domingo, 11 de noviembre de 2018

Estrenos de ocasión: "Una receta familiar" (Ramen, Eric Khoo, 2018)





por el señor Snoid

Hay que reconocer que salimos del cine un tanto confusos; porque, ¿qué habíamos visto? Quizá un episodio alargado de ¿Cómo lo hacen? O un documental sobre Singapur. O un drama familiar. O un recetario audiovisual de hora y media de duración. Una receta familiar es quizá todo esto a la vez, aunque en ocasiones sus ingredientes no estén bien combinados, sin que esto le reste gracia al resultado final del guiso o del film.




    
Ustedes saben que en esto del cine hay unos pocos axiomas inmutables: por ejemplo, en un western debe haber algún que otro tiroteo, en las películas de David Fincher el director de fotografía (sea quien sea) debe imitar el estilo de Gordon Willis, y en las de Ridley Scott deben aparecer siempre ventiladores. En el cine japonés nunca ha de faltar el papeo y el bebercio. No es una crítica: a nosotros nos encanta ver a la gente comiendo como bestias y poniéndose ciegos de sake. Lo que nos sorprende es que estos nipones estén tan delgados. Indudablemente, ese pescado crudo no engorda mucho, pero, ¿y el arroz y los tallarines? ¿las empanadillas de alubias? ¿el tofu? Un misterio. Y no crean que esta apreciación se debe en exclusiva a lo que se ve en los films japoneses. En la capital de nuestra provincia abunda el turismo japonés (últimamente de todo Oriente. Pero cualquier antropólogo les dirá que los chinos visten fatal, gritan mucho y suelen tener una dentadura pésima; los coreanos son más horteras en sus atavíos y también vociferan —pero menos— y los japoneses son un modelo de discreción y escualidez). No es raro que un grupo de japoneses te pille por banda junto a algún monumento, iglesia, acueducto o cañón (falso) de 1823 y te implore con una reverencia, “Snoid-san, ¿puede hacernos una fotografía?”

  
El argumento de Una receta familiar es sencillo: un joven japonés, Masato, hijo de padre nipón y madre singapuresa, viaja a Singapur con dos objetivos: convertirse en un consumado artista del ramen (un caldo cuya preparación requiere varios ingredientes y diez horas de preparación) y conocer las razones de porqué sus padres sufrieron tanto a causa de la incomprensión de la familia de su mamá. Tras ciertas dificultades, el muchacho conseguirá ambos objetivos. Si bien el asunto de los fogones lo resolverá muy rápidamente gracias a su tío, propietario de un restaurante, lograr la reconciliación de la familia le costará más tiempo y esfuerzo. La matriarca del clan, su abuela materna, se niega a recibirle y darle explicaciones sobre porqué hizo todo lo posible para amargar la vida de sus padres.


La explicación se halla en una escena aparentemente cretina: la visita de Masato a un “Museo de la memoria histórica” donde se entera de todas las barbaridades que hicieron sus compatriotas durante la invasión de Singapur en la II guerra mundial. Y decimos “cretina” porque nos pareció muy innecesaria, y explícita en exceso. Pero tras cierta reflexión, nos dimos cuenta de que esta escena era casi obligada: la juventud ignora todo lo relativo al pasado inmediato, sobre todo si ese pasado es horrible. Es decir, que Masato no había leído muchos libros de historia o no había visto películas tipo El puente sobre el río Kwai o Comando en el mar de la China, donde se enfrentan británicos y gringos descerebrados contra japoneses sádicos. Así, mediante un recorrido audiovisual en el museo, el muchacho es consciente de porqué los habitantes más ancianos de Singapur detestan a los japoneses con toda su alma. Y nosotros nos acordamos de cómo se aprenden estas cosas en la escuela japonesa: para cierta parte de su historiografía, fueron los occidentales quienes les “obligaron” a entrar en la guerra: “Los Estados Unidos lanzaron un enérgico ultimátum: que Japón devolviera a China todo lo que había conquistado y que rompiera la alianza con Italia y Alemania” (Kaibara Yukio, Historia del Japón, FCE, México, pp. 264-265). Intolerable, ¿no? Pues igualito a lo que saben los chavales españoles sobre la guerra civil y la interminable dictadura franquista: en un caso, los estadounidenses forzaron a Japón a entrar en la guerra, y en el otro, Franco nos salvó de todos los males...



Sin embargo, la película no carece de humor. La cicerone de Masato, Miki, le señala un restaurante donde se hace “el mejor ramen del mundo”. Y añade: “Incluso el chef Gordon Ramsey vino a aprenderlo aquí”. Inevitablemente soltamos la carcajada. Pero creemos que el chiste no era tal. Estos orientales son muy respetuosos (por lo menos en público) con los bárbaros occidentales que se interesan por sus costumbres (aunque el hecho de que un británico sea un chef de “fama internacional” es tan exótico como una coproducción entre Japón y Singapur). O la espartana disciplina que se le impone a Masato para que aprenda la receta del demonio, o sus intentos de hablar en mandarín...

En cuanto al documental sobre Singapur, hay que decir que no resulta demasiado atractivo: una urbe donde conviven edificios coloniales (europeos) con rascacielos de cualquier procedencia (de Florentino Pérez, de Dubai, de los Estados Unidos) y casuchas miserables (aunque mucho más limpias que las europeas o americanas). Hay que admitir, sin embargo, que los mercados de alimentos están muy limpios y ordenados, aunque los precios, al cambio del dólar de Singapur, son un escándalo.



En lo que respecta al drama, el director Eric Khoo demuestra poseer cierta inventiva: es muy brillante el momento de la muerte del padre de Masato (se nos oculta tras el mostrador del restaurante: no sabemos si se ha suicidado o ha muerto porque tras su trabajo diario se mataba a beber sake), el inteligente uso de los flashbacks (el protagonista recuerda episodios de su infancia que enlazan con las recreaciones visuales del pasado) o la reconciliación con su abuela (conseguida, en parte, merced a su dominio de la receta: la seducción a través del estómago), rodada en un largo plano medio en el que se da rienda suelta a una emoción verdadera.

