miércoles, 15 de julio de 2020

ESTRENOS DE OCASIÓN: FIRST LOVE (Hatsukoi, Takashi Miike, 2019)





por el señor Snoid

Hacía tanto tiempo que no íbamos al cine que nos daba la sensación de que la última vez fue durante el estreno de El nacimiento de una nación. Sin embargo, la Nueva Normalidad nos iba a proporcionar varias sorpresas. En primer lugar, el aspecto de los multicines del centro comercial era desolador: un domingo por la tarde y no había más de diez almas. En contra de lo que pensábamos, la gente no había acudido en masa a ver La posesión de Mary o Unplanned, no había familias enteras en las salas donde se proyectaba la tradicional película subnormal de animación (Zapatos rojos y los 7 trolls o ¡Scooby!) y ni siquiera los nostálgicos de los 80 (que los hay, y en gran número) se habían dignado a asistir a la reposición de Regreso al futuro. Además, las medidas de higiene y profilaxis eran como las de cualquier supermercado (cutres), aunque se nos comunicó que debíamos contemplar la película con la mascarilla puesta. Algo difícil para las otras tres personas que entraron en nuestra sala, pues portaban unos botes de refrescos y cestos de palomitas de tal tamaño que se podría haber alimentado a una aldea abisinia durante un mes con tal provisión de víveres. Y finalmente, la sesión fue como las de nuestra infancia: larguísima. Hubo anuncios de todo tipo y condición: desde los tradicionales de perfumes L'Oreal y coches más o menos híbridos a un alucinante pandemónium de spots de empresas locales, ese tipo de anuncio que antiguamente se rodaba en Súper-8 y provocaba el jolgorio del respetable debido a su perfección técnica y estilo vanguardista. De estos hubo una pléyade: Azulejos Tabanera, Manso Ganadera, Guardería Los Enanitos o Armería Segoviana. Después una apabullante selección de trailers (¿recuerdan cuando los puristas los llamaban “avances”?) entre los que destacaba algo titulado Tenet, “Del visionario director de la trilogía de Batman” —“Interstellar” —y “Origen”, es decir, de Christopher Nolan. Se puede decir que con el trailer ya hemos visto la peli, que trata de la superposición de capas temporales, un individuo que ha de salvar al mundo (pero no es Bruce Willis), aparatosas secuencias de acción, Michael Caine en su nolaniano papel de anciano preceptor y mucho ruido y mucha furia que no significan nada. Eso sí, Netflix no dudará en calificarla de “sesuda”. En el trailer no estaban ni Joseph Gordon-Lewitt ni Cyllian Murphy: lástima. Cuando pusieron el trailer de Gremlins nuestros nervios ya estaban destrozados.


First Love demuestra una vez más que Takashi Miike es capaz de lo mejor y lo peor en la misma película y, en ocasiones, en la misma escena. El arranque es prometedor, Leo (Masataka Kubota) es un joven boxeador al que su entrenador recrimina su apatía. Leo gana sus combates con facilidad, es técnico, ágil y posee una derecha tremenda, pero no experimenta ninguna alegría tras una victoria. Ni ninguna otra clase de emoción: es un boxeador estrictamente funcionarial. Durante un combate en apariencia sencillo para él, Leo se desmaya sin haber recibido siquiera una caricia de su oponente. Tras unas pruebas, el médico le comunica que tiene un tumor cerebral inoperable y que le queda muy poco tiempo. Ello no parece afectar en exceso al joven: como le asegura un adivino callejero en una estupenda escena, lo que necesita es “luchar por alguien que no seas tú”. Y Leo salva accidentalmente a una joven prostituta, Mónica (Sakurako Konishi), a la que unos mafiosos han decidido colgar la responsabilidad de un par de asesinatos, el robo de un alijo de droga y el enfrentamiento entre la mafia china y la japonesa. En efecto, esto es un poco la historia del hombre que desea morir, planea cuidadosamente su muerte y cuando está a punto de poner fin a su vida se enamora y quiere desesperadamente dar marcha atrás, argumento que ha utilizado el cine en varias ocasiones; así, en el film de Kaurismaki Contraté un asesino a sueldo, o en una nada despreciable película dirigida por Sean Penn, Cruzando la oscuridad.


