martes, 28 de diciembre de 2021

EL CINE Y LA DROGA III: ESPAÑA SE PONE

 

por el señor Snoid

 


En efecto, las noticias de 1935 eran exactamente iguales a las de hoy día: nuestros cuerpos y fuerzas de seguridad del estado se incautan de enormes alijos de droga, realizan detenciones de peligrosos narcos, el juez Garzón llega en helicóptero a supervisar la Operación Nécora (o Percebe: no lo recordamos bien), las Fundaciones de Ayuda contra la Drogadicción reciben generosas subvenciones... Pero, hay que admitir, con lágrimas en los ojos, que en casi cien años la cosa no ha cambiado demasiado —aumentan los miles de toneladas de droga decomisada y aumentan los cientos de miles de drogadictos empeñados en destruir su salud y su hacienda...

 

Durante la etapa muda el cine español no tocó el espinoso asunto de la drogadicción. Ni la II República, muy ocupada en hacer películas populacheras que reflejaban el más nauseabundo tipismo español. Lógicamente, tampoco la dictadura de Generalísimo Genocida iba a permitir que Alfredo Mayo, por ejemplo, se metiera unas rayas o fumara la pipa de Kif en ¡A mí la legión! Pero el “aperturismo” del régimen de los años sesenta junto con el abundante cine policíaco que se hacía en Madrid y, sobre todo, en Barcelona, permitió que la droga asomara tímidamente en estas producciones del noir hispano. La primera película que presentaba como pretexto argumental la captura de unos peligrosos traficantes de coca fue El salario del crimen. Aquí un honrado policía (un joven Arturo Fernández, no por joven menos odioso) cae en las redes de una femme fatale y se ve obligado, porque su sueldo de poli no da para que ella disfrute del tren de vida al que está acostumbrada, a hacerse con unos cuantos miles de pesetas procedentes del mercadeo de la droga:


La primera película española que abordó con valentía y sin tapujos el candente tema de la droga fue El último viaje (1974), dirigida con su habitual incompetencia por José Antonio de la Loma —quien pronto se haría el rey del cine quinqui-barcelonés: Perros Callejeros, Perros Callejeros II, Perras Callejeras). Este film está directamente inspirado en The French Connection (aunque el Popeye Doyle patrio no es Gene Hackman sino Simón Andreu, y en la persecución automovilística que se llevan el carrito del bebé por delante), más la adición de traficantes patrios, contrabando de diamantes, niñas pijas que se meten LSD y un Julián Mateos muy convincente en su papel de villano y asaltacamas de nenas de cole de monjas que quieren meterse unos picos o “flipar” (el LSD es la gran novedad del film). Cuando el jefe supremo de la mafia de Port Lligat le cuenta sus métodos mercantiles a su “contacto” francés, casi estamos por creer que la película retrata la realidad pura y dura:

 

A partir de nuestra modélica transición democrática surgieron dos géneros cinematográficos que llenaron los cines de toda la piel de toro: el cine de tías en bolas y el cine quinqui, a veces entremezclados. Del cine quinqui, que no carece de interés a poco que uno se sumerja en él y haya trasegado mucha basura, nos ocuparemos en la próxima entrega. Una apasionante variación sobre estas películas de pequeños maleantes y polis brutales se halla en las obras de un cineasta hoy casi olvidado: Eloy de la Iglesia.

Lo cierto es que uno se queda asombrado viendo las películas del director vasco que tanto desdeñó en su época. Y la conclusión más obvia es que en este país las libertades han decrecido de una forma espectacular. Porque El Pico no sólo presentaba un argumento sensacionalista y atractivo: las andanzas del hijo yonqui de un comandante pikoleto destinado en Bilbao en 1983 y su mejor amigo, hijo de dirigente abertzale, sino que mostraban corrupción policial, judicial, financiación de la guerra sucia contra ETA mediante el narcotráfico, polis que torturan con gran apasionamiento y placer y otros delicados asuntos que el cine español de hoy, colmado de madres paralelas, feminismo ramplón y tibias denuncias al capitalismo salvaje, cuando no dignos epígonos de las comedias de Mariano Ozores, es decir, las pelis de Santiago Segura o de Álex de la Iglesia, no se atreve a tocar ni de puntillas. Recordemos, además que El Pico fue durante un tiempo la película más taquillera de la historia del cine español. Y el paisaje laboral, estético y moral que retrataba el film justificaba, en cierto modo, que los jóvenes se drogaran como bestias:

 

El éxito de la película hizo que se realizara velozmente una continuación, El Pico II. El film sufre por un exceso de premura en la producción: hay un exceso de flashbacks extraídos del film precedente, Fernando Guillén sustituye al muy eficaz José Manuel Cervino en el papel de padre y el guión está mucho menos cuidado que la obra original. Sin embargo, hay momentos tan o más bestias que en el film precedente, como las escenas carcelarias, modelo de reinserción en nuestra joven democracia:


 


 



martes, 21 de diciembre de 2021

FUE LA MANO DE DIOS (È stata la mano de Dio, Paolo Sorrentino, 2021)

 

por el señor Snoid

 

Fue la mano de Dios es una excelente película de Paolo Sorrentino que nos produce una doble alegría: por un lado, Netflix demuestra que no sólo puede producir películas mediocres o sencillamente nefastas; por otro, es una delicia encontrar al Sorrentino más tierno y menos exageradamente barroco.

Para entendernos, Fue la mano de Dios es el Amarcord del director napolitano, pero allí donde Fellini daba rienda suelta a la fantasía y a las situaciones hiperbólicas (no por ello menos hilarantes), y a una cierta tendencia a la moralina (recuérdese I Vitelloni, Casanova o el último plano de La dolce vita, resumen de todo el film), Sorrentino se muestra muy contenido a la hora de rememorar su primera juventud. El inicio del film puede inducir a equívoco: la tía Patrizia (Luisa Ranieri) espera en la cola del autobús y aparece un elegante individuo en un no menos elegante coche de época. Se trata de San Gennaro, santo patrón de Nápoles. Lleva a la mujer a su santuario y allí aparece el moniciello, un monje niño ataviado con ropa talar, al que da suerte besar en la cabeza. A partir de este momento de revelación —que se repetirá brillantemente al término del film— todo es perfectamente natural: es decir, todo lo natural que puede ser la familia, vecinos y conocidos del joven Fabietto (Filippo Scotti). Una baronesa que considera que todo es plebeyo, un tío al que todo le decepciona, una madre que gasta unas gamberradas de órdago (el momento en que se hace pasar por la secretaria de Franco Zeffirelli es antológico), una hermana que vive prácticamente en el baño y a la que sólo veremos al final, cuando la casa familiar está desolada... 

