sábado, 25 de abril de 2020

LIBROS DE OCASIÓN: «MICHELANGELO ANTONIONI», DE DOMÈNEC FONT

Por Francisco López Martín




El gran pianista y director de orquesta Daniel Barenboim ha establecido en ocasiones una diferencia entre compositores esenciales para la historia de la música, como Richard Wagner, y compositores no esenciales, como Felix Mendelssohn. Si desapareciera la música de Mendelssohn, que el propio Barenboim califica de bellísima (y de la que ha dejado alguna grabación esplendorosa), la historia de la música no sufriría menoscabo alguno; en cambio, la aportación de Wagner forma parte fundamental de dicha historia, tanto por el carácter rupturista de su obra en relación con el pasado como por la influencia que ejerció en las jóvenes generaciones de su época.

Michelangelo Antonioni

No me cabe la menor duda de que muy pocos directores de la historia del cine, siguiendo con los términos del razonamiento de Barenboim, son tan esenciales para ésta como la del italiano Michelango Antonioni (1912-2007), tanto por la radicalidad extrema que logra alcanzar su cine en relación con las formas heredadas del pasado a partir de 1960, fecha de estreno de “La aventura”, como por la influencia que su producción ha tenido en la obra de grandes cineastas posteriores como Theo Angelopoulos, Wim Wenders o Andréi Tarkovski.


Por ello es una suerte contar con una monografía sobre Antonioni como la que escribió hace ya algunos años el añorado Domènec Font (1950-2011). Puedo afirmar que se trata de uno de los mejores estudios sobre la obra de un cineasta que he leído en mi vida, por profundidad analítica y riqueza de sugerencias. Y si sus finísimos y cultísimos análisis han enriquecido en tantas ocasiones mi visión de la práctica sucesión de obras maestras que constituye la filmografía antoniniana, estaré eternamente agradecido a este libro por abrirme los ojos al enigma que para mí había sido siempre «Blow Up» (1966) y mostrarme la grandeza de una película en la que se plantean dos reflexiones de profundísimo calado filosófico y cinematográfico: «el carácter inaferrable de la realidad, de una parte, y la incapacidad de la imagen de representarla, de otra».


En las primeras páginas del libro, Font hace ya una afirmación que nos permite apreciar la importancia histórica de la figura del director italiano: «No quisiera caer en la introspección melancólica, pero me parece que podemos hablar de Antonioni como de un superviviente, de hecho el único superviviente junto con Godard, de una época en la que todavía se podía entablar un diálogo radical con las formas estéticas; y de un cine que conjugaba el entusiasmo de la experimentación con la fuerza poética y la palabra pensante en una suerte de unidad hoy resquebrajada. Decididamente, en su obra convergen muchos interrogantes de la época, sus mejores aportaciones y desafíos. Tendencias del arte, la filosofía y la cultura contemporáneas. Interrogantes sobre el sujeto y el mundo, el lenguaje y la visión que ayudan a definir la naturaleza intempestiva del movimiento moderno».

L'avventura (1960)

Aunque el cine de Antonioni es sumamente brillante desde el inicio de su carrera, comenzada con la excelente «Crónica de un amor» (1950), no cabe duda de que, si podemos hablar del cineasta italiano como de uno de los faros de la modernidad cinematógrafica, es a partir de la ya citada «La aventura» (aunque creo que Antonioni logró mayores cotas de perfección en títulos posteriores). Font lo explica así: «La ruptura moderna de L’avventura se plantea en el terreno de la narración […] lo cierto es que L’avventura acabará marcando una trayectoria singular dentro del cine europeo basada en la subversión de las relaciones causales, temporales, lógicas y emotivas. Composición introspectiva que la literatura ya había avanzado con Proust, Joyce, Virginia Woolf o Pavese, pero que el cine recién inauguraba dentro de la estética moderna». Idea en la que abunda una cita del propio Antonioni: «He suprimido todas las relaciones lógicas del relato, los bruscos pasajes de una secuencia a otra, todo lo que hacía que una secuencia sirviera de trampolín para la siguiente, justamente porque me ha parecido, y estoy plenamente convencido de ello, que hoy el cine debe estar más ligado a la verdad que a la lógica. La verdad de nuestra vida cotidiana no es ni mecánica, ni convencional, ni tan artificial como las historias construidas por el cine nos muestran. El ritmo de la vida no es metronímico, es una cadencia tan pronto acelerada como ralentizada, inmóvil como vertiginosa. Hay momentos de pausa y momentos de aceleración, y son esas variaciones de “tempo” las que deben resurgir a lo largo de un film precisamente para ser fieles a este principio de verdad».

