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viernes, 9 de junio de 2017

¿POR QUÉ SAM FULLER? (I)



 
¿Por qué Samuel Fuller?
por Tag Gallagher


   
Muchos asociarán a Sam Fuller menos por sus películas que por su “aparición estelar” en el film de Godard de 1965 Pierrot le fou. Jean-Paul Belmondo se lo encuentra en una fiesta parisina y pregunta, “Siempre he querido saber qué es exactamente el cine”, y se le responde en inglés que “Una película es como un campo de batalla. Hay amor, odio, acción, violencia, muerte. En una palabra, emoción”.


 
La respuesta es apropiada por cuatro razones. Primero porque Fuller fue un soldado. Había combatido en la segunda guerra mundial como recluta en el ejército norteamericano, en una división conocida como la Big Red One, en Argelia, Sicilia, la playa de Omaha en Normandía, la batalla de las Ardenas y el campo de exterminio de Falkenau.


En segundo lugar, porque Fuller era famoso por hablar en forma de titulares. Había comenzado a vender periódicos en Nueva York cuando tenía once años y a los diecisiete ya era un encallecido reportero de sucesos y caricaturista. Y sus películas tienen un eco de sensacionalismo de tabloide -relatos extravagantes, violencia, y un enfoque terso y vigoroso que hace hincapié en la acción y el conflicto.


En tercer lugar porque nadie como Fuller constituía el epítome de la clase de cineasta olvidado que los críticos como Godard y Truffaut habían santificado en los años cincuenta, en el momento en que las “herejías” de la polítique des auteurs y el considerar a Hollywood como sinónimo de arte estaban teniendo su mayor impacto. Las películas de Fuller eran baratas. Explotaban géneros comerciales. Hacían dinero y eran despreciadas -si acaso se las tenía en cuenta. Pero el éxito le proporcionó a Fuller independencia. No sólo dirigía, sino que también escribía y producía. Era el autor completo. Y sus películas gritaban poderosas emociones de dolor y desprecio, del absurdo de un mundo sin dios, de contemplar en el corazón de las tinieblas el hundimiento de la sociedad de posguerra. Fuller fue así, de diversas maneras, una inspiración detrás de los primeros filmes de la Nouvelle Vague.

En cuarto lugar, porque Fuller como personaje público, con su gigantesco cigarro y su estilo directo, parecía deliberadamente provocativo. Su imagen pública, junto con la naturaleza escandalosa de sus películas, engañó a los críticos al hacerles pasar por alto las sutilezas, las paradojas, las excelencias de su cine, el arte. En vez de ello Fuller fue acusado notoriamente por su crudeza e ignorancia, e incluso defensores del cineasta, como Andrew Sarris, se protegían elogiándole como “un primitivo americano”.



 
Samuel Fuller (1912-1997) nació como Samuel Rabinovich en Worcester, Massachussets. Sus padres eran judíos que provenían de Rusia y Polonia. Tenía once años cuando su padre murió y su madre se trasladó con sus siete hijos a Nueva York. Su trabajo como periodista de sucesos le introdujo en el mundo del hampa, las cárceles y las ejecuciones. Y le enseñó a escribir sin adjetivos. Durante los peores años de la Gran Depresión recorrió Norteamérica como un pordiosero, durmiendo con los vagabundos pero con una máquina de escribir atada a él, y mandando relatos todo el tiempo.
 
En 1936 estaba en Hollywood escribiendo guiones, pero cuando estalló la guerra eligió luchar como un simple soldado de infantería, el rango más bajo del ejército, en lugar de hacerse con uno de los puestos de retaguardia disponibles para un periodista. En 1980 realizó Uno Rojo: División de choque (The Big Red One, 1980) como la crónica de seis horas de sus años de guerra. Pero los campos de exterminio son evocados con frecuencia en sus películas; sin embargo, más como crímenes contra la humanidad que como un holocausto judío. “La hipocresía acerca de estas historias de semitismo y antisemitismo es que hablan como si se tratara de una raza”, decía.






