jueves, 31 de diciembre de 2015

Estrenos de ocasión: «Macbeth» (Justin Kurzel, 2015)




Para Fèlix Edo Tena

 


Algo maligno se acerca por el camino
 
El que una obra como Macbeth haya atraído a directores tan distintos como Welles, Kurosawa, Polanski y tantos otros se debe a un cúmulo de razones: es una de las tragedias más breves de Shakespeare (2565 versos frente a los 4072 de Hamlet, por ejemplo); la acción es vertiginosa (si uno lee la obra tiene la sensación de que el reinado de Macbeth dura unos pocos días); los parlamentos y diálogos, por lo general de excepcional belleza, se supeditan aquí al devenir de los acontecimientos –en otras obras, el bardo daba rienda suelta a largas tiradas en verso libre que permitían el lucimiento de los actores– y, por último, es quizá una de las tragedias más perfectas que nos ha dado el Renacimiento inglés: se halla aquí, como en la tragedia griega, la presencia de un hado fatal, profético, que el protagonista interpretará erróneamente; la violencia y la sensación de desesperanza son elementos omnipresentes desde el mismo comienzo de la obra; y la caída de Macbeth, que pasa de ser súbdito ejemplar a tirano sanguinario, se narra con un vigor y una convicción rara vez superados. Recordemos que, además, la obra se escribió y representó en el momento en que el rey escocés Jacobo I llegó al trono de Inglaterra tras la muerte de Isabel I. O como dijo Joyce por medio de Stephen Dedalus: “una pieza en honor de un filosofastro escocés aficionado a asar brujas”.

En esta versión dirigida por Justin Kurzel las brujas no son tres, sino cuatro. Y no son las habituales ancianas con aspecto de haber salido de una cueva del averno o de una peli de serie B de terror: parecen vulgares campesinas a las que se añade la inquietante presencia de una niña (que aparece en primer término con respecto a sus tres compañeras en la mayor parte de los planos). Una feliz “innovación” que los creadores de la película han incorporado, a la par que otras soluciones brillantes: así, la escena de la ejecución de la familia de McDuff –mujer e hijos quemados vivos ante la inexpresiva mirada de Macbeth–, el regreso a Thanis de Lady Macbeth, ya presa de la locura, y su encuentro en el interior de la iglesia con su bebé muerto, o el prólogo del film, en el que asistimos a las exequias del niño (algo que prefigura lo que ocurrirá después: una pareja estéril, incapaz de engendrar hijos sanos: el diablo no tiene necesidad de perpetuarse: es eterno).


Out, out, brief candle

Las virtudes de este Macbeth no residen sólo en la puesta en escena de Kurzel o en la labor de adaptación de los guionistas. La interpretación es asimismo excepcional. Fassbender logra proporcionar todos los matices de un personaje enormemente complejo: su violencia, sus dudas, su compasión, su definitiva inmersión en la locura y el horror. El célebre parlamento “Life is but a Walking Shadow…” lo realiza con el cadáver de su esposa en sus brazos: un pequeño tour de force que con un actor inferior habría resultado grotesco, y que aquí está a la altura del momento en que Terence Stamp declamaba ese monólogo en Toby Dammit (Federico Fellini, 1968). A su vez, Marion Cotillard evita cuidadosamente el cliché de “zorra intrigante que hace del bestia de su marido un pelele”, como en tantas versiones de Macbeth, y realiza una composición espléndida del personaje (el momento en que, en la capilla, decide la muerte de Duncan, es antológico). Algunos se lamentarán de que el acento francés de la chica es excesivo, pero, por un lado, en el guión original de Shakespeare no se nos dice nada de la nacionalidad de la mujer, y, por otro, si Fassbender y el resto del reparto hablaran con un auténtico acento escocés mucho nos tememos que los diálogos no los iban a entender ni en Surrey.


