viernes, 28 de abril de 2023

EL CINE QUE TANTO AMAMOS (ABRIL DE 2023) – ELOY DE LA IGLESIA (II)

por Francisco López Martín

 

Continuamos nuestro recorrido por la filmografía del cineasta Eloy de la Iglesia (1944-2006) con una confesión. Nuestra idea inicial, cuando pusimos fin a la primera entrega de esta serie, era la de haber abordado en la segunda, que ahora nos ocupa, el resto de películas del realizador vasco que habíamos podido localizar, dado que entre ellas figuraban todas las que los manuales y diccionarios consideran más importantes. Sin embargo, movidos por la curiosidad, hemos podido ver otras cuatro, tres de ellas, efectivamente, problemáticas, pero no la cuarta, con la que iniciaremos esta segunda etapa de nuestro itinerario. Esta circunstancia, unida a otra muy importante, a saber, que en la actualidad no existe, que nosotros sepamos, ninguna monografía sobre el director al alcance del gran público (el volumen que en 1996 editó Filmoteca Vasca sobre su figura resulta hoy prácticamente inencontrable, y el reciente libro titulado Lejos de aquí, de Eduardo Fuembuena, parece más centrado en la rememoración de ciertas partes de su biografía que en un estudio sistemático de su obra) nos ha llevado a replantearnos nuestro propósito inicial, como mínimo en lo que atañe a esta segunda entrega, en la que no saldremos de sus películas realizadas en la década de 1970: títulos señeros como "Navajeros" (1980), "Colegas" (1982) o "El pico" (1983), habrán de esperar a una próxima entrega para nuestro comentario.

Eloy de la Iglesia

Pero no crean ustedes que van a salir mal parados con el cambio. Ni mucho menos. Entre las películas en las que centraremos hoy nuestra atención se cuentan varias de las que, en pie de igualdad o sólo un paso por detrás de ellas, figuran también entre los más notable de su filmografía, compuesta por aproximadamente una veintena de títulos. Como ustedes recuerdan, concluimos nuestra primera entrega de esta serie hablando de Los placeres ocultos (1977), película de gran fuerza expresiva en sus mejores momentos y en las que irrumpían ya con claridad meridiana muchos de los elementos temáticos que configuran su cine, marcado por la exploración de la sexualidad en algunas de sus diversas variantes, el interés por los llamados "bajos fondos", la observación aguda de la sociedad española del momento y la crítica institucional desde una contundente perspectiva de izquierdas. Un año antes, De la Iglesia estrenó dos películas que, sin llegar al grado de explosividad de Los placeres ocultos, merecen incluirse entre los títulos que configuran su peculiar universo.


El primero de ellos es La otra alcoba (1976). Juan (Patxi Andión), un humilde joven que trabaja en una gasolinera y está a punto de casarse con su novia (Vicky Lagos), conoce en la estación de servicio a la acomodada Diana (Amparo Muñoz), casada con Marcos (Simón Andreu), un importante hombre de negocios que planea hacer carrera en política al abrigo de un partido de inequívocas tendencias franquistas. Marcos es estéril, y Diana y Juan inician una relación. Cuando ella queda embarazada, abandona a su amante. Para alejar definitivamente a Juan de la vida de su mujer, Marcos no dudará en contratar a unos facciosos de extrema derecha para que le den una brutal paliza. Diana sufrirá un aborto espontáneo, pero el final de la película nos la mostrará intentando seducir a otro bello joven.

Amparo Muñoz y Eloy de la Iglesia

En el argumento de la película se aprecia perfectamente que el folletín es uno de los elementos que componen el mundo narrativo del autor. Sin embargo, esta película es precisamente destacable por el riguroso control formal y emotivo que De la Iglesia ejerce sobre unos materiales tan manidos, a los que dota de fuerza suplementaria mediante una doble vía: la introducción de un inequívoco discurso de clase, en los que "los de abajo" y "los de arriba" expresan, de manera inusual en lo que a fin de cuentas no deja de ser un cine con vocación mayoritaria, sus respectivas condiciones sociales y vitales; y el elemento erótico, en el que la mostración de los cuerpos femenino y masculino asume la misma importancia, de manera que los bellos actores principales se nos muestran con similares armas de seducción del ojo del espectador. Se trata quizá de la película más elegante del director desde el punto de vista puramente visual, con hallazgos espléndidos, como la fantasía que, mientras Diana se masturba pensando en Juan, nos los muestra a los dos desnudos y acometiéndose embadurnados completamente de grasa…