Hizo sus primeras películas para Robert Lippert, un productor independiente de filmes baratos, ofreciéndose a rodar gratis sus propios guiones. Los filmes apenas costaban nada, y Casco de acero, (The Steel Helmet, 1951), una película bélica hecha con 100.000 dólares, recaudó seis millones, y Fuller se vio inundado de ofertas de todos los grandes estudios. Puso su propio dinero en Park Row (Park Row, 1952), un relato de los periódicos neoyorquinos a fines del siglo XIX y lo perdió todo. Pero en los siguientes diez años alternó con éxito proyectos para la Fox y para su propia compañía, Globe Enterprises, e hizo dos obras maestras hoy casi reconocidas como tales: Manos peligrosas (Pick Up on South Street, 1953) y Yuma (Run of the Arrow, 1957).

Un desastroso primer matrimonio (parodiado en 40 pistolas-Forty Guns, 1957)le dejó en la ruina. Dos de sus películas más extrañas, Corredor sin retorno (Shock Corridor, 1963) y Una luz en el hampa (The Naked Kiss, 1964) obtuvieron beneficios, pero Fuller apenas consiguió ver algo de dinero. Durante un tiempo su segunda esposa sostuvo a la familia trabajando como recepcionista para un médico. Después de que Lorimar destrozara Uno Rojo, su relato autobiográfico de la guerra, y que Paramount se negara a distribuir Perro blanco (White Dog, 1982) por miedo a la controversia, Fuller se vio obligado a buscar trabajo en el extranjero.

Su autobiografía, A Third Face, dictada a su segunda esposa, Christa Lang, y a Jerome Henry Rudes, apareció en 2002.



 
Tanto para Samuel Fuller como para Roberto Rossellini la experiencia definitiva fue la guerra. Sus películas versan sobre la guerra y cómo vivir después de ella. Pero Rossellini era una víctima civil, mientras que Fuller era un soldado que mataba gente.

Así, Fuller tituló su primera película Yo maté a Jesse James (Balas vengadoras, I shot Jesse James, 1949). James era un “cáncer” que había que eliminar, pero su asesino no puede soportar su propio karma violento. “Lo que me interesaba era un asesino reviviendo su crimen… Entonces podías ver que no sólo estaba enfermo, sino consciente… Él sabía que estaba enfermo… Es un relato psicológico”.

Mientras que las películas de Rossellini contemplan la posguerra como una oportunidad de reconstruir “una nueva realidad”, Fuller se obsesiona con violentas colisiones en las que uno y el mundo se disuelven en emociones. ¿Dónde está la realidad? “En verdad creo que es el mundo el que te hace como eres. No eres tú el que hace el mundo”.

Estamos programados, pero intentamos ser héroes de todas formas y la cámara de Fuller nos contempla, infelizmente aislados contra el cielo. También existe la pretensión de que la Verdad está enfrente de nosotros, que el cine la muestra (“¡Esto es la Historia!”, anuncia Fuller, en ocasiones con datos escritos sobre la pantalla), que la Verdad sólo necesita de buenas intenciones (“La prensa es buena o mala según quienes la dirijan”, se nos dice en Park Row). “¡He visto una película!”, exclama un chiquillo alemán, relatando cómo se ha enterado de la existencia de los campos de exterminio, y Fuller, al igual que Rossellini, soñó con salvar el mundo filmando la Enciclopedia.


 
Pero la historia deja paso a “la realidad real”, a lo intemporal, al claroscuro, a los encuadres distorsionados y a movimientos angulares, a un montaje eisensteniano y a personajes atrapados como iconos en incesantes primeros planos o, mágicamente, en mundos de ensueño que atraviesan el tiempo. La aflicción de Constance Towers en Una luz en el hampa recuerda la de Ingrid Bergman en Stromboli (Stromboli, 1948). Luces y sombras, paredes y vigas les ahogan en sus propias emociones, y la voz de una niña salva a ambas -un milagro en Rossellini, un accidente en Fuller, donde nos masacramos unos a otros mientras los Budas gigantescos nos observan.




 



miércoles, 3 de junio de 2015

LA PÁGINA DEL SEÑOR SNOID - LOS OLVIDADOS (V) - TOTÒ


Por el señor Snoid
(http://www.blogger.com/profile/03871000575405204963) 

Totò en actitud principesca

Hoy aprovechamos la alharaca montada en torno al aniversario de la muerte de Pasolini para homenajear a uno de los intérpretes más geniales de su cine: Antonio Griffo Focas Flavio Angelo Ducas Commeno De Curtis de Bizancio Gagliardi: para abreviar, Antonio De Curtis, y para el siglo, Totò.