En definitiva, una película muy agradable de ver —sin que sea extraordinaria—, modesta en sus propósitos y planteamientos. Eso sí, nada más abandonar la sala la señora Snoid exclamó:”¡Vamos inmediatamente a comprar comida china!”. Y es que ver Una receta familiar en horario de tarde aviva la gazuza de cualquiera.

domingo, 4 de noviembre de 2018

Estrenos de ocasión: "The other Side of the Wind" (Netflix, 2018)

   
por el señor Snoid





Lo que no lograron la RKO, Columbia, Republic o Universal lo ha conseguido Netflix: hacer de Orson Welles un cineasta comercial. The other Side of the Wind es el resultado de una estrategia empresarial sumamente disparatada: una vez que la compañía se ha hecho con el público cretino que devora series más o menos gilipollas, ha decidido ampliar su nicho de mercado resucitando un cadáver para atraer a otro sector de público: el del cinéfilo-maduro-encallecido. Puede que esta vez la artimaña haya funcionado, pero les aseguro que a este servidor de ustedes no le vuelven a pillar.

De hecho, Welles, quien se pasó la vida quejándose de sus desdichas y achacando sus males a las traiciones, estulticia y malévolas maquinaciones de colaboradores (John Houseman), actores (Joseph Cotten, Charlton Heston), productores (de los Hakim a Zugsmith, de Cohn a Yates: la lista es interminable), ha acabado por tener razón. Él es quien posee menos culpa de que The other Side of the Wind sea lo que es; la culpa queda repartida entre herederos, productores, antiguos amigos (Bogdanovich en un papel estelar) y un Frank Marshall en horas muy bajas. Porque, dígamoslo con claridad, el producto que ha sacado Netflix es una estafa digna de F for Fake. Una falsificación que nada añade a la gloria póstuma de Welles, pero que tampoco empaña sus pasados logros.

Y es que esta película es difícil de encasillar. Siendo benevolentes, diríamos que nos hallamos frente a la combinación alucinante de un Godard pésimo, del Dennis Hopper de The Last Movie, del peor Antonioni (Zabriskie Point) y de una notable incomprensión del Toby Dammit de Fellini. Es decir, que nos hallamos muy, muy lejos, de Orson Welles.


Orson, Bogdanovich, Oja Kodar y unos hippies que pasaban por ahí

Tiempos decadentes

El periodo que transcurrió entre los primeros 70 y 1985 debió ser terrible para Welles. Y no sólo porque tuviera que hacer anuncios de champán barato para la tele. Se tiró años haciéndoles la rosca a gentes como Jack Nicholson o Warren Beatty (porque la presencia de una estrella aseguraría una posible nueva película: The Big Brass Ring fue el proyecto más obsesivo de estos años), pero estos le reían las gracias y le daban palmaditas en la espalda; sin embargo, a la hora de estampar su firma en un contrato se volatilizaban. Spielberg compró en pública subasta el célebre trineo Rosebud (debía ser una falsificación, porque el de la peli se quemaba), pero se negó a financiar nada que tuviera que ver con Orson. Cuando parecía que iba a rodar Saint Jack, su amigo Bogdanovich se adelantó y se hizo con la película. Y ahora le ha devuelto el favor colaborando con entusiasmo en la culminación de The other Side of the Wind. Quien tiene un amigo...
   
Breve manual de cómo no restaurar una película
  
Uno llega a la conclusión de que los responsables de este largometraje no están demasiado familiarizados con la obra de Welles. Esto puede parecer excesivo, pero analicemos algunos detalles. Welles afirmaba que detestaba las películas “demasiado largas”; los largometrajes en los que tuvo derecho al montaje final (o casi) no exceden las dos horas: Otelo y Mr. Arkadin tienen una duración de unos 90 minutos; Ciudadano Kane y Campanadas a medianoche no llegan a las dos horas. Si consideramos que la primera narra toda la vida de un personaje y que la segunda abarca dos obras enteras de Shakespeare (y alusiones a otras dos) su metraje está más que justificado; algo que no ocurre en los 122 eternos minutos de The other Side of the Wind. Por otro lado, el feismo visual del film es poco propio de Welles y apenas hay rastro de esos planos y movimientos de cámara que eran su marca de fábrica y el vestigio del carácter expresionista de su cine. Por ejemplo, Welles utilizaba en ocasiones un procedimiento teatral con métodos cinematográficos: la combinación de personajes en primer, segundo y tercer plano merced a la profundidad de campo. Los personajes del fondo comentaban, a la manera del coro, la acción que se desarrollaba en primer plano. Recuerden la escena de La dama de Shanghai en el parking, cuando O’Hara se despide de Rita Hayworth y comienzan a aparecer personajes que comentan la acción o describen a los personajes; o el monólogo del príncipe Hal en Campanadas a medianoche con Falstaff en último término del cuadro. En The other Side of the Wind hay intentos de conseguir un efecto similar, pero lo que reina es la confusión (los planos son demasiado breves; los actores demasiado incompetentes, lo que se dice carece de interés). El montaje, algo que quizá Welles cuidaba en exceso, es infame: muchos cambios de plano son casi una bofetada visual. Cuando Welles quería ser “efectista”, sus decisiones estéticas estaban justificadas (que gustaran más o menos es otra cuestión). En este caso, parece que simplemente se ha procurado dar cierta coherencia (poco conseguida) a un material escasamente trabajado. El director declaró en cierta ocasión que había dos cosas imposibles de rodar: una pareja haciendo el amor y un hombre rezando, “porque siempre resultan falsas”. No es que se rece en The other Side of the Wind, aunque hay un diálogo sobre el sexo de dios que es verdaderamente sonrojante y totalmente indigno del Welles guionista (parece, como otros momentos del film, una improvisación de los actores que se rodó y ha llegado al montaje final). Follar, sí se folla: en la película de Jake Hannaford hay una escena en un coche en la que Pocahontas (Oja Kodar) casi viola a John Dale (Robert Random, posiblemente escogido, como gran parte del reparto, at random). Si la cosa no fuera tan patética, sería para reírse a carcajadas, porque el momento es digno de Russ Meyer. En definitiva, no podría haber nada más alejado de la ejemplar restauración que hizo Walter Murch de Sed de mal que este malhadado The other Side of the Wind.



