domingo, 31 de enero de 2021

NO TE ASUSTES DEL FUTURO: ESE MONSTRUO NO VENDRÁ

 

por el señor Snoid



Imaginen ustedes que, de la noche a la mañana, suprimen o limitan la lectura del Lazarillo de Tormes porque la novelita se burla de clérigos, cornudos y ciegos. O el Quijote, donde el autor —sobre todo en la primera parte— se burla despiadadamente de su personaje, un enfermo mental (los lectores de 1605, poco influidos por hispanistas británicos, alemanes o gringos, lo tomaron como un libro humorístico lleno de chistes de caca-pedo-culo-pis que tanto nos entusiasman a los españoles). O La Celestina, donde el tarugo de Calisto se pasa media obra fornicando con Melibea, menor de edad. Pero ella se lo pasa pipa, y cuando el cretino de su amante palma desnucándose —como si no hubiera acumulado experiencia saltando muros— la chiquilla entona un espectacular monólogo —una de las cumbres de la literatura en castellano, y no juramos en vano— que podría resumirse en “que me quiten lo bailao”. O Moby Dick, cuyo personaje central es un tullido (con perdón) que, merced a su malsana obsesión, conduce a la muerte a toda la tripulación del Pequod, salvo al narrador, pues alguien tenía que contar el cuento.

Y esto viene a propósito de que la empresa Disney no deja de sorprendernos. Su última hazaña para adaptarse a los tiempos que corren ha sido condenar el legado del tío Walt y poner la etiqueta de “sólo para adultos” a sus films más sobresalientes:


De críos a nosotros no nos entusiasmaban demasiado las pelis Disney. Nuestros padres nos llevaban a ver las cosas que a ellos les apetecían, y como además no tenían los pobrecillos demasiado criterio, pues un sábado podía caer James Bond contra Goldfinger y el domingo Aguirre, la cólera de dios, amén de alguna de terror de Jacinto Molina/Paul Naschy con profusión de tías en pelotas “por exigencias del guión”. Eran otros tiempos. Una ciudad pequeña tenía un montón de cines de variado pelaje: de estreno, de reestreno, de reposición y programa doble y hasta de “arte y ensayo”.

Por lo habitual, esas pelis que nos llevaban a ver (así hemos salido de degenerados) estaban calificadas como para “Mayores de 18 años y mayores de 14 acompañados de sus padres o tutores”. Pero al portero uniformado del cine poco parecía importarle que tuvieras seis añitos para ver El exorcista. Sólo una vez no salió bien la jugada y Snoid senior volvió a casa con un humor de perros: se nos negó la entrada al estreno de El Padrino. Algo raro, pues en la copia que se estrenó en España en 1972 estaba ausente el plano en el que se le ven las tetas a Apollonia, la esposa siciliana de Michael.

Sólo cuando tuvimos nuestros propios churumbeles entramos de lleno en el mundo Disney. Y hemos de decir que este es uno de los pocos aspectos negativos de tener descendencia. Se lo dice alguien que se ha visto obligado a ver una docena de veces un horror de la calaña de Tod y Toby. Sin embargo, las películas que supervisó el tío Walt nos depararon gratas sorpresas. Las sorpresas de descubrir lo que era capaz de hacer una mente perturbada con talento, pues no hay duda de que Walt Disney poseía alguna patología sumamente perversa, ya que ¿a quién se le ocurre eliminar a la mamá de Bambi a mitad de película? Y el padre había ya abandonado el hogar, para más inri. Y el Bambi adulto sigue los pasos de papi y deja tirada a Falina y a su prole al final de la película: ¿cabe presentar una familia más disfuncional?


¿Y qué me dicen de Dumbo? Crueldad, explotación, alcoholismo, clasismo, racismo... ¡Menos mal que se trata de una historia de superación personal! Nuestro momento favorito es la escena en que los currantes negros montan la carpa del circo mientras cantan una canción maravillosa sobre lo justo de su situación, ya que son unos pobres negros ignorantes que tienen lo que tienen “porque no quisimos estudiar”:


En un film de Spielberg que sus admiradores pretenden fingir que no existe, 1941, hay una descacharrante escena en que un viril general encarnado por Robert Stack llora como una Magdalena viendo Dumbo. ¡Y se sabe los diálogos de memoria! Y pese a la amenaza de invasión nipona, se resiste a abandonar la sala. Un poco como cuando Bush estaba escuchando el cuento de los cabritillos durante los ataques del 11-S, se quedó embobado y casi hubo que llevarle a rastras al Air Force One:



