por el señor Snoid
Se veía venir: Franco ha vuelto a ponerse de
moda. Gracias a ese partido que poco tiene de franquista y mucho de meapilas,
ultraliberal (en cuanto a su visión del capitalismo) y ultramontano. Y sobre
todo gracias a la muy publicitada exhumación de la momia, retransmitida por
diversas cadenas de televisión y que, sinceramente, a nosotros se nos antojó
como si fuera el sepelio de un jefe de estado: sólo faltaban los compases del
himno nacional, unos cuantos espadones escoltando el ataúd y una salva de veintisiete
cañonazos. Nosotros lo vimos en la pachanga de Ferreras y este se hallaba tan
excitado como cuando va al Bernabeu a disfrutar del equipo de sus amores (que
también, curiosamente, era el equipo de los amores del cadáver). Vergonzoso
acto que se habría evitado si el gobierno se hubiera atrevido a preguntar en
referéndum a los españolitos qué hacer con los despojos, proporcionando además
opciones al gusto de los interesados:
a) Arrojar los restos a un vertedero
b) Dejar la momia en una sala del palacio de
Oriente para la adoración de la plebe, tal que Lenin en el Kremlin
c) Dinamitar el Valle de los Caídos sin haber
evacuado a los monjes benedictinos
Nada de esto se hizo y aún sufriremos las
consecuencias largo tiempo. No obstante, pese a que desde entonces no han
faltado los avispados que han tildado al generalísimo de dictador y genocida o
bien los revisionistas que han aclamado su figura (metafóricamente: recuerden
que era un poco barrilete), no se ha hecho suficiente hincapié en una de sus
grandes pasiones. Quizá su gran pasión aparte de exterminar rojos y mantenerse
en el poder: el cine.
Franco como cineasta
No contento con haber cambiado la historia de
España, a poco de terminar la guerra civil el célebre dictador tuvo la idea de
cambiar también su propia historia: el resultado fue el guión de Raza (José Luis Sáenz de
Heredia, 1942). En esta lisérgica cinta, la familia Churruca (trasunto de la
familia Franco-Bahamonde) encarna los valores tradicionales de los españoles de
bien: fervoroso catolicismo, conservadurismo a machamartillo y expresión de los
sentimientos mediante intercambios verbales dignos de un Pereda o una Fernán
Caballero:
En esta escena se ve
cómo mamá Churruca se dedica a las labores propias de su sexo (la costura)
mientras que papá, aguerrido Capitán de la Armada, instruye a sus churumbeles
sobre antiguas glorias militares. El modo de pronunciar “Roger de Flor” y
“Roger de Lauria” ya bastaría para justificar el independentismo catalán, así
como la descripción de los almogávares, aquellos catalano-aragoneses un tanto
bestias que dejaron el Imperio Bizantino hecho unos zorros a principios del
siglo XIV; sin embargo, la mirada extraviada de papá al rememorar las hazañas
del antepasado Churruca se torna severa cuando el pequeño Pedro (futuro
traidor: es decir, leal a la república: politicastro oportunista en su
mayoría de edad) pregunta si el finado héroe “tenía hacienda”. Se empieza así y
se acaba siendo masón o comunista. Por lo demás, hay que señalar que el capitán
Churruca muere de una forma grotesca, militar y espectacular en la guerra de
1898, en el contexto de “Mejor honra sin barcos que barcos sin honra” durante
la batalla naval de Santiago de Cuba, mientras que el padre de Franco era
Intendente de la Armada, se fugó con una jovencita y fue siempre un tarambana
que en sus últimos años se burlaba cruelmente en público de Paquito, ya
aferrado al poder. El hermano malo es una versión mixtificada y malévola de
Ramón Franco, el famoso aviador, que llegó a ser diputado durante la República
por ¡Esquerra Republicana de Catalunya! Ironías de la vida, Ramón la diñó en la
guerra civil cuando se disponía a bombardear Barcelona, pero es evidente que
Paquito (o José Churruca, o Alfredo Mayo) nunca perdonó sus devaneos izquierdistas
y además, como era un envidioso, tampoco podía soportar que Ramón fuera un tipo
extrovertido, galanteador y algo así como el Lindbergh español (con todas las
implicaciones esperpénticas que posee tal comparación).