A Cast of Thousands

John Huston interpreta maravillosamente a John Huston. Mucho mejor que Clint Eastwood haciendo de Huston en Cazador blanco, corazón negro. Y no es sólo una broma. Huston encarna a un director de cine ligeramente hijo de puta: tal que Huston, de quien siempre se habla de su vida “aventurera”, de sus cogorzas, de que hacía películas “alimenticias” (un 80% de su filmografía) porque estaba siempre sin blanca, de que una de sus esposas le dio a escoger entre ella y su mascota, un chimpancé, y que él se quedó con el mono, y de mil sandeces más; pero rara vez se hace mención a lo cabronazo que era. Recordaba Richard Brooks la razón por la que Truman Capote le escogió para dirigir A sangre fría: “¿Te acuerdas de aquella vez que estábamos en Italia con Huston? Estaba borracho y se puso a decirnos cosas horribles. Bogart, Bacall y yo acabamos llorando. Tú fuiste el único que no lloró”. Peter Bogdanovich clava a Peter Bogdanovich: engreído, soberbio, sabelotodo... El Bogdanovich de principios de los 70 que todo el mundo amaba. Los protagonistas de la película de Jake Hannaford, Robert Random y Oja Kodar, son bellísimos (pese a que Oja posea un mostacho considerable) aunque como intérpretes sean espantosos. También Joseph McBride brilla en sus escasas apariciones: hace de crítico tontaina y posiblemente es el único miembro superviviente del reparto que no ha cambiado con el curso de los años: sigue siendo crítico y sigue siendo un imbécil.

Lo que es realmente triste es ver a excelentes actores secundarios arrastrándose por la pantalla; algunos de ellos habituales del cine de Welles (Paul Stewart y Mercedes McCambridge, ambos con el empaque suficiente para dar cierta vida al film), alguno al borde del delirium tremens (Edmond O’Brien) y otros que, dada su experiencia y tablas, logran sobreponerse a la inevitable pregunta: “Pero, ¿qué coño estoy haciendo aquí?”, como Cameron Mitchell, quien casi siempre interpretaba papeles de desgraciadillo y aquí es un desgraciado de marca mayor.

Esto provoca un efecto perverso. Los personajes “negativos” llegan a hacerse simpáticos. Como por ejemplo el jefe de producción del estudio (que posee un asombroso parecido con Robert Evans), que frunce (comprensiblemente) el ceño ante las escenas de la película de Hannaford que se le muestran, o la crítica de cine que encarna Susan Strasberg, trasunto de Pauline Kael. Cierto es que Pauline era una bruja. Como también es cierto que muchas veces daba en el clavo (Cassavetes: “Ella es un orgullo para su profesión”). Pero Pauline cometió el error de pergeñar The Citizen Kane Book, librito donde todas las alabanzas y bondades del film de Welles se destinaban al guionista Herman Mankiewicz. Algo absurdo, pues el guión de Kane es bastante insulso: el misterio de Kane se reduce a la vacuidad absoluta y los puntos de vista de los personajes, presuntamente diferentes, no hacen sino mostrar un personaje unidimensional; de hecho, sobre el papel, la mejor escena es aquella en la que Everett Sloane recuerda a una muchacha con la que se cruzó brevemente en su juventud y a la que no ha dejado de rememorar cada día a lo largo de cincuenta años. Escena que, por cierto, era la favorita de Welles y que este admitía sin reservas que era lo mejor de la película y exclusivamente obra de Mankiewicz.

Y llegamos al momento de la especulación: ¿por qué no acabó Welles esta película? Dejemos de lado las habituales explicaciones de falta de presupuesto, del rodaje a trompicones que se alarga durante años o de que el director barajaba varios proyectos (fallidos) a la vez. Un argumento razonable reside en la vanidad del cineasta: muy posiblemente, Welles se dio cuenta de que el material no estaba a la altura de lo que de él podría esperarse (y de su propio engreimiento: no olvidemos que de tanto oír que era un genio acabó creyéndoselo) y no puso el suficiente empeño para terminar el film. Esta es, visto el metraje, una decisión aceptable y  muy coherente por parte de un artista exigente. Por desgracia, la última palabra no la pudo tener el director de El cuarto mandamiento.

"Mi última película ha recaudado diez veces más que Fat City", piensa Bogdanovich. "¿Por qué estaré soportando a este gilipollas?", piensa Huston

sábado, 15 de septiembre de 2018

Estrenos de ocasión: "La monja" y "Yucatán"



La monja (The Nun, Corin Hardy, 2018)

por el señor Snoid





Imagine que va usted deambulando de noche, en plan senderista, por un cementerio situado en un bosque por la zona de los Cárpatos; de improviso, avista la figura de una monja que finge que no le ve (posiblemente porque esté rezando el rosario); la monja se evapora: ¿qué haría usted? Pues sin duda renegar de todos sus prejuicios sobre la Guardia Civil, los Mossos d’Esquadra o el FBI: correr como un desaforado pidiendo auxilio hasta llegar a lugar seguro o (lo más probable) romperse el cráneo contra un árbol presa del terror. Sin embargo, no es esto lo que hace uno de los protagonistas de La monja: el muy insensato va en busca de esa mujercilla casada con Cristo o con el Anticristo hasta que ocurre lo que tiene que ocurrir. Este es uno de los mejores gags de una película que se nos vende como un film de terror pero que es una de las comedias más regocijantes que hemos visto en años.

El porqué nos atrevimos a ver esta cinta es largo de explicar. Los asiduos de este su blog saben de sobra que somos unos degenerados. Como tales, uno de nuestros subgéneros basura predilectos es el de “película de cárceles de mujeres”. Y un monasterio de monjas poseídas por Satán se aproxima mucho a ese tipo de films. Y si la película posee un mínimo de realismo, sin duda resultará más obscena y demencial que una narración ubicada en un centro penitenciario femenino en la URSS o en Brasil.