Totò como Marco Antonio en el supermercado de esclavas

¿Olvidado Totò? Quizá no en Italia, donde aún ponen en la tele sus innumerables películas, pero en otras partes del mundo nuestro hombre es prácticamente un desconocido. Y es que la exportación del talento cómico nacional allende sus fronteras suele ser complicada. Nosotros aún recordamos cuando de niños nuestros padres y abuelos nos animaban a ir al cine a ver películas de Cantinflas. Salía uno anonadado por la gesticulación de aquel señor con un bigote rarísimo y por el extraño idioma en que se expresaba. O piensen en un Fernandel o en un Louis de Funes: individuos galos que hacían tantas muecas y aspavientos como el mexicano, y maldita la gracia que tenían ellos y sus películas. O el gringo Bob Hope, en solitario o en pareja con Bing Crosby. Este problema del nacionalismo cómico nos ha hecho plantearnos una y otra vez la misma pregunta: ¿les hará gracia a los húngaros Paco Martínez Soria? Piensen que los grandes talentos cómicos de los que todos se acuerdan empezaron con el mudo: Chaplin, Keaton, Harold Lloyd, Max Linder y mil más. Casi todos se estrellaron con el sonoro, excepto Chaplin, que cuando muy tardíamente –Tiempos modernos no cuenta- se puso a hablar en El gran dictador, hizo que el vagabundo se convirtiera en un líder mesiánico antifascista, como un Iñigo Errejón avant la lettre, y ya no hubo quien le hiciera callar. Pero la puntilla se la puso él mismo con Monsieur Verdoux, donde el vagabundo se transforma en un nihilista misántropo que abomina de la sociedad entera.

Hay excepciones a la regla, por supuesto: los hermanos Marx tenían un genuino talento verbal gracias a Groucho y, en menor medida, a Chico. O Jacques Tati, quien muy astutamente no abría el pico y trabajaba ante todo el gag visual. O Jerry Lewis, a quien más de la mitad de ustedes odia, que debutó en solitario con El botones, una película cuyo humor es fundamentalmente visual… como lo son los mejores momentos de sus films posteriores. En definitiva, todo cómico que triunfara en los tiempos del sonoro sabía muy bien que en el cine predomina la acción física y que las palabras son un asunto secundario. Incluso lo sabía un tipo con la labia y la capacidad imitadora de Peter Sellers, quien para conseguir uno de sus primeros trabajos llamó por teléfono a un productor haciéndose pasar por Laurence Olivier, gran amigo de aquél. El “amigo” aceptó la sugerencia de “Larry” respecto a “ese joven, prometedor y talentoso actor” creyendo que era la misma persona a la que conocía desde hacía más de veinte años, y Sir Laurence, cuando tiempo después se enteró de la argucia de Sellers, se puso hecho un basilisco.

Pero volvamos a Totò. Pese a nacer en uno de los barrios más pobres de Nápoles, La Sanità, el pequeño Antonio era hijo ilegítimo de un marqués. Esto no tiene nada de extraño, y en Nápoles menos aún. Recuerden que ese lugar ha sido invadido por los pueblos más diversos, y que cada nuevo conquistador, fuera aragonés, francés, moro u hotentote, lo primero que hacía era repartir títulos nobiliarios como un desaforado para ganarse al populacho. Así, hoy en día, los napolitanos son el pueblo con más renta de títulos aristocráticos per cápita, y todo gracias a un centenar de invasiones.

 Totò echando una ojeada

Totò descubrió su vena cómica gracias a la Gran Guerra o I Guerra Mundial. Los italianos, tradicionales aliados del Imperio Austro-húngaro, decidieron hacer una de esas magistrales maniobras estratégicas que sólo les han proporcionado disgustos: declarar la guerra a Austria. Y un Totò de 17 primaveras se alista voluntario como un campeón, dado que era joven, inexperto y aún no se había escrito la novela Sin novedad en el frente. Muy pronto Totò se dio cuenta de que el ejército y la guerra no se parecían mucho a lo que se veía en las pelis de Maciste, y decidió alejarse del frente con la excusa de un cúmulo de enfermedades, todas ellas fingidas: un ataque al corazón, neurastenia, malaria (¡en la frontera entre Austria e Italia!), disentería, piedras en el riñón y en la vesícula figuran en la hoja de servicios del recluta Totò, que más parece el informe de la planta de geriatría de un hospital. Sin embargo, un astuto cabo sospechaba de Totò y se dispuso a hacerle la vida imposible. De aquí procede una de las famosas coletillas del cómico: “¿Qué somos, hombres o cabos?”. No obstante, el bueno de Totò logró permanecer a mucha distancia del frente durante toda la guerra.

