miércoles, 30 de julio de 2014

LA PÁGINA DEL SEÑOR SNOID - ¿LA EDAD DE ORO DE LA TELEVISIÓN? (SEGUNDA PARTE)


Por el señor Snoid
(http://www.blogger.com/profile/03871000575405204963) 

 
No te asustes del pasado: ese monstruo no vendrá




Aunque nos duela reconocerlo, hemos de admitir que para escribir esta serie nos hemos documentado a conciencia. Y es que de este asunto de las series sabíamos bien poco hace escasos meses, si exceptuamos Los Simpsons y las que ve la señora Snoid para conciliar el sueño, en vez de tomarse un somnífero como hacen los seres humanos normales y corrientes. No: ella me castiga con cosas como CSI: Las Vegas, Castle, NCIS o cualquier mierda policíaca que pongan. Pero hemos descubierto que la tele abunda en series que son auténticas obras maestras y que además poseen sus exegetas. Así, en el último número de SoFilm, el poeta neoclásico Luis Alberto de Cuenca aseguraba que Juego de tronos es como “Shakespeare y Tolkien juntos” (aunque también dejaba entrever que Garci y él son amigos); la portada del número veraniego de Caimán está dedicada a tal serie (aunque sospechamos que es un intento desesperado por vender cuatro o cinco ejemplares más y evitar que entonemos aquello de “Se va el caimán, se va el caimán…”). Y lo más importante es que nos hemos topado con una nueva secta religiosa que se hace llamar a sí misma “seriéfilos”. Los integrantes de este culto son unos hiperpajeros adictos a las series que, como en toda religión, poseen sus escisiones, dogmas, sectas subsidiarias y herejías. Igual que el cristianismo con los católicos, mormones, anabaptistas, anglicanos, luteranos y demás. Así, unos adoran la comedia española (serían los equivalentes a los anglicanos); los más, todo lo que venga de HBO (católicos ortodoxos y casi integristas); otros, las antiguallas (prefieren la misa en latín) y otros, muy estrictos y tradicionales, se decantan por series “de calidad” tipo Downton Abbey (son como los Amish). El medio de expresión favorito de estos seres es Internet, donde hay miles de blogs y revistillas dedicadas a profundos análisis de, por ejemplo, si “¿Es Tony Soprano el paradigma de las contradicciones del varón heterosexual contemporáneo?”. Algunas, por supuesto, son más ligeras. Nuestra página güeb favorita en estos momentos es vertele.com, donde te informan de que Tele5 invita a sus miembros a un preestreno exclusivo de esa cosa de polis, moros, terrorismo islámico y Romeo y Julieta en clave hispana y cañí, El príncipe. Y además les dan a los pajilleros asistentes un ágape con tortilla y jamón ibérico marca DÍA bajo la atenta mirada del capo Vasile. Esto tanto podría llamarse reconocimiento como adulación o incluso soborno. Ni siquiera los gringos hacen tales cosas en los sneak previews de, digamos, El amanecer del planeta de los simios. Hemos de concluir, por tanto, que los seriéfilos gozan de una enorme influencia y que los vaivenes del share de tal o cual serie dependen en gran medida de si estos devotos alzan o bajan el pulgar. Y si no nos creen, les dejamos el enlace:







S. E. el anterior Jefe del Estado a punto de pulsar el botón nuclear. En realidad, está dando vía libre al UHF en Motriko (Guipúzcoa). A su lado, un embelesado Manuel Fraga recién llegado de Palomares