El comienzo de La monja es muy prometedor y hay que admitir que el film no pierde fuelle en ningún momento. Tras un prólogo en el que vemos cómo El Maligno se ha apoderado (y empoderado) de un gigantesco monasterio, el de Santa Carta en Rumanía, donde una monja anciana y una sor jovencita forman el último bastión de la resistencia, la monja vieja es literalmente tragada por el diablo y la monja joven se suicida de una forma grotesca, aparatosa y espectacular, como si lo hubiera planeado desde hacía meses. A continuación, el padre Burke, experto en exorcismos y fenómenos religioso-paranormales (perdonen la redundancia) es convocado al Vaticano. La secuencia en la que se le ordena investigar los misteriosos sucesos del monasterio de santa Carta es muy similar a todas las que aparecen al principio de las pelis de 007. Un cardenal con malas pulgas (M), acompañado de dos arzobispos (Tanner y Q) informan escuetamente a Burke (Bond, James Bond). Hay una cierta tensión entre el cardenal y Burke: sospechamos que el cardenal piensa que Burke es un tarambana poco de fiar (como M con Bond); Tanner se muestra más conciliador, y Q no le entrega un arsenal de gadgets, sino una ampolla de agua bendita en plan “Con esto vas más que aviao, macho. Y devuélveme la ampolla intacta, que perteneció a Julio II”.

El agente vaticano Burke recibe instrucciones para llevarse consigo una novicia con superpoderes para afrontar tan peligrosa misión. La muchacha se halla instruyendo a unos críos con un jueguecito de Parque Jurásico (la película se desarrolla en 1952); una de sus alumnas, la repipi de la clase, espeta, “Pues sor Lucía nos ha dicho que los dinosaurios no existieron: que en el paraíso de Adán y Eva no había dinosaurios”. A lo que la novicia replica: “¡Cuanto tiene que evolucionar nuestra iglesia!”. Ya sabemos que es una peligrosa sectaria de la Teología de la Liberación.

El mal en estado puro


Se puede decir que esta es una película redonda. Hay un equilibrio total. El guión es tan espantoso que se diría escrito por un estudiante oligofrénico de primero de audiovisuales; los diálogos son de la calaña de “El Vaticano nunca hace nada a la ligera”, “¿Qué habrá tras esa puerta, padre? — Es un misterio, hija”; el montaje lo han hecho a hachazo limpio, no mediante el Final Cut Pro; el director pone la cámara siempre en el lugar más inadecuado y mueve la cámara cuando no hay que moverla (hay dos excepciones: como el tipo debe ser un fan de Brian de Palma, hay cantidad de planos cenitales. Uno es maravilloso. Nos muestra un montón de monjas rezando, todas ataviadas de negro menos la que está en el centro, la novicia maldita que va de blanco. De repente, El Maligno decide actuar y hace unas carambolas espectaculares con un bolo o un taco de billar invisibles para que las monjas cucarachas se estrellen contra el artesonado, las columnas y el altar mayor); los actores, casi sin excepción, están fatal.



    La novicia en un momento de extremo peligro


Y decimos “casi sin excepción” porque, según uno de los grandes escritores del siglo XVI, Cristóbal de Castillejo, en su obra Diálogo de mujeres (tratado que recomendamos a todas nuestras seguidoras feministas), las monjas se dividen en dos subgrupos: las que son putas o las que son bobas. Pues bien: la monja puta que monta todo el guirigay en el monasterio posee un asombroso parecido con una monja catequista de nuestro villorrio, monja que además se da aires cardenalicios. No es para menos, pues la Benemérita la detiene un día sí y otro también por conducir borracha... Esta monja (la de la peli, no la de nuestra aldea, que también) es tan puta que logra engañar al papanatas del padre Burke y a la visionaria novicia.


La monja de la aldea donde residimos

Otros motivos de gozo y diversión. En la Rumanía de 1952 el imperialismo anglosajón ya había penetrado tanto en un país del Telón de Acero que todos los rumanos de la peli hablan el inglés a la perfección; el único que desentona es un aliado de nuestros héroes, un franco-canadiense que lo habla con esas “erres” típicas que ustedes están pensando (y que anda por esos lares ¡porque fue a buscar oro en las montañas!). Incluso las inscripciones de las tumbas están en inglés. Hemos llegado a la conclusión de que Ceaucescu era un aperturista total y que maldito el caso que le hacía a papá Stalin.

El desenlace es asimismo majestuoso. La monja puta, a punto de ahogar a la novicia (Burke está inconsciente; en verdad, se pasa inconsciente el 80% del metraje debido a accidentes varios y a las asechanzas del demonio), recibe su justo merecido. Nuestra monjita buena se bebe una cápsula con sangre de Cristo que se guardaba en el monasterio y se lo escupe a esa hija de Satanás en plena cara. Y no queda cariacontecida, sino que vuela en mil pedazos. Sin embargo, no fue eso lo que nos sorprendió. Lo que nos llenó de espiritual gozo fue la constatación de que Cristo debía poseer centenares de litros de sangre; y no hablemos del tamaño de algunos de sus miembros, pues hay restos del pellejín del santo prepucio diseminados por cientos de iglesias de la Europa comunitaria y hasta extracomunitaria...

En fin, una comedia sin fisuras que además esconde un profundo mensaje, como tantas pelis gringas que tratan el fenómeno de las posesiones demoníacas: si existe ese ser  maligno todopoderoso, el Otro, es decir, Él, debe existir también, ¿o no? Teología y comedia de altos vuelos.



Yucatán (Daniel Monzón, 2018)

por la madre del señor Snoid


(Se reproducen verbatim los comentarios de la madre del señor Snoid. Reiteraciones y divagaciones que no vienen a cuento han sido eliminadas. Se recomienda que se lea como un monólogo exterior)




Es muy graciosa. Luis Tosar está muy calvo, pero le han puesto un peluquín de bisoñé que le sienta muy bien. Con entradas y todo. Me ha gustado. Al principio, hay un número musical como aquellos de la Metro. Se trata de unos timadores que van en un crucero y se encuentran con otra timadora que les da sopas con onda. Divertida. Muy bien hecha. Toni Acosta, una que estaba casada con un hijo de Raphael, tiene un papel menor. Es una comedia. Me he reído mucho. Los personajes me han recordado a los hermanos de un cuñado mío, que me daba la impresión que practicaban el timo del tocomocho en Valladolid.