Una vez licenciado con honores, y sabiendo que tenía talento para la actuación, Totò probó suerte en las tablas, donde enseguida se hace un nombre en el teatro cómico y de variedades y en 1933 ya es dueño, director e intérprete principal de su propia compañía. En 1937 protagoniza su primera película –haría 96 más- Fermo con le mani, que fue un pequeño fracaso. Diez años después se convirtió en el actor italiano más popular y taquillero gracias a I due orfanelli, y ya su éxito fue imparable (llegó a hacer seis películas en 1954) hasta su muerte en 1967. La película típica de Totò consiste en la aparición de un personaje excéntrico en torno al que gira una trama disparatada: cuanto más disparatada, mejor. Así, en Un turco napolitano interpreta a un ladronzuelo evadido de la cárcel que adopta la identidad de un eunuco turco; en Mi mujer es doctor encarna al detective privado ¡Mike Spillone!, en La banda degli onesti a un falsificador de dinero; en La ley es la ley es un contrabandista que ejerce el oficio en la frontera franco-italiana y sufre el acoso de un estricto inspector de aduanas francés, hasta que se entera de que el inspector nació en el lado italiano de la frontera… En definitiva, Totò se interpretaba a sí mismo a la vez que interpretaba a un arquetipo que entusiasmaba a los italianos: el poverello que se burla de la ley y acaba triunfando o cambiando su profesión de pequeño criminal por algo mejor…

Totò en una delicada situación

Si había algo que le gustara a Totò más que el cine o el teatro eran los títulos de nobleza y las damas. Si ustedes pensaban que eso de que los feos con labia triunfan con las mujeres era un mito, es que no conocen la carrera de conquistador de nuestro héroe. Totò deja a un feo-oficial-que-adoran-las mujeres como Serge Gainsbourg a la altura de un grumetillo. En 1928 conoció a una auténtica femme fatale, Lilliana Castagnola, un sex-symbol del momento por la que se habían suicidado varios hombres. En 1930 la que se suicidó fue ella, debido a las continuas infidelidades de nuestro Casanova. Totò se consoló de la única forma posible: en brazos de otras mujeres. En 1933 tuvo una hija de Diana Rogliani, a la que bautizó con el nombre de Lilliana en homenaje a la bella suicida que encontró la horma de su zapato. Con 54 tacos, y después de haber folgado con cientos de féminas, Totò decidió sentar cabeza y se casó con una chiquilla de 21 añitos, Franca Faldini (a su anterior esposa, Diana, la había conocido –no sabemos si bíblicamente- cuando ella tenía 16). Y dado que era un personaje público tan importante como el presidente de la república o el jefe de la Camorra, decidió explicar sus motivos en una carta enviada a todos los periódicos: "Tengo el sentido de la medida y el sentido del ridículo, Franca es mucho más joven que yo y no habría soportado los comentarios malignos del prójimo; el actor Totò debe hacer reír, pero el hombre Totò, o más bien el príncipe De Curtis, nunca. El príncipe De Curtis es, lo sabemos, una persona seria".

Un tipo serio: la película es Arena e fifa

Y es que, como les decíamos, Totò, una vez instalado en el estrellato, no sólo acumuló conquistas, sino además una impresionante colección de títulos nobiliarios. Respiren hondo: alteza imperial, conde palatino, caballero del Sacro Romano Imperio, exarca de Rávena, duque de Macedonia y de Iliria, príncipe de Constantinopla, de Sicilia, de Tessaglia, de Ponte de Moldavia, de Dardania y del Peloponeso, conde de Chipre y de Epiro, y conde-duque de Drivasto y de Durazzo. Los títulos nobiliarios de Totò, por supuesto, tenían su origen en alambicadas tramas que hubieran sido dignas de sus películas. Por ejemplo, en 1938 se hizo adoptar por el marqués Francesco Gagliardi a cambio de proporcionarle a éste una renta vitalicia y hacerse con el derecho de usar todos sus títulos. Totò, sin embargo, se tomaba su heráldica condición con naturalidad. Cuando en un rodaje le presentaban a algún actor o actriz por vez primera, le decía con inequívoca sorna napolitana: “Puedes llamarme alteza”. Nosotros, ignoramos por qué, siempre que vemos El Gatopardo, cuando llegamos a la escena en que Burt Lancaster se va de putas a Palermo, le abre la puerta su entretenida y esta exclama “Principone mio!”, pensamos en Totò.