Aunque no nos crean, a nosotros el éxito sin precedentes de Juego de tronos nos alegra. A pesar de que consideremos que es una mierda. Y es que sería muy fácil despachar este producto como una mezcla bizarra de Dallas y El señor de los anillos (recuerden que ésta es la novela favorita de los socios del Opus Dei, secta más antigua que la de los seriéfilos), o, como decía aquel, de Shakespeare y Tolkien. Pero creemos que no van por ahí los tiros. Juego de tronos es, ni más ni menos, una hija bastarda de un género literario que hizo furor durante siglos, la novela de caballerías: sí, esas novelas que trastornaron a Don Quijote. Como es indudable que ustedes no han leído ninguna, se harán una serie de preguntas. ¿Había tanto sexo en aquellas cosas? A mansalva. Sepan ustedes que incluso Don Quijote, muy a su pesar, admitía que “de Don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, se murmura que fue más que extremadamente rijoso” (Quijote, Segunda parte, II). Y tanto, pues nada más salvar a una doncella en peligro, exigía una recompensa en especie. Y si la mujer se negaba, la violaba y proseguía con sus aventuras. Sexo a espuertas lo hay también en la mejor de todas, Tirant lo Blanc, o en cualquier otra de las malas, que son mayoría. ¿Y qué hay de la violencia? Lo que se ve en Juego de tronos es tan violento como jugar al Call of Duty comparado con las salvajadas que aparecen en estas novelitas. Pero, ¿y la religión? Porque no hay cristianismo en Juego de Tronos, dirán ustedes. Pues tampoco en las novelas de caballerías, a no ser que sea bufo, como en el Tirant; la única en que el peso del cristianismo es agotador es en la primera novela de caballerías hispana de la que se tiene noticia, El libro del caballero Çifar, donde el prota incluso se hace acompañar de su santa esposa y prole, quienes a pesar de estar hartos de los rigores de la caballería andante (concepto que no hemos entendido jamás) se aguantan. Y es que es una cosa muy medieval (principios del XIV) y, claro, eso marca. Por lo demás, Juego de tronos sigue fielmente los dictados HBO: escena de sexo –penetración posterior a ser posible– en el minuto 15, secuencia violenta en el 27, el que parece que va ser el prota (Sean Bean) palma en el último capítulo de la primera temporada, etc. Ya sabrán ustedes el chascarrillo del productor de la HBO que se acerca al director mientras se disponen a rodar una escena de sexo: “Pero hombre, mete un desnudo frontal, que esto es tele por cable”.

  



Pero no es nuestra intención poner a caldo a la cadena que revolucionó la tele tal y como la entendemos hoy en día. De hecho, si cancelaron una de nuestras series favoritas, Deadwood, es porque no tenía público, por mucho que la crítica la pusiera por las nubes. Como ven, HBO se rige por principios exclusivamente artísticos. Y es que Deadwood era un western y ya se sabe que los westerns, hoy en día, dan alergia. Nosotros, que debemos buena parte de nuestra educación a la ingesta masiva de pelis del oeste, saltamos de júbilo cuando anuncian de quinquenio en quinquenio que van a poner una, aunque sea La doctora Quinn. Deadwood era, además, una serie que supo corregir su equivocado rumbo a tiempo. En principio, el prota iba a ser el sheriff retirado Seth Bullock. La primera secuencia nos lo muestra en su oficina antes de ponerse en marcha a Deadwood para montar una ferretería con su amigo y socio judío Sol Starr (bisabuelo de Ringo). Bullock tiene un preso cuatrero y viene una turba con la sana intención de ahorcarlo. Como Bullock tiene prisa, ni corto ni perezoso él mismo aplica la ley de Lynch al desgraciado delante de la horrorizada plebe. Dado que el personaje era tan antipático (¡un sheriff que pone una ferretería!) y el actor tan lamentable (Timothy Olyphant), los creadores de la serie rápidamente desviaron el punto de vista hacia el presunto villano de la función, Al Swarengen (Ian McShane en el papel de su vida), propietario de The Gem, un local inmundo que aunaba bar, casa de juego y prostíbulo; un hombre que no duda en afirmar que sus aspiraciones en la vida son sencillas: “Simplemente, sacar un pequeño beneficio y correrme en la boca de alguien cada noche”. Épico fue el momento en que Al, presa de un ataque de estrés, exclama: “¡Necesito follarme algo!” y llama a Trixie a gritos: “¡Y sube la puta botella!”. Puede que Al hiciera cosas moralmente reprobables, pero cuando llega al pueblo al final de la segunda temporada el auténtico capitalista, George Hearst, el papá del famoso ciudadano Kane, vemos al malvado más satánico de los últimos tiempos. La serie contaba además con un reparto excelente y unos personajes secundarios que por sí solos hubieran podido protagonizar una serie propia (o spin-off, como llaman los seriéfilos a este momento de la liturgia), como el doctor Cochran (Brad Dourif), Jewel (la tullida que trabaja para Al barriendo el Gem), Trixie (la puta favorita de Al) o E. B. Farnum, propietario del hotel, una mezcla imposible de Yago y Falstaff, en cuanto a su falsedad y carácter truhanesco. Y por si esto fuera poco, Deadwood presentaba un Oeste tan cochambroso que ni se lo hubieran imaginado Peckinpah o Leone en sus peores pesadillas.