Full of Sound and Fury

Tenemos la impresión de que esta película ha costado cuatro perras, al igual que la versión de Welles de 1947. De hecho, hay sólo un momento en el que se alardea de “gran producción”: un plano brevísimo del ejército anglo-escocés que va a asediar Dunsinane y que es, obviamente, un plano creado digitalmente. Esta carestía de medios no va en contra de la calidad de la película, sino que, paradójicamente, la refuerza: así, el villorrio del que es Earl (barón o conde: tradúzcanlo como deseen) Macbeth, la relativa desnudez de los interiores y el escaso número de extras en las escenas de batallas o “de masas”. Y es que la gente suele olvidar que la historia transcurre en la edad media y que Escocia no era precisamente el califato de Córdoba por aquel entonces.

Por otro lado, la película es sumamente violenta –lo que hace justicia al original: el público inglés de la era isabelina era muy aficionado al gore, y cuando se pusieron de moda el canibalismo y las desmembraciones (en la escena), Shakespeare les ofreció Titus Andronicus, obra brutal donde las haya.

Aquí hay varios momentos memorables: el asesinato de Duncan (esas manos rebosantes de sangre que tanto afectarán a Macbeth y a su esposa); la daga ofrecida por el muchacho adolescente (¿el hijo malogrado de Macbeth?), que resulta ser un hallazgo espléndido para una escena difícil de filmar convincentemente (aún recordamos con horror la “daga voladora” de la versión de Polanski) o la presencia del fantasma de Banquo en el festín que se le ofrece al recién coronado Macbeth, una escena magnífica lograda con un mínimo de elementos.

Por desgracia, no todo es perfecto en este Macbeth: hay una persistente musiquilla pseudocéltica (o pseudopicta, ya que nos hallamos en Escocia) que nos acompaña durante buena parte del metraje. Dirán ustedes que somos unos pelmazos con esto de la música en las películas, pero es que suscribimos plenamente lo que dijo aquel: “¿Hay algo más ridículo que un hombre que avanza tambaleándose por el desierto muerto de sed… acompañado por la Orquesta Sinfónica de Los Ángeles?” Y en los planos de la batalla inicial, hay un uso un tanto abusivo del ralentí y de los planos congelados (el daño que películas como Matrix o 300 han hecho al cine es incalculable). Por último, el que la película adquiera un progresivo tinte rojizo –que al final del relato inunda la pantalla– es un recurso estilístico un tanto simplón (aunque dé lugar a unas cuantas imágenes hermosas). No obstante, tales defectos resultan nimios frente al resultado global: Macbeth no es solamente una película excelente, sino que es posiblemente la mejor adaptación cinematográfica de la obra. A aquellos a los que esta afirmación les resulte herética, les aconsejamos que vean de nuevo las versiones de Welles o Polanski.

 











miércoles, 28 de octubre de 2015

LA PÁGINA DEL SEÑOR SNOID-EL FAMOSO ENCUENTRO ENTRE IRVING THALBERG Y ARNOLD SCHÖNBERG





Hollywood, 1936. El director de producción de la MGM, Irving Thalberg, escucha un domingo por la noche la retransmisión radiofónica semanal de la Orquesta Sinfónica de Nueva York. Por lo habitual, el programa ofrecía piezas de Beethoven, Brahms o Berlioz, pero en esa ocasión se interpretó la Noche Transfigurada de Schönberg, obra compuesta en 1899 y estrenada en 1902. Thalberg decide que es la música “ideal” para la que será su última película, La buena tierra, un éxito de ventas de Pearl S. Buck que mostrará en la pantalla a Paul Muni y a Luise Rainer haciendo de chinos en una China no muy alejada del centro de Los Ángeles.



Schönberg se encontraba también cerca de Hollywood. Había escapado de Alemania en octubre de 1933 y tras penosos avatares llegó a Estados Unidos un mes más tarde. En la tierra de las oportunidades, le costó dios y ayuda encontrar empleo. Sin embargo, en 1934, consiguió un trabajo como profesor de composición en la UCLA. Dado que la USC (Universidad del Sur de California) le había invitado a dar una conferencia, la UCLA contraatacó ofreciéndole un puesto docente. Por una cuestión de rivalidad entre universidades, Schönberg obtuvo un magro empleo que le proporcionaba unos 5000 dólares anuales, la misma cantidad que se embolsaba Thalberg semanalmente. Ni la universidad ni sus alumnos ni el sueldo entusiasmaron al compositor: “Mi trabajo aquí es tan inútil como si Einstein estuviera dando clases de matemáticas en un instituto de secundaria”, le escribió a un amigo.

