martes, 15 de abril de 2014

«GEORGE A. ROMERO: CUANDO NO QUEDE SITIO EN EL INFIERNO»

Por Juan López Gandía




A George A. Romero se lo considera el padre del cine de zombis moderno, surgido a finales de los años sesenta con La noche de los muertos vivientes (1968) y distinto del clásico de los treinta. El zombi de Romero es diverso del de Halperin (White Zombie, 1932) y Tourneur (I Walked with a Zombie, 1943). En los zombis de Halperin, Luis ve ya una metáfora del capitalismo colonial: trabajadores convertidos en autómatas, en esclavos. Pero en estos films el zombi va ligado a la cultura de origen africano y al vudú. Y Romero no sigue esa mitología fantástica, sino que inventa una propia, moderna. Sí que parte de la ambigua y escalofriante categoría de los zombis, seres humanos que ya no lo son, carne muerta (A. J. Navarro), pero para recalar no en el cine fantástico, sino en el de terror. 

Pero su cine no se agota ahí. No es sólo un cine de género, de terror, sino que hay algo más. Como dice Luis, aunque Romero no hable de zombis, siempre habla de muertos; y, aunque siempre hable de muertos, no siempre habla de la muerte. Analizar y mostrar esa visión, esa mirada, ese algo más que un cine de zombis, es el objeto central del libro de Luis.

La originalidad del enfoque de Luis acompaña a la originalidad del propio texto de Romero. Se trata de dos textos que dialogan. El libro es una “aventura de palabras”, como dice Luis en la dedicatoria, pero de palabras “precisas”, como dice Silvio Rodríguez. No es un estudio al uso: demuestra una profundidad, una madurez y unos conocimientos insólitos, o sea, poco frecuentes en nuestros ámbitos, y no ya sólo entre los jóvenes investigadores. Sobre todo si se tiene en cuenta la escasa y deficiente atención de la bibliografía y la crítica españolas a la obra de Romero, como se ve en el Anexo del libro, cuando Luis comenta una a una todas sus películas. Sólo recientemente, a partir de la moda de zombis del siglo XXI, por un lado, y de películas como La tierra de los muertos vivientes (2005) y El diario de los muertos (2007), se ha valorado a Romero como merece. 


La tesis central del libro es que el cine de Romero es un cine moderno. Su obra, bajo la apariencia de ser un cine popular, marginal, rudo, desaseado, grotesco, en algunos casos, y de género, sin embargo presenta no sólo rasgos autorales, sino también una visión crítica y sociopolítica del capitalismo y del modo de vida americano, del llamado “sueño americano”, de manera indirecta, implícita o disimulada bajo el disfraz, la coartada o el pretexto de cine de zombis y otras temáticas. Como dice el propio Romero, sus zombis son ganchos comerciales. “Son un as de la manga. Si propusiera un guión sobre un tema sociopolítico, nadie me daría dinero”. Es la carnaza en la que pican los fans. Por mi parte, señalaré que este enfoque también corre el riesgo de que su público se quede en eso y no vea más allá.

Los muertos y los zombis sirven más como metáfora sociopolítica dentro de un género, el de terror, que no es el del cine fantástico. En este sentido, cabe destacar el papel del cómic americano de los años cincuenta (en especial de los productos de EC, en los que también se inspira Stephen King). Esa estética, más que la del cine fantástico clásico, es la que influye en las temáticas y la puesta en escena de Romero, no ya sólo cuando se presenta explícitamente (Creepshow, 1982), sino también en sus demás obras. O, si acaso, en la forma interior en que se configura el llamado “gótico americano”, en el que los monstruos viven dentro, no vienen de fuera, como en el gótico europeo. Luis dice que el gótico americano es realista, naturalista. Puede ser, y desde luego se trata de cierto tipo de género gótico, si es que puede llamarse así, pero que se expresa a través del género de terror, a través de la exteriorización de los terrores interiores del ser humano, donde anidan el mal y la oscuridad, con enlaces hacia lo fantástico, como en La mujer pantera (Tourneur, 1942). En todo caso, se produce una sustitución de la imaginería gótica europea: la casa y la cabaña en lugar del castillo. Luis ejemplifica ese cambio al señalar que Romero abandona el cementerio en La noche de los muertos vivientes. Los demás espacios evidentemente no son góticos sino cotidianos, los propios del cine de terror. El cementerio en esa película no connota ya lo gótico, sino que lo trata como un espacio cotidiano que súbitamente y por sorpresa se ve alterado por la presencia de alguien que resulta ser un muerto que anda y ataca a una pareja de hermanos que ha ido al camposanto, no por la noche a abrir una tumba, sino por el día y a llevar flores. Destaca también la opción estilística por el blanco y negro, próximo al cinéma vérité, al estilo documental, que sirve para reforzar la idea de situar el horror aquí, no en un ámbito sobrenatural.