Pero, ¿quién dijo que los ingleses no se saben vestir?



La serie que prefiere el seriéfilo tradicional está hoy representada por Downton Abbey. Y es que en esto de las series ambientadas en el mundo victoriano o eduardiano hasta los felices años veinte, los británicos no tienen rival posible. Porque muebles, tapices, alfombras y porcelana son de un gusto exquisito, los actores son buenos y los argumentos soporíferos. De vez en cuando los ingleses nos endilgan una de estas que gana todos los premios y parabienes, como lo hizo en su día Retorno a Brideshead. Son un poco como las pelis de Ivory-Merchant-Jhabvala, tipo Lo que queda del día (a esta la madre de la señora Snoid la llama The Butler; a aquella con Elizabeth Taylor de niña amazona, National Velvet, Elizabeth Taylor y el caballito: y no, no es por el alzheimer) o al revés: tanto da. Un aburrimiento sin fin. Lujoso, eso sí.




La programación de antaño era tan buena como la de hoy. Y entonces no existía la HBO



El seriéfilo hereje opta, como era de esperar, por el paganismo más crudo. Series salvajemente gays como Spartacus, con esas depilaciones, esos trabajados músculos bien en el gimnasio, bien en la post-producción digital y esa convivencia masculina cuartelaria prácticamente en pelotas hacen las delicias del seriéfilo sodomita, condenado por todas las sectas. Mariconadas aparte, la serie es una basura y cualquier peplum italiano, por infame que sea, parece casi bueno a su lado. Muy distinta era Roma, serie producida por John Milius, nuestro anarco-fascista favorito, y que mostraba el momento de cambio de república a imperio con cuidadoso detallismo. Ojo que no nos referimos al atrezzo: pensábamos en “aspectos de la vida cotidiana” como prácticas religiosas, culinarias o de trabajo y ocio. Porque, que sepamos, la sodomía nos ha acompañado desde que el mundo es mundo y los dildos siempre han estado presentes en todas las civilizaciones…




Dildos: clasicismo y modernidad

  
El futuro ya no es lo que era. O quizá sí. Incluimos aquí las series ambientadas en el futuro porque no dejan de ser “obras de época”. Piensen que grandes pelis “de anticipación” como 2001 mostraban con gran detalle la moda según el Vogue de 1968. Y qué decir de los años setenta: ese Rollerball de Norman Jewison con unos pantalonazos de campana que hacían que James Caan pareciera Shaft en blanco. En fin, dejando aparte Futurama (buena, pero no a la excelsa altura de Los Simpsons: es lástima que Matt Groening sea tan vago; en cambio, gentes como Ridley Scott no paran) poco hay que contar. Como toda mierda del pasado tiene que tener su remake en el presente, por eso de la nostalgia y hacer caja, ha poco nos deleitaron con Battlestar: Galactica y con V. Humanos del futuro enfrentados a peligrosos extraterrestres comunistas. Y hemos de confesar, con lágrimas en los ojos, que nunca hemos sido trekkies. A nosotros lo de la nave Enterprise y los Klingorn nunca nos interesó mucho, ni en su versión primitiva, ni en las pelis, ni en la serie de TV posterior ni en las que hace ahora J. J. Abrams. Quizá se deba a que el capitán Kirk original iba a ser nuestro adorado Jeffrey Hunter, pero como el pobre se cayó por las escaleras de su casa y se rompió la nuca, el papel fue para el sosainas William Shatner. Otra cosa en la que también mete mano J. J. Abrams es Revolution, una birria que tiene su gracia. La gracia está en su protagonista, Tracy Spidorakos (nos tememos que con ese nombre no llegará nunca al estrellato), una joven bellísima, actriz aceptable, y que, en la serie al menos, mata a la gente disparando flechas. En fin, que nos quedamos con la muy extraña Persiguiendo a Jane Austen, que va de una jovenzuela obsesionada con las obras de la escritora, y que de la noche a la mañana se encuentra en la Inglaterra del XVIII en la piel de un personaje de la novelista.




