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jueves, 14 de enero de 2016

Estrenos de ocasión: «Qué difícil es ser un dios» («Trudno byt bogom», Aleksey German, 2013)








El análisis de una obra como Qué difícil es ser un dios resulta muy arduo en unas pocas cuartillas, dada la riqueza y complejidad del film. Pensemos, además, que Aleksey German es, salvo para un puñado de aficionados, un completo desconocido. Cuando hace siglos vimos La verificación/Control en los caminos (1971) nosotros quedamos extasiados por la pericia del director al transformar un relato bélico más o menos banal en una película magnífica donde casi cada plano tenía un valor plástico admirable. Y nuestro entusiasmo creció con Veinte días sin guerra (1977), film asimismo ambientado en la II guerra mundial, pero mucho más reflexivo e intimista. La evolución estilística de German parecía no tener fin: con Mi amigo Ivan Lapshin el director nos transportaba a los años de las purgas estalinistas en un pueblecito donde Lapshin es el jefe de la poli local, todo ello visto a través de los ojos, llenos de admiración por el héroe, de un niño pequeño. En Khrustalev, mashinu (1988) German se alejaba aún más de la narrativa tradicional, contando un episodio de la URSS de los años 50 (“la conspiración de los médicos”)  a través de un crío de 12 años (algo que justificaba plenamente lo que algunos consideraron equivocadamente una narración “deshilvanada”).

 


En Qué difícil es ser un dios, German –que empleó sus últimos 20 años en el film— es aún más exigente consigo mismo y con el espectador. En principio, y como solía ser habitual en el director de San Petersburgo, el argumento es aparentemente sencillo: unos científicos procedentes de la Tierra llegan al planeta Arkanar, que parece anclado en una perpetua Edad Media y donde la sabiduría y el progreso son brutalmente atajados. Los terrestres portan en la frente una diadema que transmite todo lo que oyen y ven y tienen instrucciones de no intervenir en la vida del planeta. Uno de ellos, sin embargo, Don Rumata (Leonid Yarmolnik), tiene otras ideas: merced a su habilidad, se convierte en un señor de la guerra y los habitantes de Arkanar le veneran como a un dios. El propósito inicial de Don Rumata es acabar con la terrible sociedad medieval del planeta; pronto se dará cuenta de que sólo mediante una violencia extrema será posible, experimentando  —como vemos en la bellísima escena final, que nos traslada a unos años posteriores a la narración— el fracaso y la frustración.


 

German filma la historia con una cuidadosísima fotografía en blanco y negro y sutiles movimientos de cámara, que permiten esos planos de larga duración tan caros al director –en donde destaca un empleo de la profundidad de campo de una brillantez que no veíamos desde hace décadas. El diseño de la película es también ejemplar: muy inteligentemente, German optó por trasladarnos a otro planeta para mostrarnos una sociedad del pasado que hoy nos resulta ajena y, en ocasiones, incomprensible. De hecho, la cantidad de objetos y artilugios (armas, platos, objetos decorativos, arneses) que exhibe el film es a un tiempo familiar —semejantes a una iconografía medieval reconocible— y también extraña, fantástica. Una lección que German pudo haber extraído del Satyricon (1969) de Fellini, donde el retrato de la vida en la antigua Roma resultaba tan ajeno a la experiencia del espectador que el film parecía en parte una obra de ciencia ficción.

La película, además, se esfuerza por mostrarnos la mentalidad que pudo haber imperado en una hipotética Edad Media. Todo detalle tiene su razón de ser en la actitud, en apariencia extraña y arbitraria, de los personajes. Si Rumata recibe el tratamiento de “Don” es por una referencia al uso primitivo del título en la España medieval: el tratamiento, en un principio, sólo se aplicaba a los reyes, a grandes nobles (los primos, es decir, los más cercanos al monarca) o a dignatarios eclesiásticos de rango, como cardenales o arzobispos. Por otro lado, “don”, en cosaco, significa “hombre carente de experiencia”. Y Rumata posee ambas características: es un ser superior que no tiene la capacidad –ni la experiencia– de convertirse en un dios.

Quizá el único fallo del film resida en que German se enamoró del mundo que había creado: en ocasiones, la película es repetitiva en cuanto a su carácter descriptivo. El salvajismo, la mugre, la crueldad, la violencia descontrolada campan a lo largo de todo el film. Y tal vez en exceso (a lo largo del metraje vemos más escupitajos que en un partido de fútbol).

 


Rumata es un personaje singular: quiere cambiar las cosas pero disfruta de su posición de dios o de noble todopoderoso. Y se deja llevar por la crueldad y violencia que “exige” su posición. Tras el combate en el que extermina a los miembros de La Orden (un especie de cruce entre iglesia institucional e inquisición, pese a que German omite toda referencia directa al cristianismo: sólo atisbamos una cruz en un breve momento en el que se abre una puerta en la fortaleza de La Orden) y a sus aliados aristócratas, Rumata reflexiona sobre su triunfo, la masacre y su futuro. Se le unen sus compañeros terrestres. A uno de ellos le dirá: “Si vas a escribir sobre mí, no olvides mencionar que es difícil ser un dios”.