Si bien la historia de Leo y Mónica proporciona brillantes momentos, la trama de los gángsters es muy irregular, excesiva en su metraje y en la desmesurada aparición de personajes. Hay algunos chistes excelentes (al comienzo del film, en el restaurante donde trabaja Leo, una jefa mafiosa, ligeramente ebria, se lamenta de que “La yakuza ha perdido hoy todo el sentido del honor. El mejor era Takakura Ken”) junto con otros penosos (casi todos ellos relacionados con el sicario Kase —Shota Sometani, un habitual del cine de Miike). Para aquellos que no puedan distinguir bien estas cosas, la mafia china aparece en unos decorados sumamente horteras y la japonesa en otros igualmente horteras, pero mucho más sobrios. Hay secuencias violentas ejecutadas con acierto y rapidez y otras que desafían la paciencia del sufrido espectador (el desenlace en la ferretería posee un metraje excesivo para una película de tan sólo 108 minutos), y los personajes del hampa están trazados desde una perspectiva esperpéntica —a excepción del jefe de la yakuza, Ichikawa, al que se dota de cierta dignidad— que casa mal con otros aspectos del film. Esto quizá sea el mayor defecto de First Love: el no poder hilar satisfactoriamente elementos dispares y ofrecer una combinación fallida de drama y comedia. Esta deficiencia nos recordó una de las últimas películas de Kon Ichikawa, Dora-Heita (2000), obra que intentaba combinar la película de samurais con la comedia de celos y enredo. Sabemos que el cine japonés tiene una amplia tradición a la hora de mezclar géneros y, sobre todo, tonos y estilos dentro de una misma película (algo que hizo con brillantez Kurosawa en Yojimbo y Sanjuro, por ejemplo; aunque hay quien considera que Yojimbo es una película “seria”), pero First Love no consigue librarse de la inclinación de Miike por el exceso.


De todos modos, el film posee escenas muy afortunadas y es un buen aperitivo para lo que nos espera en las pantallas en los próximos meses: las reposiciones de El secreto de la pirámide, Poltergeist o Willow, el último remontaje de Apocalypse Now o la última maravilla de la animación china: Jana y la piruleta mágica.


martes, 14 de julio de 2020

LIBROS DE OCASIÓN: "ESCULPIR EN EL TIEMPO", DE ANDRÉI TARKOVSKI (RIALP, 2006)

Por Francisco López Martín





Sin duda alguna, la obra cinematográfica del ruso Andréi Tarkovski (1932-1986) es una de las cimas más profundas y originales que ha dado el séptimo arte en sus poco más de cien años de existencia. Desde La infancia de Iván (1962) hasta Sacrificio (1986), pocos realizadores pueden mostrar una filmografía tan compacta en su grado de maestría como la de este director. Obras complejas hasta cuyo nivel no siempre es fácil remontarse de primeras, pero que sin duda merecen el esfuerzo de las visiones repetidas, la reflexión, la entrega y las lecturas a las que pueden obligar incluso a los espectadores más avezados.  


Esculpir en el tiempo: Reflexiones sobre el arte, la estética y la poética del cine (1988) merecen figurar en un doble lugar de honor. Primero, por contarse entre las meditaciones ético-estéticas más profundas que haya dado en forma escrita la figura de un realizador eminente; segundo, por constituir un elemento que nos atreveríamos a calificar de imprescindible para entender en toda su magnitud un proyecto cinematográfico de la envergadura del propuesto por Tarkovski. «Para mí no hay duda de que el objetivo de cualquier arte que no quiera ser “consumido” como una mercancía consiste en explicar por sí mismo y a su entorno el sentido de la vida y de la existencia humana. O quizá no explicárselo, sino tan sólo enfrentarlo a este interrogante», escribe el cineasta ruso al comienzo del capítulo «El arte como ansia de lo ideal». Ése es el nivel en el que está escrito este libro y en el que está realizada la obra cinematográfica de este gran maestro.


A lo largo del libro, Tarkovski demuestra no sólo una originalidad y una profundidad como pensador parangonables a las de su obra cinematográfica (véase, por ejemplo, su comparación de la obra pictórica de Rafael en relación con la de Vittore Carpaccio), sino también una cultura cinematográfica y literaria absolutamente exquisita, en la que las referencias a Bresson, Bergman o Kurosawa se dan la mano con las citas a Pushkin, Proust o Thomas Mann. Aquí tenemos a un hombre de cultura y refinamiento que ha sabido filtrar perfectamente multitud de modelos poéticos e intelectuales del máximo nivel para decantar un pensamiento estético y una obra artística que están siempre al servicio de los asuntos verdaderamente importantes de la existencia humana.


Concepción tan exigente de la responsabilidad del hombre y del artista no puede dejar de mostrarse crítica con una coyuntura existencial que, más de tres decenios después de la publicación del libro, no ha dejado de ser la nuestra. Ni de oponer un hondo sentido de la religiosidad y la sacralidad en su concepto más elevado a la vulgaridad y obscenidad de una existencia y una civilización triunfantes a fuerza de su enfermizo apego al egoísmo y el materialismo. «Hemos creado una civilización que amenaza con destruir toda la humanidad. Ante esta catástrofe global, me planteo la única cuestión que me parece importante en sus principios: la pregunta por la responsabilidad personal del hombre. La pregunta por su capacidad de sacrificio interior, sin la que cualquier pregunta por lo espiritual resulta superflua».