A pesar de una actividad tan vertiginosa, Totò tuvo tiempo para aparecer en un puñado de películas memorables, como I soliti ignoti (titulada estúpidamente en España Rufufú) y El oro de Nápoles. Desafortunadamente, Dov’è la libertà, de Rossellini, fue una ocasión desaprovechada. En un principio, Rossellini estaba entusiasmado ante la posibilidad de trabajar con Totò; además, el punto de partida argumental era perfecto para ambos: Totò interpretaba a un hombre que se ha pasado veinte años en la trena por matar a su esposa a causa de los celos, es puesto en libertad, halla que la sociedad es insoportable y decide volver a la cárcel. Y aunque la peli posee buenos momentos y el tratamiento del asunto no es bufo sino extremadamente cruel, la cosa no acaba de funcionar. Quizá el problema está en que Roberto, como sucedía a menudo, se aburrió enseguida, rodó poco material, tras dos meses de rodaje le pasó el testigo a Mario Monicelli (incluso Fellini rodó un par de escenas) y la película tardó más de dos años en estrenarse. En cierta ocasión, Rossellini llegó al rodaje a las 6 de la tarde mientras que todo el mundo estaba esperándole desde las ocho de la mañana. Y llegó a los mandos de un bólido, con casco y todo. Se excusó ante la estrella diciéndole: “Es que he tenido que hacer un importante recado para [Carlo] Ponti”. Totò puso su mueca más aristocrática y le respondió: “No pasa nada. Pero ahora el que va a esperar eres tú”. Y se largó dejando a Rossellini con la boca abierta (algo que parece imposible).

Y es que el príncipe de Curtis odiaba perder el tiempo, ya que no sólo trabajaba sin tregua y los ratos libres los dedicaba a ir detrás de las señoras (o delante), sino que también componía canciones y escribía poesía (era un brillante escritor satírico). Una de sus obras, La filosofía del cornudo -esa obsesión que comparten italianos y españoles- es una pequeña obra maestra olvidada.

Mucho mejor le fueron las cosas con otro director “artístico”, pero que en persona era mucho menos divo que Roberto: Pasolini. De hecho lo mejor de la carrera de Totò se halla en su tardío encuentro con el director boloñés: Uccellacci e uccellini y los fragmentos dirigidos por Pasolini de Las brujas (La tierra vista desde la luna) y ¿Qué son las nubes? del film Capricho a la italiana. Aquí Totò encarna a Yago durante una representación en la que el público, enfurecido por la maldad del personaje, arrasa con el escenario y con los actores.

El príncipe pichabrava y el director gay y comunista se llevaban a las mil maravillas


Totò rodó esta última obra, quizá la mejor de su filmografía (y de lo mejor también de Pasolini), enfermo y casi ciego. Aún con pleitos para conseguir más títulos nobiliarios, Totò murió el 17 de abril de 1967 y a su entierro acudieron más de 200.000 personas. Las mismas que volvieron al cementerio un mes después para dar el último adiós a Nasó el perro, jefe napolitano de la Camorra en el barrio de la Sanità. Estamos convencidos de que el príncipe De Curtis habría apreciado la ironía.

Un Yago poco corriente

jueves, 9 de abril de 2015

LA PÁGINA DEL SEÑOR SNOID-LOS PREMIOS, ¿SIRVEN PARA ALGO?




Los más jóvenes no se lo creerán, pero años ha –no demasiados- los premios de cine importaban bien poco. Al común de la plebe, desde luego. A los galardonados vaya sí les importaban (o lo parecía), pues con aquellas carreras por las escaleras del Dorothy Chandler Pavillion o el Kodak Theater, aquellos estallidos de júbilo, abrazos, besos y cucamonas tal parecía que se hubiera encontrado la cura del cáncer. Por no hablar de los que entraban en liza y habían sido derrotados: las expresiones de disgusto que afloraban en sus rostros iban desde el “Me cambio de agente” a “Pero si ese hijo de puta tiene dos” o “La muy zorra se debe haber tirado a media academia”. Indudablemente, los tiempos han cambiado –ya no se nos permite apreciar las caras de los que se van sin premio-, pues lo que antes se recibía entre indiferencia y bostezos, como que le dieran el premio gordo en los óscars a Amadeus, el guión a Sylvester Stallone o el premio a la mejor actriz a Jane Fonda hoy parece ser un asunto capital, trascendental, en el que intervienen quinielas, porras, casas de apuestas y un monumental desafuero con vistas a los del curso que viene, torbellino que comienza dos semanas después de que se otorguen los premios y estos comiencen a enfriarse.



