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domingo, 18 de junio de 2017

Estrenos de ocasión: "Ignacio de Loyola" (Paolo Dy, Cathy Azanza, 2016)



Estrenos de ocasión: Ignacio de Loyola (Paolo Dy, Cathy Azanza, 2016)


Por la señora y el señor Snoid



 
Quizá se pregunten ustedes qué nos hizo acudir al cine para ver esta película, dado que ni era el aniversario del fundador de la jesuítica orden, no otorgaban una bula papal con la entrada —ni mucho menos una indulgencia plenaria— y, además, sabidas son las fricciones entre capuchinos y jesuitas, debido, por supuesto, a la enorme (e injustificada, a nuestros ojos) soberbia intelectual de los miembros de la orden de San Ignacio.

Pues un cúmulo de razones:

-La posibilidad de dos horas de aire acondicionado (las demás cosas que ponían en los multicines eran incluso, en principio, más pavorosas: pelis infantiles subnormales, una comedia española de apariencia igualmente subnormal y una especie de film blaxplotation de terror, Déjame salir; como imaginamos que no superaría a la sueca Déjame entrar, lo dejamos correr).

-El hecho de que Ignacio de Loyola fuera una coproducción hispano-filipina. Ni siquiera las dos magnas versiones de Los últimos de Filipinas se hicieron en régimen de coproducción.

-El más inquietante hecho de que la productora se denominara Jesuit Communications Company. ¿De nuevo a la conquista del mundo? ¿Esta vez por medios audiovisuales? ¿Celos de sus rivales del Opus Dei, que recientemente nos regalaron un carísimo largometraje, Encontrarás Dragones, que sólo vieron los 80.000 miembros de la secta?

Ad Maiorem Dei Gloriam

Sepan ustedes que la relación cine-jesuitismo ha sido larga y fructífera. Tan larga que arranca en el siglo XVIII. En efecto, el sabio jesuita Atanasio Kircher, que lo mismo investigaba fósiles de mamuts que descifraba la escritura copta o intentaba desentrañar los jeroglíficos egipcios, publicó en 1761 su Ars Magna Lucis et Umbrae, volumen que compila todo lo conocido hasta entonces sobre las capacidades del ojo humano, los efectos de la luz, los principios de los relojes solares, las ventajas del uso de la camera obscura para los pintores (en esto se adelantó bastante a David Hockney) y un proyecto de perfeccionamiento de la linterna mágica. De ahí a los Lumière y a Edison sólo había un paso. Por desgracia, Atanasio era alemán y no francés, y por ello su presencia en los manuales de historia del cine es inexistente o testimonial.



 
En 1900 nacieron dos directores que recibieron una jesuítica educación y además se jactaban de ello: Buñuel y Hitchcock. Suponemos que fruto de ese esmerado aprendizaje plasmarían sus obsesiones en forma de película: aquello del “sentimiento de culpa jesuítico” (Hitch), la teología de andar por casa (Buñuel) y, sobre todo, sus obsesiones sexuales (ambos). Comparen el catolicismo de estos dos con el catolicismo hedonista de un John Ford: mucho nos tememos que en el caso de Buñuel y Hitchcock, los padres de la Compañía les habían pintado la religión con unos colores negrísimos, el infierno con un technicolor con profusión de rojos y el sexo como la mayor de las degeneraciones...

Lejos ya los tiempos en que la Compañía era la fuerza de choque de la iglesia, los Tercios (sin cabra), los SEAL, los SAS británicos, la legión extranjera francesa, etc.,  los jesuitas se dedicaron preferentemente a la educación en aquellos países donde no les habían expulsado, por medio de colegios y universidades que ponían el precio del crédito por las nubes (les sonarán a ustedes sitios como Deusto y Georgetown). Sin embargo, no descuidaron su conexión cinéfila: montaban cine-clubs parroquiales allá donde podían, y como siempre tuvieron fama de ser más cultos y refinados que otras órdenes, no dudaban, por ejemplo, en programar películas de Antonioni (algo que contribuyó enormemente a la difusión del ateísmo en la Europa occidental).