No es que 1941 sea una obra maestra, pero es mucho mejor de lo que piensan detractores y fanáticos de Spielberg. Y esto nos conduce a que, a lo que parece, la empresa Disney todavía no ha metido mano a las pelis de “acción real” de su catálogo. De momento. Porque recuerden que en 20.000 leguas de viaje submarino se cargaban a un calamar gigante: ¡pobre calamar! Y se criticaba al imperialismo británico, además. Por no hablar de la partenaire de Kirk Douglas, aquella simpática foca que rivalizaba con el ídolo en carantoñas y cucamonas, a la que estamos convencidos que Disney explotaba laboralmente. ¿Y Canción del Sur? Esto sí que es grave, porque ahí sale un negro, el tío Remus, que era más servil aún que el mayordomo de Leonardo DiCaprio en Django desencadenado. ¡Y era un hombre libre! (supuestamente)

Como ven, el mundo en que vivimos cada vez se parece más a Farenheit 451. Sólo quedan tres opciones: apalancarse en casa viendo la tele todo el santo día, hacerse bombero o convertirse en hombre-libro. Madre de dios al que le toque aprenderse de memoria Guerra y Paz. O Finnegans Wake. O 50 sombras de Grey (sublime traducción de 50 Shades of Grey). Yo ya estoy memorizando el cuento aquel de Monterroso sobre el dinosaurio...

viernes, 29 de enero de 2021

EL CINE SEGÚN FRANCO (y III)

 

por el señor Snoid



Franco como cineasta

Dada la pasión que sentía el Caudillo por el séptimo arte, no resulta nada extraño que hiciera sus pinitos cinematográficos. ¿Y qué mejor contexto para hacer unas prácticas que el de una de las múltiples guerras entre España y los insurgentes rifeños? A finales de 1924 el teniente coronel Franco filmó con una pathé baby de 9,5 mm. la retirada de la Legión de la plaza de Xauen, el clásico desastre militar donde perdieron la vida 2000 soldados españoles, gracias a la espectacular visión estratégica de los mandos, el hostigamiento de los salvajes nativos y que Franco, en vez de dar las pertinentes órdenes a sus subordinados, no paraba de juguetear con su tomavistas. Su excepcional labor como cámara le valió el ascenso a coronel, puesto que por aquellos tiempos las estrepitosas derrotas se disfrazaban con medallas y promociones, y una hecatombe bélica se entendía con el eufemístico sintagma “reagrupamiento estratégico”.

Por desgracia, nada queda de esas filmaciones, que imaginamos apasionantes. Sin embargo, no perdemos la esperanza: ahora que nuestro actual gobierno progresista-bolivariano se ha incautado del pazo de Meirás, es posible que, tras el preceptivo saqueo de los objetos valiosos por parte de los herederos del dictador a plena luz del día y escoltados por la Guardia Civil, se encuentren unos enmohecidos rollos de película entre las antiguallas que no hayan sido debidamente tasadas…





Franco como crítico

Se sospecha que el tirano también se dedicó a la crítica cinematográfica y que durante los años 20 y en la época de la II República publicaba reseñas en revistas militares. Algo que no nos extrañaría lo más mínimo, pues nuestro hombre poseía ínfulas de escritor, como ya vimos en sus facetas de memorialista, guionista y autor de artículos de prensa. Y es una auténtica pena que no hubiera seguido por ese camino, pues en vez de convertirse en un André Bazin o en un Bosley Crowther a la española, decidió que lo suyo era exterminar primero moros, luego mineros asturianos y al poco españoles de todas las regiones.





No obstante, el Caudillo sí llegó a ejercer la crítica durante sus años en el poder. Solía comentar las pelis que le proyectaban en El Pardo —le gustaban los westerns y los films de James Bond, aunque esto último nos choca: no porque el protagonista fuera un funcionario de la pérfida Albión, sino por su descocada conducta, acostándose con azafatas, espías rusas, camareras o todo lo que llevara faldas.

