technicolor y esta peli
está rodada en glorioso blanco y negro, nosotros pensamos que las influencias
iconográficas del film están más cercanas a los anónimos grabadores de las
Danzas de la muerte medievales, o a Holbein o a Cranach.
Hay también humor en Qué difícil… Rumata, preocupado
perennemente por la cuestión, le pregunta a uno de sus “sabios”: “¿Qué harías
si fueras un dios?”. Dado que el hombre sufre de prostatitis, su respuesta es
inmediata: ”Mearía con placidez”. O las improvisaciones de jazz –con un curioso
clarinete– a las que se entrega Rumata cuando no está cortando orejas o exterminando monjes y nobles
rebeldes…
En conclusión, una gran película que es
un más que digno broche final para un gran cineasta. Un cineasta que además era
consciente de que todos nosotros vivimos ya en Arkanar.
Excurso
final
Ir al cine cada vez resulta una
experiencia más terrorífica. Y no lo decimos porque la mayoría de las salas se
albergue hoy día en esos repugnantes centros comerciales. Ni siquiera por el
olor rancio a palomitas y otros productos ricos en colesterol. Es a la plebe a
la que ya no soportamos: a los espectadores, para entendernos. Hoy no faltan
los capullos o las capullas de la fila de delante que, presos de la adicción,
cada diez minutos tienen que comprobar si hay un SMS de la Vanessa o del grupo
de guasap “Los siete adúlteros”. En casos extremos, se ponen también a hablar
por el puto artilugio: “¿Quedamos a las 7?” ,“Pos vale”, “No veas qué felación
me hizo anoche la Jenny”. Algo que no importa demasiado si el film es una
mierda. Una de las últimas pelis que pusieron en el cine de nuestro pueblo
antes de que el local se transmutara en una parafarmacia fue Gladiator. Recordarán ustedes que a
Russell Crowe le meten a la fuerza en la escuela de gladiadores que dirige un
socarrado Oliver Reed. Y hacen giras por provincias (romanas), donde Máximo se
hace muy popular y la gente le vitorea: “HISPANO-HISPANO-HISPANO” (dado que
Máximo era extremeño). Al final, en la arena del coliseo romano digital Máximo
se carga al emperador degenerado Cómodo en una escena llena de dramatismo. El
público presente en el coliseo y en el cine se queda mudo. De repente, en el
cine, uno de los garrulos del pueblo vocifera: “HISPANO-HISPANO-HISPANO”, y
claro, la sala se vino abajo, rompiendo la enorme emotividad del momento y la
esmerada puesta en escena de nuestro adorado Ridley Scott. Algo que no ocurría
en el pasado era la irreverencia contra la obra artística. Es decir, uno iba a
ver Muerte en Venecia y se daba
perfecta cuenta de que la peña rezaba para que Dirk Bogarde muriera cuanto
antes y terminara aquella tortura, pero se aguantaban sin chistar, que por algo
estaban viendo una obra de arte (de mierda). Hoy ya no ocurre esto. El desfile
de gente que abandonó Qué difícil es ser
un dios en la primera sesión a la que asistimos fue clamoroso. Y más
clamoroso fue que, antes de la proyección, nos explicaran la peli dos veces:
una, por medio del responsable filmotequero, y otra por dos jóvenes de la
distribuidora Capricci –una empresa francesa enrollada que patrocina las pelis
de Albert Serra, publica la revista Sofilm
y edita libros de cine; por ejemplo, ha poco publicaron la versión francesa del
libro de Tag Gallagher sobre John Ford, reduciéndolo en un tercio de lo que es
el original (sí: lo hace esa clase de gente que se escandaliza porque un
productor meta la tijera en una peli de un director cualquiera), provocando tal
cabreo del autor que este desautorizó el libro, anuncio en el Cahiers mediante.
Como nosotros odiamos que nos expliquen
una peli antes de verla, nos dedicamos a hacer como que leíamos el folleto de
la programación mientras aquellos tres largaban y largaban. No es que fuera muy
elegante esa actitud nuestra (estábamos en primera fila), pero por lo menos no
tiramos bombas fétidas ni petardos, que es lo que hacíamos de niños. Para
terminar, los meritorios de Capricci nos hicieron saber que en el vestíbulo se
hallaban unos ejemplares de Sofilm y
unos pósters de la peli, todo ello a precio rebajado.