Aunque Sorrentino no duda en introducir momentos bufos (la mayor parte de ellos muy afortunados), hay en el film un cariño evidente por todos los personajes. Y no faltan los momentos conmovedores: así, la escena en la que el padre de Fabietto le enseña los lugares de su infancia durante la guerra y dónde conoció a su madre, o la visita de Fabietto al hospital psiquiátrico donde se halla internada Patrizia. Hay un equilibrio magistral entre el humor, la nostalgia y la ternura.

Por fortuna, Maradona sale poco. Pero es una presencia que sobrevuela todo el film. El que “una ciudad de mierda” (como describe Nápoles el padre de Fabietto) acoja “al mejor jugador de todos los tiempos” es algo que trastorna a todos los napolitanos. Como la escena en que el hermano de Fabietto, Marchino, le pregunta, ambos a punto de dormirse: “Tú qué preferirías, ¿echarle un polvo a la tía Patrizia o que venga Maradona?”. El muchacho apenas duda: “Maradona”. Y es en parte el jugador argentino y la influencia del director Antonio Paduano las figuras que determinarán la decisión de Fabietto de convertirse en director de cine.

Con una ambientación espléndida (parece que nos hallamos en cualquier ciudad cutre española de mediados de los 80: es decir, casi todas), espléndidas interpretaciones e imágenes que destacan el paso de lo hermoso a lo sórdido con asombrosa fluidez, Fue la mano de Dios, junto con sus otras virtudes ya citadas, es una película magnífica y conmovedora.


Post Scriptum

Tras ver la película, leímos una singular reseña publicada en Público escrita por Octavio Salazar. Es indudable que hemos visto películas distintas, pues el periodista no duda en afirmar cosas como las que siguen:

Hay en el cine de Paolo Sorrentino unas apuestas estéticas, y que al mismo tiempo son narrativas, que a mí me cautivan, por más que me sienta muy lejos de su universo y sea evidente el lastre de la mirada heteronormativa, y con frecuencia muy machista, con la que retrata a sus personajes masculinos y sobre todo femeninos. Es evidente que al director le interesan sobre todo los hombres, en muchos casos elevados a la categoría de dioses, y que las mujeres son en todo caso seres accesorios y, ante todo, portadoras de una belleza erotizada. Tal vez el hilo que mejor recorre toda su cinematografía sea el de unas masculinidades sagradas, en su apogeo o en crisis, y la concepción de las mujeres y de lo femenino como una suerte de paraíso. No es de extrañar pues que sus obras estén llenas de madres, putas, modelos, amantes, monjas o féminas que rayan la locura.

Nuestro hombre parece olvidar que el film está ambientado en los años 80 del siglo pasado, tiempos mucho más machistas que los actuales. Tampoco parece haber reflexionado sobre el hecho de que son las mujeres que aparecen en Era la mano de Dios quienes llevan verdaderamente las riendas. Y por otro lado, un joven de 17 primaveras en lo que piensa, además de en la poesía de Leopardi, es en follar. En 1986 y en 2021.

Lo real y lo milagroso. Y en este caso lo segundo tiene mucho que ver con el "dios" Maradona que ocupa el altar de una masculinidad que invade el patio del colegio dándole patadas a un balón. Y ya sabemos: si dios es hombre, el hombre es dios (Mary Daly).

Conclusión: no sólo el machismo (algo destestable, sí, pero insistimos en que esta no es una película "machista"), sino la mostración de la heterosexualidad juvenil, es de mal gusto hoy día. Con cita de teóloga católica gringa (¿se puede ser algo peor?) como muleta. ¡Que grande es la ultracorrección política!


 

 

viernes, 17 de diciembre de 2021

JOHN FORD Y LA TELEVISIÓN (y III)

 

por Juan Gorostidi

 

La última película que Ford dirigió para televisión, Flashing Spikes, tiene estrechas semejanzas y también notables diferencias con Rookie of the year. Ambas están ambientadas en el mundo del beisbol y ambas abordan el, por entonces, aún traumático asunto de las listas negras. Pero mientras que en el film de 1955 el periodista Mike Cronin (John Wayne) decidía no arruinar la carrera deportiva del hijo de un jugador que había sido comprado (Buck Morrison: Ward Bond), Ford desarrolla el argumento de Flashing Spikes con mayor detenimiento y hace un giro radical en cuanto a las características y motivaciones de los personajes.

Un periodista (Rex Short: Carleton Young) sospecha que un antiguo jugador expulsado de la liga, Slim Conway (James Stewart) ha sobornado a una joven estrella (Bill Riley: Pat Wayne) para que su equipo perdiera en un partido decisivo. La comisión de la liga se reúne y escucha a todas las partes. El periodista aporta su testimonio y lo que él considera pruebas decisivas. Ford caricaturiza al personaje (su vestimenta, su forma de hablar boquilla en mano, su soberbia gestual) como había hecho, menos acusadamente, con el personaje del fiscal en el juicio de El sargento negro (Sargeant Rutledge, 1960). La histriónica interpretación del actor Carleton Young en los dos films deja bien a las claras de qué parte se halla el director:


El joven Bill Riley cuenta cómo conoció a la vieja estrella. Todavía en el instituto, su equipo juega un partido de exhibición contra un equipo de jugadores retirados. Es de notar cómo Ford acentúa la fragilidad física de Stewart de una forma conmovedora:


Los veteranos derrotan ampliamente a los jóvenes. Uno de los espectadores reconoce a Slim Conway, la antigua estrella del deporte que se dejó sobornar. Y sus insultos arrastran a la pequeña multitud de espectadores: una sencilla analogía con la histeria anticomunista promovida por la propaganda gubernamental una década antes. Conway mantiene su dignidad, incluso cuando es lesionado por Riley. E incluso decide aconsejar al muchacho sobre cómo mejorar su juegoi.