Thalberg, que tenía la reputación de ser un “genio”, un “niño prodigio” y, además, un intelectual (escuchaba música clásica y leía best-sellers: comparado con Mayer, Goldwyn, Zukor y compañía era ciertamente una lumbrera), encargó a sus ayudantes que localizaran a Schönberg. Asombrado quedó cuando le comunicaron que el músico residía en la ciudad. El productor hizo que Salka Viertel mediara para entrevistarse con el misterioso Arnold. Este preguntó: “¿Cuánto van a pagar?”. “Unos 25.000 dólares”, se le respondió. Se concertó una cita en el monumental despacho del productor en las oficinas de la Metro: “A las tres en punto”. Las tres y media y Schönberg no aparece. Thalberg se irrita y manda a un batallón de secretarias y ayudantes en busca del escurridizo Schönberg. El compositor se había unido a la visita turística de las instalaciones de la Metro en la creencia de que Thalberg había organizado la visita exclusivamente para él, pues le pareció de lo más normal que se le mostrara el lugar para que juzgara si le apetecería trabajar en un estudio como la Metro. Se le llevó en volandas al despacho del mandamás y Thalberg comenzó muy halagador:

—La otra noche escuché la deliciosa música que compuso usted…

—Perdone, pero yo no compongo “música deliciosa”—le cortó Schönberg.

Thalberg quedó perplejo: ¿un profesor ya anciano, mal pagado, con un traje lamentable, se atrevía a contradecirle? Si alguien era infalible, era Thalberg, reflexionó Thalberg. Pensó que el compositor debía ser una especie de genio estrafalario, así que se puso a explicarle lo que quería de él. Quería una música “intensa” para una película ambientada en China. Sufrimiento, romance, un desprendimiento de tierras (las cosas habituales que ocurren en China). Schönberg escuchó unos momentos e interrumpió de nuevo a Thalberg:

—Verá, señor Thalberg. La cuestión es que la música de cine es básicamente una basura: monótona, dulzona, cursi… mediocre en el mejor de los casos. Y esa forma ridícula de puntear la acción como si se tratara de una opereta barata…

Thalberg enmudeció. Schönberg, pese a su traje raído y a su sueldo de miseria, parecía tener una seguridad en sí mismo similar a la del productor. Se explayó un buen rato sobre lo que opinaba sobre la música cinematográfica y añadió:

—Naturalmente, tendré que trabajar con los actores…

—¿Con los actores? —El desconcierto de Thalberg iba en aumento—. Pero, mi querido señor Schönberg, ¡es el director quien dirige a los actores!

—Nada le impedirá hacerlo, naturalmente, después de que yo haya acabado con ellos. La declamación de los actores de cine es algo espantoso. Tendrán que hablar en la misma tonalidad y en una clave similar a la de la música que yo componga.

Thalberg no salía de su asombro. No sabía qué replicar. Le entregó al compositor una copia del guión de La buena tierra, le deseó buena suerte en lo que “sin duda será una fructífera colaboración” y le dijo a Salka Viertel: “Es un hombre notable”.


Thalberg escucha a Schönberg

Schönberg escucha a Thalberg

Como es lógico, Thalberg pensó que nadie en sus cabales rechazaría una oferta de la MGM: “Ya verás cómo compone la música según mis instrucciones”, le confío a uno de sus ayudantes. Schönberg tenía otras ideas. Al día siguiente, carta mediante, le hizo saber al productor que no sólo insistía en tener control absoluto en cuanto a la música y los diálogos, sino que sus honorarios tendrían que duplicarse.

Un par de semanas más tarde, cuando a Thalberg se le preguntó qué había decidido sobre el trato con Schönberg, dijo que el “consejero técnico chino” había encontrado un disco con canciones populares chinas, se las había hecho llegar al jefe del departamento de sonido, y éste al compositor Herbert Stothart, quien estaba componiendo una “música encantadora”.