 
Enormes colas en un cine-club jesuítico. La película era Viridiana
 

 No obstante, la orden siempre tuvo un cierto carácter esquizofrénico: mientras unos dormitaban en sus cátedras, otros evangelizaban en lugares muy, muy peligrosos y muy, muy pobres, y abrazaban lo que se dio en llamar la Teología de la liberación: recordarán ustedes la cantidad de jesuitas asesinados (por ser marxistas y rojos sin remedio) en sitios como El Salvador, Guatemala, Honduras y otros países hermanos donde el fascismo campaba a sus anchas, tal y como querrían un Rajoy, una May o un Hernando. Ello les dio una popularidad espectacular que se vio reflejada en el cine. Piensen en La misión, aquella costosa producción de David Puttnam que no carecía de buenos momentos. Y recientemente Martin Scorsese nos ofreció Silencio, aberrante película de Jesuitas en Japón que fracasó estrepitosamente, pero no porque el film fuera malo a rabiar (que lo es) sino porque el prota no era Leonardo Di Caprio...

Scorsese y Francisco antes de la Sneak Preview en el Vaticano de Silence. La reacción de obispos, cardenales, guardias suizos y demás personal subalterno obligó a Martin a cortar 20 minutos de película

 
Ignacio: The Movie

Lamentablemente, poco podemos decir de este reciente estreno; yo abandoné la sala al minuto 40 de proyección. La señora Snoid se negó a acompañarme, pretextando que habíamos pagado por el espectáculo completo y por el aire acondicionado. Aunque sospecho que sus tendencias masoquistas algo tuvieron que ver.

De lo que uno vio, y sabiendo ahora que el presupuesto del film ascendió a un millón de dólares norteamericanos (aunque visto lo visto, sospechamos que más bien debía ser un millón de pesos filipinos), no podemos sino constatar la ausencia de “valores de producción”, muy evidentes en las escenas de masas y batallas.

Ignacio, ante el inminente ataque francés a Pamplona, convence a sus superiores de que hay que resistir como sea, pues hay que dar tiempo a que lleguen los refuerzos; de lo contrario, los gabachos se apoderarán de Navarra entera. Esto es similar a la defensa de El Álamo por parte de John Wayne, Richard Widmark y Laurence Harvey, que con su heroica resistencia permitieron reagruparse a Sam Houston y derrotar a los mexicanos del Presidente-General Santa Anna. En la defensa de la ciudadela pamplonica, Ignacio se muestra como el Leónidas de 300; qué fintas, qué amagos, qué estocadas... frente a un ejército francés digital que parece sacado de una consola ATARI.

Nuestro héroe queda herido y los gabachos toman Pamplona. Sin embargo, su estrategia ha resultado acertada, pues a las pocas semanas llegan los refuerzos y vascos y navarros leales les zurran la badana a los franceses de mala manera. Y ello da lugar al mejor momento del film: Ignacio, convaleciente en el caserío familiar, recibe la visita de miembros de su clan que anuncian la victoria exultantes. Recuerden que son vascos. Y gritan a pleno pulmón: “¡VIVA CASTILLA!” (¡GORA KASTILLA!). Sólo por esto merece verse el primer tercio de la peli. Imaginamos que en los cines de Euskadi y Navarra ya se habrán producido motines o los cines se habrán venido abajo por las carcajadas... Aunque, en un detalle muy inesperado, hemos de aclarar que la peli está rodada no en vascuence, en castellano o en tagalo, sino en inglés... Para darle mayor proyección internacional, qué duda cabe. Ignacio escribe su diario en inglés y al final de cada entrada pone The End (de verdad: no mentimos).