 
Más que la ambigüedad fantástica del muerto/vivo, en el cine de Romero el sentido se desplaza hacia la metáfora sociopolítica, no siempre presentada directamente al espectador, sino a través de imágenes modernas del momento, de la época, de la lucha por los derechos civiles en los años sesenta; de los “pueblerinos” con sus rifles y sus perros a la caza de negros en la América profunda, conservadora y reaccionaria (recordemos el “casual” disparo final contra el negro al que confunden con un zombie en La noche de los muertos vivientes); de la guerra del Vietnam, incluso con sus iconografías (ataques a poblados, cuerpos calcinados, etc.). La idea se prolonga después del 11 S, con la revuelta contra el sistema americano en la época de la globalización de los zombis, ahora convertidos en los parias del mundo, en los excluidos del sistema, en las últimas películas de Romero (La tierra de los muertos, 2005), en las que se nos habla de la barbarie de la globalización y del capitalismo y su voracidad, de la dualidad entre opresores (un búnker de magnates) y oprimidos (un lumpen global). “Cuando un pueblo oprimido sufre profundamente no oyes palabras, sino gruñidos y gemidos”. Fin de la civilización, vaciado de lo público, de las instituciones, incluidas las del Welfare State. Los muertos como metáfora del terror y de los terrores y el terror mayor de los vivos y sus miserias.

Los muertos vivientes, si bien aparecen al principio como algo siniestro (en el film inaugural, casi invocados por la pareja de hermanos que visita el cementerio), como el retorno de lo reprimido, van a ser en la filmografía de Romero un marco, un telón de fondo sobre el que expresar la no vida de los vivos, los muertos/vivientes y los vivos/muertos, que, bajo una apariencia de vida, en realidad están muertos sin saberlo. Los muertos caminan incesantemente como autómatas, sin raciocinio, como horda, sin dirección;  Luis dice que como masa, aunque se ve más ese carácter cuando tienen un líder, como ocurre en La tierra de los muertos, una clara metáfora política. 

En todo caso, son como una nueva especie, que se mueve con “vida”, pero con una vida reducida a un impulso primario e instintivo (salvo en La tierra de los muertos vivientes, en la que, sin que sepamos cómo, empiezan a evolucionar, a observar, a aprender, a pensar y a comunicarse), como alienados y vacíos. No obstante, a lo largo de la filmografía de Romero hay zombis que se han hecho ya fuertes, rápidos y más agresivos, conforme se radicaliza la metáfora sociopolítica y los zombis aparecen como excluidos del mundo de los vivos, como parias y seres hambrientos en la periferia del sistema. Como dice León Felipe: “Hay muchos monstruos bajo la capa del cielo y para todos se pide tolerancia”. 


Los vivos vagan errantes por las ruinas de un mundo abandonado, por barriadas y tiendas (por los bosques y el campo también, aunque la serie The Walking Dead presenta un espacio disperso, pese a que los vivos se refugian como siempre en cárceles o espacios semicerrados, como la pequeña ciudad del gobernador). ¿Son distintos de los zombis? Aparentemente sí, pues ese es el punto de vista del director, un relato narrado desde el punto de vista de los vivos, que debe ser el del espectador. Pero Romero guarda sus distancias respecto de los vivos. También los ve, si no como una especie aparentemente nueva, sí en una situación nueva, y, pese a todo, con todos los rasgos actuales, ya de por sí destructivos, mostrando sin decirlo las causas que han llevado al apocalipsis. Los espacios cerrados en que se mueven, ya de por sí carcelarios, a la defensiva (personajes sitiados), o galerías y subterráneos, entran, a mi juicio, dentro de la tradición americana del western o de películas como Asalto a la comisaría del distrito 13 (Carpenter, 1976); fantasmas y miedos arraigados en el inconsciente americano desde la colonización y ahora tumba de su sueño. En La noche de los muertos vivientes, a esa idea se le da una vuelta de tuerca, con la muerte del protagonista, que consigue salir vivo de entre los muertos, pero no de entre los vivos.

