viernes, 24 de febrero de 2023

EL CINE QUE TANTO AMAMOS (FEBRERO DE 2023): Saura

 

por Francisco López Martín

 

Hace ya algunos años, en una grata conversación con amigos, una filósofa comenzó a hablar de un libro clásico del pensamiento del siglo XX. Nosotros, con angélica naturalidad, pero no sin cierto sentimiento de vergüenza, admitimos que no habíamos leído tan excelsa obra. La amiga, con la sensibilidad y el buen juicio que la caracterizaban, nos tranquilizó al instante: nadie es inabarcable, en todo propósito de totalidad quedan siempre lagunas y, dada la finitud de la vida, resulta imposible llegar a todo.

Este recuerdo viene muy a propósito de las líneas que en la entrega de este mes de El cine que tanto amamos queremos dedicar al recientemente fallecido Carlos Saura (1932-2023). Como en aquella ocasión, debemos confesar que nuestro conocimiento de este realizador es menos amplio del que nos gustaría, y que, también en nuestro caso, se cumple el veredicto enunciado por Esteve Riambau en el artículo que publicó recientemente con motivo del óbito del realizador aragonés: "Carlos Saura, un cineasta injustamente eclipsado entre Buñuel y Almodóvar". Eclipsado, para nosotros, no tanto por desconocer la calidad de algunas de sus mejores películas, como por no haber buceado con la misma profundidad en su filmografía que en el caso de esos directores-enseña del cine español. Lejos por tanto de nuestra intención queda ofrecer una valoración total de su nutrida obra, compuesta por más de cincuenta títulos. Nuestro propósito es simplemente, como siempre en esta sección, incitar a los lectores a bucear en películas que han despertado nuestro interés, o entablar un diálogo con sus propias impresiones.

Buñuel, Saura y... Berlanga. Hoz de Huécar. Cuenca. 1960

Hasta hace aproximadamente unos diez años, la figura de Saura, casi en su totalidad, era para nosotros una tarea pendiente. Teníamos vagos recuerdos de infancia de algunos de sus títulos más celebrados, y otros de juventud de algunas de sus producciones más recientes; ni los unos ni los otros nos habían movido a indagar más allá de la información que de él teníamos por nuestras lecturas sobre la historia del cine español. Entonces, un amigo cinéfilo, bergmaniano de pro, nos comentó que películas como Peppermint Frappé (1967) o Cría cuervos (1976) eran parangonables a las películas de nivel medio/alto del realizador sueco. El comentario bastó para despertar nuestra curiosidad y sumergirnos en buena parte de los largometrajes que emprendió Saura entre finales de los años 60 y principios de los años 80. Efectivamente, el resultado global de nuestra travesía nos ofreció la imagen de un realizador justamente reconocido y premiado internacionalmente, un nombre importante del cine europeo de aquellos años. Elisa vida mía (1977) nos pareció de calidad similar a la muy alta de aquellas dos recomendaciones, y otros títulos de ese mismo período, como La prima Angélica (1974), Mamá cumple cien años (1979) o Deprisa, deprisa (1981), nos resultaron, en sus diversos registros, películas indudablemente aptas de reconocimiento.



Sin embargo, por esas afinidades inexplicables que llevan a frecuentar más a unos cineastas que a otros, no habíamos vuelto al cine de Saura hasta que la noticia de su reciente fallecimiento nos ha movido a seguir indagando en su obra. Nos habría gustado completar su filmografía de los años 70, la que, por razones tanto estéticas como temáticas, en principio podría resultarnos más interesante. Sin embargo, la mayor facilidad de acceso a otros de sus títulos más notorios nos ha llevado a bucear en cuatro de éstos, con resultados apreciables en tres de ellos, aunque quizá sin llegar al nivel de las películas ya mencionadas, y destacables en un caso concreto.

Los golfos (1962) es la primera película de Saura. Rodada en 1959, pero estrenada sólo tres años después (pese a participar en el Festival de Cannes de 1960) por problemas con la censura, que impuso numerosos cortes, cuenta la historia de un grupo de jóvenes amigos de los arrabales de Madrid que cometen pequeños robos (algunos con violencia) para sufragar el debut como torero de otro de ellos. La película nos ha parecida más notable por la voluntad neorrealista de reflejar la miseria material y moral de un país todavía devastado que por la solidez de un edificio narrativo construido (¿por voluntad propia o por estropicio de los censores?) a golpes de hacha, pero tiene ya esa cualidad desasosegadora que sería marca de la casa en muchos de sus mejores títulos posteriores.

 

Los golfos

Dicha cualidad aparece con enorme fuerza en uno de sus títulos más justamente celebrados, La caza (1966), con la que Saura ganó el Oso de Plata a la mejor dirección en el Festival de Berlín. Esta historia de cuatro amigos que se dedican a practicar la cinegética en un asfixiante día de verano durante el que sus rencillas personales explotarán con resultados catastróficos constituye otro intento de retratar, quizá por una vía más metafórica —y tal vez con vistas a eludir la temida censura—, un país cainita, con la incómoda memoria de la guerra civil resurgiendo a múltiples niveles pese a los proclamados "25 años de paz" con los que el régimen franquista había pretendido lavar su imagen en 1964. Sólo, que la calidad expresiva y estética del film nos parece netamente superior a la de Los golfos. Un clásico del cine español, con todo el merecimiento (aunque, ensalzada en los últimos tiempos como su mayor logro, el propio Saura dudaba de que fuera merecedora de ese honor).