A Godard también le premiaron en Cannes. La tarta era de nata


Esta indiferencia por parte del aficionado no era casual. Si tenemos en cuenta que casi todo el mundo era muy consciente de que en eso de los óscars lo que hacía la industria gringa era premiarse a sí misma, que el asunto de una competición artística era como bastante ridículo (ridículo que se ha extendido a todas artes y partes: no es raro encontrar hoy un certamen tipo “Las cinco mejores novelas escritas en El Bierzo, 2012”) y que la “ceremonia” la presentaban individuos tan chispeantes como Bob Hope o Johnny Carson, pues el desinterés de los que no estaban seleccionados era previsible. Hoy día, en cambio, no hay cinéfilo que no conozca las selecciones en todas las categorías, que ignore la existencia (y trascendencia) de los premios BAFTA, de los Globos de oro, de los César, de los Goya e incluso de los de la revista nipona Kinema Junpo. Parece que fue ayer cuando el aficionado barruntaba vagamente que existían cosas como la Palma de oro en Cannes, los óscars, los Fotogramas de plata o los premios Sant Jordi…

“Qué hermosos son… Y cómo brillan… Y tengo uno más que la zorra de mi hermana”


La madre de todos los premios

El premio que apasiona a todo cinéfilo es el óscar, naturalmente. Y conste que por cinéfilo no nos referimos al vulgar aficionado al cine (grupúsculo en el que nos incluimos), sino a ese ser que se interesa por hechos tales como que Richard Burton y Elizabeth Taylor se casaran siete veces consecutivas, que el matrimonio Paul Newman-Joanne Woodward durara sesenta años, que Warren Beatty se tirara a 15.759 mujeres o a que Peter O’Toole trasegara tres botellas de whisky al día en sus mejores momentos. Lógico es, por tanto, que el cinéfilo se inquiete ante el dilema de si, pongamos, un bodrio como Avatar se llevará el premio a la mejor película o lo hará una basura como En tierra hostil.

Hay que admitir, sin embargo, que estos premios han tenido una historia curiosa. En particular, a nosotros nos entusiasma la primera entrega, la única en la que se dieron dos galardones a la mejor película: uno como “mejor producción” que se llevó Alas (Wings, William A. Wellman, 1927) y otro como mejor película “unique and artistic production” que fue para Amanecer (Sunrise, F. W. Murnau, 1927). Es decir, que los jerifaltes de la industria, en un alarde de sinceridad que no volvería a repetirse, decidieron distinguir entre la película comercial digna que iba a arrasar en taquilla (y Alas ha aguantado muy bien el paso del tiempo) y el film que no iba precisamente a tener gran éxito popular, pero que era, y es, una obra maestra. Y además el premio al mejor actor recayó en Emil Jannings, por The Last Command y The Way of All Flesh. Desgraciadamente, ahí terminó la breve pero triunfal carrera de Jannings en el cine yanqui, pues entre que con la llegada del sonoro su acento alemán resultaba bastante antipático para el público gringo y que Emil tuvo que decidir entre trabajar para dos antagónicos tiranos carismáticos, Josef von Sternberg (con quien volvió a coincidir en El ángel azul, renovando el odio mutuo que se profesaban actor y director) y Adolf Hitler, Jannings optó por el Führer, quien le pareció mucho más humano, cariñoso y atento que Von Sternberg.