Luis Tosar, incómodo con su peluquín







domingo, 20 de mayo de 2018

LOS OLVIDADOS: OLGA CHEJOVA (II)


 
por el señor Snoid



“Eine Charmante Frau”
Todos ustedes son conscientes de que los nazis atesoraban dos grandes pasiones: invadir territorios extranjeros y exterminar razas inferiores. Sus dirigentes, en cambio, poseían aficiones variopintas. El Führer adoraba la ópera (sólo las de Wagner: es decir: no le gustaba la ópera), el cine y juguetear con su perrita Blondi (de quien los historiadores revisionistas llegan a afirmar que sabía hablar con acento de Suabia); Hermann Goering, la droga, la mujer y el coleccionismo de arte (en esto se asemejaba bastante al ídolo internacional Julio Iglesias); Himmler, la gimnasia sueca y la búsqueda del Santo Grial y la lanza de Longinos; Heydrich tardaba dos horas en acicalarse por las mañanas, le encantaba mirarse al espejo y tocar el violín; en ocasiones, tocaba el violín mirándose al espejo. Tan coqueto era, que el atentado que le costó la vida en Praga se debió en parte a su afición a viajar en coche descapotable para que la muchedumbre checa pudiera apreciar lo atractivo que era su virrey.

El que más nos interesa, el ministro de propaganda Joseph Goebbels, dedicaba su ocio al cine y a la mujer. Si uno suma cine y mujer el resultado es “actriz”. Y a ellas se dedicaba Joseph con una pasión tan desenfrenada como la que sentía por el Führer. De hecho, si reflexionamos en estos tiempos en los que el acoso es un tema candente y en ocasiones tal parece que los plumillas han descubierto en modo primicia la esclavitud sexual en la industria del cine, hay que decir que uno de los chascarrillos predilectos de las actrices berlinesas era hacer chistes sobre la “lombricilla” del ministro de propaganda.



Nuestra heroína Olga no tuvo problema alguno con la llegada de los nazis al poder. Era una fugitiva del terror rojo y además de origen alemán. Y por otro lado, tanto a Hitler como a Goebbels les encantaba Olga. Sobre todo a este último, quien en varias entradas de sus diarios se refiere a nuestra bella espía como Eine Charmante Frau. Ello no implica que Olga concediera sus favores a la lombriz de Goebbels: por un lado, Olga sabía guardar las distancias —ya perdonarán la grosera y machista expresión, pero creemos que ante los dirigentes nazis se limitaba a hacer de “calientapollas”— y el ministro no daba abasto entre su legítima y tanta belleza con talento interpretativo que tenía a su disposición. Y esto lo colegimos por una anécdota muy bella que ocurrió una década después, en medio de la guerra. Debido al racionamiento de combustible, Olga no podía usar su cochazo para desplazarse a los estudios (10 Km. andando de ida y otros 10 de vuelta), y le montó en público —en un plató de la UFA aprovechando una visita del ministro— una escena de furia e indignación a Goebbels que espantó a todos los presentes. 


Pero no adelantemos acontecimientos. Olga siguió rodando películas a un ritmo vertiginoso en el periodo 1933-1939, aunque la calidad de las cintas ya no era equiparable a las películas que hizo durante el periodo mudo y los primeros tiempos del sonoro. Aún así, algunas, como Peer Gynt, Maskerade o París 1900, no son en absoluto desdeñables. Además, Olga era una estrella internacional que intervenía también en producciones francesas y británicas (antes de la guerra, naturalmente). Como era de esperar, Hollywood quiso tentarla, pero Olga estaba obligada a cumplir con sus otras labores: las del espionaje. Hay que añadir que, curiosamente, los EEUU le gustaron tanto como a los miembros del Teatro del Arte de Moscú, quienes hicieron unos bolos en Norteamérica a principios de los años 20: es decir, nada.

Pese a tanta actividad laboral, Olga sacaba tiempo para asistir a toda recepción, fiesta, o acto conmemorativo en el que hubiera jerarcas nazis. Tanta devoción dio sus frutos —aparte de los informes que enviaba a Moscú— y en 1936 Hitler, quien le enviaba regalos por Navidad y su cumpleaños, la nombró Artista del Reich. Y de haber podido, creemos que le habría impuesto también una Cruz de hierro de primera clase con hojas de roble.

 

Sin embargo, algo extraño ocurrió ese mismo año. Sin dar cuentas a nadie, Olga se casó de improviso con un rico hombre negocios belga, Marcel Robyns. Este caballero era bastante mayor que Olga, y, según las fuentes, notablemente aburrido y dedicado en exclusiva a sus negocios. Olga se aseguró, Hitler y Goebbels mediante, de conservar su nacionalidad alemana. Pero, ¿por qué se casaría con él? Una hipótesis interesante es que Robyns poseía una empresa constructora que había participado en la creación de la Línea Maginot, aquella interminable muralla de búnkers y túneles que los franceses erigieron por si se presentaba una nueva migración germánica hacia el sur. Consiguiera o no los planos, el caso es que Olga abandonó enseguida a su marido exclamando, “No he nacido para mantenida”. E inmediatamente comenzó un amorío con un actor alemán, al que abandonó por un oficial de la Luftwaffe y, muerto este en combate, fue sucedido por un oficial de comunicaciones... Algo que tiene todo el sentido.
 
El asesinato de Hitler
No fue Quentin Tarantino el primero en imaginar el asesinato de Hitler por medios cinematográficos. Los soviéticos trazaron un disparatado plan varias décadas antes de Malditos bastardos. Recuerden al hermano de Olga, Liev, músico y asimismo agente soviético. Y a su “esposa de conveniencia”, Mariya Garikovna, políglota, atleta y  también agente de la NKVD.

Como recordarán, los alemanes invadieron la URSS en junio de 1941. Stalin no daba crédito y tardó tres días en dirigirse a la población por radio. Las palizas que recibió el ejército soviético durante los primeros meses de la invasión fueron de órdago. La Blitzkrieg en todo su esplendor y los rusos pensando en retroceder hasta Siberia. En septiembre, la NKVD planeó el asesinato de Hitler. Admiren la bizarría del complot. Liev y Mariya huirían de la URSS atravesando la frontera por Turquía, desde donde serían trasladados a Alemania. Los antecedentes de Liev eran intachables: ex-oficial del ejército blanco que combatió a los bolcheviques, origen alemán, hermano de Olga... Seguramente habría colado, después de que la Gestapo le investigara, que era en efecto un “refugiado político” (de hecho, había visitado en numerosas ocasiones Alemania en los años 20 y 30 con la excusa del dodecafonismo y el estudio de las canciones de los Minnesänger). Una vez en Berlín, Olga pediría una audiencia al Führer para presentarle a su brillante hermano y a su pobre esposa, otra víctima del inhumano comunismo ruso, y los tres procederían a acabar con Adolf en plan misión suicida. 