Patxi Andión y Amparo Muñoz

La siguiente película del director fue La criatura (1977). Tras varios años de matrimonio, Cristina (Ana Belén) logra quedarse embarazada de su marido, Marcos (Juan Diego). Poco antes de dar a luz, el susto que le produce un perro le precipita el parto, y el niño yace muerto. Algún tiempo después, en una playa, el matrimonio encuentra a un perro muy parecido, que Cristina decide llevarse a casa. Poco a poco, el cariño de Ana por el perro la lleva, primero, a llamarlo como su hijo nonato, y después a convertirlo, a todos los efectos, en figura sustitutiva de la del marido. Cuando Marcos, un presentador de televisión que pretende hacer carrera política en un partido de extrema derecha, deja otra vez embarazada a Cristina tras violarla, ésta decide abandonarlo definitivamente. El final de la película nos muestra a la feliz Cristina a punto de dar a la luz, jugando en un chalet felizmente con el perro.

Como se aprecia, el argumento es ciertamente audaz —aunque, en sus aspectos más escabrosos, está resuelto con suma discreción—, y guarda ciertas concomitancias con la anterior película de su director. La atmósfera de la primera mitad del largometraje resulta verdaderamente sugestiva, cuando va configurándose esa inusitada relación a tres bandas. En la segunda mitad, resulta brutal la escena de la violación, con unos planos subjetivos del rostro de Cristina desde el punto de vista de Marcos verdaderamente lacerantes. Sin embargo, se tiene la sensación de que, en la segunda mitad, la película se queda un tanto parada, y también de que resulta excesivamente opaca, con una confusa escena onírica y un desarrollo de los acontecimientos que parece pedir una lectura metafórica cuya clave dista de ser evidente. Con todo, no descartamos que futuras frecuentaciones de esta película allanen el camino para una apreciación más nítida de su totalidad.

Esa extraña pareja...


Tras Los placeres ocultos (1977), a la que ya hemos hecho referencia, De la Iglesia decidió hacer una apuesta igualmente arriesgada y realizó El sacerdote (1978). A finales de la década de 1960, el padre Miguel (Simón Andreu) se siente atraído por una feligresa, Irene (Esperanza Roy). La película retrata la lucha del protagonista contra ése y otros impulsos eróticos (incluida la pedofilia y la homosexualidad), derivados de la represión del primero, en medio de un grupo de sacerdotes que representan diversas concepciones del ministerio (un cura de izquierdas, otro de derechas, otro que se limita a cumplir en cada momento lo que le ordenan sus superiores sin tener criterio propio, otro que encuentra compañera y acaba secularizándose…). En este sentido, la película bien podría haberse llamado "Los sacerdotes", en plural, dada la atinada visión de la pluralidad de concepciones vitales que conviven dentro de un cuerpo aparentemente monolítico. Resulta lograda y refrescante la mezcla de drama y comedia que ofrece el largometraje, una novedad en la filmografía de su director, con escenas tremendas, por grotescas y, al mismo tiempo, divertidas. Especialmente destacable nos parece la parte en la que el cura vuelve a la casa materna para intentar calmar sus demonios y rememora episodios de la infancia, incluido el posible origen de su larga historia de represión sexual, que finalmente conocerá el más terrible de los resultados… «Es una película agresiva y tremendamente popular» —declaró su director— «muy inmediata, cotidiana, que tiene una gran capacidad de sugerencia a todos los que hemos tenido una formación religiosa en la generación de los sesenta. Presenta la historia de un tipo determinado, un hombre castrado como ente sexual por su ideología y sus creencias determinadas. […] La película no lleva ninguna clase de mensaje o moral; quizá la tesis esencial sea la necesidad imperiosa de la libertad y el acceso a una libertad sexual».

La carne es débil...

Ese mismo año, el director estrena su película más compleja desde el punto de vista narrativo y quizá la más osada desde el punto de vista temático y figurativo, que muchos consideran su mayor logro: "El diputado" (1978). Roberto Orbea (José Sacristán), militante clandestino de un partido de izquierdas durante el franquismo, compagina su vida marital con Carmen (María Luisa San José) con aventuras homosexuales con chaperos, hasta que se enamora de uno de ellos, Juanito (José Luis Alonso). Éste, sin embargo, está al servicio de un siniestro grupo de extrema derecha liderado por Carrés (Agustín González), que pretende chantajear al ahora diputado en el Congreso por el Partido Comunista. La evolución de los acontecimientos hará que entre Roberto, Carmen y Juanito se configure una relación a tres, en la que el chaval irá sincerándose con Roberto y consigo mismo respecto de sus impulsos sexuales y afectivos, y obrando en consecuencia, lo que, sin embargo, le acarreará un destino nefasto y tampoco logrará salvar a Roberto.

