lunes, 24 de febrero de 2020

EL CINE SEGÚN FRANCO (I)






por el señor Snoid

Se veía venir: Franco ha vuelto a ponerse de moda. Gracias a ese partido que poco tiene de franquista y mucho de meapilas, ultraliberal (en cuanto a su visión del capitalismo) y ultramontano. Y sobre todo gracias a la muy publicitada exhumación de la momia, retransmitida por diversas cadenas de televisión y que, sinceramente, a nosotros se nos antojó como si fuera el sepelio de un jefe de estado: sólo faltaban los compases del himno nacional, unos cuantos espadones escoltando el ataúd y una salva de veintisiete cañonazos. Nosotros lo vimos en la pachanga de Ferreras y este se hallaba tan excitado como cuando va al Bernabeu a disfrutar del equipo de sus amores (que también, curiosamente, era el equipo de los amores del cadáver). Vergonzoso acto que se habría evitado si el gobierno se hubiera atrevido a preguntar en referéndum a los españolitos qué hacer con los despojos, proporcionando además opciones al gusto de los interesados:

a) Arrojar los restos a un vertedero

b) Dejar la momia en una sala del palacio de Oriente para la adoración de la plebe, tal que Lenin en el Kremlin

c) Dinamitar el Valle de los Caídos sin haber evacuado a los monjes benedictinos


Nada de esto se hizo y aún sufriremos las consecuencias largo tiempo. No obstante, pese a que desde entonces no han faltado los avispados que han tildado al generalísimo de dictador y genocida o bien los revisionistas que han aclamado su figura (metafóricamente: recuerden que era un poco barrilete), no se ha hecho suficiente hincapié en una de sus grandes pasiones. Quizá su gran pasión aparte de exterminar rojos y mantenerse en el poder: el cine.

Franco como cineasta

No contento con haber cambiado la historia de España, a poco de terminar la guerra civil el célebre dictador tuvo la idea de cambiar también su propia historia: el resultado fue el guión de Raza (José Luis Sáenz de Heredia, 1942). En esta lisérgica cinta, la familia Churruca (trasunto de la familia Franco-Bahamonde) encarna los valores tradicionales de los españoles de bien: fervoroso catolicismo, conservadurismo a machamartillo y expresión de los sentimientos mediante intercambios verbales dignos de un Pereda o una Fernán Caballero:


En esta escena se ve cómo mamá Churruca se dedica a las labores propias de su sexo (la costura) mientras que papá, aguerrido Capitán de la Armada, instruye a sus churumbeles sobre antiguas glorias militares. El modo de pronunciar “Roger de Flor” y “Roger de Lauria” ya bastaría para justificar el independentismo catalán, así como la descripción de los almogávares, aquellos catalano-aragoneses un tanto bestias que dejaron el Imperio Bizantino hecho unos zorros a principios del siglo XIV; sin embargo, la mirada extraviada de papá al rememorar las hazañas del antepasado Churruca se torna severa cuando el pequeño Pedro (futuro traidor: es decir, leal a la república: politicastro oportunista en su mayoría de edad) pregunta si el finado héroe “tenía hacienda”. Se empieza así y se acaba siendo masón o comunista. Por lo demás, hay que señalar que el capitán Churruca muere de una forma grotesca, militar y espectacular en la guerra de 1898, en el contexto de “Mejor honra sin barcos que barcos sin honra” durante la batalla naval de Santiago de Cuba, mientras que el padre de Franco era Intendente de la Armada, se fugó con una jovencita y fue siempre un tarambana que en sus últimos años se burlaba cruelmente en público de Paquito, ya aferrado al poder. El hermano malo es una versión mixtificada y malévola de Ramón Franco, el famoso aviador, que llegó a ser diputado durante la República por ¡Esquerra Republicana de Catalunya! Ironías de la vida, Ramón la diñó en la guerra civil cuando se disponía a bombardear Barcelona, pero es evidente que Paquito (o José Churruca, o Alfredo Mayo) nunca perdonó sus devaneos izquierdistas y además, como era un envidioso, tampoco podía soportar que Ramón fuera un tipo extrovertido, galanteador y algo así como el Lindbergh español (con todas las implicaciones esperpénticas que posee tal comparación).