Nosotros vivimos en la última chabola a la derecha



Pensarán ustedes que no vemos series españolas. Pues se equivocan. Hace unos meses vimos algo que los críticos a sueldo denominan una “arriesgada apuesta” o una “apuesta arriesgada”, un remake del western Caravana de mujeres (William A. Wellman, 1951) ambientada en la América española del siglo XVI y titulada poéticamente El corazón del océano. Y la vimos porque Ingrid Rubio y Víctor Clavijo siempre han sido santos de nuestra devoción (sobre todo Ingrid). Lástima que el argumento (en su totalidad: premisa, diálogos, desarrollo…) y la realización fueran tan penosos. Conste que hemos escrito realización, pues, por lo habitual, no hay forma de averiguar si un episodio de Los Soprano lo dirigió Dick Van Patten o el vecino de su adosado, ya que estos productos se hacen siempre según el patrón del episodio piloto. Que era una mierda, vamos, pero una mierda con personalidad, que es lo que sorprende.



En la próxima entrega hablaremos de las de polis. El retraso se debe al número de cuerpos y fuerzas de seguridad del estado en los USA y sus respectivas jurisdicciones. Ayer nos enteramos, por ejemplo, de que los rangers de Texas son ahora una cosa como testimonial, pues la policía estatal y la patrulla fronteriza son las que se encargan de ejecutar a los espaldas mojadas. Triste que tan mítico cuerpo haya acabado así. Y no hemos encontrado ninguna serie española (o catalana) que nos muestre la brutalidad policial de los célebres Mossos (o Bèsties d’Esquadra). Pero no vayan torciendo el morro: incluso hemos visto la serie criptocatólica True Detective y nos ha molado…





No nos duelen prendas a la hora de introducir publicidad de bebidas de alta graduación. Ni que los modelos se hallen totalmente ebrios. Así era la España de 1966.




viernes, 18 de julio de 2014

UN SUEÑO DENTRO DE UN SUEÑO: «PICNIC EN HANGING ROCK», DE PETER WEIR (1975)



Por Juan Gorostidi
 


“El sábado 14 de febrero de 1900 un grupo de alumnas del colegio Appleyard fueron de picnic a Hanging Rock, cerca de Mount Macedon. Algunas de ellas desaparecieron sin dejar rastro…”. Así da comienzo, con el texto sobre la pantalla, esta fascinante película. Tanto más fascinante cuanto que el misterio de la desaparición de las muchachas y de una de sus profesoras permanecerá sin resolver. Lejos nos hallamos de una película de misterio al uso: razones y causas no serán aclarados en el curso de la narración, algo que no empaña el resultado, sino que contribuye a enriquecerlo, a añadir una característica más de la cualidad onírica que permea sobre Picnic en Hanging Rock.

El texto inicial nos da a entender que los acontecimientos que vamos a contemplar sucedieron en realidad: que dos muchachas y una profesora de matemáticas se perdieron en la formación rocosa y nunca fueron halladas; lo cierto es que se trata de un artificio narrativo que facilita al espectador la entrada a un mundo en donde se dan cita lo real y lo soñado, la sensualidad y la represión, los anhelos de la adolescencia y la madurez desengañada, y, sobre todo, se anticipa que la historia no tendrá conclusión.

Nos hallamos en un internado para señoritas dirigido por la estricta señora Appleyard, que ha trasladado desde su nativa Inglaterra a Australia los métodos educativos de una escuela victoriana para chicas de la alta sociedad; característica de parte de los personajes del relato es hallarse fuera de lugar: Sara, huérfana, está en la institución gracias a un benefactor; Michael, un joven inglés de visita en Australia, se verá envuelto en un ambiente que no comprende; Albert entabla amistad con Michael, pese a que es un simple criado de los tíos de éste y pese a las latentes diferencias sociales. Incluso la desaparición de las chicas, ¿no se debe en el fondo a que ellas también se hallan muy lejos del internado Appleyard y de todo lo que éste representa?