Si adoran ustedes el cine de Andréi Tarkovski y no han leído este libro, descubrirán en él un auténtico tesoro. Si sienten algún interés por el cine de Andréi Tarkovski, pero se encuentran con dificultades a la hora de acceder a su núcleo más íntimo, probablemente no hallarán mejor guía que estas páginas para acceder a él. 

martes, 26 de mayo de 2020

LIBROS DE OCASIÓN: «NUNCA LE OÍMOS LLORAR. APUNTES SOBRE JOKER»


Por Francisco López Martín

Tal vez sea posible dividir los libros sobre cine que verdaderamente merecen la pena en dos grandes categorías: por una parte estarían los de carácter más próximos a la búsqueda de cierta objetividad, de cierto consenso con el lector por la vía de una ampliación orgánica acerca de sus propias ideas sobre la película o sobre el director estudiados, como, por ejemplo, puede ser la monografía sobre Michelangelo Antonioni de Domènec Font que recomendamos hace poco. Por otra parte, estarían los libros escritos desde la perspectiva de una acendrada subjetividad, que abordan el objeto de estudio desde lugares, personales o literarios, a los que el lector difícilmente podría haber accedido si no fuera porque el autor se ha dado esa libertad a la hora de pensar la obra abordada, como, por ejemplo, los ensayos de  Serge Daney. Ninguna categoría me parece superior a la otra cuando el trayecto elegido deja en el lector algo así como la huella de una verdad.


Nunca le oímos llorar. Apuntes sobre «Joker», de Aarón Rodríguez Serrano, pertenece sin duda a esta última categoría. Basta con revisar la bibliografía citada al final del libro para advertir que en ella los textos sobre cine conviven con otros de ámbito filosófico, antropológico o mitológico. Desde esta multitud de perspectivas, el autor empuña su lupa de aumento para explorar de un modo sumamente personal, imaginativo y elaborado una película muy notable, dirigida por Todd Philips. En este libro no sólo se presta la máxima atención a elementos tradicionales como la composición de los encuadres, los desplazamientos del punto de vista o el desglose del montaje, sino también a la banda sonora, tan olvidada por muchos analistas y que, en este caso, lejos de ser un mero acompañamiento de las imágenes, resulta ser un factor absolutamente esencial en la producción del significado. Ahí está, por ejemplo, el extraordinario análisis de la escena en que Joker baja por las escaleras para dirigirse al programa de televisión al que lo han invitado y del sutil desplazamiento en la banda sonora desde una canción de Gary Glitter hasta la música compuesta para la película por Hildur Guðnadóttir. «Hasta la nítida entrada de los agentes de policía en escena, el baile está compuesto por quince planos. Los ocho primeros se reproducen a velocidad natural y con la música de Gary Glitter de fondo. Los siete restantes se muestran a cámara lenta y toman como referencia la música de Hildur Guðnadóttir, que aparece en escena mediante un fundido sonoro. La cesura entre ambos estilos es realmente impresionante: lo que comienza como una celebración –el cuerpo encantado de girar sobre sí mismo, de disfrutar de su propio movimiento– de pronto deviene una suerte de danza ritual, de baile ominoso. Las patadas de Joker en el vacío son subrayadas por grandes notas agudas, sus gestos se vuelven de pronto solemnes, grandiosos, sagrados. Joker señorea en el espacio de la escalera». Y, por ende, en el de todo el tramo final de la película: el asesinato del presentador, la revuelta en las calles.


Hay en el libro muchos análisis que quedan en la memoria del lector una vez acabado el texto y que enriquecen su visión de la película. No obstante, donde la radical subjetividad desde la que está escrito queda más profundamente de manifiesto es en una serie de excursos autobiográficos en los que el autor nos muestra, con una gran valentía, diferentes escenas de su vida y de qué modo esos episodios lo han llevado a conectar desde lo más profundo con la historia narrada en la película. Una película, por otra parte, en la que «si el espectador se reconoce en las imágenes de Joker, si goza, es porque en el fondo Todd Phillips ha escrito también una cierta verdad que va más allá de la psicosis de Arthur y en la que podemos reconocernos abiertamente. Desde el estallido de la crisis económica llevamos ya demasiados años mirándonos al espejo cada mañana preguntándonos por nuestra supervivencia económica inmediata y teniendo la extraña sensación de que los poderes políticos y económicos nos están tomando por payasos».