Franco como estrella de cine


Durante décadas los españoles vieron en el cine a Franco más que a Gary Cooper, a Sarita Montiel o a Fernando Fernán-Gómez, y ello se debió a que la presencia del tirano en el NO-DO (noticiario de exhibición obligada en todos los cines) fue continua hasta que su cadavérico aspecto y quebrantada salud espaciaron sus aplaudidas interpretaciones. El NO-DO estuvo presente en las pantallas desde 1943 hasta 1980 (a partir de 1977, como Revista Cinematográfica) y dado que era de periodicidad semanal, ya pueden imaginar cuántos cortometrajes interpretados por el Generalísimo llegaron a tragarse los españoles entre 1943 y finales de los sesenta:




“Cada uno en su lugar”: qué magnífico lema y qué actual resulta. ¡Y esos pobres niños entregados a la Sección Femenina y al Auxilio Social! Por otro lado, resulta espeluznante que se muestre España como una superpotencia: infantería, armada, flota pesquera, altos hornos, carros del siglo XIX transportando cebada... Nuestros mayores nos han contado que se morían (literalmente) de hambre en 1943. ¿Y ese (carísimo) movimiento de grúa inicial para introducirnos en El Pardo? El documental es torpe, en efecto, pero está hecho con una notable malicia. La aparición del dictador nos lo muestra como un laborioso hombre de estado, sentado en su despacho, rodeado de libros y papelotes (¿cuál sería ese volumen que consulta con afán?), tras ese movimiento de cámara que arranca, nada casualmente, desde un crucifijo. Es decir: he aquí al monarca burócrata asediado por papelotes planificando y estudiando  absolutamente todo. Como un Felipe II redivivo. Y después de ese retrato, unos planos de hazañas bélicas para que no olvide nadie de dónde vino el hombre y adónde estaría más que dispuesto a regresar en caso de que alguien intentara arrebatarle el trono.


Los cortometrajes interpretados por el dictador podrían agruparse en diferentes géneros: “Caza y pesca” (en el yate Azor, en la Sierra de Guadarrama, en la finca de algún Duque), “Coros y Danzas” (de visita en algún campamento veraniego de Falange u otorgando los premios de unos Juegos  Florales o certamen de poesía, cuyo tema fuera su excelsa figura), “Familia” (jugueteando con Carmencita: ambos parecen muy aburridos) o “Deporte y juegos de mesa” (jugando al tenis con una ferocidad similar a la del ídolo Rafael Nadal). El favorito de los españoles era, sin embargo, el de “Inauguraciones”. Y aquí se combinaban las escenas de gigantescas obras de ingeniería civil con los planos de miles de extras, como si de una película de faraones se tratara. Pensarán ustedes en los inevitables pantanos y en la pertinaz sequía. Uno de nuestros cortos predilectos es el de la inauguración del pantano del Ebro: sí, el célebre embalse del que tanto se jacta el actual virrey de Cantabria y bufón ocasional de La Sexta, Miguel Ángel Revilla:



La pasión de Franco por hacer de figurón cinematográfico empezó mucho antes de su llegada al poder. En 1926 hizo su primera aparición cinematográfica en La malcasada, un largo de Francisco Gómez Hidalgo que fue un hito del cine español. No por su calidad, sino porque prácticamente aparecían todos los españoles en la cinta; el reparto es espectacular: Primo de Rivera (padre), Valle-Inclán, los Álvarez Quintero, Belmonte, Romero de Torres, Muñoz Seca, Santiago Rusiñol... En fin, que están todos. Y la breve aparición del entonces famoso general nos demuestra, una vez más, que los distribuidores españoles siempre han carecido de imaginación, puesto que podrían haber publicitado esta horrorosa película con el lema ¡FRANCO RÍE!


sábado, 8 de febrero de 2020

LIBROS DE OCASIÓN: "TODOS LOS JÓVENES VAN A MORIR", DE LUIS PÉREZ OCHANDO

Por Francisco López Martín



Digámoslo de entrada: el libro que nos ocupa, publicado en 2016 por Editorial Micromegas, posiblemente sea uno de los ensayos cinematográficos más penetrantes que se han publicado en nuestro país en los últimos años. En apenas doscientas páginas de fluida lectura, Luis Pérez Ochando no sólo ofrece un repaso meticuloso del género que lo ocupa, sino que, al hilo de éste, va ampliando el foco hasta ofrecer una lúcida reflexión sobre la sociedad contemporánea, e infinidad de iluminaciones sobre la diversidad de asuntos que explora en el camino.      