El segundo encuentro entre los dos personajes tiene lugar en la guerra de Corea. Ford estructura la escena en dos partes; la primera es humorística, con John Wayne interpretando a un árbitro absolutamente parcial en el transcurso de un partido —un recurso que Ford utilizaba a menudo mediante personajes como los sargentos que solía interpretar Victor MacLaglen. En la segunda parte, la pelota cae milagrosamente en la mano de Conway, quien sigue animando a su joven pupilo: y de nuevo se retira herido: ha abandonado el hospital militar para asistir a un partido del deporte que tanto ama. El paralelismo con la secuencia anterior es evidente: pero Conway no pierde su estatura de héroe fordiano por muchas heridas físicas o morales que arrastre. El propósito de Ford, por supuesto, es que nos hagamos la pregunta que se resolverá al término del film: ¿cómo alguien así pudo haberse corrompido?i


 

Y por fin llega el testimonio de Stewart. Ford afirmaba que le encantaba la forma de moverse del actor. Sin embargo, en las películas que hicieron juntos —la excepción es El gran combate (Cheyenne Autumnn, 1964), dado el escueto episodio que interpreta ahí Stewart— el actor tiene posiblemente más diálogo que cualquiera de sus co-protagonistas. Sin duda, a Ford le encantaba la forma de hablar de Stewart: esa oscilación entre la firmeza y el parlamento dubitativo, tan distinta, por ejemplo, del laconismo de Waynei




Y al final no sólo exonera a Riley sino que demuestra que él es inocente de las acusaciones que hicieron que tuviera que retirarse del béisbol. “¿Por qué no lo negaste?”, se le inquiere. “Lo hice. Pero nadie me escuchó”. Un final agridulce que, en la época en que se rodó Flashing Spikes, cuando todos los represaliados pudieron, con mejor o peor fortuna, regresar a los oficios que hubieron de abandonar,muestra los sentimientos de Ford hacia la caza de brujas anticomunistas y las listas negras en la industria del cinei.




 

Referencias

Bogdanovich, Peter: John Ford. University of California Press, Berkeley, 1997.

Gallagher, Tag,:John Ford. El hombre y su cine. Trad de Francisco López Martín y Juan Gorostidi; Akal, Madrid, 2009.

McBride, Joseph: Searching for John Ford. St. Martins Griffin, Nueva York, 2003.

Rollet, Patrice, y Saada, Nicolas (eds.). John Ford. Cahiers du Cinéma/Editions de l'Etoile, París, 1999.

 

i “Although the charge of taking a bribe is morally distinct from the constitutionally guaranteed expression of political beliefs, Ford is clearly trying to set the record straight on his distaste for blacklisting of any kind. But by approaching the subject obliquely and being several years too late with his public display of moral indignation, Ford made little impact with Flashing Spikes”. McBride,2003: 638.

iDe hecho Ford quiso contratar a Stewart para que interpretara a Doc Holiday en Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946); sin embargo el actor prefirió ponerse a las órdenes de Capra en ¡Qué bello, es vivir! (It's a wonderful life!, 1946). Sólo el hecho de que Ford aceptara el encargo de rodar Dos cabalgan juntos (Two rode together, 1961), para la que ya estaban contratados Stewart y Widmark, hizo que el director le utilizara en posteriores proyectos.

iNicolas Saada ve esta obra como una continuación lógica de El hombre que mató a Liberty Valance: “Flashing Spikes peut se voir comme un post-scriptum à Liberty Valance et un dévelopement de Rookie of the year (…) sous le regard complice de James Stewart Flashing Spikes est un film formidable qui permet à son auteur de prende des libertés narratives qu'il autorisait moins au cinéma (…). L'histoire se modifie: un thème dominant en Ford”. Saada, 1999: 140.

i “Stewart's Slim Conway still loves the game so much that he hangs around training fields like a ghost and plays with a semiprofessional barnstorming team of old-timers called by the very Fordian name of The Wanderers. Ford carlear identificares with Slim's marginalidad, gis atereced sicalipsis condiciona, and his dogged persistence in practising his craft despite the jeers he receives from heartless spectators and vindictive journalists (…). Stewart's intensely concentrated unglamorized performance endows Comway with genuine nobility and stature”. McBride, 2003: 637.


domingo, 28 de noviembre de 2021

JOHN FORD Y LA TELEVISIÓN (II)

 

por Juan Gorostidi 

 

No hemos podido ver The Bamboo Cross (1955), la primera incursión de Ford en el medio televisivo. Los estudiosos de su obra prefieren ignorarla o la critican con severidad. Tras la sinopsis (Unas monjas misioneras de Maryland son capturadas por comunistas chinos con el propósito de demostrar que las “mujeres solteras” matan a los niños con “dulces envenenados” (las obleas de la eucaristía). La hermana Regina desborda piedad; el comisario político parece afectado por una apoplejía. Al final, un sirviente, quien se ha unido a los comunistas para enterarse de “toda la verdad sobre la pobreza e ignorancia de mi pueblo”, hace su entrada en escena blandiendo un enorme cuchillo. El comisario muere fuera de campo, profiriendo sonoros gorgojeos, y las monjas se salvan.), Gallagher sentencia: “Lo peor de la carrera de Ford”i. McBride es más elocuente: ”The Bamboo Cross is so appallingly bad, such a grotesque self-parody, that it seems to have been directed by John Ford's evil twin”ii.

Sin embargo, justo después de realizar The Bamboo Cross, Ford iba a emprender una nueva aventura televisiva, la brillante Rookie of the Year.

 

Un periodista deportivo, Mike Cronin (John Wayne), harto de su trabajo en un periodicucho de provincias, cree haber hallado la manera de volver a los “grandes medios” neoyorquinos. Durante las Series Mundiales observa a un joven jugador, Lyn Goodhue (Pat Wayne), destinado a ser “la promesa del año”. Lo que ve Cronin en el muchacho no es sólo su potencial: el chico juega de idéntica forma, con la misma gestualidad esté o no la pelota en juego, que un antiguo jugador expulsado de la liga mucho años atrás por aceptar sobornos, Buck Garrison (Ward Bond). Cronin parece haber encontrado la exclusiva que necesitaba. Sin embargo, la situación empieza a tomar otro cariz, cuando, justo después de su “descubrimiento” le presentan a Lyn en los vestuarios:

 