El libro se puede descargar gratuitamente en esta página web: https://shangrilaediciones.com/producto/nunca-le-oimos-llorar/ Por nuestro parte, queremos felicitar al editor y al autor por la audacia de poner en marcha un proyecto tan «fuera de cuadro» como el que este texto nos propone.

sábado, 25 de abril de 2020

LIBROS DE OCASIÓN: «MICHELANGELO ANTONIONI», DE DOMÈNEC FONT

Por Francisco López Martín




El gran pianista y director de orquesta Daniel Barenboim ha establecido en ocasiones una diferencia entre compositores esenciales para la historia de la música, como Richard Wagner, y compositores no esenciales, como Felix Mendelssohn. Si desapareciera la música de Mendelssohn, que el propio Barenboim califica de bellísima (y de la que ha dejado alguna grabación esplendorosa), la historia de la música no sufriría menoscabo alguno; en cambio, la aportación de Wagner forma parte fundamental de dicha historia, tanto por el carácter rupturista de su obra en relación con el pasado como por la influencia que ejerció en las jóvenes generaciones de su época.

Michelangelo Antonioni

No me cabe la menor duda de que muy pocos directores de la historia del cine, siguiendo con los términos del razonamiento de Barenboim, son tan esenciales para ésta como la del italiano Michelango Antonioni (1912-2007), tanto por la radicalidad extrema que logra alcanzar su cine en relación con las formas heredadas del pasado a partir de 1960, fecha de estreno de “La aventura”, como por la influencia que su producción ha tenido en la obra de grandes cineastas posteriores como Theo Angelopoulos, Wim Wenders o Andréi Tarkovski.


Por ello es una suerte contar con una monografía sobre Antonioni como la que escribió hace ya algunos años el añorado Domènec Font (1950-2011). Puedo afirmar que se trata de uno de los mejores estudios sobre la obra de un cineasta que he leído en mi vida, por profundidad analítica y riqueza de sugerencias. Y si sus finísimos y cultísimos análisis han enriquecido en tantas ocasiones mi visión de la práctica sucesión de obras maestras que constituye la filmografía antoniniana, estaré eternamente agradecido a este libro por abrirme los ojos al enigma que para mí había sido siempre «Blow Up» (1966) y mostrarme la grandeza de una película en la que se plantean dos reflexiones de profundísimo calado filosófico y cinematográfico: «el carácter inaferrable de la realidad, de una parte, y la incapacidad de la imagen de representarla, de otra».


En las primeras páginas del libro, Font hace ya una afirmación que nos permite apreciar la importancia histórica de la figura del director italiano: «No quisiera caer en la introspección melancólica, pero me parece que podemos hablar de Antonioni como de un superviviente, de hecho el único superviviente junto con Godard, de una época en la que todavía se podía entablar un diálogo radical con las formas estéticas; y de un cine que conjugaba el entusiasmo de la experimentación con la fuerza poética y la palabra pensante en una suerte de unidad hoy resquebrajada. Decididamente, en su obra convergen muchos interrogantes de la época, sus mejores aportaciones y desafíos. Tendencias del arte, la filosofía y la cultura contemporáneas. Interrogantes sobre el sujeto y el mundo, el lenguaje y la visión que ayudan a definir la naturaleza intempestiva del movimiento moderno».

L'avventura (1960)

Aunque el cine de Antonioni es sumamente brillante desde el inicio de su carrera, comenzada con la excelente «Crónica de un amor» (1950), no cabe duda de que, si podemos hablar del cineasta italiano como de uno de los faros de la modernidad cinematógrafica, es a partir de la ya citada «La aventura» (aunque creo que Antonioni logró mayores cotas de perfección en títulos posteriores). Font lo explica así: «La ruptura moderna de L’avventura se plantea en el terreno de la narración […] lo cierto es que L’avventura acabará marcando una trayectoria singular dentro del cine europeo basada en la subversión de las relaciones causales, temporales, lógicas y emotivas. Composición introspectiva que la literatura ya había avanzado con Proust, Joyce, Virginia Woolf o Pavese, pero que el cine recién inauguraba dentro de la estética moderna». Idea en la que abunda una cita del propio Antonioni: «He suprimido todas las relaciones lógicas del relato, los bruscos pasajes de una secuencia a otra, todo lo que hacía que una secuencia sirviera de trampolín para la siguiente, justamente porque me ha parecido, y estoy plenamente convencido de ello, que hoy el cine debe estar más ligado a la verdad que a la lógica. La verdad de nuestra vida cotidiana no es ni mecánica, ni convencional, ni tan artificial como las historias construidas por el cine nos muestran. El ritmo de la vida no es metronímico, es una cadencia tan pronto acelerada como ralentizada, inmóvil como vertiginosa. Hay momentos de pausa y momentos de aceleración, y son esas variaciones de “tempo” las que deben resurgir a lo largo de un film precisamente para ser fieles a este principio de verdad».