La mañana de la excursión vemos a las muchachas leyendo postales de San Valentín, cartas y poemas que se han escrito entre ellas, como si de esta manera sustituyeran, mediante un simulacro de juego amoroso, la rigidez y disciplina que desprende el colegio. Desde el principio se establecen diferencias entre las chicas por cómo reciben y leen las tarjetas. Edith las cuenta orgullosamente sentada en la cama. Sara entrega un poema que ha compuesto a Miranda, su compañera de habitación. Miranda será, de hecho, uno de los ejes del relato. Suyo es el primer diálogo que escuchamos, tras la visión de la roca y, posteriormente, del edificio que alberga el colegio: “Todo lo que parecemos y lo que vemos no es sino un sueño dentro de un sueño”, citando –erróneamente un poema de Edgar Allan Poe. La cita es muy apta para establecer el tono de la película y es Miranda quien proporciona no solamente un poderoso elemento de fascinación sobre varios personajes del relato, sino que además, en sus escasos diálogos, prefigura lo que va a acontecer: “Has de aprender a amar a otras personas: Yo no estaré aquí mucho tiempo”, le dice a Sara. Uno de los planos de la habitación donde se desarrolla esta escena es llamativamente barroco: sentada peinándose su largo y rubio cabello, vemos a Miranda reflejada en tres espejos: su “irrealidad” (como chica perfecta, bella, compasiva) queda prefigurada por esta imagen: más tarde, cuando haya desaparecido en la roca, sus “apariciones” en la imaginación de otros personajes nos harán constatar el carácter primordialmente etéreo de la muchacha. El contraste entre ambas jóvenes queda establecido de inmediato: Miranda es bella, desenvuelta, apreciada por sus compañeras y profesoras; Sara es aparentemente desvalida (aunque demuestra su fortaleza ante la señora Appleyard en las secuencias que comparten), su atractivo palidece ante el de su amiga, y, además, es huérfana. En la roca, Irma la compara con un cervatillo que recogió: el animal estaba “condenado” a morir pese a sus cuidados. Sara también está “condenada”.

Tras el almuerzo al pie de la roca, Miranda, Irma y Marion solicitan permiso a la señorita De Poitiers para explorar los alrededores de Hanging Rock. A ellas se les une Edith, para consternación de las chicas. Cuando se alejan, Miranda saluda con la mano. La señorita de Poitiers exclama: “Ahora lo sé”. “¿Qué es lo que sabe?”, pregunta secamente la señorita McCraw. “Miranda es un ángel de Botticelli”. Pero, ¿se trata verdaderamente de un ángel? El libro que la señorita Poitiers está leyendo nos muestra dos imágenes de detalle de El nacimiento de Venus: el rostro de Venus y el de una de las Horas, Primavera, a punto de cubrir a Venus con su manto. ¿Es Miranda una diosa? La comparación con Venus no es trivial: según la interpretación neoplatónica, la diosa posee un carácter dual: el de su naturaleza terrenal, inspiradora del amor físico, y el de su naturaleza celestial, que provoca en los humanos el deseo de aprehender la belleza espiritual. La contemplación de la belleza física es así un medio para alcanzar la belleza espiritual. El estímulo físico deriva hacia la contemplación de la creación en su plenitud. La visión de la diosa es un tránsito hacia la belleza: un tránsito hacia dios o hacia la naturaleza creadora. La ninfa, por otro lado, es el símbolo de la regeneración que lleva aparejada la estación: Primavera. El tiempo del renacimiento, el tiempo de la fertilidad y del cambio… ¿Es Miranda la portadora de estas dichas? 









Detengámonos brevemente en el cuadro. No es aventurado definirlo como un cuadro-talismán. Venus ocupa la posición central: su función es la de contrarrestar la influencia de la fuerza agresiva de Marte y la melancolía encarnada por Saturno. El fin didáctico del lienzo asimismo es obvio por la presencia de Céfiro, cuyo hálito dirigido a Venus es el aliento de la pasión. Sin embargo, el gesto de la diosa aúna tanto el aspecto sensual como el aspecto casto del amor: y Primavera está a punto de cubrirla con el manto, símbolo de la salvaguarda frente a las pasiones. Todo señala que nos hallamos frente al viejo precepto aristotélico de que la justa virtud se halla en el medio. El cuadro tuvo también un destinatario: el joven Pierfranco de Médicis, mecenas de Botticelli, a quien mediante la alegoría se exhortaba a escoger un camino adecuado en su vida. Pero, ¿quién es en Picnic el destinatario del cuadro? Sin duda, el joven Michael, quien se hallará, como veremos, frente a una representación viviente (aunque soñada) de idéntica alegoría.