Más terrorífica es todavía la creación de un momento postapocalíptico, sin que sea necesario mostrar las causas. Se trata de un caso diferente al de las películas en las que llega el fin del mundo, de manera inminente, inevitable, que lleva a la esperanza de salvarse de alguna manera con arcas de Noé para ricos, o a sobrevivir tras el estallido del meteorito de turno, o a la toma de conciencia de que no hay salvación posible, como en Melancholia (Von Trier, 2011). Aquí el apocalipsis se ha producido ya, pero no es seguro que el presente tenga futuro alguno. 

En el cine de Romero, el presente está corrompido, caduco. A través de lo apocalíptico es posible “revelar”, “mostrar” un presente de estas características, engañando así a la censura “económica” de la producción cinematográfica. Lo importante es que la civilización actual ya ha llegado ahí a una fase post-, en la que sin embargo se mantienen nuestras mismas pautas y valores. Se nos muestra una minoría superviviente que deja mucho que desear, en un tiempo suspendido, sin pasado y sin futuro, y que sigue moviéndose como un miembro amputado.

No solo hay “supervivencia”, precaria e insegura, sino también  “pervivencia” de los valores y miserias del presente: el individualismo; los valores de la familia, fuente de horror y alienación, pero último refugio al que siempre se vuelve utópicamente; lo salvaje latente; la violencia; la lucha entre clanes por el poder, como si estuviéramos en un western, con su carga de odio y conservadurismo americano, en una especie de hibridación de géneros; el consumismo. Es decir, lo que criticaba la generación de los años sesenta, la sociedad de consumo y el modo de vida americano, solo que todavía más degradados. Los vivos siempre aparecen como individuos egoístas, insolidarios; raramente se organizan de manera social y colectiva; se rigen por la ley del “sálvese quien pueda”. 


Sin embargo, tal como muestra el libro de Luis, el cine de Romero no se agota ahí. En él encontramos también el tema de la escisión y el doble (como en Atracción diabólica, 1988, y La mitad oscura, 1993), la emergencia de la otra cara monstruosa, reprimida. Y también el papel de los medios de comunicación, especialmente la televisión, sus noticieros, y el propio cine. Industria del aislamiento, de la incomunicación, de la manipulación, de la noticia y los noticiarios como espectáculo. “Toda cámara es discurso”. La imagen doméstica, una cámara de vídeo, no es garante de verdad, sino que siempre hay puesta en escena y finalmente lo que muestra, “la verdad”, deviene espectáculo, ficción, la del film inicial que se está rodando (El diario de los muertos, 2007). El documental es “falso”, es también puesta en escena. La cámara de video es un personaje más. Se muestra así la abolición de las fronteras entre documental y ficción, quizás por la influencia de los falsos documentales en el cine americano de esa época.

No el medio (los media) es el mensaje, sino “el miedo es el mensaje”. El cine de Romero es una crítica, propia de los años sesenta, de la sociedad de masas, del consumismo, del belicismo de los militares, de la violencia del sistema, de la alienación y la despersonalización. En suma, se abordan las contrapartidas del “sueño americano”, sus costes. De ahí el centro comercial como lugar simbólico o metafórico del sistema, de la sociedad de consumo, al que siguen yendo los zombis como un atavismo/recuerdo probablemente del acto más importante de su vida, de cuando estaban vivos (“zombis consumistas”). Un orden hipnótico como los símbolos de la modernidad de Baudelaire y W. Benjamin (“París, capital del siglo XIX”) hablando de las escaparates parisinos, presente también en la novela de Zola sobre los grandes almacenes (El paraíso de las damas), ya metáfora de la abundancia frente a la miseria en Tiempos modernos (Chaplin, 1936), cuando Charlot pasa la noche en unos grandes almacenes. El sociólogo George Ritzer ha llamado a los centros comerciales “islas de los muertos vivientes”. Es el fetichismo de la mercancía (Marx, Benjamin), y el consumidor como autómata que conserva ese instinto de comprar aun convertido en zombie. Una vanitas barroca. Aun cuando el mundo toca a su fin, sigue la obsesión de acaparar y consumir. Protagonistas, bandidos y zombis en lucha por los centros comerciales. La idea se repite en Amanecer de los muertos (2004), de James Gunn, remake del film homónimo realizado por Romero en 1976. No obstante, el saqueo de grandes almacenes y toda su “disponibilidad” causa un efecto ambivalente sobre los espectadores a causa de la idea de “habitar en un centro comercial”, con todo dispuesto para ser tomado, sin pagar. Ya el uso de la tarjeta propicia el ensueño del saqueo. Véanse fenómenos de saqueos en barrios no necesariamente marginales en Inglaterra recientemente. 