L'avventura (1960)

Según Font, «ese juego con el tiempo se plantea sobre la base de un proceso de “desnarrativización”. Entendámonos, no significa que sus películas no planteen conflictos [pensemos en la conflictividad sentimental entre hombres y mujeres, tan importante en su cine], sino que las tensiones están desdramatizadas según las convenciones teatrales y psicológicas tradicionales». A lo que añade: «Los films de Antonioni son des-narrativos, en la medida en que evitan fáciles implicaciones causales, circulan en un espacio dilatado, disgresivo, recurren a ejercicios del pensamiento a través del monólogo interior o se aposentan sobre la deriva del sentido como una manera de expresar el drama del tiempo y su ausencia». El plano vacío, los tiempos muertos, la triple ecuación entre el espacio psíquico del personaje, el espacio arquitectónico y el espacio del encuadre son algunas de las herramientas magistralmente utilizadas por Antonioni y analizadas con enorme sensibilidad por Font.

En definitiva, estamos ante un libro esencial sobre un cineasta esencial. Esperamos que esta breve nota sirva de acicate para su lectura. Y los dejamos con esta hermosa canción de Caetano Veloso para la última película que rodó Antonioni, «Eros» (2004), en el mejor de los tres episodios que la componen, dignísima despedida artística a la que probablemente no se haya prestado toda la atención que merece.



miércoles, 15 de abril de 2020

EL CINE SEGÚN FRANCO (II)




por el señor Snoid


La última aparición del Generalísimo en un largometraje se produjo como clímax de Franco; ese hombre, documental dirigido por su cineasta de cabecera, José Luis Sáenz de Heredia, y que se estrenó en 1964 dentro de los fastos de los “25 años de paz” (habría que sustituir “paz” por “victoria”). La película es una demencial amalgama de imágenes documentales —que vierten tal cantidad de falsedades y mentiras sobre la historia y sobre el protagonista que estamos tentados de pensar que el realizador se las creía—, unas selectas entrevistas y unos planos del pabellón español en la Exposición Universal de Nueva York, en un decorado que parece diseñado por Ken Adam para la guarida del jefe de Spectra en una película de James Bond. Como decíamos, el momento estelar es la aparición de Franco himself al término de la cinta.



El tono de la entrevista quizá habría sido más adecuado si Sáenz de Heredia se hubiera puesto de rodillas, dado el humillante baboseo que prodiga a su ídolo, quien demuestra ser un maestro del understatement, técnica actoral que consiste en la inmutabilidad a cualquier precio (como un Fred McMurray o un Robert Mitchum), salvo cuando se le pregunta si “los españoles somos tan difíciles de gobernar”, y el Caudillo abandona su impasible gesto y tiene un fabuloso arranque de campechanía (dentro de sus límites, por supuesto). Hay que decir que como intento de puesta al día del régimen, el film muestra ciertas dudas, pues se sigue hablando de “Cruzada”, de que España es “la reserva espiritual de Occidente” y de todo el resto de sandeces propagandísticas de los años posteriores a la guerra civil. Las alusiones a la conspiración masónico-marxista se hallan en medio de las glosas a la trayectoria vital del genocida y sólo echamos en falta eso tan bello de “una unidad de destino en lo universal”.

Lo más llamativo es que en Franco; ese hombre sólo aparezcan un par de testimonios más. Uno es el del médico que le atendió tras el balazo que le pegaron los moros insurgentes cuando Franco era comandante en Marruecos; tras un detenido examen de la herida y sus posibles (y fatales) consecuencias, el galeno abandona las radiografías, la descripción de que “Franco se hallaba en proceso de inspiración, no de respiración, y la bala no interesó gravemente al diafragma y salió por la espalda”, y se nos deja con la sensación de que ahí hubo intervención divina o por lo menos mediación de algún subordinado del Todopoderoso, como Santiago Matamoros. El otro testimonio posee mayor interés, pues el entrevistado es Manuel Aznar, antiguo juntaletras y uno de los primeros plumillas que ensalzó de forma desbocada a Franco; de voceras del régimen pasó a embajador en Washington, director de Semana y de La vanguardia, entre otras prebendas, amén de ser el autor de la Historia militar de la Guerra de España, una obra de ficción que le valió los primeros ascensos. Como habrán adivinado, este don Manuel es el abuelo de nuestro carismático José María Aznar, añorado presidente de nuestra más reciente y democrática historia. Algo que resulta lógico, pues en España siempre han mandado (y mandarán) los de siempre:


Españoles “verdes, blancos, rojos o azules”: desconocíamos que hubiera tantos ecologistas hacia 1936, pero si don Manuel lo dice...¡Y esa astuta artimaña para poner de los nervios a Hitler en Hendaya! Por otro lado, lo de las Brigadas Internacionales nos parece de lo más relevante y atestigua la talla del entrevistado como historiador. Además, en la película no hay ni rastro de nazis alemanes ni de fascistas italianos...