El otro final de la historia se halla en una carta que Schönberg escribió a Alma Mahler: “Estuve a punto de escribir la música de una película, pero por suerte pedí cincuenta mil dólares y ello, también por fortuna, fue excesivo. De lo contrario, habría sido mi fin”.

La buena tierra: realismo chino

Thalberg murió el 14 de septiembre de ese mismo año, a los 37 años de edad. La buena tierra fue la última película que produjo y la única en la que su nombre aparece en los créditos. Su mala salud y su absoluta dedicación al trabajo fueron, según se dice, las principales causas de su prematuro óbito. Nosotros no descartamos que su encuentro con Arnold Schönberg tuviera algo que ver. El compositor murió el 13 de julio de 1951 en Los Ángeles a los 76 años. En el intervalo que transcurrió entre su encuentro con Thalberg y su fallecimiento, finalizó algunas de sus obras más conocidas –como su Concierto para piano– y escribió cuatro libros de teoría musical –entre ellos sus Fundamentos de composición musical, publicado en 1967.

Como ustedes bien saben, el lema de la Metro es Ars Gratia Artis

viernes, 4 de septiembre de 2015

LA PÁGINA DEL SEÑOR SNOID-VIDAS EJEMPLARES O REGIMIENTO DE PRÍNCIPES: MICHEL SIMON

Por el señor Snoid
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En La golfa: ese pobrecillo oficinista que por amor acaba en la indigencia

Si un actor ha aparecido en películas como La pasión de Juana de Arco, La golfa, El muelle de las brumas, Boudu salvado de las aguas, L’Atalante, Un drama singular o El difunto Matías Pascal, lo lógico es que tenga una estatua en cada villorrio. Y una estatua tipo “El coloso de Rodas”, no como esa birria que tienen en Vetusta y que inmortaliza al director pedófilo más famoso de los últimos tiempos. O una estatua en cada una de las decenas de miles de rotondas que adornan esta Europa suya, esta Europa tan germanófila.

El actor en cuestión es Michel Simon, quien no sólo era un intérprete extraordinario sino uno de los seres más bizarros de la historia del cine; pasemos a plasmar su eminente trayectoria artística y sus no menos eminentes aficiones.

Michel nació en Ginebra en 1895. Él solía comentar: “Como las desgracias nunca vienen solas, ese año también nació el cine”. Dado que su papá era un honesto charcutero que deseaba que su hijo siguiera sus pasos, Simon hizo lo único que podía hacer un ser humano con sentido común: poner tierra de por medio e instalarse en París con cuatro francos (suizos) en el bolsillo. Allí se tiró un par de años ejerciendo los oficios más diversos hasta que debutó en las tablas en 1923, en un número de vaudeville donde hacía de payaso y acróbata en el espectáculo de un prestidigitador. A partir de este momento, Michel ascendió rápidamente en el mundillo teatral, y de la mano de Louis Jouvet ya era una estrella en 1929.

Simon había participado en funciones de aficionados en su Ginebra natal ya en 1920, pero el frenético mundillo cultural y bohemio del París de los años 20 despertó su ambición. Años antes, protagonizó un episodio que le honra a nuestros ojos. En 1915, los suizos hicieron el paripé de una movilización general por si los alemanes invadían sus bancos y Michel fue reclutado en el peripatético ejército suizo –sí, ese pacífico país que ha proporcionado más mercenarios a toda guerra habida y por haber desde que los baleares dejaron de tirar piedras con hondas. A los pocos meses, Simon fue expulsado del ejército por insubordinación. De hecho, permaneció más tiempo en el calabozo que haciendo la instrucción.
 