La moda actual de los zombis y el peligro de trasladarlos al ámbito de la comedia juvenil, siguiendo el ejemplo de Crepúsculo, quizás explique el distanciamiento y el descreimiento sobre los propios zombis en la última película de Romero, La resistencia de los muertos (2009), un western inspirado en Horizontes de grandeza (Wyler, 1958), aunque sin sus grandes panorámicas ni su grandilocuencia, dice Luis. En ella, Romero recurre más que en otras obras a un humor cercano al cómic, absurdo, grotesco, excesivo y hasta infantil en algunos momentos, creando a veces un dibujo animado sangriento y monigotes a los que reventar de mil maneras. Es decir, una pura diversión, el simple disfrute de hacer películas de zombis y reírse con ellas y de ellas. No obstante, el cine de Romero es mucho más, como acredita el diálogo que con él ha establecido Luis en este libro.



miércoles, 2 de abril de 2014

LA PÁGINA DEL SEÑOR SNOID - ¿LA EDAD DE ORO DE LA TELEVISIÓN? (PRIMERA PARTE)





Estábamos el otro día tomando el postre con el parte de TVE1 de fondo cuando una noticia-anuncio hizo que se nos helara el arroz con leche. Resulta que la empresa de usura COFIDIS (esa que nos ayuda a pagar el recibo de la luz mediante generosos microcréditos) había realizado una encuesta sobre “lo que más ilusiona a los españoles”. Y se veía a la gente respondiendo en la calle a tan impertinente pregunta. Las respuestas eran desoladoras: “Conservar mi puesto de trabajo, que sólo trabajo 18 horas al día por 350 euros”, “Virgencita, que me quede como estoy”, “Que Cataluña no se separe de España, que tengo una prima en Sabadell”. Sin embargo, el resultado oficial de la encuesta, llamada pomposamente BARÓMETRO COFIDIS DE LA ILUSIÓN, era que lo que más ilusiona a los españoles es “hacer un viaje”. “Sólo de ida, claro”, fue el inevitable chiste fácil que proferimos. Y suponemos que para realizar tal viaje habrá que pedir un crédito a esa magnánima firma. Sin embargo, las respuestas nos dejaron bastante perplejos. Uno ya no espera que a la pregunta de “¿Qué es lo que más le ilusionaría a usted?” se responda “Conquistar Asia Central” o “Destruir a mis enemigos y escuchar los lamentos de sus mujeres”, pues está claro que los españoles hace tiempo que perdimos el aliento épico. Sin embargo, violentos siempre lo hemos sido, y, por tanto, bien podría algún encuestado haber propuesto algo así como “Que pongan una guillotina en la Plaza Mayor y que vayan pasando Botín, Rajoy, Rubalcaba, Soraya, las Koplowitz, Rato, Florentino Pérez y demás”. Pero nada: estamos totalmente adocenados. ¿Qué fue del espíritu de Puerto Urraco? Y no me vengan con el chiste de “Anoche se me apareció el espíritu de Ermua, y…”

Si en los informativos ya meten anuncios de una forma tan salvaje y descarada, es obvio que la tan cacareada Edad de Oro de la tele se referirá a la ficción que se hace para este popular medio. Es un suponer. Porque también es cierto que hay programas que nos proporcionan una diversión infinita. Por ejemplo, el presentador del parte de 13TV, Alfonso Merlos, ese hombre con una quijada descomunal (es igualito al prota de American Dad) que tiene una obsesión con la Universidad Complutense, sin duda porque le catearon varias asignaturas de la muy compleja carrera de Periodismo. O, hasta hace no mucho, el moderador del célebre Gato escaldado, ese individuo que imita a José Antonio Primo de Rivera en el peinado y en la forma de hablar. O los numerosos programas de deportes, como ese Jugones de La Sexta, donde el locutor muestra una pasión por Cristiano Ronaldo que solo es comparable a la del calvo por Fernando Alonso o a la de Tristán por Isolda (o Iseo). En fin, que el nivel de la tele actual es difícilmente superable. Pero antes de ver eso de la ficción (es decir, las series), vayamos por partes y aclaremos qué es eso de una edad de oro.