Otros momentos jocosos se producen gracias al diseño de producción: los hidalgos vascos visten en todo momento según la etiqueta borgoñona (ropa poco apropiada para talar árboles o jugar a pala en el frontón), la ciudadela de Pamplona se parece tanto a la auténtica como el palacio de El Escorial a la Casa Blanca, y las escenas en que Ignacio hace de guardaespaldas de la primera dama (en lenguaje de la época: “aposentador”), que no es sino la princesa Catalina, una de las múltiples hijas de Juana la loca y Beautiful Philip, abundantes en diálogo y que provocan en Ignacio una devoción platónica/pajera, muestran unos intercambios verbales dignos de Gandía Shore. Podrían haberse esforzado un pelín y haber incluido diálogos que “sonaran” un poco a la época, tal que:

—¿Vos aquí? ¡Os creía en palacio!

Es indudable que la película ganaría mucho si el protagonista hubiera sido un actor con más empaque. Un Henry Cavill, para entendernos: el cachas de las de Superman o El agente de CIPOL (o The Man from Uncle). Imagínense a Henry con barba y disfraz del XVI: un Ignacio casi perfecto, hombre de acción y de letras, apasionado defensor de la corona y más tarde soldado de Cristo...

Concluyamos con una humilde petición. Desde estas modestas páginas exhortamos al Papa Francisco, que pertenece a la orden jesuítica, a que excomulgue a todos los responsables de esta película o bien a que les mande de misioneros a sitios como Siria, Afganistán, Irak o El Califato Islámico...


Scorsese, tras un pase exclusivo de Ignacio de Loyola
 

 

 

jueves, 9 de abril de 2015

LA PÁGINA DEL SEÑOR SNOID-LOS PREMIOS, ¿SIRVEN PARA ALGO?




Los más jóvenes no se lo creerán, pero años ha –no demasiados- los premios de cine importaban bien poco. Al común de la plebe, desde luego. A los galardonados vaya sí les importaban (o lo parecía), pues con aquellas carreras por las escaleras del Dorothy Chandler Pavillion o el Kodak Theater, aquellos estallidos de júbilo, abrazos, besos y cucamonas tal parecía que se hubiera encontrado la cura del cáncer. Por no hablar de los que entraban en liza y habían sido derrotados: las expresiones de disgusto que afloraban en sus rostros iban desde el “Me cambio de agente” a “Pero si ese hijo de puta tiene dos” o “La muy zorra se debe haber tirado a media academia”. Indudablemente, los tiempos han cambiado –ya no se nos permite apreciar las caras de los que se van sin premio-, pues lo que antes se recibía entre indiferencia y bostezos, como que le dieran el premio gordo en los óscars a Amadeus, el guión a Sylvester Stallone o el premio a la mejor actriz a Jane Fonda hoy parece ser un asunto capital, trascendental, en el que intervienen quinielas, porras, casas de apuestas y un monumental desafuero con vistas a los del curso que viene, torbellino que comienza dos semanas después de que se otorguen los premios y estos comiencen a enfriarse.



A Godard también le premiaron en Cannes. La tarta era de nata


Esta indiferencia por parte del aficionado no era casual. Si tenemos en cuenta que casi todo el mundo era muy consciente de que en eso de los óscars lo que hacía la industria gringa era premiarse a sí misma, que el asunto de una competición artística era como bastante ridículo (ridículo que se ha extendido a todas artes y partes: no es raro encontrar hoy un certamen tipo “Las cinco mejores novelas escritas en El Bierzo, 2012”) y que la “ceremonia” la presentaban individuos tan chispeantes como Bob Hope o Johnny Carson, pues el desinterés de los que no estaban seleccionados era previsible. Hoy día, en cambio, no hay cinéfilo que no conozca las selecciones en todas las categorías, que ignore la existencia (y trascendencia) de los premios BAFTA, de los Globos de oro, de los César, de los Goya e incluso de los de la revista nipona Kinema Junpo. Parece que fue ayer cuando el aficionado barruntaba vagamente que existían cosas como la Palma de oro en Cannes, los óscars, los Fotogramas de plata o los premios Sant Jordi…