Sin embargo, en noviembre, con los alemanes llamando a las puertas de Moscú, Stalin canceló el plan. ¿La razón? Pues como era hombre confiado pensó que, de llevarse a cabo el asesinato de Hitler, su sucesor (fuera quien fuese) pactaría la paz con los aliados y la URSS quedaría hecha añicos. Malicia de aldeano georgiano, dirán algunos de ustedes; genio estratégico, pensarán otros.

A lo largo de la guerra, Olga prosiguió con sus actividades interpretativas y de espionaje, progresivamente más difíciles ambas. Cuando los rusos entraron finalmente en Berlín, fue trasladada discretamente a una mansión de las afueras por el ejército rojo.

Y aquí dio comienzo su leyenda. La prensa sensacionalista se hizo eco del tratamiento exquisito que los soviéticos dieron a una, en principio, “traidora”.Y sacaron las conclusiones más obvias. Pero no sólo eso: también inventaron unas historias bellísimas en torno a Olga y sus relaciones íntimas con los gerifaltes nazis. La revista inglesa People publicó que en enero de 1945, Himmler, escamado ya por los rumores (y más que rumores) que señalaban a Olga como espía, se presentó en casa de esta acompañado por una guardia de corps de las SS. Y se puso a aporrear la puerta. Pero quien abrió fue Hitler, que despidió a Himmler con cajas destempladas. Esto, por supuesto, es lo que hoy llaman “posverdad”. Mucho nos tememos que en enero de 1945 el Führer no estaba para muchos trotes y tenía además otras preocupaciones...

No obstante, la carrera o las carreras y correrías de Olga no terminaron aquí. Pero reservaremos apasionantes revelaciones para la última entrega de esta saga.   

  

sábado, 12 de mayo de 2018

LOS OLVIDADOS: OLGA CHEJOVA (I)


 
por el señor Snoid


Pongamos que usted ha logrado sobrevivir a la I Guerra Mundial, a la Revolución rusa, a la guerra entre bolcheviques y rusos “blancos”, a la hambruna que sufrió Rusia en los años posteriores a la revolución y la guerra civil, al régimen nazi, a la II Guerra Mundial, a la guerra fría y al Plan Marshall.

Añadamos que, con una mínima experiencia y formación, ha interpretado películas dirigidas, entre otros, por Murnau, Hitchcock, Ophüls y René Clair; que también ha hecho sus pinitos detrás de la cámara y que ha triunfado clamorosamente en el exigente teatro berlinés.

Y tras la caída de Berlín usted pone en marcha una productora cinematográfica y tiempo después una exitosa empresa de cosméticos.

Y tras todos estos avatares, a una edad provecta, muere usted plácidamente en su cama, pide una copa de champán y exhala su último suspiro: “La vida es maravillosa”.

Concluyamos con que usted, mientras sufría todas estas peripecias, ha tenido tiempo suficiente para ser agente de los servicios secretos soviéticos durante casi 40 años.

O bien tenía usted el santo de cara, poseía el baraka, o su nombre es Olga Chejova.


Érase una vez una muchachita...

Olga nació en 1897 en Gyumrí, hoy Armenia, antes parte del Imperio ruso. Como su papá era ingeniero de ferrocarriles y su mamá se dedicaba a sus labores, se puede decir que su lugar de nacimiento fue puramente accidental. La familia era por parte de padre alemana (de apellido Knipper) y rusa por parte de la madre. Excepto por el progenitor de Olga, casi toda la familia Knipper-Chejov tenía inclinaciones artísticas. Su tío era el célebre Antón Chejov, su tía Olga (Olia), primera actriz del Teatro del Arte de Moscú (fundado por Stanislavski, el del famoso método que pugnaba contra el método Smirnoff) y entre tíos, primos y demás familia había escritores, músicos, pintores y otras gentes de mal vivir.

Desde chiquita, la pequeña Olga tenía la ambición de ser actriz. Pero su padre, Konstantin, se opuso frontalmente, alegando que era una profesión “de putas y maricones”. Así que la infancia y primera juventud de nuestra heroína transcurrió plácidamente entre clases de piano, bordado y los fiestorros de la bohemia moscovita.

Pero Olga tenía un temperamento rebelde y en 1915 se casó en secreto con su primo Mijail (Mischa), un aspirante a actor que pronto se convertiría en primera figura. Parece que Mijail era encantador cuando estaba sobrio, pero un tirano cuando tomaba una copa de más (lo que ocurría con frecuencia), por lo que Olga enseguida se desengañó de su arrebato amoroso.

En 1917 la revolución lo trastornó todo para los Knipper-Chejov. Papá decidió poner sus servicios a favor de los contrarrevolucionarios, la troupe del Teatro del Arte estaba por Europa haciendo bolos (y no pudieron regresar a Rusia hasta 1922), y Olga se quedó esperando acontecimientos en su apartamento de Moscú con su hijita pequeña y su hermana Ada. Con ellas y tres familias más que los bolcheviques les asignaron dada la carestía de viviendas. Como la cosa iba de mal en peor en cuanto a llevarse un mendrugo de pan negro a la boca, Olga decidió liarse la manta a la cabeza y en 1919 emprendió en solitario la aventura de exiliarse a Berlín con una mano delante y otra detrás, pero con un diamante cosido a la faltriquera. Tras una breve estancia en Viena, Olga llegó a Berlín en 1920.

Hay que decir que Olga trastocaba ligeramente la realidad o que mentía como una bellaca. Pues al poco de llegar a Berlín se inventó un currículum en el que detallaba su amplia experiencia como actriz en el Teatro del Arte (lo que era falso) y su participación protagónica en tres películas rusas (que nadie ha visto jamás). Uno de los lemas de Olga era el virgiliano Audentes Fortuna Iuvat (“Si tienes mucho morro, no hay quien te detenga”). Así, se presentó en el despacho del célebre productor Erich Pommer, quien de inmediato le dio un papel protagónico en el film de Murnau El castillo Vogeloed.