También se hacía proyectar películas escandalosas que, por un motivo u otro, le tocaran de cerca. Este fue el caso de Viridiana, film que representó a España en el festival de Cannes y que se llevó la Palma de Oro. La delegación patria estaba contentísima y auguraba un recibimiento triunfal a su vuelta a España, como los que se le rendían al Real Madrid de las cinco copas de Europa. Por desgracia, un artículo publicado en L’Osservatore Romano, diario de El Vaticano, puso las cosas en su sitio y denunció que la película de Buñuel era "una serie inqualificabile di elementi blasfemi ed erotici e un problematicismo ateo che riesce solo a disgustare". Sabias palabras que picaron la curiosidad de Franco, quien se interesó por el caso, vio la película en un pase privado y concluyó: “¡Pero si son sólo unos chistes baturros!” Admiren ustedes la perspicacia y capacidad de síntesis que poseía el Caudillo.





Franco como personaje

Hay que reconocer que la figura de Franco no ha tenido el éxito fílmico de un Hitler o un Stalin, ni siquiera el de un Nixon o un Bush jr. Pese a todo, el cine nacional ha producido unas cuantas películas que tomaban al dictador como figura central, en ocasiones interpretado por actores competentes —Ramon Fontserè (¡Adiós, Excelencia!, Albert Boadella, 2003), o argentinos —Pepe Soriano en Espérame en el cielo, Antonio Mercero, 1988—. Sin embargo, dos se llevan la palma al Paquito más convincente. Uno es Juan Diego en Dragón Rapide (Jaime Camino, 1986). Diego siempre ha brillado extraordinariamente haciendo papeles de hijodeputa o de personajes torturados (como el San Juan de la Cruz que encarnó en el film de Saura La noche oscura, película que merecería una revisión), pero la película de Camino no pasa de ser una mediocridad bienintencionada.




El Franco más convincente es sin duda el que encarnó Juan Echanove en Madregilda (Francisco Regueiro, 1993). El hoy injustamente olvidado Regueiro es probablemente el único director español que logrado crear unos excelentes esperpentos cinematográficos—por lo menos en sus últimos films, Padre Nuestro, Diario de invierno—, esperpentos según la idea de Valle-Inclán: ridiculización y deformación grotesca de los personajes y crítica feroz a todo y a todos. Y en el resto de su filmografía hay otras obras nada desdeñables, como su magnífico primer largometraje, El buen amor (1963).

Una escena de la citada Madregilda en la que el Caudillo juega una reñida partida de mus con un trasunto de Millán Astray (Juan Luis Galiardo), un capellán castrense (Antonio Gamero) y la cara de acelga de José Sacristán:




Y concluyamos esta saga con otro momento de Madregilda:


martes, 5 de enero de 2021

ESTRENOS DE OCASIÓN: "MANK" (DAVID FINCHER, 2020)

 

por el señor Snoid



Se podría decir que en Mank coexisten varias películas. La primera, y menos interesante, es la película de Hollywood sobre Hollywood, tipo Cautivos del mal, Dos semanas en otra ciudad, El último magnate o The Player. Esa clase de película que fascina al espectador mediante la exhibición de seres mezquinos, avariciosos y traicioneros (la gente que trabaja en el cine), algo que hace que el aficionado salga de la sala muy satisfecho de no ser como ellos, o que fomenta la “caza del secundario” del cinéfilo aquejado de idolatría (“¡Ese es John Houseman!”) o de casos aún más graves de paganismo (“Ese del fondo a la derecha es el hermano del chófer filipino de Murnau”). Estas películas, que por lo habitual poseen un tono fúnebre y tristón —en parte por lo que cuentan, en parte porque no evitan sustraerse a una nostalgia malsana—, no hacen sino perpetuar el mito de Hollywood que este empezó a fabricarse a sí mismo casi a partir de The Squaw Man (De Mille, 1914). En este sentido, Mank va un paso más allá que su predecesoras, pues es tal la profusión de personajes (reales) que mucho nos tememos que el espectador que ignore las vidas ejemplares de Mayer, Thalberg, Welles, Lederer, los Mankiewicz y compañía se va a encontrar un poco perdido. Hay una secuencia espléndida que lo ilustra: a la salida del funeral de Thalberg, Mank conversa brevemente con David O. Selznick (al que vimos efímeramente en una escena al comienzo del film). La pretensión de Fincher no es, evidentemente, mostrar un despliegue de figuras de la industria del cine, sino constatar lo difícil que en 1936 era para Mank encontrar trabajo. Sin embargo, es inevitable que el espectador se pregunte quién es ese tipo a quien Mank acudió a ver pero que no pudo pasar “de la secretaria de tu secretaria”.