“Qué hermosos son… Y cómo brillan… Y tengo uno más que la zorra de mi hermana”


La madre de todos los premios

El premio que apasiona a todo cinéfilo es el óscar, naturalmente. Y conste que por cinéfilo no nos referimos al vulgar aficionado al cine (grupúsculo en el que nos incluimos), sino a ese ser que se interesa por hechos tales como que Richard Burton y Elizabeth Taylor se casaran siete veces consecutivas, que el matrimonio Paul Newman-Joanne Woodward durara sesenta años, que Warren Beatty se tirara a 15.759 mujeres o a que Peter O’Toole trasegara tres botellas de whisky al día en sus mejores momentos. Lógico es, por tanto, que el cinéfilo se inquiete ante el dilema de si, pongamos, un bodrio como Avatar se llevará el premio a la mejor película o lo hará una basura como En tierra hostil.

Hay que admitir, sin embargo, que estos premios han tenido una historia curiosa. En particular, a nosotros nos entusiasma la primera entrega, la única en la que se dieron dos galardones a la mejor película: uno como “mejor producción” que se llevó Alas (Wings, William A. Wellman, 1927) y otro como mejor película “unique and artistic production” que fue para Amanecer (Sunrise, F. W. Murnau, 1927). Es decir, que los jerifaltes de la industria, en un alarde de sinceridad que no volvería a repetirse, decidieron distinguir entre la película comercial digna que iba a arrasar en taquilla (y Alas ha aguantado muy bien el paso del tiempo) y el film que no iba precisamente a tener gran éxito popular, pero que era, y es, una obra maestra. Y además el premio al mejor actor recayó en Emil Jannings, por The Last Command y The Way of All Flesh. Desgraciadamente, ahí terminó la breve pero triunfal carrera de Jannings en el cine yanqui, pues entre que con la llegada del sonoro su acento alemán resultaba bastante antipático para el público gringo y que Emil tuvo que decidir entre trabajar para dos antagónicos tiranos carismáticos, Josef von Sternberg (con quien volvió a coincidir en El ángel azul, renovando el odio mutuo que se profesaban actor y director) y Adolf Hitler, Jannings optó por el Führer, quien le pareció mucho más humano, cariñoso y atento que Von Sternberg.

Con el curso de los años, las distintas categorías de los premios aumentaron considerablemente, la ceremonia adoptó el suspense con la apertura del sobrecito donde aparecía el ganador (en los primeros tiempos los premios se anunciaban con meses de antelación a la entrega), y durante décadas se estableció el número de cinco seleccionados por categoría. Algo que no cambió fue la estupefacción de ganadores y perdedores ante la lotería de las estatuillas. Así, el último día de rodaje de Ben-Hur, William Wyler le confesó a Charlton Heston: “Menudo bodrio hemos hecho. Espero poder ofrecerte un papel mejor en el futuro”. Meses después, ambos recogían sus respectivos premios con la mejor de sus sonrisas. Y es que el óscar maldito ha sido una obsesión para cinéfilos, directores y actores. Los cinéfilos se quejan amargamente de que Hawks, Vidor, Walsh, Fuller, Hitchcock y tantos otros jamás recibieran el premio. Y Spielberg tuvo que soportar el desprecio de la industria hasta que rodó la película más cara sobre el holocausto y, ya en racha, se lo volvieron a dar un año después por la infame Salvar al soldado Ryan. Por no hablar del pobre Martin Scorsese, galardonado por un remake de una peli coreana que cuenta más o menos lo mismo que la suya, pero en 85 minutos y sin Jack Nicholson ni Matt Damon.