Simon con una de sus mejores amigas

A pesar de que debutó en el cine en 1925, nuestro hombre no alcanzó el estrellato hasta la llegada del sonoro. Y es que Simon no sólo utilizaba su cuerpo con una precisión y majestuosidad absolutas –algo que se percibe nítidamente en La golfa o El muelle de las brumas– sino que tenía una voz prodigiosa, capaz de las inflexiones más variadas y sorprendentes. Y a partir de la citada La golfa, Michel se convirtió en una de las más grandes estrellas del cine francés. Inclasificable, eso sí. Porque no daba el tipo de galán como Gabin o Fresnay, ni el de villano como Fernand Ledoux o Marcel Dalio. Así, era un abominable malvado –menorero, por más señas– en El muelle de las sombras, un cómico e indómito vagabundo en Boudu o el entrañable père Jules de L’Atalante. Vamos, que su talento no tenía límites.

¿Se puede ser una vedette con esta jeta? Simon era capaz de todo

La vida legendaria de Simon corre paralela a su exuberancia artística. Una de sus grandes pasiones era pasar el rato en los burdeles. Pero no exclusivamente por eso de la fornicación. Contaba Renoir que durante el rodaje de Tosca en Roma, Simon se pasaba los ratos libres visitando palacios romanos y tomando fotografías de los frescos de los techos. Por las noches, visitaba una afamada casa de putas, se aposentaba en una banqueta alta y les mostraba las fotos a las pupilas, por eso de enseñarles un poco de cultura. Cierta noche, el burdel estaba hasta los topes de oficiales nazis (estamos en 1940), la banqueta ocupada y la madame aterrorizada. Al negársele su aposento, Simon montó un escándalo, regresó al hotel y le comentó a Renoir: “¡Estoy hasta los cojones de los frescos de los techos!”.
 
Robándole la escena a Burt Lancaster en El tren

Simon aparece en la autobiografía de la célebre Madame Claude, aquella señora que montó un lupanar de lujo en el París de los años sesenta. Lupanar donde se reunía lo más granado de la sociedad parisina: políticos, capitanes de empresa, banqueros y demás gentes de mal vivir. Según Claude, Michel era uno de sus connoisseurs; es decir, formaba parte de un grupo de escogidos cuyo cometido era probar a las chicas. “Yo podía apreciar su belleza física, pero no su disposición. Así que Michel Simon y otros hacían la labor de manera altruista. Después me comentaban, “Pues no parece muy motivada, no”, o bien: “Es perfecta”. Pero nos tememos que, aunque Michel nunca desmintió estas declaraciones (algo que jamás se molestaba en hacer), la historia es totalmente apócrifa.
 
Michel con su loro Corneille

Lo que sí es cierto es que Michel profesaba un profundo amor por los animales. En su mansión tenía una especie de zoológico compuesto de perros, gatos, loros y… monos. De hecho, hizo excavar una galería de túneles en la finca para que los animales camparan a sus anchas, sobre todo los simios. En 1966 Michel narraba una historia conmovedora: en los años 40 recogió a un perro “que era como una bola de pelo y pus” en la estación de tren de Milán y se lo llevó a Francia, curó al chucho y ambos vivieron felices durante seis años. Veinte años después, Simon relataba una significativa anécdota: “Me hallaba en la estación de Milán, y, de improviso, me invadió una sensación de tristeza, de amor perdido. Me puse a pensar en todas las italianas que había conocido… Y nada. Al cabo de un rato, me di cuenta: ¡se trataba de nostalgia por el perro!”
 
En Tire au flanc: así se maneja una bayoneta

Pese a que sus apariciones en el cine se hicieron más escasas a partir de los años cincuenta –sufrió un accidente debido a un maquillaje tóxico que casi le dejó ciego–, Simon, ya refugiado en papeles secundarios, era muy capaz en su vejez de avasallar a cualquier actor con el que compartiera plano. Así, en El tren (The Train, John Frankenheimer, 1965) dejaba en ridículo a Burt Lancaster –que interpretaba a un improbable y obcecado miembro de la resistencia– y a Paul Scofield, oficial nazi igualmente obcecado que siente debilidad por el “arte degenerado” (Picasso, Matisse, Dalí, Pisarro, Renoir père y demás) y tiene la disparatada idea de expoliar los cuadros de esos grandes maestros antes de que los aliados entren en París. Y en 1967 protagonizó uno de los mayores éxitos del cine francés, El viejo y el niño. Peli donde se llevó a matar con el novel (y nefasto) director, Claude Berri, a quien le hizo saber delicadamente que “un jovenzuelo como tú no pretenderá dirigir a Michel Simon”. En efecto, como Julio César o Maradona, a veces Michel hablaba de sí mismo en tercera persona.
 