Cronin comienza a ver lo desagradable de su tarea: sutilmente interroga al chico; el muchacho es inocente y sincero: su carrera se verá afectada si el periodista desvela la historia, pues no hay duda de que se trata del hijo de Buck Garrison —ahora Larry Goodhue, un minero en Coaltown. No faltan siquiera los chistes privados (el actor Pat Wayne le dice a su padre que “no está usted nada mal para su edad”). Y se constata, una vez más, que si a Ford le agradaba una línea de diálogo (o cualquier otro elemento que figurase en una de sus películas) no dudaba en utilizarla de nuevo:


Rookie of the Year está estructurada un poco a la manera de la posterior El sargento negro (Sargeant Rutledge, 1960): una serie de flashbacks dentro de un flashback —aunque sin las transiciones en ocasiones“expresionistas” del film posterior. La prueba definitiva de que Cronin anda tras la pista correcta se produce durante su encuentro con el padre de Lyn. Cronin viaja a Coaltown, conoce a la novia de Lyn (Rose: Vera Miles) y se produce la confrontación con la antigua estrella del beisbol, hoy un minero que da consejos a los chiquillos que juegan en el parque:


El tono del diálogo recuerda un poco los intercambios verbales entre Ethan y el Reverendo Capitán Samuel Clayton en Centauros del desierto (The Searchers, 1956), con su mezcla entre hostilidad y admiración entre los dos hombres. Con la diferencia de que aquí el personaje de Bond sólo siente desprecio por su oponente (pronuncia “Newspaperman?” como si estuviera profiriendo un insulto). El hecho de que Ford escogiera a Bond como la víctima de una “lista negra” es una prueba del humor malévolo de Fordi.

Cada vez más incómodo con su papel de delator, Cronin, ante las súplicas de Rose y la convicción de que sería totalmente injusto dañar a Lyn, que no sabe quién fue realmente su padre (cuya culpabilidad ni siquiera se cuestiona), acabará cediendo y no publicará la historia. Irónicamente, se enterará de que todos los directores de periódicos deportivos neoyorquinos sabían la verdad sobre Lyn. Y la forma más bella de renunciar a su trabajo será para Cronin despedirse con la pelota que le regaló Lyn:


Siete años más tarde, Ford volvería a rodar una película para televisión con el beisbol y las listas negras como telón de fondo: la también notable Flashing Spikes.

 

 

 

Referencias

Bogdanovich, Peter, John Ford. University of California Press, Berkeley, 1997.

Gallagher, Tag: John Ford. El hombre y su cine. Trad. de Francisco López Martín y Juan Gorostidi; Akal, Madrid, 2009. 

McBride, Joseph: Searching for John Ford. St. Martins Griffin, Nueva York, 2003.



iGallagher, 2009: 716.

iiMcBride, 2003: 573. Sorprendentemente, Bogdanovich, 1997: 142, comenta: “Interesting paralell with the story of 7 Women, made over ten years later”. El paralelismo, salvo por la ambientación de los dos films en China, es inexistente.

iBond fue posiblemente el más ardiente defensor de las listas negras durante la “Caza de Brujas” de la década de 1950. Presidió la Alianza Cinematográfica por la Preservación de los Ideales Americanos (Motion Picture Alliance for the Preservation of American Ideals), una organización de extrema derecha. Su compromiso político, y su ansiedad por incluir en las listas no sólo a sospechosos de haber militado en el partido comunista sino a cualquiera que poseyera ideas “progresistas” (según él y sus asociados) le granjeó muchas enemistades. Hacia mediados de la década sólo le ofrecían trabajo compañeros con similares ideas políticas, como John Wayne. Ford tenía en muy poca estima la capacidad intelectual de Bond y creía que su “patriotismo” era una forma barata de conseguir publicidad. En 1957 su papel en la serie de TV Wagon Train (inspirada en el Wagonmaster de Ford) le devolvió la notoriedad perdida. 

jueves, 11 de noviembre de 2021

JOHN FORD Y LA TELEVISIÓN (I)

 

 por Juan Gorostidi


Escasa atención han recibido las cuatro películas que John Ford realizó para la televisión. Ello se debe sin duda a la extraordinaria e inagotable filmografía del director. Sin embargo, al menos tres de esos pequeños films poseen un valor estimable, al tiempo que demuestran que un veterano como Ford no desdeñaba trabajos de encargo, o simples divertimentos, que a la postre convertía en obras muy personales.

El único western de entre estas películas es The Colter Craven Story (1960), perteneciente a la serie de televisión Wagon Train (1957-1965), inspirada en el Wagonmaster del propio Ford, serie con la que por fin Ward Bond, uno de los actores más subestimados de la John Ford Stock Company, alcanzó el estrellato.

En la serie Bond interpreta al Comandante Seth Adams, guía de caravanas auxiliado por su juvenil compañero Hawks (Terry Wilson). Parece ser que Ford aceptó dirigir el episodio porque en aquel momento no tenía ningún proyecto en perspectiva —un año más tarde dirigiría Dos cabalgan juntos (Two Rode Together, 1961) por la misma razón. Y una razón menos prosaica fue la sugerencia de Bond ante las críticas de Ford hacia la serie: “Bien. ¿Y por qué no diriges tú un episodio?”. Sea como fuere, Ford aceptó el desafío (y un magro salario de 3.500 dólares) y rodó un episodio de 72 minutos —el más largo de Wagon Train— en tan sólo seis días. A la vista del resultado, es obvio que el propio Ford reescribió el guión de Tony Paulson, quizá con la ayuda de Frank Nugent, y consiguió por fin hacer un retrato fílmico de Ulysses S. Grant, algo que siempre le había parecido inviable1.

En su camino a Fort Mescalero, Adams se encuentra con el doctor Colter Craven (Carleton Young) y su esposa Alarice (Anna Lee), detenidos en la solitaria llanura con su destrozado carromato. Craven es un médico alcoholizado que ofrece su “compendio de servicios médicos” a Adams a cambio de unirse a la caravana. Este comienzo recuerda no poco al de la película Wagonmaster





La huella de Ford está también presente en otros detalles menos evidentes. La relación entre Adams y Hawks recuerda no poco las que mantenían los personajes de John Wayne y Ben Johnson en Rio Grande (1950) y en La legión invencible (She wore a yellow ribbon, 1949), por señalar un par de ejemplos. El joven experimentado que no duda en poner en evidencia a su patrón: “No me pagan 32 dólares al mes por pensar”, dice Hawks. “No entra en mis atribuciones” replica Johnson a Wayne:


 

