lunes, 27 de junio de 2022

ESTRENOS DE OCASIÓN: "ELVIS" (Baz Luhrmann, 2022)

 


por el señor Snoid

Elvis es el feliz resultado de la unión de un director que posee una evidente tendencia al exceso, con un punto (o dos) de hortera, Baz Luhrmann, un personaje excesivo (y también un punto hortera), Elvis Presley, y la asombrosa composición que realiza Tom Hanks del mánager del ídolo, el “Coronel” Tom Parker. Pero quizá ello no hubiera bastado para dotar de interés —y, en buena parte del metraje, de brillantez— a un biopic al uso sobre un músico célebre. El primer acierto consiste en que la historia está narrada por el villano de la función, el “Coronel” Parker, un embaucador, farsante y avaricioso feriante que ve en el joven Elvis su Potosí particular y al que se aferrará hasta el final mediante todo tipo de triquiñuelas.

En la vertiginosa y frenética primera parte del film se nos cuenta la ascensión del ídolo: infancia, juventud y primeras experiencias. Un montaje muy bien ensamblado nos da una didáctica visión de los Estados Unidos de los primeros años cincuenta: Elvis es basura blanca que se ha criado en un barrio negro. Pero es un blanco que posee duende, “el espíritu” (o está poseído por él) y una mágica combinación de talento musical y atractivo sexual: el film nos plantea de manera muy explícita la pasión que podía despertar alguien así en comparación con el intérprete de country Hank Snow: un músico competente, pero ya de mediana edad, conservador y puritano: si Elvis provocaba orgasmos entre el público femenino, con el consiguiente lanzamiento de bragas sobre escenario y músico, el bueno de Hank, interpretando “A Fool such as I” o “Married by the Bible”, sólo podía aspirar al asentimiento benévolo y complacido del respetable. Es decir, que no había músico blanco que pudiera hacer competencia a un chaval que no sólo era joven, guapo, paleto de clase baja que llega al estrellato (el relato del “sueño americano”, aunque sea con bases endebles o directamente falsas, es el sueño de cualquier publicista), sino que además era sexy, agresivo y, sobre todo, un blanco que interpretaba como un negro.


Y es este otro de los aspectos en los que la película hace especial hincapié: más que el country, el hillbilly (rebautizado después como Bluegrass) o el folk, a nuestro hombre le cautivaban los ritmos negros del blues, el rythm and blues y el gospel. Pero la segregación racial era espantosa (aún más espantosa que hoy en día), con mención especial a los estados del sur (recuerden que Elvis nació en un poblado de Mississippi de bizarro nombre, Tupelo, y que posteriormente la familia se trasladaría a Memphis, Tennessee), e incluso las listas de éxitos de la música popular incluían una estricta separación entre diversos estilos de música “blanca” y de música “negra”. El film recalca esta brutal separación por medio de la afición de un juvenil Elvis por los garitos negros de Beale Street en Memphis, donde se siente a sus anchas con Big Mama Thornton, B. B. King e incluso “descubre” a un frenético y desmelenado (es un decir) Little Richard. En efecto, no fue quizá Elvis el primero en hallar los ingredientes de la poción, pero sí el que los mezcló con más talento y erotismo.

Otro hallazgo es la plasmación de que el público de 1955 se escandalizaba con facilidad, alentado por fanáticos con biblia en mano, periódicos sensacionalistas y políticos ultrarreaccionarios. Y que hasta la aparición del movimiento de los derechos civiles en los años 50, el racismo —hacia negros, hispanos, orientales o cualquiera que no tuviera apariencia blanca— era la normalidad. Un estudio publicado en 2017 por Equal Justice Initiative reveló que 4.084 hombres, mujeres y niños negros fueron linchados en doce estados del sur entre 1877 y 1950. Mississippi, el estado natal de Elvis, lidera esta horrible estadística con 654 linchamientos. En semejante ambiente cultural, no sorprende que se produzcan alborotos en el primer concierto multitudinario de Elvis —con el público blanco y el negro convenientemente separados— o que su fulgurante éxito sea salvajemente criticado. Hoy día, a nadie le choca que la peña mueva el cucú o simule encular a su pareja a los sones del reguetón, pero en 1956 los movimientos de Elvis en el escenario se consideraron obscenos, degenerados, sucios —algo que el film ilustra muy convincentemente: el éxito de una estrella, como sabiamente dedujo alguien que rara vez trabajó con estrellas, Ingmar Bergman, reside en que ésta provoque una sensación de peligro.

 


Elvis no es precisamente una hagiografía, porque sería imposible o ridículo hacer una biografía edulcorada de un personaje tan bizarro y contradictorio. Sin embargo, la película soslaya los momentos más turbios del ídolo, como su entrevista con Richard Nixon (donde se ofreció a ser confidente de “hippies, drogadictos y demás escoria antinorteamericana” a cambio de un nombramiento como “agente honorario” del FBI con la chapita correspondiente) o su afición por las menores de edad (a su esposa, Priscilla, la conoció cuando ella tenía catorce primaveras, aunque se casaron ocho años más tarde). Las drogas sí que aparecen: pero todas (o casi) con la debida prescripción médica: Elvis era adicto a las anfetas y a los barbitúricos, pero despreciaba a porreros, heroinómanos y degustadores del peyote.

 

 

Tampoco Luhrmann hace demasiada sangre con el paso de nuestro hombre por Hollywood, cuando a partir de 1960, de regreso de su servicio militar en Alemania, empezó a hacer películas penosas que repetían una y otra vez la misma fórmula —producciones baratas de Hal Wallis que dieron muchos beneficios. Y es que a mediados de la década prodigiosa Elvis se hallaba completamente out. No estaba en la onda que marcaron los Beatles, los Stones, Dylan y compañía. Seguía siendo una atracción para la taquilla, sus discos se vendían y sus conciertos colgaban el cartel de “No hay entradas”, pero la “contracultura” le consideraba de otra época y él sentía desprecio por la contracultura. Uno de los mejores momentos del film es el encuentro que mantiene con los productores del American Sound Studio en el enorme letrero de Hollywood, oxidado y hecho casi una ruina, como Elvis pensaba de su propia carrera por aquellos años.

 


Y, cierto es, Elvis pudo haber seguido colaborando con los compositores Leiber y Stoller, pudo haber hecho giras por todo el mundo, pudo haberse puesto al día con respecto a los gustos del público, pudo haber aceptado empresas cinematográficas más atractivas... pero todo ello fue saboteado por el “Coronel” Parker... con escasa resistencia por parte de su protegido: el film muestra brillantemente la mutua dependencia de los dos hombres como una suerte de perversa relación padre-hijo o, si lo prefieren, un pacto entre Fausto y el demonio en el contexto de la música pop en la Norteamérica más hortera. Como se aprecia en un momento de la película muy bien rodado, seco y directo, en el que Luhrmann abandona su perenne exuberancia: momento en que Elvis está harto de Parker y amenaza con romper su relación, y él le hace ver que “Tú y yo somos lo mismo”.

 


Y la horterada suprema es Las Vegas, donde, pese a todo, Elvis sigue demostrando que es un intérprete extraordinario —hay un atisbo de ello en el film en su versión de Polk Salad Annie de Tony Joe White; no obstante, los ejemplos sobrarían: el gran acierto de Elvis, aparte de la extraordinaria interpretación de Austin Butler, es que da con la clave del enigma: ¿cómo puede ejercer tanta fascinación un personaje que se convierte en casi una caricatura de sí mismo, que continuamente acepta escoger las decisiones más equivocadas y delirantes? Sencillamente, estaba poseído por “el espíritu”: tenía duende.