Boudu transformado –fugazmente– en un burgués ejemplar

Michel también fue un pionero en eso del naturismo y los alimentos biológicos. En sus últimos años se quejaba con amargura de que el queso de Gruyère no tuviera gusanos: “Ahora le ponen productos químicos; antes, con rascar un poco la superficie, eliminabas los gusanos y era delicioso”. Indudablemente, Michel no debió esforzarse en exceso a la hora de interpretar a Boudu.

Terminemos con un testimonio de alguien que no era precisamente pródigo en los elogios a sus colegas. En cierta ocasión, Charlie Chaplin organizó una proyección privada en su casa. Y así la presentó: “Os voy a enseñar al mejor actor del mundo”. La película era La golfa.

miércoles, 5 de agosto de 2015

LA PÁGINA DEL SEÑOR SNOID-ESTRENOS DE OCASIÓN: «LÍO EN BROADWAY» («SHE’S FUNNY THAT WAY», PETER BOGDANOVICH, 2014)


Por el señor Snoid
(http://www.blogger.com/profile/03871000575405204963) 





Asómbrense. Peter Bogdanovich ha realizado su mejor película desde The Last Picture Show (1971). No, no tomamos ningún alucinógeno antes de entrar al cine. De hecho, la señora Snoid y yo atribuimos este inexplicable fenómeno al aire acondicionado, a que sólo había dos personas en la sala y a que nuestras últimas visitas al cinematógrafo habían sido desastrosas. Así que al día siguiente volvimos para comprobar si en los multicines no habrían puesto en el aire algún tipo de virus tóxico, un virus que despertara el regocijo, el buen rollo y la satisfacción. No hubo tal. Lío en Broadway (imaginativo título hispano de She’s Funny that Way) es una comedia espléndida.

Posiblemente muchos verán esta película y sacarán la obvia conclusión de que Bogdanovich ha fagocitado a Woody Allen. Superficialmente, quizá. Hay semejanzas con las antiguas comedias (buenas) de Allen en cuanto a la banda sonora, la interpretación coral, el ambiente neoyorquino teatral (aunque aquí, por fortuna, no sale John Cusack) y el protagonismo de una “puta con buen corazón” (similar a la interpretada por Mira Sorvino en Poderosa Afrodita). Pero hace siglos que Woody no hace una comedia decente –a no ser que a ustedes les gusten esas postales turísticas en movimiento de Roma, París, Barcelona y Londres; de hecho, la mejor película de Allen de los últimos tiempos era prácticamente una tragedia: El sueño de Cassandra. Y no, no nos gustó demasiado Blue Jasmine, por razones que no viene al caso detallar aquí.

Y es que Bogdanovich, desde sus comienzos, se ganó una reputación de vampiro cinéfilo, que, en parte, nos parece injusta: que si copió a Ford en The Last Picture Show (Ford era muy capaz de hacer dramas, pero no algo tan sórdido y carente de sentido del humor), a Hawks con ¿Qué me pasa, doctor? (Hawks jamás habría contratado a Ryan O’Neal y a Barbra Streisand; como bien dijo Howard sobre esta peli, “Un auténtico logro. Porque es una comedia graciosa y ni O’Neal ni Streisand son graciosos en absoluto”) o a cualquier otro de sus ídolos, a los que acosaba sin tregua. No en vano Ford inmediatamente le apodó Peter Question Mark Bogdanovich.


Las gafas, el pañuelo… ¿Llevará botas de montar durante los rodajes?

Más sorprendente resulta que Lío en Broadway sea una comedia tan lograda si consideramos que las anteriores incursiones del director en el género no fueron muy felices que digamos. Porque ni At Long Last Love (1975), ni Todos rieron (menos el público; 1981) o Ilegalmente tuya (1988) son filmes muy brillantes: más bien señalaban la, al parecer, caída en barrena del director.