 

La caza

Más de veinte años separan ese título de El Dorado (1988). Producida por Andrés-Vicente Gómez, fue en su momento la película más cara de la historia, con un presupuesto de mil millones de pesetas de la época. Masacrada por la crítica e ignorada por el público, cuenta la historia de la búsqueda de ese país de leyenda emprendida en 1560 por un grupo de españoles comandado primero por Pedro de Ursúa y, tras el asesinato de éste, por Lope de Aguirre, anécdota y personajes de los que el cine ya se había encargado tres lustros antes en un clásico de culto, Aguirre, o la cólera de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972), dirigida por Werner Herzog y protagonizada por Klaus Kinski. El enfoque de ambas películas es muy distinto, como también sus resultados estéticos: menos veraz tal vez a la realidad de los hechos la película alemana, pero con una cualidad alucinada y radical difícil de olvidar, es evidente que la propuesta de Saura se sitúa en otra dirección estética, mucho más pulida, aunque también menos lograda en su conjunto. Con todo, nos ha parecido que durante gran parte de su largo metraje (142 minutos), exhibe virtudes (por ejemplo, las magníficas interpretaciones de  Omero Antonutti, Eusebio Poncela o José Sancho) que, si bien no logran compensar en última instancia los desequilibrios internos que acusa la propuesta, hacen que sea un título digno de conocerse.

 

El Dorado

Lo mismo cabe decir de nuestra última estación por el itinerario de la filmografía de Saura: El séptimo día (2004), con guión de Ray Loriga, inspirada en la matanza de Puerto Hurraco por un enfrentamiento entre familias que aconteció en 1990. Película que despertó reacciones varias entre los críticos: "filme insólito y de raras calidades" para Ángel-Fernandez Santos, "prodigio de gusto, talento y sensibilidad" para Oti Rodríguez-Marchante, "tragedia escenificada con estilizada austeridad" para Francisco Marinero… y propuesta que dejó "absolutamente frío" a Carlos Boyero. A nosotros nos ha parecido una película estimable, quizá desestabilizada más de la cuenta por una elección de reparto que situaba a todas las estrellas (Juan Diego, José Luis Gómez, Victoria Abril) en una de las familias, la que acabó perpetrando la masacre. Una vez más, probablemente no estamos ante ese cineasta en plenitud del que hemos hablado a propósito de La caza, pero, en lo temático, volvemos a encontrarnos con un director interesado en bucear en las zonas más oscuras de la psicología personal y colectiva de nuestro país, en una propuesta de dirección y montaje que va más allá de lo simplemente funcional.

 

El séptimo día

Esperamos que estas humildes notas sobre algunas películas de Carlos Saura contribuyan a la difusión de una obra imprescindible en sus mejores momentos y estimable en los que quizá no rayen a la misma altura. Y, aunque los próximos meses traerán a esta sección otros cineastas, por aquello de que en la variedad está el gusto, nosotros seguiremos indagando en su filmografía, seguros de encontrar títulos merecedores de atención y remembranza.

miércoles, 8 de febrero de 2023

ESTRENOS DE OCASIÓN: "LLAMAN A LA PUERTA" (Knock at the Door, M.Night Shyamalan, 2023)

 