Al llegar a Fort Mescalero, único lugar de la región que dispone de suministro de agua, Adams se enfrentará al cacique local, Park (John Carradine), quien exige un precio desmesurado por el uso de “su agua” para los colonos y el ganado. Es significativo que Carradine lleve un atavío similar y se conduzca de la misma forma altanera que en su breve papel como el demagogo Comandante Sarbuckle en El hombre que mató a Liberty Valance (The man who shot Liberty Valance, 1962):





Una de las mujeres de la caravana está a punto de dar a luz. El parto se presenta difícil y hay que practicarle una cesárea. Pero el doctor Craven se niega a operar. Sus manos se agarrotan ante la estupefacción de Adams, quien exige una explicación. Craven le cuenta el origen de su desdicha y de su alcoholismo. Durante la guerra civil ejerció de médico militar y en la sangrienta batalla de Shilo perdió al 72 por ciento de sus pacientes. Quinientos hombres murieron en su mesa de operaciones. Adams replica que él también estuvo en la batalla y que murieron bajo su mando más de doscientos amigos y vecinos. Extraordinaria interpretación de Bond y Young en una secuencia meramente explicativa:



Adams le cuenta la historia de un amigo suyo, “Sam”, que regresa a su pueblo después de dejar el ejército. Una escena maravillosamente poética ilustra la llegada del hombre y su reencuentro con su familia:

 


Tiempo después, la guerra civil da comienzo y llegamos a la cruenta batalla de Shilo. En la noche del primer día de la batalla, cuando las tropas de la Unión han sufrido enormes bajas y las decisiones de Sam Grant han sido enormemente criticadas, ambos hombres vuelven a encontrarse (Adams, al principio, no reconoce a Grant). El general en jefe le presenta al general Sherman (un John Wayne apenas entrevisto, que aparece en los creditos como Michael Morris):

  

Una escena que anticipa la conversación que se produce entre Grant y Sherman en el episodio The Civil War que Ford dirigió para La Conquista del Oeste (How the West was won, 1962):

  

Grant supera el fracaso y su alcoholismo enfrentándose a sus fantasmas al conducir a la Unión a la victoria. Craven también logrará redimirse y operará con éxito a la mujer. Ambos han seguido un camino inverso en su rehabilitación y en la recuperación del honor perdido1.

Es evidente que Ford llevó a su terreno esta obra que no podemos considerar menor: se rodeó de algunos de su actores predilectos (Bond Wayne, Anna Lee), convirtió el relato en un cuento moral lleno de humanidad y logró algunas hermosas escenas, dignas de su visión poética del cine. Y todo ello en sólo seis días. El tiempo que tardaba en rodar una película con Harry Carey en 1917.


Referencias:

Bogdanovich, Peter: John Ford. University of California Press, Berkeley, 1997.

Gallagher, Tag: John Ford. El hombre y su cine. Trad de Francisco López Martín y Juan Gorostidi;Akal, Madrid, 2009. 

Iturrate Cárdenes, Luis Fernando de, y Fuentefría Rodríguez, David, “Las ocho vidas de Ulysses Grant. El mito y el relato cinematográficos”, en Fotocinema, 11 (2015), 112-145.

McBride, Joseph: Searching for John Ford. St. Martins Griffin, Nueva York, 2003.




1“Using a battle that almost ended in Grant's worst military setback as the subject of an inspirational sermon is rather paradoxical, but in the eyes of both Adams and Ford, the lesson is Grant's heroic refusal to quit under adversity”, opina McBride, 2003: 615.




1”I've always wanted to do a feature on Grant —I think it's one of the great American stories— bur you can't show him as a drunkard, getting kicked out from the Army”, Bogdanovich, 1997: 145). “Sin embargo, Ford, en un episodio maravillosamente elegante rodado para una serie de televisión (...) había logrado ser aún más conciso y, en 11 minutos, había contado la historia de Grant”, Gallagher, 2009: 522.

lunes, 8 de noviembre de 2021

ESTRENOS DE OCASIÓN: "THE VELVET UNDERGROUND" (Todd Haynes, 2021)

 

por el señor Snoid

 

The Velvet Underground es un apreciable documental que, desafortunadamente, se queda a mitad de camino en sus ambiciosas intenciones. Por un lado, el retrato de la historia de la banda se halla un tanto descompensado: buena parte del metraje inicial (excelente) se centra en la infancia, juventud y primeras experiencias de Lou Reed y John Cale; y por otro, se le da una importancia quizá excesiva al patronazgo de Andy Warhol y su Factory. Así, el director Todd Haynes despacha el devenir del grupo a partir de su tercer disco en unos pocos minutos y poco se nos muestra de cuando Doug Yule se hizo con el mando de las operaciones a partir de Loaded e incluso lanzó un último disco, Squeeze, en el que ya no figuraba ninguno de los miembros originales de la banda. Como si Haynes planteara que, una vez despedido Cale, la Velvet hubiera dejado de existir.

 



Todo ello no empaña los aciertos del film. Hay un empleo abrumador de imágenes de archivo (que distan de ser las habituales de “Grupo de Rock en vivo o ensayando en el estudio”), bien escogidas para ambientar el entorno musical y vital de la banda, numerosas intervenciones de colaboradores y fans de la banda (Jonathan Richman, John Waters, Jonas Mekas, la hermana de Reed —quien insiste cándidamente en que la terapia de electroshocks que sus papás impusieron a su hermano Lou no era para curarle de su homosexualidad: quizá era para aliviar sus migrañas—, y los supervivientes del grupo, Maureen Tucker y John Cale, quien parece ser el personaje predilecto de Haynes). Y en un guiño a la Chelsea Girls de Warhol, el director usa con frecuencia la pantalla múltiple o fragmentada, recurso estilístico que resulta muy apropiado dada la cantidad de material e información que la película ofrece.