El concepto Edad de Oro es, por supuesto, un invento griego. Ustedes saben que los griegos han inventado mogollón de cosas, desde la dialéctica hasta el rescate bancario. Y los clásicos nos cuentan que eso de la edad de oro se originó o se inspiró en Arcadia, una región del Peloponeso donde sus habitantes eran, al parecer, menos brutos que los espartanos y menos taimados que los atenienses. De hecho, los arcadios, pese a pertenecer a la liga aquea, se escaqueaban bastante de las innumerables guerras que los griegos montaban entre sí o contra otros pueblos. Si nos apuran, sólo recordamos una mención a un arcádico capitán en la Anábasis de Jenofonte, un capitán del que mucho se reían los otros oficiales, pues escogía a sus tropas según su belleza física.

La Arcadia dio mucho juego literario. Como sus habitantes se dedicaban básicamente al pastoreo y la región era bastante inaccesible, pronto los vates griegos crearon un género literario llamado pastoril, en el que los protagonistas eran pastores y pastoras que se dedicaban principalmente a sus asuntos amorosos, a tocar instrumentos, a cantar y a que los rebaños murieran de inanición por el abandono. Y en esto consistía la edad de oro arcádica: un lugar de holganza y amoríos constantes, donde siempre, además, hacía un tiempo esplendoroso, como un Benidorm sin guiris y sin esos edificios horrendos. El iniciador del asunto pastoril fue Teócrito con sus Idilios, poemas donde también existe el amor entre pastores del mismo sexo, pero nunca con las ovejas. De cualquier forma, el lector más degenerado e interesado en el asunto –el asunto de las amistades viriles en un contexto de antigüedad clásica– deberá dirigirse al célebre cronista deportivo Píndaro, cuyos Epinicios –himnos en honor de los participantes en los Juegos Olímpicos de antaño, no los televisados de hoy día– dejan en ridículo las loas que puedan recibir un Nadal, un Messi o cualquier tuercebotas contemporáneo.
  

Ramón Menéndez-Pidal y Charlton Heston debatiendo sobre el sentido de El Libro de Buen Amor. Pidal sostenía que la obra era fruto de un “clérigo apicarado”, Heston que “poseía una honda lección moral”. La mayoría de los especialistas está hoy de acuerdo con Heston. (Foto cortesía de la RAE)

La literatura pastoril tuvo un éxito tremendo y naturalmente fue adoptada, como casi todo lo griego, por los romanos. Con la diferencia de que Virgilio y sus compatriotas evitaron cuidadosamente la temática gay. La cosa gozó de éxito de público y crítica hasta el siglo XVIII, cuando el irracionalismo francés acabó con estas fantasías y las sustituyó por las del Marqués de Sade. En fin, sólo decirles que el tema pastoril de la edad de oro llega prácticamente hasta hoy. Les pondremos un didáctico ejemplo: Shakespeare se inspiró para A Midsummer Night’s Dream en un episodio de la novela pastoril del portugués renegado Jorge de Montemayor, Los siete libros de la Diana (libro que vendió más en el XVI que los de Alatriste hoy), Ingmar Bergman se inspiró en Shakespeare para su Sonrisas de una noche de verano, y naturalmente, Woody Allen en Bergman para La comedia sexual de una noche de verano. Como ven, lo de la edad de oro fue (y es) un filón inagotable.