Otra película nos muestra la génesis y verdadera autoría de Ciudadano Kane, que es, por supuesto, obra de Herman Mankiewicz. Esto no supone ninguna novedad. La especie ni siquiera se remonta a Pauline Kael, sino que ya circulaba por Hollywood en el momento en que el film se estrenó. El que el único Óscar que se llevó Kane fuera el de “Mejor guión original” era una manera de humillar a Welles (que por entonces lo estaba pidiendo a gritos) y de afianzar el hecho de que la primera película del niño prodigio, del genio, se debía a la pluma de un escritor alcoholizado al que Welles había extraído el jugo (creativo). (A nosotros nos repitió el cuento, a principios de los noventa, un profesor de guión de UCLA; aunque hay que añadir que el hombre, como buen veterano de Vietnam, estaba algo zumbado). Mank resulta un tanto repetitiva en cuanto a este aspecto. La secretaria de Mank y su hermano Joe repiten como cotorras, “Es lo mejor que has escrito”, y el propio Mank, en la única (y excelente) escena que comparte con Welles lo afirmará de forma patética, casi implorante, ya que “lo que quiero es la autoría” (ante la pretensión de Welles de aparecer en solitario en los créditos).


Y esto nos lleva al guión del que se ha servido Fincher, que tiene una cierta semejanza con los guiones de los Mankiewicz. Se habla mucho —quizá demasiado—, se dicen muchas ingeniosidades, hay un esfuerzo por dotar de vida a cada personaje (lo que en Mank es un síntoma de exceso de ambición) e incluso hay personajes que exhiben una cultura académica y libresca con el fin de humillar a los potentados analfabetos (no olvidemos que en Hollywood, según las películas, abundan los iletrados). Casi parece un guión del hermano de Herman, Joe (o Joseph L.), quien estaba enamorado de las palabras y de sí mismo. Hoy en día los guiones (y películas) de Joseph L. resultan un poco plomizos y en exceso verborreicos, sea suyo el guión (Eva al desnudo, Carta a tres esposas) o ajeno (La huella, El día de los tramposos), aunque reconocemos que cuando abordaba un buen guión ajeno (El mundo de George Apley), el resultado era espléndido. En Mank, de hecho, se nos cuenta que a Joseph L. se le despide de la Metro por hacer un juego de palabras (en francés) sobre el director Mervyn Leroy. Lo que nos da la pista de que Joe era un poco rebelde, como su hermano. Lo cierto es que Joseph L. jugaba al juego de Hollywood mucho mejor que Herman, pues durante sus años de productor-guionista en la Metro hizo lo que no quería que le hicieran a él: Fritz Lang afirmaba, treinta años después de su realización, que Joe (productor) había arruinado Furia; el Mankiewicz director echaba pestes de Zanuck cada vez que podía, pues consideraba que el jefe de producción había mutilado salvajemente sus películas para la Fox. En Mank, por fortuna, Joe no porta la pipa con la que posaba perennemente desde que se hizo famoso.


Por otro lado, el siempre cotilla Quentin Tarantino comentaba hace años que Fincher debió sentirse muy presionado tras el éxito de Seven, dado que “depende de los guiones que escriben otros”. Y algo hay de verdad en ello. Pero sólo algo: las referencias culturales a los siete pecados capitales en Seven eran dignas del Reader's Digest, y ello no impedía que el film funcionara magníficamente. Sin embargo, es cierto que sus mejores películas poseen puntos de partida o pretextos literarios atractivos (y no siempre necesariamente brillantes: El club de la lucha es sin duda muy superior a la novela de Chuck Palahniuk), mientras que sus otras películas notables (Alien 3 —¡Herejía!—, Zodiac, Desaparecida) tienen argumentos con posibilidades que el director aprovecha con maestría; otras se desinflan según avanza el metraje (The Game), alguna no hay por dónde cogerla (La habitación del pánico) y a nosotros la muy alabada La red social (que podría emparentarse con Ciudadano Kane, por lo menos en su retrato de un multimillonario egomaníaco) nos provocó un episodio de narcolepsia agudo.