También la exmujer de John McEnroe tiene el suyo

No obstante, no todos los implicados se pirran por el premio. Así, George C. Scott decidió rechazar su óscar por Patton, ya que una competición entre actores le parecía una soberana majadería. Y al año siguiente, Marlon Brando, ya de vuelta de todo, envió a una “nativa americana” (apache, para más señas; aunque las malas lenguas aseguran que era una mexicana llamada María Cruz) para rechazar el galardón y denunciar el maltrato sufrido por los indios desde la llegada del Mayflower hasta aquel momento (1972).

“También los ingleses y los suecos sois responsables del genocidio de mi pueblo”, les espeta Satcheen Littlefeather a Roger Moore y Liv Ullmann


Premios de consolación

Aquí entrarían los que hacen mofa de los supuestamente serios, tarea que nos parece complicada, pues ya es bastante cómico que se premie a Tom Hanks, a Dustin Hoffman o a Cliff Robertson por interpretar a autistas o a discapacitados psíquicos de distinto grado. El galardón más célebre de estas burlonas recompensas es el Razzie, conocido oficialmente como Golden Raspberry Award. Los galardonados habituales son los que usted se puede imaginar: Bruce Willis, Sylvester Stallone o el antiguo gobernador de California. Sin embargo, estos premios también han tenido sus momentos estelares: Paul Verhoeven recogió con orgullo el de peor director por Showgirls y Halle Berry hizo lo propio con el suyo a la peor actriz por Catwoman, acusando públicamente  a su representante de proporcionarle “papeles de mierda”. Y no olvidemos que Adam Sandler ha ganado tres veces consecutivas como peor actor.

Sandra con su Golden Raspberry, orgullosa como una reinona


De festival por el mundo

Cuentan los antiguos que en Cannes, Venecia, Berlín y otros lugares se premiaban películas de excepcional calidad, a diferencia de los denostados premios de Hollywood. No lo dudamos. Como tampoco dudamos que también por estos eventos festivaleros ocurrían cosas rarísimas. El de Cannes, el certamen prestigioso por excelencia, ha sido una fuente continua de despropósitos desde que La bataille du rail se llevó la primera Palma de oro. Así, una película como Padre padrone, por la que nadie daba un duro, consiguió triunfar en 1977. ¿Por qué? Pues porque el presidente del jurado era Roberto Rossellini, quien nada más ver el film de los Taviani pensó: “Estos son de los míos”. Y como Roberto siempre tuvo un enorme poder de convicción y seducción, logró que los miembros del jurado –a quienes Padre padrone les pareció una birria– la votaran como mejor película, pese a las presiones de la dirección del festival. Presiones que sí surtieron efecto un par de años después, cuando Coppola ganó con Apocalypse Now. Y no es que no se lo mereciera, pues se trata de una soberbia película (el montaje original, no ese Redux lanzado años después), pero el caso es que lo que se presentó a competición fue una copia inacabada, con uno de los finales que se descartó en el montaje final y la mezcla de sonido en mantillas. La United Artists, obviamente, estaba desesperada por recuperar la cuantiosa inversión…

Estamos convencidos de que si Corazón salvaje ganó en Cannes ello se debió al personaje de Bobby Perú

Y esto nos recuerda una de las últimas películas seleccionadas para cientos de premios que fuimos a ver al cine, The Imitation Game. Ni la señora Snoid ni un servidor de ustedes sabían gran cosa de la peli en cuestión. Pero en cuanto apareció el logo “The Weinstein Company” comprendimos. Y cuando acabó la película, lo comprendimos mucho mejor. Y es que los hermanos Weinstein tienen la pasmosa habilidad –o la capacidad de sobornar a diestro y siniestro– de hacer que cualquier cagarruta parezca un film “de prestigio”.