 

Hippie bueno, Hippie muerto

Algo que resulta obvio y que el documental recalca es que la Velvet era un grupo totalmente alejado de las modas de mediados de los sesenta, bien por una expresa voluntad marginal de sus miembros, bien porque sus representantes (Warhol y posteriormente Steven Sesnick, a quien se menciona muy de puntillas) no se esforzaron demasiado —o sus esfuerzos fueron catastróficos—. Lo cierto es que mientras gentes como Jefferson Airplane, The Byrds, Grateful Dead o los Doors llenaban salas de conciertos y vendían miles de discos, a la Velvet se la consideraba “extravagante”, escasamente comercial y una mala influencia para la saludable juventud norteamericana de los años sesenta. Otra cuestión es que, pensándolo bien, el grupo jamás tuvo la pretensión de ser popular —pese a los deseos de Reed y Cale de convertirse en estrellas del Rock. En cierto modo, la carrera de The Velvet se asemeja a la de Love, otro grupo de inmenso talento cuya influencia tardó años en hacerse palpable: mientras estuvieron en activo, los pobres no se comieron una rosca. Y hoy Forever Changes está considerado como uno de los mejores discos pop de la historia. Y Lou Reed era tan tiránico y caprichoso como Arthur Lee. Por supuesto, hay diferencias: la Velvet curraba bastante —aunque sus conciertos se limitaban a garitos tipo el famoso Max's Bar—, mientras que Love no abandonaba el área de Los Angeles y el bueno de Arthur se dedicaba con fruición a desbaratar los planes de sus agentes. 


 

Sometimes I feel so happy, Sometimes I feel so sad

Un rasgo destacable de este documental es que, a pesar de la profusión de testimonios, se le deja al espectador que saque sus propias conclusiones. Así, ante la exagerada afirmación de que “Nueva York era el centro artístico y cultural del mundo”, uno no puede evitar pensar que París no se había convertido aún en Moraleja del Campo, ni que el Swinging London era patrimonio exclusivo de los Beatles (las referencias a la invasión del BritPop son inexistentes). Se deja entrever que Lou era un individuo ciertamente peculiar, por no decir bastante odioso —la sombra que le hacía Cale hizo que Reed, en un ataque de celos, se deshiciera de él. Reed estaba inmerso en el mundo poético de Baudelaire y Rimbaud; Cale en el musical de Cage y La Monte Young: dos tipos muy cultos. A Sterling Morrison apenas se le menciona. Y el papel de Warhol en la “creación” del grupo es, cuanto menos contradictorio: por un lado, lanza al grupo —pero exclusivamente dentro de los límites de los ambientes chic/pedorros neoyorquinos— al tiempo que limita su posterior evolución.

 

 Lo que no obsta para que The Velvet Underground sea un retrato —incompleto, eso sí— de uno de los grupos más brillantes de los sesenta. Un recorrido más exhaustivo de la carrera de la banda habría supuesto un largometraje de cuatro horas (tirando por lo bajo), algo que, imaginamos, Apple TV no estaría muy dispuesta a sufragar.

 


 La Velvet en uno de sus momentos más comerciales

 


domingo, 17 de octubre de 2021

ESTRENOS DE OCASIÓN: "CRY MACHO" (Clint Eastwood, 2021)

 

por el señor Snoid




La crítica ha puesto tan mal Cry Macho que mucho nos tememos que, como de costumbre, a muchos la memoria les flaquea más que al propio Clint. Seamos sinceros. Clint ha hecho pelis de mierda, infames incluso, cuando todavía estaba en la cresta de la ola. ¿O no se acuerdan de las dos de Clint y el orangután? ¿Y Firefox? ¿ O Licencia para matar? Cierto es que durante décadas circuló el mantra de que Clint hacía alguna de estas para poder hacer “películas personales”. La verdad es que tan personales se nos antojan Bird como El principiante, o Mystic River como Impacto súbito. Y es que desde que los franceses se empeñaron en que Clint era un auteur como la copa de un pino, el desatino crítico ha sido constante: se despachó como una porquería de acción la estupenda El fuera de la ley y una birria como El jinete pálido se ganó el marchamo de obra maestra. Y menos mal que Clint es un ignorante, porque de lo contrario, los elogios del Cahiers habrían sido aún más hiperbólicos. Piensen que para él el mejor western de todos los tiempos es Incidente en Ox-Bow... 

Luego está el asunto de la verosimilitud. Viendo cómo se mueve y anda Clint, no es que uno no le mandaría a buscar a su hijo a México: es que no le mandaría siquiera al estanco de la esquina. Pero, en la ficción, Clint interpreta a una antigua estrella de rodeo que debe rondar los 70. Como casi todos los personajes que ha interpretado Clint desde los años 80, un tipo veinte años más joven que él. Por fortuna, esta vez no hace de veterano de Vietnam, Corea o la guerra Hispano-Norteamericana.

Y los intérpretes. Clint es Clint. Y los demás no sabemos quién los ha escogido, pero es obvio que ha escogido muy mal, salvo a la actriz que interpreta a Marta. Les confesaremos una gran verdad: si para hacer de pistolero divo borracho escoges (o te escogen) a Richard Harris, vas a dar en el clavo (sobre todo en lo de divo y borracho). Si escoges mal a la práctica totalidad del reparto y tu guión está repleto de estupideces, ni el Clint de hace treinta años habría enmendado una mediocridad como Cry Macho. Piensen que Clint ha sabido, casi siempre, escoger muy buenas compañías para sus aventuras (Morgan Freeman, Gene Hackman, Meryl Streep y una pléyade de eficaces secundarios como Pat Hingle o John Vernon) o sólo como director (Sean Penn, Tim Robbins, Angelina Jolie —sí: es odiosa: pero es una actriz muy competente). Aquí el reparto es temible, quizá porque la Warner no quería demasiados riesgos y Clint es alérgico a rodar más de una toma.

DO YOU, PUNK?




Clint y la infancia

Es posible que Cry Macho decepcione por sus innegables defectos y también porque Eastwood hizo dos “pelis con niño” mucho mejores: El aventurero de medianoche y Un mundo perfecto. La primera fracasó porque Clint palmaba al final cuando estaba a punto de triunfar y, además, era muy poco edificante; en la segunda, una de sus grandes películas, no era él quien acompañaba al niño, sino Kevin Costner, quien hacía aquí su interpretación más memorable.

Un problema muy acusado de Cry Macho es la debilidad del guión: el chico a quien Clint ha de rescatar, Rafo, es, aparentemente, un adolescente encallecido y muy bregado en la calle: si a los trece años uno participa en peleas de gallos en México D. F. no puede ser, como diría Florentino Pérez, un tolili. Sin embargo, una vez que emprende con Clint el viaje hacia la frontera, el chaval se nos muestra como bastante tontorrón. Un detalle chusco muy obvio que demuestra que el guión de Nick Schenck (adaptado de un guión que llevaba décadas circulando por los estudios) es más flojo aún que el de Gran Torino o Mula. De hecho, ya en 1988 le ofrecieron a Clint esta película (como actor), pero como sólo tenia entonces 58 tacos y estaba hecho un pollo, les dijo a los de Warner que la haría como director y con Robert Mitchum de protagonista. Esto sí habría sido interesante. 