La elección de la obra de Botticelli no es casual[1]: recuérdese que durante siglos el pintor cayó en el olvido y que fue en parte gracias al movimiento prerrafaelista que su obra goza de reconocimiento hoy día. Y las referencias al prerrafaelismo abundan en Picnic, hasta tal punto que constituyen probablemente la influencia estética más poderosa de la película. Y de acuerdo con la estética prerrafaelista, todo objeto, adorno, vestido o flor tiene una enorme importancia simbólica en la obra artística. Picnic no es ajena a estos postulados artísticos: lo admirable es cómo adapta el credo prerrafaelista no sólo con absoluta coherencia –recuérdese que estamos en 1900, sino, lo que es más importante, con maravillosa fluidez y siempre al servicio del relato.

Otros excursionistas se hallan en Hanging Rock: Michael, un joven aristócrata inglés de visita en la residencia de sus tíos en Lakeview, quienes sestean tras la comida, y Albert, el mozo de cuadras. Michael decide dar un paseo por los alrededores (la advertencia que le hace su tía es similar a la de la señora Appleyard a sus pupilas: “Cuidado con las serpientes”). A pesar de la diferencia de clase, se establece de inmediato una complicidad entre los dos jóvenes. Albert le ofrece su botella a Michael, pero Michael ha de dar un paso para coger la botella. Al devolvérsela, obligará a Albert a que sea él esta vez quien se aproxime. Y en la siguiente ocasión que Michael bebe de la botella decide no limpiar el cuello con su manga. Ambos se sientan cerca de un arroyo y contemplan a las muchachas. Albert, excitado, hace comentarios sobre la belleza de las chicas, y sus palabras incomodan a Michael: “Yo lo digo: usted lo piensa”, responde el criado. La última en cruzar el arroyuelo es Miranda. Desde el punto de vista de Michael, en un plano a cámara lenta que realza la súbita fascinación que ejerce la chica sobre el joven inglés. Fascinación que no terminará ni siquiera cuando la posibilidad de encontrar a la muchacha se haya desvanecido por completo.

Las muchachas ascienden por la roca grácilmente (lo que contrasta con las dificultades que sufrirán posteriormente otros personajes que van en su busca) y paulatinamente se despojan de zapatos y medias, excepto Edith. La atmósfera es de una lánguida sensualidad, algo que la fotografía –suave, abundante en tonos dorados y cálidos, acentuando la sensualidad de los gestos de las jóvenes, y que viene a ser la constante plástica de buena parte de la película, y que asimismo despoja a la roca de esa sensación de peligro, de amenaza, de la que nos ha informado el diálogo y el movimiento de las muchachas realzan (hay un uso de la cámara lenta, sobre todo en los momentos previos a la desaparición). Las chicas, excepto Edith, sienten una liberación de los sentidos, atrapadas por el hechizo de la naturaleza, en un mundo donde el tiempo no existe. De hecho, como comprobarán tanto el cochero como la señorita McGraw durante el almuerzo, sus relojes se han detenido a las doce en punto. “Algo magnético”, aventura la profesora de matemáticas. Miranda, por su parte, ya no lleva su reloj: “No podía soportar su sonido junto a mi corazón”. (El reloj del despacho de la señora Appleyard, sin embargo, domina con sus latidos la estancia y la vida de la directora del colegio). Y tras despertarse de la siesta, las tres continúan adentrándose silenciosamente en la roca sin mirar atrás ni hacer caso de las protestas de Edith. A continuación escuchamos el grito de la muchacha y vemos, en un plano picado en movimiento, cómo Edith huye aterrorizada hacia donde se halla el grupo.

Para Michael, la desaparición de las chicas, sobre todo de Miranda, se convierte en una obsesión. Convence a Albert para que le acompañe a la roca y emprendan juntos la búsqueda. Ni siquiera el hecho de que han transcurrido cinco días desde la desaparición logra disuadirle. Al no hallar ningún rastro, decide quedarse solo a pasar la noche en la roca, pese a las protestas de Albert. Cuando éste regresa al día siguiente, encontrará a su amigo tendido en el suelo, magullado e incapaz de hablar. Al depositarle en un carruaje, Michael entrega a Albert un trocito de tela que pertenece a uno de los vestidos de las chicas. Albert regresa y, siguiendo el rastro de Michael, halla a Irma inconsciente.

Cuando la muchacha se recupera es incapaz de recordar nada de lo ocurrido. Michael la contempla en su habitación, dormida y oculta tras un mosquitero, un velo similar a aquel tras el que nosotros, como espectadores, asistimos a lo que nos narra Picnic en Hanging Rock, tanto debido al estilo visual que adopta la película como por la deliberada forma de soslayar los elementos más prosaicos de las desapariciones.