El amor a tres

Si empezábamos este texto con una confesión, ahora se impone otra: cuando volvimos a ver "El diputado", hace unas pocas noches, para tenerla fresca en la memoria, sentimos esa sensación de gozo cinematográfico que se produce cuando uno se da cuenta de estar ante una película que toca zonas muy hondas de nuestra sensibilidad, una película a la que en cierto modo pertenecemos, donde siempre encontraremos una casa a la que volver y que nos acogerá cada vez que regresemos a ella en busca de eso inefable que sólo el arte sabe entregarnos. Una película que desborda libertad y valentía, lucidez y pujanza, en lo que cuenta de unos itinerarios personales marcados por la heterodoxia y en lo que muestra de un devenir político colectivo abocado a la conformidad, dimensiones que aparecen ya reflejadas en esos títulos de crédito en los que se intercalan imágenes del David de Miguel Ángel con cuadros de la lucha obrera, o en el extraordinario diálogo que figura hacia el final del largometraje y en el que Manuel le dice a Carmen, en la magnífica interpretación de José Sacristán, lo siguiente: «Ya lo ves. Yo que me había apuntado a ser de los que hacen la historia, y sin embargo, me va a tocar sufrirla. No he tenido demasiada suerte. […] Sé muy bien lo que quieres decirme, Carmen. Es muy sencillo. Verás. Dentro de algunos años los que todavía se acuerden de mí dirán: “Sí, hombre, Roberto Orbea, el maricón aquel que quería ser político. Era un cachondo el tío, ¿eh? Un irresponsable”. Tú te marcharás, harta ya de todo este juego, y de haber sacrificado los mejores años de tu vida para nada, o para casi nada, tan sólo para recibir a cambio el cariño y el agradecimiento de un fracasado. Juanito, como es lógico, se marchará también. Encontrará alguien más joven, o alguna mujer con la que crea poder engañarse y ser feliz. Ah, y “normal”; sobre todo eso, ser normal, que es de lo que se trata. Y en cuanto a mí, pues… puede que acabe siendo uno de esos viejos mariquitas que rondan por los urinarios públicos, que pintan los graffitis en las puertas de los retretes, que se sientan en las últimas filas de ciertos cines de sesión continua, que se pasan las tardes en los billares, o esperando a la salida de las academias. Claro que también puedo volver a los “fondos teóricos”, al “análisis concreto de la realidad concreta”, y a lo mejor quién sabe, igual hasta me convenzo de que la mejor manera de hacer la historia es ésa, padeciéndola, y que lleguen los otros al poder… los que no les importa ceder y ocultarlo todo con tal de conseguirlo… Pero yo no. Yo ya estoy harto de ceder y de ocultar».

José Sacristán

Con este vibrante monólogo nos despedimos de ustedes. Les emplazamos a una próxima entrega para seguir buceando en la filmografía de un realizador único, y no sólo dentro del panorama español: Eloy de la Iglesia. Un cineasta al que tanto amamos.

 


jueves, 6 de abril de 2023

LIBROS DE OCASIÓN: Quentin Tarantino, "Meditaciones de cine" (Reservoir Books, 2023)

 



 por el señor Snoid

Ante todo hemos de reconocer que hemos leído este volumen en su versión inglesa, ya que teníamos el barrunto de que Quentin iba a escribirlo con una sintaxis peculiar y abundancia de palabras malsonantes. No hemos sido defraudados: en ocasiones se nos olvidaba que era Quentin quien nos interpelaba y casi intuíamos que se trataba del motherfucker Samuel L. Jackson el que nos relataba sus peripecias cinéfilas. Jodido Quentin. [El que en el epígrafe se cite la versión española se debe a que confiamos plenamente en el traductor y a que nosotros, como Feijóo y Yolanda Díaz, apoyamos sin reservas a la pequeña y mediana editorial hispana, aunque Reservoir Books es una filial de Penguin-Random House].