por el señor Snoid

No se puede negar que la carrera de M. Night Shyamalan es, cuanto menos, curiosa. Sus dos primeras películas apenas tuvieron repercusión (Praying with anger y Wide Awake, al parecer esta última salvajemente amputada por Miramax), colaboró en guiones que sí tuvieron notable éxito (en las taquillas: Stuart Little) y dio la campanada con El sexto sentido. Acto seguido Shyamalan realizó una de las mejores películas de superhéroes (El protegido) y un film de terror muy conseguido (Señales, cinta que tiene bastantes elementos en común con Llaman a la puerta) que combinaba la llegada del apocalipsis con unos afortunados toques humorísticos, pese a que aquí ya se empezaban a notar las costuras de la marca de la casa Shyamalan: “Voy a explicar en los últimos cinco minutos todos los cabos sueltos”. Método que se hacía particularmente irritante en El bosque, donde interesaba mucho más el silencioso y apenas sugerido enamoramiento de William Hurt y Sigourney Weaver que la trama principal protagonizada por Joaquin Phoenix, Bryce Dallas Howard y la nariz de Adrian Brody. Por contra, La joven del agua contenía elementos magníficos, aunque Shyamalan no pudo evitar introducir como personaje a un crítico de cine totalmente gilipollas e interpretarse a sí mismo como el futuro autor de un libro que “iba a salvar el mundo”. Chistes que no hicieron demasiada gracia a la mayoría de los críticos norteamericanos, colectivo con escaso sentido del humor que se tomó estas payasadas como gravísimas ofensas personales. No obstante, el director no cejó y acometio una especie de remake no confesado de Los pájaros de Hitchcock, El incidente (sin Rod Taylor pero sí con Mark Walhberg). A partir de aquí, la caída: un desastre épico, Airbender (que a nosotros no nos pareció tan mala; por lo menos, no era tan subnormal como la mayoría de películas dirigidas al público infantil), que forzó al director a colaborar con el matrimonio Smith-Pinkett en el esfuerzo de convertir a su hijito Jaden en una especie de Shirley Temple en varón y en afroamericano: After Earth (de la que nada podemos decir pues sólo vimos diez minutos). Cuando parecía que el realizador estaba acabado, Shyamalan tomó una decisión astuta: hizo una modesta película de terror con cuatro perras, La visita, donde parcialmente abandonaba su didáctica manía de aclarar la trama en los últimos momentos del film y creaba una eficaz atmósfera malsana y, por momentos, repulsiva. Tras esta inesperada resurrección, convirtió El protegido en una trilogía con Múltiple y Glass. La primera se salvaba del ridículo total gracias a la interpretación de James McAvoy y la segunda ahondaba en la desmitificación del subgénero de superhéroes (reducción al mínimo de la esperada espectacularidad que suelen ofrecer estos subproductos, rechazo total a las expectativas del espectador y un final deprimente). La pandemia pareció inspirar a Shyamalan en Tiempo, donde una empresa farmacéutica (Johnson&Johnson, aunque en el film se la denominaba Wilson&Wilson o Snoid&Snoid: no lo recordamos con exactitud) hacía un experimento atroz con los personajes —que, como es costumbre en el director, sufrían como condenados— y Shyamalan pudo también seguir contando con actores espantosos (¿quién, en su sano juicio, salvo M. Night, contrataría a Rufus Sewell?). La cinta posee un esquema similar a la reciente Llaman a la puerta.


El Apocalipsis está de moda

En realidad, siempre lo estuvo, sobre todo desde el triunfo del cristianismo, que recogió la escatología apocalíptica de tradiciones previas como el zoroastrismo y el judaísmo. Aunque quizá ahora —Shyamalan suele tener buen ojo a la hora de escoger sus productos según las tendencias del momento— tal moda sea casi omnipresente: pandemia, crisis económica, fascismo rampante, cambio climático y desastres naturales por doquier, Santiago Abascal como próximo vicepresidente (o presidente) de Las Españas...


La cabaña del fin del mundo

Aunque algún elemento tiene en común con la novela de William Hope Hodgson, lo que plantea Llaman a la puerta es una situación apocalíptica que tiene sus bases en una teología muy despreciable: la que justifica que para lograr la salvación es necesario cometer la más maligna de las acciones. Veamos: en una hermosa cabaña aislada junto a un idílico lago se halla un matrimonio homosexual con su pequeña hija adoptada. Y ahí aparecen cuatro personajes que perturban la felicidad familiar con el anuncio del inminente fin del mundo. El apocalipsis sólo podrá evitarse mediante el sacrificio: los tres habitantes de la cabaña tendrán que elegir quién de ellos sufrirá la muerte a manos de cualquiera de los otros dos, según les anuncian sus inesperados visitantes. Estos no son otros que Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, pero en versión inversa: el caballo blanco, la muerte, es Leonard, un profesor de educación física que representa la vida; Redmond, el caballo rojo de la muerte, es el personaje más violento, aunque, en el fondo inofensivo; Sabrina, el caballo de la enfermedad, es enfermera, y Adriane, el caballo verde de la hambruna, es cocinera. Y todo termina con fuego, al igual que el omnipresente fuego del Apocalipsis del Nuevo Testamento.

 


Muy pronto Shyamalan deja ver sus intenciones. Al principio del film, la pequeña se halla capturando saltamontes a los que mete cariñosamente en un tarro: paralelismo de lo que van a experimentar los habitantes de la cabaña. Pero Shyamalan no consigue crear la atmósfera opresiva y tensa que podría hacer de Llaman a la puerta un relato apasionante. En parte ello se debe a la debilidad del guión (los flashbacks no aportan nada a la historia y son totalmente prescindibles, pese a que su intención sea que nos interesemos por el matrimonio gay y su hija), que muestra unos personajes que no llegan a interesar demasiado en ningún momento, y en parte a la puesta en escena: a ojo de buen cubero, casi un tercio del metraje está compuesto de primeros planos. Y esta decisión estética podría ser acertada, pero resulta desafortunada si esos primeros planos los encarnan actores con la expresividad de un Dave Bautista. Por descontado, hay elementos positivos: Shyamalan no insiste en exceso en el tremendismo de la situación —el fin del mundo y la aparición de los cuatro visitantes se presentan con una sorprendente naturalidad: una paradójica desdramatización de la situación más dramática posible— y, como es habitual, destaca la habilidad de Shyamalan para sacar partido de una historia aparentemente simple en un único y exiguo escenario. Pero, por desgracia, todo esto no es suficiente para justificar las siempre desaforadas ambiciones del director.