L'avventura (1960)

Según Font, «ese juego con el tiempo se plantea sobre la base de un proceso de “desnarrativización”. Entendámonos, no significa que sus películas no planteen conflictos [pensemos en la conflictividad sentimental entre hombres y mujeres, tan importante en su cine], sino que las tensiones están desdramatizadas según las convenciones teatrales y psicológicas tradicionales». A lo que añade: «Los films de Antonioni son des-narrativos, en la medida en que evitan fáciles implicaciones causales, circulan en un espacio dilatado, disgresivo, recurren a ejercicios del pensamiento a través del monólogo interior o se aposentan sobre la deriva del sentido como una manera de expresar el drama del tiempo y su ausencia». El plano vacío, los tiempos muertos, la triple ecuación entre el espacio psíquico del personaje, el espacio arquitectónico y el espacio del encuadre son algunas de las herramientas magistralmente utilizadas por Antonioni y analizadas con enorme sensibilidad por Font.

En definitiva, estamos ante un libro esencial sobre un cineasta esencial. Esperamos que esta breve nota sirva de acicate para su lectura. Y los dejamos con esta hermosa canción de Caetano Veloso para la última película que rodó Antonioni, «Eros» (2004), en el mejor de los tres episodios que la componen, dignísima despedida artística a la que probablemente no se haya prestado toda la atención que merece.



miércoles, 15 de abril de 2020

EL CINE SEGÚN FRANCO (II)




por el señor Snoid


La última aparición del Generalísimo en un largometraje se produjo como clímax de Franco; ese hombre, documental dirigido por su cineasta de cabecera, José Luis Sáenz de Heredia, y que se estrenó en 1964 dentro de los fastos de los “25 años de paz” (habría que sustituir “paz” por “victoria”). La película es una demencial amalgama de imágenes documentales —que vierten tal cantidad de falsedades y mentiras sobre la historia y sobre el protagonista que estamos tentados de pensar que el realizador se las creía—, unas selectas entrevistas y unos planos del pabellón español en la Exposición Universal de Nueva York, en un decorado que parece diseñado por Ken Adam para la guarida del jefe de Spectra en una película de James Bond. Como decíamos, el momento estelar es la aparición de Franco himself al término de la cinta.



El tono de la entrevista quizá habría sido más adecuado si Sáenz de Heredia se hubiera puesto de rodillas, dado el humillante baboseo que prodiga a su ídolo, quien demuestra ser un maestro del understatement, técnica actoral que consiste en la inmutabilidad a cualquier precio (como un Fred McMurray o un Robert Mitchum), salvo cuando se le pregunta si “los españoles somos tan difíciles de gobernar”, y el Caudillo abandona su impasible gesto y tiene un fabuloso arranque de campechanía (dentro de sus límites, por supuesto). Hay que decir que como intento de puesta al día del régimen, el film muestra ciertas dudas, pues se sigue hablando de “Cruzada”, de que España es “la reserva espiritual de Occidente” y de todo el resto de sandeces propagandísticas de los años posteriores a la guerra civil. Las alusiones a la conspiración masónico-marxista se hallan en medio de las glosas a la trayectoria vital del genocida y sólo echamos en falta eso tan bello de “una unidad de destino en lo universal”.