Ha nacido un nuevo héroe

Mank nos presenta a un personaje central lleno de virtudes: culto, generoso, atento, brillante, amigo de sus amigos, se escandaliza ante las injusticias y las triquiñuelas urdidas por los poderosos, salva a ¡una aldea entera! de judíos alemanes de un más que previsible destino en las cámaras de gas y es honesto consigo mismo y con su trabajo. Lástima que el hombre tenga una acusada tendencia a la autodestrucción (en forma de alcoholismo, afición al juego y, lo que es peor en su universo, un soberano desprecio a la autoridad). La vida en Hollywood de Mank se nos muestra a través de varios flash-backs y es, sin duda, lo más brillante de la película. Podríamos preguntarnos qué habría hecho un Nicholas Ray con semejante material, pues es evidente que no es la emoción que desprenden sus personajes el fuerte de Fincher. En Mank, hay, por supuesto, excepciones a la habitual frialdad del director: por ejemplo, la excelente escena en la que el protagonista y Marion Davies charlan en los jardines de San Simeón, y se dan cuenta, sin confesárselo, que son casi almas gemelas; la escena que provoca la expulsión de Mank de la corte de Hearst, cuando, totalmente ebrio, ridiculiza a Mayer y a Hearst, mediante la adaptación moderna de una versión del Quijote (otro guiño a Welles, claro) o el personaje de su esposa, la “pobre Sara”. Por cierto que todas las mujeres que aparecen en la película son maravillosas: desde la Hausfrau Freda a la secretaria de Mank, la británica Rita, pasando por la mencionada Sara: inteligentes, comprensivas, dedicadas, con carácter. Mención especial merece Marion Davies (estupenda Amanda Seyfried), de quien todo el mundo tenía la noción (gracias a Ciudadano Kane) de que era una boba insoportable. En realidad, todos los testimonios fiables nos cuentan que Marion más bien se hacía la tonta y quería sinceramente al cretino de Hearst. Y es que, por ejemplo, ¿qué razón podría tener Raoul Walsh, salvo el aprecio verdadero, de poner por las nubes a la chica en sus memorias cuando ya casi todos estaban muertos y enterrados a principios de los años setenta? Es obvio que Fincher siente gran simpatía por el personaje, pues a ella se le dedican algunas de las mejores escenas y está siempre retratada con cariño. Otra cosa son los hombres: salvo Mank, o son malévolos (Mayer se lleva la palma: su demagógico discurso ante la plantilla de la Metro acerca de apretarse el cinturón lo describe desde el principio como un desaprensivo y un miserable) o son débiles (Shelly Metcalf, el director de los noticiarios falsos que hacen que Upton Sinclair pierda las elecciones) o se engañan a sí mismos (la ambivalente descripción que se hace de Thalberg, ejecutivo implacable con mala conciencia). De Hearst, dado que todo aficionado al cine conoce (presumiblemente) su vida y obra, se da una visión singular: aprecia a Mank, tiene una visión (correcta) sobre el futuro del cine sonoro y, finalmente, pone a Mank en su lugar (la calle), pues hasta los ricos tienen un límite si se les humilla en público. Por otro lado, los interiores de su mansión están fotografiados como si de un interior de una película de terror de la RKO se tratara.


Quizá el único problema de Mank es su excesiva brillantez. Nos explicamos: cada plano, cada secuencia, cada escena están muy trabajados; algo característico del estilo de Fincher: para él no hay momento desdeñable y todo ha de ser perfecto (en la interpretación, en el encuadre, en el sonido...). Y esto no es precisamente una crítica (nosotros siempre hemos alabado el buen hacer del director: incluso hemos llegado a defender Alien 3 con delirantes argumentos: cuando los cinéfilos la ponían a parir —como Fincher mismo— argumentábamos que era una puesta al día de La pasión de Juana de Arco de Dreyer: abundancia excesiva de primeros planos, planeta-monasterio-prisión, el bicho como representación de la intolerancia religiosa, Ripley como Juana, los desterrados en el planeta como inquisidores... rara vez colaron estos paralelismos tan acertados, todo hay que decirlo); algo que hace que una tontada como The Game sea visualmente muy atractiva, pero que quizá perjudica a Mank en un aspecto: lo que podría haber sido una soberbia narración intimista del “último hurra” de un hombre íntegro, pero acabado, se convierte (en parte) en un lujoso ejercicio de estilo en el que Fincher pretende abarcar demasiado en demasiado poco tiempo: raro ejemplo de una película norteamericana contemporánea con una duración superior a las dos horas que se hace corta. Aunque quizá este pueda ser el mejor elogio que se le puede hacer a Mank.