Franco como estrella de cine
Durante décadas los españoles vieron en
el cine a Franco más que a Gary Cooper, a Sarita Montiel o a Fernando
Fernán-Gómez, y ello se debió a que la presencia del tirano en el NO-DO
(noticiario de exhibición obligada en todos los cines) fue continua hasta que
su cadavérico aspecto y quebrantada salud espaciaron sus aplaudidas
interpretaciones. El NO-DO estuvo presente en las pantallas desde 1943 hasta
1980 (a partir de 1977, como Revista Cinematográfica) y dado que era de periodicidad semanal, ya
pueden imaginar cuántos cortometrajes interpretados por el Generalísimo
llegaron a tragarse los españoles entre 1943 y finales de los sesenta:
“Cada uno en su lugar”: qué magnífico lema y qué
actual resulta. ¡Y esos pobres niños entregados a la Sección Femenina y al
Auxilio Social! Por otro lado, resulta espeluznante que se muestre España como
una superpotencia: infantería, armada, flota pesquera, altos hornos, carros del
siglo XIX transportando cebada... Nuestros mayores nos han contado que se morían
(literalmente) de hambre en 1943. ¿Y ese (carísimo) movimiento de grúa inicial
para introducirnos en El Pardo? El documental es torpe, en efecto, pero está
hecho con una notable malicia. La aparición del dictador nos lo muestra como un
laborioso hombre de estado, sentado en su despacho, rodeado de libros y
papelotes (¿cuál sería ese volumen que consulta con afán?), tras ese movimiento
de cámara que arranca, nada casualmente, desde un crucifijo. Es decir: he aquí
al monarca burócrata asediado por papelotes planificando y estudiando absolutamente todo. Como un Felipe II
redivivo. Y después de ese retrato, unos planos de hazañas bélicas para que no
olvide nadie de dónde vino el hombre y adónde estaría más que dispuesto a
regresar en caso de que alguien intentara arrebatarle el trono.
Los cortometrajes interpretados por el
dictador podrían agruparse en diferentes géneros: “Caza y pesca” (en el yate Azor, en la Sierra de Guadarrama, en la finca de
algún Duque), “Coros y Danzas” (de visita en algún campamento veraniego de
Falange u otorgando los premios de unos Juegos Florales o certamen de poesía, cuyo tema fuera su excelsa
figura), “Familia” (jugueteando con Carmencita: ambos parecen muy aburridos) o “Deporte y juegos de mesa”
(jugando al tenis con una ferocidad similar a la del ídolo Rafael Nadal). El
favorito de los españoles era, sin embargo, el de “Inauguraciones”. Y aquí se
combinaban las escenas de gigantescas obras de ingeniería civil con los planos
de miles de extras, como si de una película de faraones se tratara. Pensarán
ustedes en los inevitables pantanos y en la pertinaz sequía. Uno de nuestros
cortos predilectos es el de la inauguración del pantano del Ebro: sí, el
célebre embalse del que tanto se jacta el actual virrey de Cantabria y bufón ocasional
de La Sexta, Miguel Ángel Revilla:
La pasión de Franco por hacer de figurón
cinematográfico empezó mucho antes de su llegada al poder. En 1926 hizo su
primera aparición cinematográfica en La malcasada, un largo de Francisco
Gómez Hidalgo que fue un hito del cine español. No por su calidad, sino porque
prácticamente aparecían todos los españoles en la cinta; el reparto es
espectacular: Primo de Rivera (padre), Valle-Inclán, los Álvarez Quintero,
Belmonte, Romero de Torres, Muñoz Seca, Santiago Rusiñol... En fin, que están
todos. Y la breve aparición del entonces famoso general nos demuestra, una vez
más, que los distribuidores españoles siempre han carecido de imaginación,
puesto que podrían haber publicitado esta horrorosa película con el lema ¡FRANCO
RÍE!
Me ha gustado mucho
ResponderEliminarComo título "Franco en Santander" también tiene su gracia.
ResponderEliminarEs como "Tintín en el Congo".
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