Lo más llamativo es que en Franco; ese hombre sólo aparezcan un par de testimonios más. Uno es el del médico que le atendió tras el balazo que le pegaron los moros insurgentes cuando Franco era comandante en Marruecos; tras un detenido examen de la herida y sus posibles (y fatales) consecuencias, el galeno abandona las radiografías, la descripción de que “Franco se hallaba en proceso de inspiración, no de respiración, y la bala no interesó gravemente al diafragma y salió por la espalda”, y se nos deja con la sensación de que ahí hubo intervención divina o por lo menos mediación de algún subordinado del Todopoderoso, como Santiago Matamoros. El otro testimonio posee mayor interés, pues el entrevistado es Manuel Aznar, antiguo juntaletras y uno de los primeros plumillas que ensalzó de forma desbocada a Franco; de voceras del régimen pasó a embajador en Washington, director de Semana y de La vanguardia, entre otras prebendas, amén de ser el autor de la Historia militar de la Guerra de España, una obra de ficción que le valió los primeros ascensos. Como habrán adivinado, este don Manuel es el abuelo de nuestro carismático José María Aznar, añorado presidente de nuestra más reciente y democrática historia. Algo que resulta lógico, pues en España siempre han mandado (y mandarán) los de siempre:


Españoles “verdes, blancos, rojos o azules”: desconocíamos que hubiera tantos ecologistas hacia 1936, pero si don Manuel lo dice...¡Y esa astuta artimaña para poner de los nervios a Hitler en Hendaya! Por otro lado, lo de las Brigadas Internacionales nos parece de lo más relevante y atestigua la talla del entrevistado como historiador. Además, en la película no hay ni rastro de nazis alemanes ni de fascistas italianos...

Franco como cinéfilo

Bien saben ustedes que la mayoría de los dictadores del siglo XX tenían pasión por el séptimo arte. Algo muy razonable, pues solían ser individuos de escaso bagaje intelectual, y ya se sabe que el cine era un arte de masas. Y la verdad es que no nos imaginamos a Hitler recitando a Hölderlin o a Stalin enfrascado con Los hermanos Karamazov. Franco no iba a ser menos que Mao o Pol Pot (en este y otros aspectos) y las películas fueron su pasión. Además de practicar la pintura (como el Führer) o la escritura: de hecho, en este año de gracia de 1964, el Caudillo pidió (y obtuvo) su ingreso en la SGAE, antes de que la dirigieran Teddy Bautista o Antón Reixa, merced a sus obras Diario de una Bandera (hazañas bélicas en el norte de África), Masonería (una compilación de artículos publicados con seudónimo) y el guión de Raza.



Los historiadores Caparrós y Crusells, en su obra Las películas que vio Franco (Cátedra, 2018), aseguran que Franco se hizo proyectar en El Pardo 1.979 pelis entre 1946 y 1975. Pocas se nos hacen, pues desde que el dictador puso a ministros del Opus y de Falange para que dirigieran el país (y de paso se cortaran el gaznate entre ellos) a principios de los 50, sus ratos de ocio aumentaron extraordinariamente: caza, pesca y cine. Los gustos del Generalísimo eran variopintos: lo mismo veía El séptimo sello que una comedia de Jean Negulesco o alguna astracanada de Pedro Lazaga. Se dice que la última película que vio fue Operación Crossbow, tostonazo bélico que sin duda aceleró su anhelado fallecimiento. Aunque los rumores de noviembre de 1975 aseguraban que la última que vio fue la producción francesa Pánico en la ciudad, donde Jean-Paul Belmondo encarna a un comisario de métodos muy similares a los de Harry el sucio. Pero hay que recordar que en la noche del 19 al 20 de noviembre, antes de que la palmara oficialmente, TVE regaló a los españoles uno de sus films predilectos: Objetivo: Birmania. Claro ejemplo de que los programadores televisivos eran tan ineptos entonces como hoy: de haber puesto una de Walsh, habría sido más adecuada Murieron con las botas puestas, mixtificada biografía del general Custer: tan alejada de la verdad histórica como las biografías cinematográficas e impresas sobre Franco.