Y de ahí al estrellato: Olga rodó más de 50 películas entre 1921-1930 (entre ellas, Un sombrero de paja de Italia, de René Clair en 1924, o dos films dirigidos asimismo por nuestra diva). Dado que sabía utilizar correctamente los cubiertos, se había criado en una familia con posibles y —por lo menos ante la cámara— Olga poseía una pose altiva y un tanto gélida, no tardaron en encasillarla en papeles de baronesa, condesa, duquesa o dama de compañía de alguna princesa germana. Esto a Olga no le parecía mal, pues la chica adoraba el lujo. Una de sus primeras adquisiciones, cuando empezó a ganar un buen salario, fue comprarse un Mercedes descapotable con chófer incorporado. Después, consiguió que las autoridades soviéticas dejaran a su hija y a su hermana salir de la madre Rusia y reunirse con ella en la Alemania pre-nazi.

La espía que me amó

La historia de Olga no puede explicarse cabalmente sin glosar la figura de su hermano Liev. El muchacho se sintió inclinado desde jovencito a emprender una carrera musical, pero recibió la misma respuesta por parte de papá Knipper que había recibido Olga: “Putas, maricones, plebe, gentuza...”. Y en 1917 se alistó en el ejército blanco, donde alcanzó el grado de teniente. Volvió a la URSS en 1922 y entonces pudo empezar sus estudios musicales, revelándose como un portento. Sin embargo, el hecho de que las autoridades le permitieran regresar, formarse como músico y viajar por toda Europa —con la excusa de estudiar la música popular de diversas regiones o los prodigios del dodecafonismo— no sólo resulta sospechoso, sino inverosímil. El caso es que Liev fue reclutado —a la fuerza, claro— por los servicios secretos soviéticos para espiar las actividades de los más prominentes rusos que vivían en el exilio por toda Europa. Y no paró ahí la cosa; la NKVD le obligó a casarse con una agente (atractiva y políglota, por lo demás). Al parecer, esto era de lo más frecuente. Un alto cargo jubilado de la inteligencia soviética declaró: “No recuerdo que fracasara ni uno solo de estos matrimonios concertados”.

Hay que aclarar que por aquel entonces los servicios secretos de la URSS eran una sopa de letras: la NKVD, el SMERSH (Smert Spyonem: “Muerte a los espías”) o el GRU. Y nos tememos que no era por falta de organización, sino para que estas organizaciones se espiaran entre sí, amén de espiar a todo el mundo, dentro y fuera de la Unión Soviética. Contaba Guillermo Cabrera Infante que los ingleses, al ser los mejores mentirosos del mundo, eran un pueblo de espías y actores. Nos tememos que el gran escritor cubano no conoció íntimamente a los rusos. Tras el fin de la II guerra mundial,  la sopa de letras se unificó en el KGB. Recuerden que el actual Zar de todas las Rusias era el jefe de la KGB en Francia. Y que estaba de vacaciones en Biarriz cuando una delegación de magnates rusos le ofreció la posibilidad de sustituir al dipsómano Boris Yeltsin. Lo que estos capitostes no sabían era que Vladimir había visto el film de Eisenstein Iván el terrible, y que poco a poco se fue deshaciendo de aquellos que le habían puesto en el poder...

No se sabe si fue Liev o el GRU quien reclutó a nuestra Olga. Pero ella empezó a enviar informes a Moscú sobre las actividades de los rusos en Berlín ya a mediados de los años veinte, recabando información a la vez que iba de plató en plató o intervenía en obras de teatro.
 
¡Olga habla!

La llegada del cine sonoro no fue ningún inconveniente para Olga. En diez años pulió su alemán (que, gracias a su padre, hablaba toda la familia Knipper-Chejov) y disimuló su chirriante acento ruso. Una de sus interpretaciones más memorables de estos primeros tiempos del sonoro pre-nazi fue su intervención en Liebelei, de Max Ophüls, una buena película que viene a ser como un borrador de una de las obras maestras del director, Madame de..., y su papel protagonista en la versión alemana de Murder de Hitchcock (el propio Sir Alfred dirigió la versión germana, pues hablaba bastante bien el alemán).


Por tanto, la carrera de Olga iba viento en popa. Y sus actividades de espionaje se acrecentaron en calidad y cantidad cuando en 1933 los nazis llegaron al poder. Pero esto, como dirían Kipling y Conan el Bárbaro, es otra historia (que les contaremos en el próximo capítulo de esta saga)... 







martes, 1 de mayo de 2018

Mujeres, curro y feminismo (III): La brecha salarial o Hay un abismo entre nosotros


 
por el señor Snoid


Últimamente hemos visto que en los medios de comunicación se habla mucho de algo llamado brecha salarial entre hombres y mujeres. Aunque nosotros hayamos hecho voto de pobreza, no somos indiferentes a tal infamia. De hecho, las raras ocasiones en las que nos desplazamos a la capital de la provincia donde residimos (para comprar semillas, velas, o braslips cuando los tomatones de nuestra ropa interior alcanzan un tamaño de proporciones bíblicas) somos muy conscientes de ciertas situaciones. En tiempos de prosperidad, los dependientes de los comercios te solían atender con esa amabilidad castellana que reblandece el corazón: entrabas en una tienda y parecía como si le estuvieras haciendo un feo al dependiente, le debieras la pensión alimenticia o interrumpieras algo importante, como la culminación de un sudoku. Ahora es mucho peor: bastan dos o tres minutos para saber si la persona que te atiende está bien, regular o mal pagada, no le pagan en absoluto o es el propietario del negocio. En los casos en que el salario sea manifiestamente bajo o inexistente (la mayoría), la reacción ya no es de comprensible hostilidad, sino que uno siente que de un momento a otro le van a espetar: “Soy Íñigo de Montoya. Tú mataste a mi padre. ¡Prepárate a morir!”.