Sin embargo, en ocasiones los festivales ofrecen sorpresas casi inimaginables. Pondremos el glorioso ejemplo patrio del festival de San Sebastián. Ignoramos si en ese momento el festival donostiarra estaba bajo el influjo de los Cahiers, pero en 1958 Vertigo se llevó la Concha de plata y James Stewart el premio al mejor actor. Y un año después, Hitchcock repetiría con North by Northwest. Mientras tanto, Hollywood seguía negándole a Sir Alfred el pan y la sal…

El gafe de Jane Fonda: A Jon Voight le costó décadas levantar cabeza. Cimino sigue en el fondo del sumidero



Orientales, discapacitadas y enanas también tienen su óscar


La marca España o Españoles en el mundo

Pensarán ustedes que los españoles que mejor se han bandeado con esto de los premios internacionales son gentes como Almodóvar y Amenábar. Quizá en el número o en el grosor, pero no a la hora de recibirlos. Recuerden cuando Pedro recibió su primer óscar y dio un discurso tan histérico e incomprensible que Billy Crystal comentó: “A su lado, Roberto Benigni parece un profesor de inglés”. Con el segundo, ya tenía la lección bien aprendida (y escrita) y encima se atrevió a criticar (por lo bajinis) la política exterior de los EE.UU., apelando al respeto a la “international law”. En fin, que estos dos no tienen gracia ni cuando les colman de prebendas y parabienes.

De hecho, los compatriotas que mejor se han movido en las turbulentas aguas festivaleras han sido un productor, Elías Querejeta, y un director, Luis Buñuel. Elías controló durante años el festival de San Sebastián, que por algo era donostiarra y exjugador de la Real Sociedad. Daba igual que la peli en cuestión fuera una birria (Los desafíos) o magnífica (El espíritu de la colmena), Elías siempre conseguía algún premio. Y no sólo en Donosti: piensen en cualquier festival –Berlín, Chicago, Mar del Plata– que la peli, fuera de Saura o de Jordi Grau, se llevaba algo al saco. Y si no se llevaba premio, quedaba la mención o selección –óscars, Globos de oro, Leones de oro, de plata…Y a decir verdad, la carrera de Querejeta como productor en cuanto a calidad y cantidad es impresionante (sin coñas), a excepción de la birria aquella de Wenders, La letra escarlata (donde sólo se salva nuestra amada Senta Berger), los sermones parroquiales de Montxo Armendáriz y las pelis de su hija Gracia (pero es que uno por una hija hace cualquier cosa).

A diferencia de Elías, Buñuel no se afanaba demasiado en la obtención de galardones. Eso sí, cuando le daban uno, siempre la montaba, queriendo o sin querer. Ustedes ya conocerán el célebre caso de Viridiana, la Palma de oro en Cannes y el artículo de L’Osservatore romano. Y años después se llevó el premio gordo en Venecia por Belle de Jour, entre otras cosas porque Carlos Fuentes y Juan Goytisolo formaban parte del jurado. Este premio provocó otro escándalo, claro. Dado que, a pesar del desmadre sesentero, un film que presentaba a una señora que era puta y masoca por vocación no gustó ni a los progres de la época. Lo mejor, sin embargo, estaba por llegar: en 1973 le dieron el óscar a la mejor peli extranjera por El discreto encanto de la burguesía. Al día siguiente, Buñuel, que jamás asistía a las entregas de premios, se sinceraba ante la prensa: “Los americanos son gente cabal. Les ofrecí 100.000 dólares si me daban el óscar y han cumplido el trato”. El revuelo que se armó ante tal humorada fue espectacular. Pero hay que tener en cuenta que la prensa –sobre todo la mexicana– acostumbraba a publicar historias muy bellas sobre Don Luis. Como cuando se aseguraba que introducía hostias consagradas en una jaula de grillos y decía, “Canta, hostia, canta: que si no, verás lo que te pasa”. Comparen ustedes con Almodóvar y el berrido de Pe: ¡PEEEDROOOOO!



“Hombre… qué menos. Si llevo años denunciando los males de este mundo”, dice el cineasta-protesta Michael Moore