Ya disculparán este larguísimo exordio. Es que nos barruntamos que andan ustedes flojos en cultura clásica. Pero no es culpa suya. La culpa es de los sucesivos gobiernos socialistas, que han dejado la cultura patria hecha un erial. Por fortuna, una de las acertadas decisiones de Aznar durante su primer consulado fue poner de ministra de cultura a Esperanza Aguirre. Y ahora, con este primer equipo ministerial de Rajoy, que parece salido de la escuela del Doctor Xavier (no porque sean mutantes, sino por sus asombrosos poderes), tenemos a Wert, ese ambicioso impulsor del bilingüismo en las aulas: esperamos que tenga más suerte con el inglés que con el castellano. Y no olvidemos que también ansía “españolizar a los niños catalanes”. Su próximo lema será: “Primero Cataluña, después ¡El Mundo!”. Soraya, la niña de Rajoy, es como Tormenta, capaz de cambiar el tiempo atmosférico y económico en un santiamén; Montoro, que parece un personaje de tebeo de Ibáñez, es igualito a Cíclope: imagínenselo con el traje de mallas bien ceñido; Ana Mato es Mística, camaleónica y torpe a más no poder, y el propio Wert es Lobezno/Logan, que en cuanto le tocan un pelín los cojones saca las garras y corta y recorta que es un gusto. No nos consta que le dé duro al trago como el personaje original, ni que sufriera abominables experimentos genéticos en su juventud, aunque, visto lo visto,  todo es posible.


Sí: nos hemos excedido tanto que apenas hemos hablado de esa ficción televisiva que encandila hoy a espectadores y críticos, a esas series como Amar en tiempos revueltos, Bones, Aída, Castle, El secreto de Puente Viejo, Mentes criminales y otras muchas más. Aunque lo que ustedes desean es que diseccionemos The Wire, Los Soprano, Breaking Bad e incluso Boardwalk Empire. Paciencia. Tengan en cuenta que, según los gringos, la tele ha tenido tres edades de oro (vean qué lujo: los griegos sólo contaron con una). La primera ustedes sólo la conocen de oídas, pues transcurrió en los años cincuenta, cuando emitían dramáticos en riguroso directo. De aquí salieron directores como Frankenheimer, Lumet, Martin Ritt y varios más. Es la edad más celebrada, porque nadie la ha visto y casi nadie de los que la vieron la recuerda. Hace poco, ese célebre actor progresista que trata a sus novias “como un padre”, George Clooney, produjo, dirigió e interpretó en emisión live una versión de Fail Safe, aquel drama nuclear en el que el presidente de los EEUU se pasaba dos horas hablando por el teléfono rojo con el premier soviético. El esfuerzo de Clooney fue fruto de la nostalgia, claro. De la nostalgia de tener enemigos a los que se podía localizar, no como a los escurridizos moros de hoy en día.

La segunda, según nos cuentan, ocurrió cuando las grandes cadenas comenzaron a usar el sistema de las subcontratas. Es decir, canales como la CBS o la NBC no producían series ni pelis de ficción, sino que compraban productos realizados por productoras “independientes”. Un hito de esta forma de hacer tele fue Canción triste de Hill Street o Hill Street Blues, aquella serie que mostraba los entresijos de una comisaría (precinct, para los cultos) plagada de policías “humanos”, como se ensalzó entonces. Es decir, que uno de los polis del turno de noche no sólo tenía que afrontar la captura de un peligroso camello del barrio, sino también el hecho de que su mujer le pusiera unos hermosos cuernos con un viajante de comercio de Milwaukee. No sabemos si otras series seguían esta senda, pues nuestra memoria es limitada. Pero nos da que no. A no ser que consideremos que Corrupción en Miami era también humana, demasiado humana. Pero de esta sólo recordamos las espectaculares chaquetas con hombreras, las camisetas y los zapatos que lucían los protagonistas, posiblemente los polis mejor vestidos de la historia de la tele. Y es que el filón policial es inagotable para la ficción televisiva. Las dos series que de alguna manera moldearon los esquemas de hoy, Twin Peaks y Expediente X, presentaban a unos agentes del FBI que desmentían eso de que para entrar en la academia de Quantico (Virginia) tienes que poseer un título universitario. Y es que los agentes federales siempre parecen un poco faltos. Pues no hay que olvidar que el agente Cooper se tiraba varios años clavado en el pueblo comiendo rosquillas mientras hacía como que buscaba al asesino de Laura Palmer, y que Mulder era tan carismáticamente bobo que arrastraba incluso a la racionalista –pero católica– Scully en su busca de conspiraciones por doquier.

Pero de los hijos de estos polis y de los villanos a los que perseguían les hablaremos en la próxima entrega. Sin olvidarnos de Médico de familia, claro está…



“Yo también habito en Arcadia”