Con el curso de los años, las distintas categorías de los premios aumentaron considerablemente, la ceremonia adoptó el suspense con la apertura del sobrecito donde aparecía el ganador (en los primeros tiempos los premios se anunciaban con meses de antelación a la entrega), y durante décadas se estableció el número de cinco seleccionados por categoría. Algo que no cambió fue la estupefacción de ganadores y perdedores ante la lotería de las estatuillas. Así, el último día de rodaje de Ben-Hur, William Wyler le confesó a Charlton Heston: “Menudo bodrio hemos hecho. Espero poder ofrecerte un papel mejor en el futuro”. Meses después, ambos recogían sus respectivos premios con la mejor de sus sonrisas. Y es que el óscar maldito ha sido una obsesión para cinéfilos, directores y actores. Los cinéfilos se quejan amargamente de que Hawks, Vidor, Walsh, Fuller, Hitchcock y tantos otros jamás recibieran el premio. Y Spielberg tuvo que soportar el desprecio de la industria hasta que rodó la película más cara sobre el holocausto y, ya en racha, se lo volvieron a dar un año después por la infame Salvar al soldado Ryan. Por no hablar del pobre Martin Scorsese, galardonado por un remake de una peli coreana que cuenta más o menos lo mismo que la suya, pero en 85 minutos y sin Jack Nicholson ni Matt Damon.

También la exmujer de John McEnroe tiene el suyo

No obstante, no todos los implicados se pirran por el premio. Así, George C. Scott decidió rechazar su óscar por Patton, ya que una competición entre actores le parecía una soberana majadería. Y al año siguiente, Marlon Brando, ya de vuelta de todo, envió a una “nativa americana” (apache, para más señas; aunque las malas lenguas aseguran que era una mexicana llamada María Cruz) para rechazar el galardón y denunciar el maltrato sufrido por los indios desde la llegada del Mayflower hasta aquel momento (1972).

“También los ingleses y los suecos sois responsables del genocidio de mi pueblo”, les espeta Satcheen Littlefeather a Roger Moore y Liv Ullmann


Premios de consolación

Aquí entrarían los que hacen mofa de los supuestamente serios, tarea que nos parece complicada, pues ya es bastante cómico que se premie a Tom Hanks, a Dustin Hoffman o a Cliff Robertson por interpretar a autistas o a discapacitados psíquicos de distinto grado. El galardón más célebre de estas burlonas recompensas es el Razzie, conocido oficialmente como Golden Raspberry Award. Los galardonados habituales son los que usted se puede imaginar: Bruce Willis, Sylvester Stallone o el antiguo gobernador de California. Sin embargo, estos premios también han tenido sus momentos estelares: Paul Verhoeven recogió con orgullo el de peor director por Showgirls y Halle Berry hizo lo propio con el suyo a la peor actriz por Catwoman, acusando públicamente  a su representante de proporcionarle “papeles de mierda”. Y no olvidemos que Adam Sandler ha ganado tres veces consecutivas como peor actor.

Sandra con su Golden Raspberry, orgullosa como una reinona


De festival por el mundo

Cuentan los antiguos que en Cannes, Venecia, Berlín y otros lugares se premiaban películas de excepcional calidad, a diferencia de los denostados premios de Hollywood. No lo dudamos. Como tampoco dudamos que también por estos eventos festivaleros ocurrían cosas rarísimas. El de Cannes, el certamen prestigioso por excelencia, ha sido una fuente continua de despropósitos desde que La bataille du rail se llevó la primera Palma de oro. Así, una película como Padre padrone, por la que nadie daba un duro, consiguió triunfar en 1977. ¿Por qué? Pues porque el presidente del jurado era Roberto Rossellini, quien nada más ver el film de los Taviani pensó: “Estos son de los míos”. Y como Roberto siempre tuvo un enorme poder de convicción y seducción, logró que los miembros del jurado –a quienes Padre padrone les pareció una birria– la votaran como mejor película, pese a las presiones de la dirección del festival. Presiones que sí surtieron efecto un par de años después, cuando Coppola ganó con Apocalypse Now. Y no es que no se lo mereciera, pues se trata de una soberbia película (el montaje original, no ese Redux lanzado años después), pero el caso es que lo que se presentó a competición fue una copia inacabada, con uno de los finales que se descartó en el montaje final y la mezcla de sonido en mantillas. La United Artists, obviamente, estaba desesperada por recuperar la cuantiosa inversión…

Estamos convencidos de que si Corazón salvaje ganó en Cannes ello se debió al personaje de Bobby Perú

Y esto nos recuerda una de las últimas películas seleccionadas para cientos de premios que fuimos a ver al cine, The Imitation Game. Ni la señora Snoid ni un servidor de ustedes sabían gran cosa de la peli en cuestión. Pero en cuanto apareció el logo “The Weinstein Company” comprendimos. Y cuando acabó la película, lo comprendimos mucho mejor. Y es que los hermanos Weinstein tienen la pasmosa habilidad –o la capacidad de sobornar a diestro y siniestro– de hacer que cualquier cagarruta parezca un film “de prestigio”.