Les films de ma vie

Pero no al estilo de Truffaut precisamente; Tarantino hace un recorrido sentimental por las películas que le marcaron de niño y adolescente en los años setenta. Unas han aguantado bien el paso del tiempo y otras no tanto. Y Quentin nos relata lo que experimentó al verlas en aquel entonces y, si la ocasión o la película lo ameritan, las analiza con mimo desde hoy, con sus virtudes y defectos. Este es uno de los aciertos del libro, pues Tarantino nos relata, por ejemplo, cómo vio por vez primera Taxi Driver en un cine de barrio con un público al que le importaba una mierda que fuera un film de Scorsese, que hubiera ganado la Palma de Oro en Cannes o que Pauline Kael la hubiera puesto por las nubes. Este público se descojonaba viendo lo torpe y tarugo que era Travis Bickle y, según el autor, el cine casi se vino abajo cuando el protagonista aparece con el peinado de indio mohawk o iroqués antes de intentar cargarse al candidato Pallantine. A partir de ahí la cosa cambió, claro: y cuando Travis emprende el rescate de Jodie Foster la matanza final resultó más sobrecogedora si cabe para los garrulos que llenaban la platea. Un detalle interesante que aporta Quentin es que la Columbia vendió esta película como una peli “de justiciero” (vigilante), tal que fuera un epígono de Yo soy la justicia (Death Wish, Michael Winner, 1974) con un De Niro aún más trastornado y sanguinario que Charles Bronson. Es obvio que la estrategia funcionó.


Quentin y la Serie B

Ustedes saben que a Quentin le apasionan las pelis B y otros subproductos. Él mismo tiene cierta tendencia a insuflar un cierto aire de serie B a sus films (y no lo decimos peyorativamente), pese a que cuenten con un presupuesto holgado. Y es que le gustan de verdad. Así, uno de los directores que le merecen destacada atención es John Flynn, sobre todo sus films La organización criminal (The Outfit, 1973) y Rolling Thunder (titulada absurdamente aquí como El ex-preso de Corea, 1979). Nada que objetar en cuanto a los elogios que Quentin prodiga a la primera: es una de las mejores (y más olvidadas) muestras de cine negro de la década; con la segunda, tenemos nuestras dudas. En rigor, el guión original de Schrader es muy prometedor: oficial de aviación que regresa a casa tras siete años de cautiverio en Vietnam; no se adapta: su esposa, pese a ser con él cariñosa y compasiva, ha encontrado a otro hombre, y su hijo no le conoce. Unos malvados —“los chicos de Acuña”— allanan su casa, le revientan una mano en el triturador de basura —él se niega a decir nada: no en vano se ha pasado siete años soportando torturas de comunistas malos— le roban y matan a su familia. Una vez recuperado y con un garfio como prótesis, se encamina a una venganza salvaje. Hay elementos dignos del mejor Fuller, sí. Pero todo es demasiado precipitado: la primera parte del film debía haber explorado más la amarga vuelta a casa del militar (estamos en Texas y se le recibe como a un héroe, con banda de música y todos los palurdos del villorrio agitando banderitas en el aeropuerto); es un poco más de metraje en torno a la insatisfacción de este hombre —que duerme en el cuarto de las herramientas porque es lo más parecido a su celda— y a la imposibilidad de recuperar su vida lo que se echa en falta. Más convincente es el momento en que su amigo y compañero de cautiverio Tommy Lee Jones se ofrece sin titubeos a acompañarle para que culmine su venganza: unas pocas pinceladas de la casa y familia de Tommy Lee bastan para ver que el cautiverio en Vietnam debió haber sido casi un periodo vacacional.


 

Quentin como fan

Al igual que otros varones heterosexuales de su generación (y de la previa y las posteriores), Quentin ha sucumbido a los encantos de Steve McQueen, el rey del cool (y el Duque del Funk y el Ayatolá del Rock' n Roll, añadiríamos nosotros), al que dedica un par de capítulos, uno sobre Bullitt (Peter Yates, 1968) y otro sobre La huida (The Getaway, Sam Peckinpah, 1973). De la primera hace un interesante análisis para concluir que nadie que la haya visto sabe realmente de qué coño va la película, pues lo que todo el mundo recuerda es la persecución automovilística (la excepción es la señora Snoid, que se duerme en estas escenas), la escena final en el aeropuerto y lo bien que le sientan la gabardina, la chaqueta y el jersey de cuello alto a McQueen. Sobre La huida nos cuenta (un tanto prolijo Quentin) los avatares de la producción, quién la iba a dirigir, quién iba a interpretar a la mujer de McQueen, etc. Tarantino no oculta lo que le desagrada del film: halla a Al Lettieri repulsivo (nosotros también), y aún más repulsivas las escenas de Lettieri con el veterinario y la zorra de su mujer, quien se encapricha del sicario (¡opinamos lo mismo!). Otra pega es que para Quentin resulta inconcebible imaginarse a Ben Johnson follando con Ali MacGraw. O siquiera imaginarse a Ben Johnson follando. Aquí hemos de admitir que no poseemos la imaginación de Tarantino, pues jamás habíamos reflexionado sobre este particular.