Y sin embargo, Irma ha cambiado. Lo vemos cuando acude al colegio a despedirse. Sus compañeras están en clase de ballet –ataviadas con colores blancos y ella hace su entrada con un llamativo vestido rojo. No parece ya la chiquilla que veíamos en el colegio y en la roca: posee un aspecto mucho más adulto. Sus compañeras reaccionan primero con estupor: se dan cuenta del cambio que ha experimentado la muchacha; luego la histeria se apodera de ellas y la exhortan a que les cuente qué ocurrió en la roca. Irma no puede responder. Lo único que resulta evidente es que la roca la ha transformado para siempre.

No es Michael el único personaje para el que Miranda se convertirá en una obsesión. Sara perderá su único sostén en el cada vez más opresivo colegio Appleyard. Despreciada por la directora debido a su condición de huérfana y por su soterrada rebeldía –se niega a aprender un poema de Felicia Heymans y se la castiga a no ir al picnic–, su desesperación por la pérdida de Miranda se le hará insoportable: “Ella sabe cosas que los demás ignoran”, le confía a la señorita de Poitiers, sugiriendo que Miranda era consciente de que jamás volvería de la excursión. Las dos muchachas están también entrelazadas por el simbolismo de las flores: Miranda adora las margaritas, mientras que la flor predilecta de Sara son los pensamientos. Tampoco estas elecciones simbólicas son casuales: los pensamientos son la flor sagrada ligada a San Valentín –motivo de la exaltación de las chicas del colegio al comienzo del relato y sus colores, el blanco y el violeta, representan el candor y la modestia. Pensemos también en su nombre inglés: forget-me-not (no me olvides) Al final, cuando Sara se suicida, aparecerá en el invernadero rodeada de un lecho de pensamientos. La margarita, por otro lado, representa la inocencia, la lealtad amorosa y la fidelidad, y asimismo está emparentada con Venus. Recordemos el nacimiento de la diosa y su aparición sobre una concha: etimológicamente, margarita es perla. De ahí la fórmula de la eucaristía primitiva: corporis agni margaritum ingens ("la rica perla del cordero").

La única persona que Sara tiene en el mundo, además de Miranda, es su hermano Albert, de quien fue separada al salir del orfanato. Curiosamente, ambos ignoran la proximidad física que hay entre ellos. En cierta forma, uno de los aspectos sobre los que hace hincapié la película es la incapacidad de los seres humanos para captar los mensajes que la naturaleza, el inconsciente o la realidad misma ofrecen. Poco antes de que el jardinero halle el cadáver de Sara, Albert le contará a Michael un extraño sueño que tuvo la noche anterior: el sueño “olía a pensamientos” (recordemos que es la flor que se asocia con la muchacha) y Sara le decía a su hermano que tenía que marcharse. Es obvia la turbación que el sueño ha causado en el joven, pero éste, admitiendo la extrañeza de acordarse en sueños de su hermana pequeña, será incapaz de descifrarlo. Irónicamente, su cercanía física es asociada también a una cercanía espiritual; sin embargo, Albert y Sara están ahora más lejos que nunca.

Algo similar le ocurre a Michael: hemos visto cómo, en la fiesta que dan sus tíos junto al lago, cuando decide ir a la roca en busca de las muchachas, ha tenido la visión de Miranda, transfigurada en un cisne en el lago (imagen que se repetirá en su dormitorio posteriormente). Cuando está a punto de regresar a Inglaterra, tendrá una revelación aún más clara: una ensoñación en forma de epifanía que podría sugerir qué ha sido de Miranda.

La ensoñación de Michael: Miranda aparece ante sus ojos a la orilla del lago. Cuando el plano muestra únicamente a la muchacha, en la base de su figura una flor evoca la concha de El nacimiento de Venus. A continuación, la cámara realiza una lenta panorámica hacia la derecha, y observamos la figura de un sapo. El animal es con frecuencia identificado como la antítesis de la rana: ésta representa la idea de creación y de resurrección, debido a su carácter lunar y a sus periodos alternos de aparición y desaparición; el sapo, por el contrario, es la versión infernal de la rana: la iconografía cristiana medieval lo identifica con el demonio. Y por fin la cámara se detiene en el cisne: el ave de Venus, de quien a veces conduce su carro; símbolo de la luz del día y del sol en oposición al sapo, que absorbe la luz. El cisne será atributo de buen augurio, símbolo de amor, pureza y virtud (y también, en ocasiones, de hipocresía): una imagen de la mujer desnuda, la blancura inmaculada y permitida… El cisne desaparece: regresamos a Michael y oímos su aleteo. Nada queda ya en el estanque. Michael baja la mirada expresando turbación.