Sin embargo, en ocasiones los festivales ofrecen sorpresas casi inimaginables. Pondremos el glorioso ejemplo patrio del festival de San Sebastián. Ignoramos si en ese momento el festival donostiarra estaba bajo el influjo de los Cahiers, pero en 1958 Vertigo se llevó la Concha de plata y James Stewart el premio al mejor actor. Y un año después, Hitchcock repetiría con North by Northwest. Mientras tanto, Hollywood seguía negándole a Sir Alfred el pan y la sal…

El gafe de Jane Fonda: A Jon Voight le costó décadas levantar cabeza. Cimino sigue en el fondo del sumidero



Orientales, discapacitadas y enanas también tienen su óscar


La marca España o Españoles en el mundo

Pensarán ustedes que los españoles que mejor se han bandeado con esto de los premios internacionales son gentes como Almodóvar y Amenábar. Quizá en el número o en el grosor, pero no a la hora de recibirlos. Recuerden cuando Pedro recibió su primer óscar y dio un discurso tan histérico e incomprensible que Billy Crystal comentó: “A su lado, Roberto Benigni parece un profesor de inglés”. Con el segundo, ya tenía la lección bien aprendida (y escrita) y encima se atrevió a criticar (por lo bajinis) la política exterior de los EE.UU., apelando al respeto a la “international law”. En fin, que estos dos no tienen gracia ni cuando les colman de prebendas y parabienes.

De hecho, los compatriotas que mejor se han movido en las turbulentas aguas festivaleras han sido un productor, Elías Querejeta, y un director, Luis Buñuel. Elías controló durante años el festival de San Sebastián, que por algo era donostiarra y exjugador de la Real Sociedad. Daba igual que la peli en cuestión fuera una birria (Los desafíos) o magnífica (El espíritu de la colmena), Elías siempre conseguía algún premio. Y no sólo en Donosti: piensen en cualquier festival –Berlín, Chicago, Mar del Plata– que la peli, fuera de Saura o de Jordi Grau, se llevaba algo al saco. Y si no se llevaba premio, quedaba la mención o selección –óscars, Globos de oro, Leones de oro, de plata…Y a decir verdad, la carrera de Querejeta como productor en cuanto a calidad y cantidad es impresionante (sin coñas), a excepción de la birria aquella de Wenders, La letra escarlata (donde sólo se salva nuestra amada Senta Berger), los sermones parroquiales de Montxo Armendáriz y las pelis de su hija Gracia (pero es que uno por una hija hace cualquier cosa).

A diferencia de Elías, Buñuel no se afanaba demasiado en la obtención de galardones. Eso sí, cuando le daban uno, siempre la montaba, queriendo o sin querer. Ustedes ya conocerán el célebre caso de Viridiana, la Palma de oro en Cannes y el artículo de L’Osservatore romano. Y años después se llevó el premio gordo en Venecia por Belle de Jour, entre otras cosas porque Carlos Fuentes y Juan Goytisolo formaban parte del jurado. Este premio provocó otro escándalo, claro. Dado que, a pesar del desmadre sesentero, un film que presentaba a una señora que era puta y masoca por vocación no gustó ni a los progres de la época. Lo mejor, sin embargo, estaba por llegar: en 1973 le dieron el óscar a la mejor peli extranjera por El discreto encanto de la burguesía. Al día siguiente, Buñuel, que jamás asistía a las entregas de premios, se sinceraba ante la prensa: “Los americanos son gente cabal. Les ofrecí 100.000 dólares si me daban el óscar y han cumplido el trato”. El revuelo que se armó ante tal humorada fue espectacular. Pero hay que tener en cuenta que la prensa –sobre todo la mexicana– acostumbraba a publicar historias muy bellas sobre Don Luis. Como cuando se aseguraba que introducía hostias consagradas en una jaula de grillos y decía, “Canta, hostia, canta: que si no, verás lo que te pasa”. Comparen ustedes con Almodóvar y el berrido de Pe: ¡PEEEDROOOOO!



“Hombre… qué menos. Si llevo años denunciando los males de este mundo”, dice el cineasta-protesta Michael Moore