Adiós al macho

En sus últimas películas, Clint ha adoptado la pose de abuelo (cascarrabias o encantador) que se cree con el derecho de dar lecciones a todo bicho viviente por el mero hecho de ser abuelo. En Gran Torino la chapa que le daba al chaval chino aquel era como para mudarse de barrio. En Mula pillaba a Bradley Cooper en una cafetería y le abrasaba con el tema familiar: que lo importante en la vida es tener una familia, que él tuvo una y la perdió, que esas cosas jamás se recuperan... En Cry Macho no hay, por fortuna, grandes enseñanzas que dar al adolescente que tiene que llevar a Texas —quizá porque el chaval es bastante pendejo y ya no tiene remedio. Pero al final de la peli Clint hace una recapitulación que hizo que diéramos un respingo en la butaca: “Ir de macho está sobrevalorado: no sirve para nada”. En un primer momento, semejante declaración, dicha por quien la dice, puede parecer intolerable y de un oportunismo digno de un Pérez-Reverte. Bien mirado, Clint ha hecho grandes esfuerzos durante años por suavizar su imagen de Macho Macho Man. Y en las películas más inverosímiles. En El sargento de hierro, una de sus obras más subestimadas, la que muestra de manera veraz lo horrible que es el ejército (cualquier ejército), en medio de bufonadas sin fin aparecían situaciones como esta: 

 

Y es que de esta película sólo se recuerdan los intercambios verbales de Clint y Mario Van Peebles, que sí, que no tienen desperdicio; pero había otras cosas. Al principio del film, se halla Clint pringando en labores de intendencia y un camarada sargento le ofrece un “puro de contrabando”, que Clint rechazará con su aspereza habitual; al final de la peli, remata (por la espalda) a un soldado cubano caído, le registra, halla un cigarro (“¡Habano!”) y se lo fuma tan campante. Y la película posee numerosas asociaciones similares: es decir, ni es tan gilipollas ni tan militarista como parece. Y gracias a su ex, Clint abandona el ejército y su postura de supermacho...

O cuando interpretaba a un macho con todas las de la ley. A John Huston, por ejemplo, en los meses de preparación del rodaje de La reina de África. El personaje de Huston/Clint acaba provocando una tragedia y, mascando su derrota, termina por hacer lo único que se le da realmente bien: rodar.


Y es que Clint es un maestro a la hora de adaptarse a las modas de un mundo cambiante. Ya hacía guiños a feministas y a miembros del colectivo LGTBI en una peli tan “temprana” como En la cuerda floja (según los créditos, la dirigió Richard Tuggle, autor del guión; en verdad, el impaciente Clint no podía soportar las vacilaciones del inexperto Tuggle y rodó más de la mitad de la película). Recuerden la célebre escena del bar gay:


 

Clint y el sexo: narcisismo ¿perverso?

Los comentaristas no acaban de creerse a un Clint seductor a sus 91 primaveras. Nosotros les contaríamos casos verdaderos y muy próximos a la familia Snoid, pero por pudor (y miedo a represalias legales) omitiremos detalles. De todas formas, es una característica que Clint ha de cultivar, aunque sea en la tercera o cuarta edad. No es nada extraño que un abuelo estadounidense se líe con una abuela mexicana: si recuerdan, rechaza a la mamá de su nuevo protegido y no porque no tuviera viagra a mano. Es que la mujer era repulsiva. Además, la actriz era tan espantosa que en sus dos escenas parece que está interpretando un culebrón para Televisa. Y por otro lado, no se puede dejar de ser lo que se es, piensa Clint tras sus lecturas de Nietzsche. Porque ustedes saben que Clint siempre ha sido un conquistador y ha disfrutado de actrices, animadoras, camareras, peluqueras, compañeras de gimnasio, fans o cualquier mujer a la que echara el ojo (excepto Shirley MacLaine porque era más ruda que el propio Clint). Fíjense en las mujeres que ha tenido Clint: su primera esposa, Maggie, que tuvo que soportar el peso de la cornamenta casi treinta años, Sondra Locke, la ex de James Brolin y Kate Fisher (la excepción es su última ex, Dina Ruiz). Todas se parecen entre sí. Pero lo más extraordinario es que se parecen también a Clint. Es decir, que el ídolo ha estado perennemente enamorado de sí mismo...

En fin: Que sí, que Cry Macho es un film mediocre y que apela a la nostalgia del espectador por el Clint de hace unos pocos (o muchos) años... Pero seguro que la mayoría de las películas de la cartelera de su pueblo son, con alguna notable excepción, mucho más mediocres e incluso directamente putrefactas... 


 




sábado, 9 de octubre de 2021

ESTRENOS DE OCASIÓN: Benedetta (Paul Verhoeven, 2021)

 

 

por el señor Snoid

 

Contaba Federico Fellini que el día de su debut como director de cine estaba con tal ataque de nervios que a punto estuvo de meterse en una iglesia para implorar el auxilio divino. No obstante, resistió la tentación. Pero en la calle se topó con un par de monjas y no tuvo más remedio que hacer frenéticamente el signo de los cuernos para alejar el mal fario. Y es que, como todos sabemos, las monjas dan muy mal rollo.