Miranda: Venus en el lago


Observada, se gira hacia Michael


La cámara se desliza suavemente; vemos un sapo esculpido en piedra


Transformación: el cisne-Miranda abandonará la existencia terrena


Michael contempla el vuelo


El vacío: nada visible queda ya de la ensoñación
  
Ya antes habíamos visto a Miranda asociada con un cisne: ha aparecido en un sueño de Michael: hemos contemplado al joven despertándose en medio de la noche y un movimiento de cámara nos ha mostrado a un cisne al pie de la cama. Asimismo, en el pequeño altar que Sara consagra a Miranda vemos, junto con las margaritas, un pequeño cisne de porcelana. Aquí, Venus se manifiesta por última vez.


Venus a punto de desaparecer



La otra figura esencialmente trágica, además de Sara, es la señora Appleyard. Vemos su transformación desde la desaparición de las muchachas y de la señorita McGraw. Si al principio nos daba la impresión de ser una mujer estricta, autoritaria y segura de sí misma, los sucesos de Hanging Rock provocarán poco a poco su propia autodestrucción. No es sólo el derrumbe económico del colegio –varias alumnas se darán de baja el próximo semestre sino la irremediable sensación de que su mundo, un mundo basado en la seguridad y la apariencia, se está desmoronando: cuando cena a solas con la señorita de Poitiers y ésta le inquiere acerca de la repentina marcha de Sara –algo que la señora Appleyard le ha contado por no ser capaz de anunciar su suicidio, la mujer, visiblemente ebria, ignora las preguntas y vuelve una y otra vez a los recuerdos de sus vacaciones con su marido en Bournemouth: “Nada cambió allí durante cuarenta años”. Es precisamente ese pánico al cambio lo que causa su desasosiego. Y cuando tiene que decirle a Sara que habrá de abandonar el colegio, ensaya para sí las palabras que debe usar (“Esto no es una institución benéfica…”). A su modo, la soledad de la señora Appleyard es tan pavorosa como la de Sara. La lógica del relato hace que ambas tengan un fin similar. Anclada en el pasado, vemos en el gabinete de la mujer una serie de retratos de familiares, un retrato de la reina Victoria y, curiosamente, una reproducción de un célebre cuadro prerrafaelista: Flaming June, de Frederic Leighton. El contraste con las otras imágenes y con la severidad de la habitación no puede ser mayor: ¿acaso es el sueño de Venus, ya definitivamente irrecuperable?

Una voz en off nos relata la conclusión del relato: la señora Appleyard fue hallada muerta en Hanging Rock cuando trataba de escalar la roca, posiblemente en busca de las chicas desaparecidas, “y pese a que la búsqueda continuó, de forma esporádica, durante años, nunca fueron encontradas”.

En su segundo largometraje, Weir demostró una capacidad que pocos podían augurar tras sus mediometrajes y Los coches que devoraron París. No sólo colaboró estrechamente con Cliff Green en la adaptación y en la escritura del guión, sino que supo dar con el tono adecuado para una historia –aparentemente de misterio que no iba a ofrecer solución alguna a los espectadores. La habilidad del director al trasladar los elementos más dramáticos de la historia a un relato en el que prima una sensación progresiva de ensueño, una sensualidad construida merced al tratamiento fotográfico y a un sorprendente uso del sonido, del movimiento de los personajes y de la unión (o el rechazo) de éstos con la naturaleza, y a las continuas metáforas y referencias pictóricas (sin caer en una excesiva pedantería), hacen de Picnic un logro majestuoso.


Frederic Leighton: Flaming June (1895)


En el siguiente enlace, la escena del "sueño" de Michael:





[1] La modelo de Venus, Simonetta Cattaneo de Candia, murió en 1476 –y Botticelli terminó el lienzo nueve años más tarde. Todas las mujeres que aparecen en sus cuadros guardan parecido con Simonetta. Botticelli pidió ser enterrado a sus pies en la iglesia de Ognissanti en Florencia en 1510. Una obsesión que posee semejanzas con la que representa la película.