jueves, 31 de diciembre de 2015

Estrenos de ocasión: «Macbeth» (Justin Kurzel, 2015)




Para Fèlix Edo Tena

 


Algo maligno se acerca por el camino
 
El que una obra como Macbeth haya atraído a directores tan distintos como Welles, Kurosawa, Polanski y tantos otros se debe a un cúmulo de razones: es una de las tragedias más breves de Shakespeare (2565 versos frente a los 4072 de Hamlet, por ejemplo); la acción es vertiginosa (si uno lee la obra tiene la sensación de que el reinado de Macbeth dura unos pocos días); los parlamentos y diálogos, por lo general de excepcional belleza, se supeditan aquí al devenir de los acontecimientos –en otras obras, el bardo daba rienda suelta a largas tiradas en verso libre que permitían el lucimiento de los actores– y, por último, es quizá una de las tragedias más perfectas que nos ha dado el Renacimiento inglés: se halla aquí, como en la tragedia griega, la presencia de un hado fatal, profético, que el protagonista interpretará erróneamente; la violencia y la sensación de desesperanza son elementos omnipresentes desde el mismo comienzo de la obra; y la caída de Macbeth, que pasa de ser súbdito ejemplar a tirano sanguinario, se narra con un vigor y una convicción rara vez superados. Recordemos que, además, la obra se escribió y representó en el momento en que el rey escocés Jacobo I llegó al trono de Inglaterra tras la muerte de Isabel I. O como dijo Joyce por medio de Stephen Dedalus: “una pieza en honor de un filosofastro escocés aficionado a asar brujas”.

En esta versión dirigida por Justin Kurzel las brujas no son tres, sino cuatro. Y no son las habituales ancianas con aspecto de haber salido de una cueva del averno o de una peli de serie B de terror: parecen vulgares campesinas a las que se añade la inquietante presencia de una niña (que aparece en primer término con respecto a sus tres compañeras en la mayor parte de los planos). Una feliz “innovación” que los creadores de la película han incorporado, a la par que otras soluciones brillantes: así, la escena de la ejecución de la familia de McDuff –mujer e hijos quemados vivos ante la inexpresiva mirada de Macbeth–, el regreso a Thanis de Lady Macbeth, ya presa de la locura, y su encuentro en el interior de la iglesia con su bebé muerto, o el prólogo del film, en el que asistimos a las exequias del niño (algo que prefigura lo que ocurrirá después: una pareja estéril, incapaz de engendrar hijos sanos: el diablo no tiene necesidad de perpetuarse: es eterno).


Out, out, brief candle

Las virtudes de este Macbeth no residen sólo en la puesta en escena de Kurzel o en la labor de adaptación de los guionistas. La interpretación es asimismo excepcional. Fassbender logra proporcionar todos los matices de un personaje enormemente complejo: su violencia, sus dudas, su compasión, su definitiva inmersión en la locura y el horror. El célebre parlamento “Life is but a Walking Shadow…” lo realiza con el cadáver de su esposa en sus brazos: un pequeño tour de force que con un actor inferior habría resultado grotesco, y que aquí está a la altura del momento en que Terence Stamp declamaba ese monólogo en Toby Dammit (Federico Fellini, 1968). A su vez, Marion Cotillard evita cuidadosamente el cliché de “zorra intrigante que hace del bestia de su marido un pelele”, como en tantas versiones de Macbeth, y realiza una composición espléndida del personaje (el momento en que, en la capilla, decide la muerte de Duncan, es antológico). Algunos se lamentarán de que el acento francés de la chica es excesivo, pero, por un lado, en el guión original de Shakespeare no se nos dice nada de la nacionalidad de la mujer, y, por otro, si Fassbender y el resto del reparto hablaran con un auténtico acento escocés mucho nos tememos que los diálogos no los iban a entender ni en Surrey.


Full of Sound and Fury

Tenemos la impresión de que esta película ha costado cuatro perras, al igual que la versión de Welles de 1947. De hecho, hay sólo un momento en el que se alardea de “gran producción”: un plano brevísimo del ejército anglo-escocés que va a asediar Dunsinane y que es, obviamente, un plano creado digitalmente. Esta carestía de medios no va en contra de la calidad de la película, sino que, paradójicamente, la refuerza: así, el villorrio del que es Earl (barón o conde: tradúzcanlo como deseen) Macbeth, la relativa desnudez de los interiores y el escaso número de extras en las escenas de batallas o “de masas”. Y es que la gente suele olvidar que la historia transcurre en la edad media y que Escocia no era precisamente el califato de Córdoba por aquel entonces.

Por otro lado, la película es sumamente violenta –lo que hace justicia al original: el público inglés de la era isabelina era muy aficionado al gore, y cuando se pusieron de moda el canibalismo y las desmembraciones (en la escena), Shakespeare les ofreció Titus Andronicus, obra brutal donde las haya.

Aquí hay varios momentos memorables: el asesinato de Duncan (esas manos rebosantes de sangre que tanto afectarán a Macbeth y a su esposa); la daga ofrecida por el muchacho adolescente (¿el hijo malogrado de Macbeth?), que resulta ser un hallazgo espléndido para una escena difícil de filmar convincentemente (aún recordamos con horror la “daga voladora” de la versión de Polanski) o la presencia del fantasma de Banquo en el festín que se le ofrece al recién coronado Macbeth, una escena magnífica lograda con un mínimo de elementos.

Por desgracia, no todo es perfecto en este Macbeth: hay una persistente musiquilla pseudocéltica (o pseudopicta, ya que nos hallamos en Escocia) que nos acompaña durante buena parte del metraje. Dirán ustedes que somos unos pelmazos con esto de la música en las películas, pero es que suscribimos plenamente lo que dijo aquel: “¿Hay algo más ridículo que un hombre que avanza tambaleándose por el desierto muerto de sed… acompañado por la Orquesta Sinfónica de Los Ángeles?” Y en los planos de la batalla inicial, hay un uso un tanto abusivo del ralentí y de los planos congelados (el daño que películas como Matrix o 300 han hecho al cine es incalculable). Por último, el que la película adquiera un progresivo tinte rojizo –que al final del relato inunda la pantalla– es un recurso estilístico un tanto simplón (aunque dé lugar a unas cuantas imágenes hermosas). No obstante, tales defectos resultan nimios frente al resultado global: Macbeth no es solamente una película excelente, sino que es posiblemente la mejor adaptación cinematográfica de la obra. A aquellos a los que esta afirmación les resulte herética, les aconsejamos que vean de nuevo las versiones de Welles o Polanski.