Y no sólo mal rollo. Provocan tales catástrofes que incluso son capaces de destruir la frágil unidad de un país entero. Sin duda, ustedes conocerán el célebre caso de Santa Teresa y los tres infructuosos intentos de que compartiera el patronato de Las Españas con Santiago Matamoros. El primer episodio, en 1618, no pasó a mayores porque la santa aún no era santa, sino meramente beata. El segundo, en 1627, provocó un escándalo mayúsculo que enfrentó al cabildo de la catedral compostelana —que bajo ningún concepto deseaba que se le hiciera competencia a su chollo turístico—, con el rey, el Conde Duque de Olivares (devoto de la santa de Ávila), los Carmelitas y todos aquellos que opinaban que Santa Teresa se merecía de sobra el compadrazgo, pues había nacido en España (no como Santiago, judío palestino extranjerizante), que era una reformadora de titánica energía, una abogada contra los males que asolaban el reino e introductora de la oración mental y de la devoción al Sacramento y a San José, amén de doctora de la Iglesia. Incluso Francisco de Quevedo, uno de nuestros clásicos más reaccionarios, misógino, homófobo y racista (nos extraña que aún no hayan prohibido o al menos expurgado sus obras) se dedicó a escribir panfletos y memoriales sobre la primacía de Santiago. En 1812, las Cortes de Cádiz, aquellas que, según nos cuentan, redactaron la “Constitución más progresista de la época”, no tuvo otro quehacer que resucitar el asunto, quizá porque los señores diputados tuvieron que esconderse en el convento carmelita de Cádiz y sucumbieron a las presiones del lobby de sus anfitriones, proclamando a Teresa de Jesús patrona de la piel de toro: los diputados liberales votaron en masa por la santa, quizá sólo para fastidiar al selecto grupo de diputados conservadores. Pero un par de años más tarde, el regreso de Fernando VII, El Deseado, puso de nuevo las cosas en su sitio.


La primera secuencia de Benedetta nos ilustra muy bien sobre los derroteros por los que va a transcurrir la película. De camino al convento donde la van a instalar sus papás, Benedetta, muy devota de la Virgen, detiene la comitiva para rezar a la madre de Cristo en una ermita. Aparecen unos soldados con la pretensión de robar a la familia, pero Benedetta les advierte sobre el peligro que corren en caso de intervención mariana. Los encallecidos mercenarios se parten de risa, pero en ese momento, una avecilla —no llegamos a atisbar si se trataba de la paloma del Espíritu Santo, esa paloma que no ha volado jamás— defeca sobre uno de ellos, y la soldadesca , por supuesto, cede ante el inminente castigo divino. El juego que propone Verhoeven es muy evidente: plantea un frágil equilibrio entre fe y superstición, una ambigüedad sobre si Benedetta es una mentirosa de marca mayor o una auténtica santa —aunque tenga sus flaquezas, como todos—, o que una persona, aunque esté ligeramente trastornada, pueda tener visiones beatíficas y experimentar éxtasis místicos. Aunque el director se esfuerza, tal ambigüedad no existe en el relato: desde el principio de la película, el espectador más meapilas puede olerse que hay gato encerrado. Y al final tenemos la prueba definitiva: el malvado Nuncio, en un tris de entregar su alma al diablo, le pregunta a Benedetta si le ha visto en el infierno o en el paraíso. “En el paraíso”, replica ella. “Embaucadora hasta el final”, sentencia él. Y es que un mentiroso reconoce muy bien a otro mentiroso.

 

Qué difícil es escandalizar hoy en día

En el convento, Benedetta experimenta un cambio en sus preferencias idólatras. Se olvida de la virgen y comienza a adorar al hijo de dios. Nada sorprendente, porque ya sabemos, gracias a la iconografía, que Jesucristo era uno de los hombres más apuestos de su tiempo. Las visiones de Cristo que tiene Benedetta están rodadas de una forma sumamente burlona, con ese colorido chillón de las estampitas religiosas: Cristo como pastor —literalmente— de un rebaño de ovejitas; Cristo (pero no es Cristo, sino el demonio) como defensor de la pureza de Benedetta: unos soldados (posiblemente los mismos del comienzo del film) la quieren violar y ahí aparece el Salvador montado en brioso corcel, degollando, descuartizando y rebanando cabezas de esos infames lujuriosos. La visión más bella es cuando se le aparece Él crucificado, y cuando todos pensábamos que, dado que no puede defenderse porque está bien aferrado a la cruz, Benedetta se va a aprovechar de su divina pureza, Cristo le regala unos bellos estigmas en las palmas de las manos y los pies. También hay un episodio trascendental con una pobrecilla, Bartolomea, a la que su padre y hermanos violan día sí día también y que instruye a Benedetta en los placeres mundanos: ahí es donde aparece el célebre dildo de la pequeña talla de la virgen que Benedetta adoraba de niña. Que Verhoeven relacione fe con deseo sexual no tiene nada de extraordinario: todos los místicos conocían muy bien esta conexión y alguno nos dejó escritos bellísimos sobre estas emociones. Otra cuestión es que Verhoeven se lo tome o no a cachondeo: sospechamos que no, dado que es un hombre inteligente y uno no se pone a blasfemar por la blasfemia misma; sería un acto de lo más baladí. Es obvio que a Verhoeven le atraen estas cuestiones, que ya había tratado con mucha mayor brillantez (y humor) en El cuarto hombre (Der Vierde Man, 1983) y, en menor medida, en Los señores del acero (Flesh & Blood, 1985). 


Benedetta posee momentos sumamente jocosos, como cuando la protagonista sufre raptos místicos furiosos y Cristo habla por su boca, siempre enormemente cabreado (quizá se trate del Espíritu Santo o de Dios mismo) con un vozarrón que la chica parece más bien poseída por Satanás. Y también buenas escenas, como la visita de Benedetta al lecho de muerte de la antigua abadesa, la conversación con la monja judía (sí: incluso la cuestión judía está presente en la película) o la inicial seducción de la protagonista por parte de Bartolomea. Este es, por tanto, un film irregular, que se ve lastrado por un guión en ocasiones grotesco, en ocasiones burdo, y por un reparto en el que sólo brilla Charlotte Rampling (Sor Felicità), que hace una magnífica interpretación llena de matices; Benedetta (Virginie Efira) pone cara de malvada cuando se hace con el control del convento o se cuestiona su vínculo divino, o de boba cuando sufre el rapto místico o cuando folla con Bartolomea (Daphné Patakia), quien muestra una perenne expresión alucinada (de sorpresa o de placer en todo momento). Al pobre Lambert Wilson le toca apechar con el manido retrato de Nuncio de Florencia: malo hasta rabiar, ateo, hipócrita y putañero. Es decir, como cualquier miembro del alto clero, entonces y ahora.


Sorprende un poco la pobreza de la producción: es lógico que un convento sea desangelado (aunque no tanto que suene continuamente una horrenda música en la banda sonora: el film ganaría mucho con más silencios), pero el único exterior reseñable es la plaza donde se halla el convento, que tiene un enorme parecido con esas “Ferias Medievales” que se celebraban por Las Españas antes de la plaga y donde se vendían morcillas de Burgos, queso de Cabrales, judiones de La Granja, joyería medieval “artesanal” y paseos en borriquillo para los niños...