La prostituta y el astuto detective privado

Es posible que gran parte del éxito de Lío en Broadway se deba a su co-guionista y productora, Louise Stratten, y a la muy compleja vida sentimental de Bogdanovich. Lo explicaremos: como a Peter siempre se le negó –en parte debido a su soberbia cuando era un director en alza– todo mérito en lo que de bueno tenían sus primeros filmes, las alabanzas por El héroe anda suelto y The Last Picture Show recayeron en su mujer de entonces, Polly Platt, brillante diseñadora de producción, productora y guionista en la sombra. Como Peter se lió en Texas con Cybill Shepherd y se separó de Platt, los agoreros ya anunciaron que su decadencia iba a ser fulminante. Y Peter, para por una vez no decepcionar a sus críticos, hizo los deberes con cosas como Daisy Miller y At Long Last Love; una vez separado de Shepherd, Bogdanovich se enrolló con Dorothy Stratten, una conejita del Playboy aspirante a actriz que fue asesinada por su chulo mientras estaba “saliendo” con Peter. ¿Y quién es Louise Stratten? Pues la hermana pequeña de Dorothy y además exmujer de Bogdanovich. Este follón sentimental tiene fuertes ecos autobiográficos en Lío en Broadway. Pero sin  dramatismo alguno. Y nos barruntamos que tampoco Bogdanovich, a diferencia del personaje que interpreta Owen Wilson en la peli, donara 30.000 dólares a cada de una de las putas que contrataba “para que dejaran el oficio y cumplieran sus sueños”. O quizá sí. 


“No desearás al hombre de tu hermana”

Sin embargo, Lío en Broadway no es sólo una brillante comedia de enredo a lo Allen: a nosotros nos recuerda más a las screwball comedies de Preston Sturges (otro de los héroes de Bogdanovich, naturalmente) por su ritmo veloz, el inverosímil pero divertido parentesco y relación de todos los personajes y la abundancia de batacazos, caídas y gags visuales  que se combinan con afortunados chistes verbales. Y hay que decir que todo el reparto está espléndido, aunque nos quedamos con la psiquiatra interpretada por Jennifer Aniston –que trata a su clientela de una manera despótica, malhablada, despreciativa y sin el más mínimo interés por los problemas de sus pacientes: la terapeuta que siempre hemos querido que nos curara– y con Rhys Ifans, quien interpreta a un cínico actor inglés, ese típico intérprete que con sólo enarcar la ceja ya hace que sueltes la carcajada.


¿Nadie le ha dicho a este muchacho que debería separarse de Ben Stiller?

Incluso los habituales guiños cinéfilos que inserta Bogdanovich son acertados. Hay un plano de Owen Wilson tumbado en la cama de su hotel con dos teléfonos y su ordenador portátil marca Apple (el porqué en todas las series y películas siempre hay ordenadores Apple es uno de los grandes misterios de la humanidad); de un plano lejano pasamos, merced a una lentísima aproximación, a un primer plano de Wilson. Exactamente igual que el célebre plano de Rita Hayworth y Everett Sloane en La dama de Shanghai (Orson Welles, 1947: lo han adivinado: otro icono de Bogdanovich). No lo cronometramos, pero casi estamos convencidos de que ambos planos tiene la misma duración. No falta tampoco la aparición del director himself –ciertamente divertida: se le ve en una pantalla de TV en su papel de terapeuta de la terapeuta de Tony en Los Soprano– y la sorpresa final, la aparición del nuevo mentor de la protagonista, puta reconvertida en estrella, es para tirarse por los suelos, además de demostrar que la muchacha carece de prejuicios en cuanto a los hombres. O que tiene un gusto perro, como ustedes prefieran.

Mucho nos tememos que, pese a todo, a Lío en Broadway le ocurra lo mismo que a otra excelente película de otro Peter: Weir y su Camino a la libertad (The Way Back, 2012); es decir, que sea un batacazo económico y crítico. Tanto nos da: nosotros salimos de Lío en Broadway con la sonrisa de oreja a oreja…