Crean que nos parece intolerable que una obrera de la siderurgia cobre menos que un compañero de sexo masculino; o una cajera del Mercadona; o una picapleitos especializada en derecho tributario que se dedique a ahorrar impuestos a grandes empresas; o cualquier periodista de sexo femenino que escriba tan mal como un colega masculino. Sin embargo, los medios de comunicación parecen insistir, con perversa fruición, en trabajos extraordinariamente bien pagados al alcance de muy pocos mortales, como si la brecha del demonio fuera un problema exclusivo de los habitantes de barrios de grandes criminales tipo La Moraleja o Martha’s Vineyard. Así, ha poco leímos un titular espeluznante: “Sólo hay un 17% de mujeres en los consejos de dirección de las grandes empresas”.

Vayamos a lo nuestro —el cine y sus oficios. Aquí también se nos dice que las mujeres cobran menos que los hombres, y probablemente sea cierto en la mayoría de los casos, pero en los que más se ceban los perezosos medios, es decir, en el binomio actrices/actores, habría que hacer unas cuantas acotaciones. Algo que ha sido portada en la última semana ha sido el “generosísimo” impulso de Paul Newman, quien al enterarse de que su compañera de reparto Susan Sarandon cobraba mucho menos que él por su trabajo en Al caer la noche, cedió parte de su sueldo a la actriz. En efecto, esto no es muy habitual, pues los actores (y las actrices) suelen ser tan avariciosos como el común de los mortales. Sin embargo, reflexionen un poco. Dada la lógica capitalista de los que ponían la pasta, ¿qué resultaba más atractivo a la hora de atraer al público para ver esa película? Pues Newman, claro; en segundo lugar Gene Hackman (que también cobró más que Sarandon) y en tercer lugar la actriz. De los pobres James Garner y Robert Benton parece que no se acuerda nadie. La cuestión estriba en un hecho trascendental para toda compañía productora: Susan nunca ha sido una estrella: será una actriz magnífica, una activista política de lo más coherente (para lo que es el activismo político de izquierdas en su país), una mujer de lo más inteligente y además atractiva y simpatiquísima. Pero eso de llevar a las masas a ver una peli suya nunca ha sido su fuerte. Y miren que a partir de Atlantic City lo intentaron, pero no. Igual que años después con Thelma y Louise (curiosamente, la que se convirtió en efímera estrella que ganó una pasta indecente por unas cuantas pelis de acción fue Geena Davis) o posteriormente con éxitos como Pena de muerte.
 


 
Volvamos a la lógica implacable de los capitostes. Si ellos creen que la persona que sale en el cartel de la película va a vender entradas, les da exactamente igual que sea hombre, mujer, chimpancé u oso de peluche. Ejemplos hay de esto desde que el cine es cine o más bien desde que se instauró el Star-System.
 

Como ustedes bien saben, la teoría nos dice que el culto a las estrellas comenzó cuando se generalizó el empleo del primer plano. Y de ahí la aparición de The Biograph Girl (Florence Lawrence en 1910 y Mary Pickford a partir de 1913) o de The Vitagraph Girl: Florence Turner en una fecha tan temprana como 1907 (por cierto que Florence también dirigió y escribió numerosas películas).
 



 
En tiempos pretéritos, esto del estrellato no tenía que ver necesariamente con el atractivo físico de los intérpretes. Piensen que las estrellas más taquilleras de la Fox en los años 30 fueron Will Rogers y la niña “prodigio” Shirley Temple (en efecto, la pedofilia no es un fenómeno nada nuevo). Y, por poner otro ejemplo bizarro, la pareja más taquillera de la Paramount en los 40 fue el dúo Bing Crosby-Bob Hope.

En épocas más recientes, y quizá por lo que el eximio escritor y detestable ciudadano  Juan Manuel de Prada califica de “progresiva sexualización de nuestra sociedad” (sic), las estrellas destacan mayormente por su belleza, sean o no capaces de leer bien sus líneas.

Piensen en grandes estrellas femeninas recientes. Sharon Stone, después del cruce de piernas y el picahielo en Instinto Básico se convirtió en una superestrella y aprovechó el tirón ganando un pastizal: la primera basura que rodó fue Sliver. ¿Se quejaron sus co-protagonistas, Tom Berenger, y el hermano tonto de Alec Baldwin, de ganar menos que ella? Pues no. Y Sharon continuó durante años rodando pelis infames en las que ella era la estrella absoluta (nuestro preferido de sus films de mierda es Rápida y mortal, con Hackman, Di Caprio y Russell Crowe. ¿Quién cobró más ahí? Pues ya saben) hasta llegar a la incomprendida —porque no la fue a ver nadie— Instinto Básico 2. 14 millones se embolsó Sharon por aquello. Y conste que nosotros creemos que es una actriz estupenda a pesar de que sus elecciones de papeles hayan sido en gran parte nefastas. 


 
O Julia Roberts, que tras hacer de Cenicienta puta llegó a cobrar salvajadas como 20 milloncejos por Erin Brockovich o Notting Hill (Albert Finney y Hugh Grant, respectivamente, recibieron mucha menos pasta) e incluso en tiempos tan cercanos como 2010 le dieron 10 millones de machacantes por un documental de turismo exótico, religión que no exige nada a sus practicantes (budismo) y papeo con alimentos deliciosos aunque ricos en gluten: Comer, rezar, amar.
 



O Jennifer Lawrence, de quien no hemos visto peli alguna y por tanto poco podemos decir de sus dotes como actriz o de su magnetismo. 20 kilos se llevó Jennifer por Passengers, el doble que su co-protagonista Chris Pratt.

Nosotros hemos realizado una encuesta entre los jóvenes garrulos de ambos sexos de nuestro villorrio acerca de los actores/actrices que más tilín les hacen en la actualidad. Los tíos eran casi unánimes: “Cristina Pedroche”. Con las féminas la cosa estaba más disputada; unas se inclinaban por Theo James (tuvimos que buscar en la wikipedia quién era este gachó), otras por Chris Hemsworth (quien dista de ser un crío) y algunas por Dylan O’Brien. Con lo que concluimos que la cosa está un poco cruda para productores y otros magnates que quieran hacer caja con todos estos portentos.
 



 
Por todo ello, les confesamos que vertemos amargas y copiosas lágrimas de aflicción por estas diferencias dinerarias entre millonarios/millonarias que tanto agradan a la prensa para poner de relieve la brecha salarial entre hombres y mujeres. Que un asunto tan serio se aborde de manera tan banal es signo de la calidad de la prensa que nos gastamos hoy día...