Franco como cinéfilo

Bien saben ustedes que la mayoría de los dictadores del siglo XX tenían pasión por el séptimo arte. Algo muy razonable, pues solían ser individuos de escaso bagaje intelectual, y ya se sabe que el cine era un arte de masas. Y la verdad es que no nos imaginamos a Hitler recitando a Hölderlin o a Stalin enfrascado con Los hermanos Karamazov. Franco no iba a ser menos que Mao o Pol Pot (en este y otros aspectos) y las películas fueron su pasión. Además de practicar la pintura (como el Führer) o la escritura: de hecho, en este año de gracia de 1964, el Caudillo pidió (y obtuvo) su ingreso en la SGAE, antes de que la dirigieran Teddy Bautista o Antón Reixa, merced a sus obras Diario de una Bandera (hazañas bélicas en el norte de África), Masonería (una compilación de artículos publicados con seudónimo) y el guión de Raza.



Los historiadores Caparrós y Crusells, en su obra Las películas que vio Franco (Cátedra, 2018), aseguran que Franco se hizo proyectar en El Pardo 1.979 pelis entre 1946 y 1975. Pocas se nos hacen, pues desde que el dictador puso a ministros del Opus y de Falange para que dirigieran el país (y de paso se cortaran el gaznate entre ellos) a principios de los 50, sus ratos de ocio aumentaron extraordinariamente: caza, pesca y cine. Los gustos del Generalísimo eran variopintos: lo mismo veía El séptimo sello que una comedia de Jean Negulesco o alguna astracanada de Pedro Lazaga. Se dice que la última película que vio fue Operación Crossbow, tostonazo bélico que sin duda aceleró su anhelado fallecimiento. Aunque los rumores de noviembre de 1975 aseguraban que la última que vio fue la producción francesa Pánico en la ciudad, donde Jean-Paul Belmondo encarna a un comisario de métodos muy similares a los de Harry el sucio. Pero hay que recordar que en la noche del 19 al 20 de noviembre, antes de que la palmara oficialmente, TVE regaló a los españoles uno de sus films predilectos: Objetivo: Birmania. Claro ejemplo de que los programadores televisivos eran tan ineptos entonces como hoy: de haber puesto una de Walsh, habría sido más adecuada Murieron con las botas puestas, mixtificada biografía del general Custer: tan alejada de la verdad histórica como las biografías cinematográficas e impresas sobre Franco.




lunes, 24 de febrero de 2020

EL CINE SEGÚN FRANCO (I)






por el señor Snoid

Se veía venir: Franco ha vuelto a ponerse de moda. Gracias a ese partido que poco tiene de franquista y mucho de meapilas, ultraliberal (en cuanto a su visión del capitalismo) y ultramontano. Y sobre todo gracias a la muy publicitada exhumación de la momia, retransmitida por diversas cadenas de televisión y que, sinceramente, a nosotros se nos antojó como si fuera el sepelio de un jefe de estado: sólo faltaban los compases del himno nacional, unos cuantos espadones escoltando el ataúd y una salva de veintisiete cañonazos. Nosotros lo vimos en la pachanga de Ferreras y este se hallaba tan excitado como cuando va al Bernabeu a disfrutar del equipo de sus amores (que también, curiosamente, era el equipo de los amores del cadáver). Vergonzoso acto que se habría evitado si el gobierno se hubiera atrevido a preguntar en referéndum a los españolitos qué hacer con los despojos, proporcionando además opciones al gusto de los interesados:

a) Arrojar los restos a un vertedero

b) Dejar la momia en una sala del palacio de Oriente para la adoración de la plebe, tal que Lenin en el Kremlin

c) Dinamitar el Valle de los Caídos sin haber evacuado a los monjes benedictinos


Nada de esto se hizo y aún sufriremos las consecuencias largo tiempo. No obstante, pese a que desde entonces no han faltado los avispados que han tildado al generalísimo de dictador y genocida o bien los revisionistas que han aclamado su figura (metafóricamente: recuerden que era un poco barrilete), no se ha hecho suficiente hincapié en una de sus grandes pasiones. Quizá su gran pasión aparte de exterminar rojos y mantenerse en el poder: el cine.

Franco como cineasta

No contento con haber cambiado la historia de España, a poco de terminar la guerra civil el célebre dictador tuvo la idea de cambiar también su propia historia: el resultado fue el guión de Raza (José Luis Sáenz de Heredia, 1942). En esta lisérgica cinta, la familia Churruca (trasunto de la familia Franco-Bahamonde) encarna los valores tradicionales de los españoles de bien: fervoroso catolicismo, conservadurismo a machamartillo y expresión de los sentimientos mediante intercambios verbales dignos de un Pereda o una Fernán Caballero:


En esta escena se ve cómo mamá Churruca se dedica a las labores propias de su sexo (la costura) mientras que papá, aguerrido Capitán de la Armada, instruye a sus churumbeles sobre antiguas glorias militares. El modo de pronunciar “Roger de Flor” y “Roger de Lauria” ya bastaría para justificar el independentismo catalán, así como la descripción de los almogávares, aquellos catalano-aragoneses un tanto bestias que dejaron el Imperio Bizantino hecho unos zorros a principios del siglo XIV; sin embargo, la mirada extraviada de papá al rememorar las hazañas del antepasado Churruca se torna severa cuando el pequeño Pedro (futuro traidor: es decir, leal a la república: politicastro oportunista en su mayoría de edad) pregunta si el finado héroe “tenía hacienda”. Se empieza así y se acaba siendo masón o comunista. Por lo demás, hay que señalar que el capitán Churruca muere de una forma grotesca, militar y espectacular en la guerra de 1898, en el contexto de “Mejor honra sin barcos que barcos sin honra” durante la batalla naval de Santiago de Cuba, mientras que el padre de Franco era Intendente de la Armada, se fugó con una jovencita y fue siempre un tarambana que en sus últimos años se burlaba cruelmente en público de Paquito, ya aferrado al poder. El hermano malo es una versión mixtificada y malévola de Ramón Franco, el famoso aviador, que llegó a ser diputado durante la República por ¡Esquerra Republicana de Catalunya! Ironías de la vida, Ramón la diñó en la guerra civil cuando se disponía a bombardear Barcelona, pero es evidente que Paquito (o José Churruca, o Alfredo Mayo) nunca perdonó sus devaneos izquierdistas y además, como era un envidioso, tampoco podía soportar que Ramón fuera un tipo extrovertido, galanteador y algo así como el Lindbergh español (con todas las implicaciones esperpénticas que posee tal comparación).

Franco como estrella de cine


Durante décadas los españoles vieron en el cine a Franco más que a Gary Cooper, a Sarita Montiel o a Fernando Fernán-Gómez, y ello se debió a que la presencia del tirano en el NO-DO (noticiario de exhibición obligada en todos los cines) fue continua hasta que su cadavérico aspecto y quebrantada salud espaciaron sus aplaudidas interpretaciones. El NO-DO estuvo presente en las pantallas desde 1943 hasta 1980 (a partir de 1977, como Revista Cinematográfica) y dado que era de periodicidad semanal, ya pueden imaginar cuántos cortometrajes interpretados por el Generalísimo llegaron a tragarse los españoles entre 1943 y finales de los sesenta:




“Cada uno en su lugar”: qué magnífico lema y qué actual resulta. ¡Y esos pobres niños entregados a la Sección Femenina y al Auxilio Social! Por otro lado, resulta espeluznante que se muestre España como una superpotencia: infantería, armada, flota pesquera, altos hornos, carros del siglo XIX transportando cebada... Nuestros mayores nos han contado que se morían (literalmente) de hambre en 1943. ¿Y ese (carísimo) movimiento de grúa inicial para introducirnos en El Pardo? El documental es torpe, en efecto, pero está hecho con una notable malicia. La aparición del dictador nos lo muestra como un laborioso hombre de estado, sentado en su despacho, rodeado de libros y papelotes (¿cuál sería ese volumen que consulta con afán?), tras ese movimiento de cámara que arranca, nada casualmente, desde un crucifijo. Es decir: he aquí al monarca burócrata asediado por papelotes planificando y estudiando  absolutamente todo. Como un Felipe II redivivo. Y después de ese retrato, unos planos de hazañas bélicas para que no olvide nadie de dónde vino el hombre y adónde estaría más que dispuesto a regresar en caso de que alguien intentara arrebatarle el trono.


Los cortometrajes interpretados por el dictador podrían agruparse en diferentes géneros: “Caza y pesca” (en el yate Azor, en la Sierra de Guadarrama, en la finca de algún Duque), “Coros y Danzas” (de visita en algún campamento veraniego de Falange u otorgando los premios de unos Juegos  Florales o certamen de poesía, cuyo tema fuera su excelsa figura), “Familia” (jugueteando con Carmencita: ambos parecen muy aburridos) o “Deporte y juegos de mesa” (jugando al tenis con una ferocidad similar a la del ídolo Rafael Nadal). El favorito de los españoles era, sin embargo, el de “Inauguraciones”. Y aquí se combinaban las escenas de gigantescas obras de ingeniería civil con los planos de miles de extras, como si de una película de faraones se tratara. Pensarán ustedes en los inevitables pantanos y en la pertinaz sequía. Uno de nuestros cortos predilectos es el de la inauguración del pantano del Ebro: sí, el célebre embalse del que tanto se jacta el actual virrey de Cantabria y bufón ocasional de La Sexta, Miguel Ángel Revilla:



La pasión de Franco por hacer de figurón cinematográfico empezó mucho antes de su llegada al poder. En 1926 hizo su primera aparición cinematográfica en La malcasada, un largo de Francisco Gómez Hidalgo que fue un hito del cine español. No por su calidad, sino porque prácticamente aparecían todos los españoles en la cinta; el reparto es espectacular: Primo de Rivera (padre), Valle-Inclán, los Álvarez Quintero, Belmonte, Romero de Torres, Muñoz Seca, Santiago Rusiñol... En fin, que están todos. Y la breve aparición del entonces famoso general nos demuestra, una vez más, que los distribuidores españoles siempre han carecido de imaginación, puesto que podrían haber publicitado esta horrorosa película con el lema ¡FRANCO RÍE!