«El slasher es un género de carne [adolescente], de carne que goza, sangra o se estremece, de piel que se eriza bajo el labio o se abre con el cuchillo, pero que siempre se muestra a nuestros ojos», explica el autor al principio del ensayo. «Esto, en esencia, es un slasher y nosotros, en este libro, vamos a analizarlo como un mito contemporáneo que funciona como relato iniciático y como fábula moralizante». Efectivamente, esa doble dimensión de mito y de fábula será explorada a lo largo del volumen, con un manejo exquisito de la bibliografía y una aplicación a los casos estudiados que nunca cae en lo afectado ni en lo forzado. Sin embargo, el propósito del autor va incluso más allá: «Todo relato, incluso el slasher, dialoga con la sociedad que lo genera, pero es, principalmente, en sus brechas y contradicciones donde hallamos los conflictos que la ideología dominante no ha sabido resolver». A lo cual añade: «En este libro, indagaremos en los valores y contradicciones del slasher en busca de la ideología que configura nuestra época y expondremos las correspondencias entre el ethos neoliberal —la producción de exclusión como fundamento socioeconómico— y una estructura narrativa, la del slasher, basada en la eliminación de personajes superfluos».



«El día de Año Nuevo de 1981», prosigue el autor, «el crítico Roger Ebert acudió a un pase de Viernes 13, 2ª parte». Al parecer, Ebert se quedó atónito al ver que el público, mayoritariamente adolescente, aullaba excitado mientras alguien «hundía un picahielos en la sien de una muchacha» y, en el texto que escribió al respecto, manifestó su estupefacción al constatar que semejante reacción venía suscitada «por una visión del mundo en la que la principal función de los adolescentes es ser apuñalados hasta la muerte». Luis Pérez ofrece una primera explicación al respecto. ¿Por qué aullaban de placer aquellos jóvenes al ver escenas de extrema violencia cometidas contra sus correlatos en pantalla? Pues porque «el slasher apela a los miedos y tabúes del público adolescente […], pero le permite exponerse a ellos a través de una forma fílmica convencionalizada». Este género cinematográfico «es un diapasón de castigo y desenfreno: el espectador ve realizados sus deseos secretos y recibe al mismo tiempo penitencia por ellos. Entretanto, puede reír o estremecerse, pues el tabú tiene cabida en el discurso bajo dos registros posibles: el temor o la risa, el relato de miedo o la comedia, y el slasher tiene un tanto de ambas cosas».

Sin embargo, lejos de contestarse con esta primera respuesta, Luis Pérez ahonda en la cuestión: «¿Por qué los adolescentes de nuestra época se divierten con la muerte de sus semejantes?». Y ofrece una solución que está en sintonía con el propósito indagador más amplio que cruza todo el libro: «Tal vez porque el espectador sepa que, en el fondo, el reguero de cadáveres que va dejando el asesino es el trasunto de un mundo despiadado en el que sólo sobreviven los elegidos. La cultura postmoderna no sólo conllevó el descrédito de los metarrelatos históricos de progreso y redención, sino también una desconfianza en la posibilidad de mejora o cambio. Así es la vida, unos pocos ganan, la mayoría pierde. No hay futuro: desmovilizados y alienados, no podemos hacer nada, pero sí reírnos mientras creemos que, en el fondo, todo es sólo una inmensa broma cósmica».

Una reseña que quisiera hacer justicia a este libro tendría que ocupar mucho más espacio que el de esta breve nota. Esperemos que las pinceladas que hemos extraído de él inciten a nuestros lectores a bucear en sus páginas. Se encontrarán con uno de los ensayos sobre cine mejor escritos y más pensados que han visto la luz en los últimos tiempos.