¿Debe dios intervenir o no en la vida de sus criaturas?  ¿Que hay del libre albedrío? Es llamativo que la cuestión tuviera una importancia capital al término de la Edad Media, cuando se produjo la escisión del cristianismo y las tesis de Lutero y de Eck, entre otros, cuestionaron dogmas tenidos por inmutables: por ejemplo, si no existe el libre albedrío y todo ocurre por necesidad absoluta, no puede haber recompensa para la virtud ni tampoco castigo, ya que recompensa y castigo suponen libertad. Era preciso distinguir entre las acciones atribuidas a dios y las atribuidas simultáneamente a dios y al libre albedrío. En Qué difícil es ser un dios, sólo el dios, Rumata, es poseedor del libre albedrío.

Es difícil aunar en una obra tanta belleza y fealdad. Fealdad en lo que se muestra,  belleza en cómo es mostrado y en el ojo del artista. Algo que posee una larga tradición en la pintura o la literatura, pero escasa en el cine. Los críticos y el folleto proporcionado por la distribuidora del film coinciden en señalar la influencia de El Bosco y de Brueghel. Curiosa coincidencia (¿en verdad los críticos son tan ignorantes? ¿trabajan tan poco? ¿o ambas cosas a la vez?). Dado que tanto El Bosco  como Peter usaban el Technicolor y esta peli está rodada en glorioso blanco y negro, nosotros pensamos que las influencias iconográficas del film están más cercanas a los anónimos grabadores de las Danzas de la muerte medievales, o a Holbein o a Cranach.

Hay también humor en Qué difícil… Rumata, preocupado perennemente por la cuestión, le pregunta a uno de sus “sabios”: “¿Qué harías si fueras un dios?”. Dado que el hombre sufre de prostatitis, su respuesta es inmediata: ”Mearía con placidez”. O las improvisaciones de jazz –con un curioso clarinete– a las que se entrega Rumata cuando no está cortando  orejas o exterminando monjes y nobles rebeldes…


 

En conclusión, una gran película que es un más que digno broche final para un gran cineasta. Un cineasta que además era consciente de que todos nosotros vivimos ya en Arkanar.


 

Excurso final
 
Ir al cine cada vez resulta una experiencia más terrorífica. Y no lo decimos porque la mayoría de las salas se albergue hoy día en esos repugnantes centros comerciales. Ni siquiera por el olor rancio a palomitas y otros productos ricos en colesterol. Es a la plebe a la que ya no soportamos: a los espectadores, para entendernos. Hoy no faltan los capullos o las capullas de la fila de delante que, presos de la adicción, cada diez minutos tienen que comprobar si hay un SMS de la Vanessa o del grupo de guasap “Los siete adúlteros”. En casos extremos, se ponen también a hablar por el puto artilugio: “¿Quedamos a las 7?” ,“Pos vale”, “No veas qué felación me hizo anoche la Jenny”. Algo que no importa demasiado si el film es una mierda. Una de las últimas pelis que pusieron en el cine de nuestro pueblo antes de que el local se transmutara en una parafarmacia fue Gladiator. Recordarán ustedes que a Russell Crowe le meten a la fuerza en la escuela de gladiadores que dirige un socarrado Oliver Reed. Y hacen giras por provincias (romanas), donde Máximo se hace muy popular y la gente le vitorea: “HISPANO-HISPANO-HISPANO” (dado que Máximo era extremeño). Al final, en la arena del coliseo romano digital Máximo se carga al emperador degenerado Cómodo en una escena llena de dramatismo. El público presente en el coliseo y en el cine se queda mudo. De repente, en el cine, uno de los garrulos del pueblo vocifera: “HISPANO-HISPANO-HISPANO”, y claro, la sala se vino abajo, rompiendo la enorme emotividad del momento y la esmerada puesta en escena de nuestro adorado Ridley Scott. Algo que no ocurría en el pasado era la irreverencia contra la obra artística. Es decir, uno iba a ver Muerte en Venecia y se daba perfecta cuenta de que la peña rezaba para que Dirk Bogarde muriera cuanto antes y terminara aquella tortura, pero se aguantaban sin chistar, que por algo estaban viendo una obra de arte (de mierda). Hoy ya no ocurre esto. El desfile de gente que abandonó Qué difícil es ser un dios en la primera sesión a la que asistimos fue clamoroso. Y más clamoroso fue que, antes de la proyección, nos explicaran la peli dos veces: una, por medio del responsable filmotequero, y otra por dos jóvenes de la distribuidora Capricci –una empresa francesa enrollada que patrocina las pelis de Albert Serra, publica la revista Sofilm y edita libros de cine; por ejemplo, ha poco publicaron la versión francesa del libro de Tag Gallagher sobre John Ford, reduciéndolo en un tercio de lo que es el original (sí: lo hace esa clase de gente que se escandaliza porque un productor meta la tijera en una peli de un director cualquiera), provocando tal cabreo del autor que este desautorizó el libro, anuncio en el Cahiers mediante.

Como nosotros odiamos que nos expliquen una peli antes de verla, nos dedicamos a hacer como que leíamos el folleto de la programación mientras aquellos tres largaban y largaban. No es que fuera muy elegante esa actitud nuestra (estábamos en primera fila), pero por lo menos no tiramos bombas fétidas ni petardos, que es lo que hacíamos de niños. Para terminar, los meritorios de Capricci nos hicieron saber que en el vestíbulo se hallaban unos ejemplares de Sofilm y unos pósters de la peli, todo ello a precio rebajado.