sábado, 8 de febrero de 2020

LIBROS DE OCASIÓN: "TODOS LOS JÓVENES VAN A MORIR", DE LUIS PÉREZ OCHANDO

Por Francisco López Martín



Digámoslo de entrada: el libro que nos ocupa, publicado en 2016 por Editorial Micromegas, posiblemente sea uno de los ensayos cinematográficos más penetrantes que se han publicado en nuestro país en los últimos años. En apenas doscientas páginas de fluida lectura, Luis Pérez Ochando no sólo ofrece un repaso meticuloso del género que lo ocupa, sino que, al hilo de éste, va ampliando el foco hasta ofrecer una lúcida reflexión sobre la sociedad contemporánea, e infinidad de iluminaciones sobre la diversidad de asuntos que explora en el camino.      

«El slasher es un género de carne [adolescente], de carne que goza, sangra o se estremece, de piel que se eriza bajo el labio o se abre con el cuchillo, pero que siempre se muestra a nuestros ojos», explica el autor al principio del ensayo. «Esto, en esencia, es un slasher y nosotros, en este libro, vamos a analizarlo como un mito contemporáneo que funciona como relato iniciático y como fábula moralizante». Efectivamente, esa doble dimensión de mito y de fábula será explorada a lo largo del volumen, con un manejo exquisito de la bibliografía y una aplicación a los casos estudiados que nunca cae en lo afectado ni en lo forzado. Sin embargo, el propósito del autor va incluso más allá: «Todo relato, incluso el slasher, dialoga con la sociedad que lo genera, pero es, principalmente, en sus brechas y contradicciones donde hallamos los conflictos que la ideología dominante no ha sabido resolver». A lo cual añade: «En este libro, indagaremos en los valores y contradicciones del slasher en busca de la ideología que configura nuestra época y expondremos las correspondencias entre el ethos neoliberal —la producción de exclusión como fundamento socioeconómico— y una estructura narrativa, la del slasher, basada en la eliminación de personajes superfluos».



«El día de Año Nuevo de 1981», prosigue el autor, «el crítico Roger Ebert acudió a un pase de Viernes 13, 2ª parte». Al parecer, Ebert se quedó atónito al ver que el público, mayoritariamente adolescente, aullaba excitado mientras alguien «hundía un picahielos en la sien de una muchacha» y, en el texto que escribió al respecto, manifestó su estupefacción al constatar que semejante reacción venía suscitada «por una visión del mundo en la que la principal función de los adolescentes es ser apuñalados hasta la muerte». Luis Pérez ofrece una primera explicación al respecto. ¿Por qué aullaban de placer aquellos jóvenes al ver escenas de extrema violencia cometidas contra sus correlatos en pantalla? Pues porque «el slasher apela a los miedos y tabúes del público adolescente […], pero le permite exponerse a ellos a través de una forma fílmica convencionalizada». Este género cinematográfico «es un diapasón de castigo y desenfreno: el espectador ve realizados sus deseos secretos y recibe al mismo tiempo penitencia por ellos. Entretanto, puede reír o estremecerse, pues el tabú tiene cabida en el discurso bajo dos registros posibles: el temor o la risa, el relato de miedo o la comedia, y el slasher tiene un tanto de ambas cosas».

Sin embargo, lejos de contestarse con esta primera respuesta, Luis Pérez ahonda en la cuestión: «¿Por qué los adolescentes de nuestra época se divierten con la muerte de sus semejantes?». Y ofrece una solución que está en sintonía con el propósito indagador más amplio que cruza todo el libro: «Tal vez porque el espectador sepa que, en el fondo, el reguero de cadáveres que va dejando el asesino es el trasunto de un mundo despiadado en el que sólo sobreviven los elegidos. La cultura postmoderna no sólo conllevó el descrédito de los metarrelatos históricos de progreso y redención, sino también una desconfianza en la posibilidad de mejora o cambio. Así es la vida, unos pocos ganan, la mayoría pierde. No hay futuro: desmovilizados y alienados, no podemos hacer nada, pero sí reírnos mientras creemos que, en el fondo, todo es sólo una inmensa broma cósmica».

Una reseña que quisiera hacer justicia a este libro tendría que ocupar mucho más espacio que el de esta breve nota. Esperemos que las pinceladas que hemos extraído de él inciten a nuestros lectores a bucear en sus páginas. Se encontrarán con uno de los ensayos sobre cine mejor escritos y más pensados que han visto la luz en los últimos tiempos.