Quentin desencadenado

Dice Quentin que La matanza de Texas (The Texas Chainsaw Massacre, Tobe Hooper, 1974) es “una de las mejores películas jamás realizadas”. Jodido Quentin. A nosotros varias de Hooper nos resultan bien simpáticas (en especial esa cumbre del humor que es Lifeforce), pero no sabemos si nos pondríamos así de hiperbólicos ni siquiera comentando nuestros placeres más inconfesables. Y conste que Quentin no habla demasiado de sus logros ni se prodiga en la autoalabanza: apenas se le escapa un “para alguien como yo, que identifica la transgresión con el arte”. Puro y puto Quentin.


Quentin como negro honorario

Si usted ha nacido entre 1960 y 1970 (como Quentin y como nosotros) e iba mucho al cine de crío, es posible que viera algunas películas del popular subgénero blaxploitation. A nosotros nos molaban Superfly, las de Shaft, las de Cleopatra Jones, cualquier cosa en la que salieran Pam Grier o Gloria Hendry, no desdeñábamos las de Jim Brown e incluso alguna cayó con Jim Kelly repartiendo hostias, amén de Sweet Sweetback's Badasssss Song (1971, del padre de Mario van Peebles, Melvin). Una cosa que nos enternecía era lo muy violentas que eran y otra el depurado (y comprensible) racismo que los hermanos negros mostraban hacia el blanco opresor. Otra cuestión era la mujer blanca: Shaft las humillaba post coitum, pero aún recordamos lo estupefactos que nos dejó el que en Black Gunn (1972) Jim Brown rechazara un rato de solaz esparcimiento con la tía buena Luciana Paluzzi. Igual es que no le molaban las italianas pelirrojas, quién sabe... Pero es que Quentin las ha visto todas. Y además tuvo la suerte de que dos hermanos (uno salió con su mamá y a otro le tuvieron de realquilado en casa) le llevaban a verlas a cines de barrios negros donde el único rostro pálido era nuestro juvenil Quentin. Jodido suertudo. El capítulo dedicado a uno de estos dos tiarrones (Floyd) es de lo mejor del libro.


Quentin y la nueva ola de los 70

Tarantino analiza con cierta exhaustividad y acierto algunos hitos del cine gringo setentero. Así, la obsesión que algunos de los nuevos cineastas sentían por Centauros del desierto. Por tanto, en Taxi Driver Travis es Ethan Edwards, Iris es Debbie y el chuloputas Sport es el comanche Scar. Todo queda más claro si consideramos que en el guión de Schrader el macarra de Sport y sus secuaces, exterminados por Travis, son todos negros. Schrader hizo su propio The Searchers con Hardcore. Aquí Ethan es un muy religioso George C. Scott que vive en Grand Rapids, Michigan, su hija se va de excursión a San Francisco y no vuelve, y pronto descubrimos que la adolescente le ha encontrado el gusto a los ambientes más sórdidos del cine “para adultos”. Quentin alaba la primera parte del film y describe como una puta mierda el desenlace. Estamos de acuerdo, aunque pensamos, como el director de fotografía Michael Chapman, que Schrader no se manchó lo suficiente las manos: es decir, que la parte “antropológica”, la del submundo del porno y de la prostitución, se habían suavizado en exceso...



Y no crean que hemos destripado el libro: Quentin tiene labia para rato y comenta con agudeza films como Harry el sucio, Deliverance, Fuga de Alcatraz y decenas más. Incluso le da tiempo a mencionar de pasada que La residencia (Narciso Ibáñez Serrador, 1969), que en EEUU tuvo el muy bizarro título The House that Screamed, es una obra maestra. En conclusión, el volumen es como una de las películas de Quentin: apasionante a ratos, divertidísimo en otros e irritante en ocasiones. Y además se lee del tirón. Jodido Quentin.

Quentin Tarantino, Meditaciones de cine, trad. de Carlos Milla Soler, Reservoir Books, 2023.

Cinema Speculation, Weidenfeld&Nicolson, Londres, 2022.