martes, 28 de enero de 2014

LA PÁGINA DEL SEÑOR SNOID - ESTRENOS DE OCASIÓN: «INSIDE LLEWYN DAVIS» (2013)



Por el señor Snoid
(http://www.blogger.com/profile/03871000575405204963) 

Estas Navidades hemos tirado la casa por la ventana, como unos manirrotos cualesquiera que se gastan decenas de miles de euros chez Doña Manolita. Pues decidimos desplazarnos hasta la Filmoteca de Cantabria para disfrutar de buenas películas en un ambiente agradable. Y dispuestos íbamos a tragarnos tres pelis en una jornada, como en los viejos tiempos, pero como el día de los Inocentes ponían La gran familia española en dos sesiones consecutivas, nos dedicamos a recorrer la ciudad de Santander hasta que empezara la sesión nocturna. Asombrados quedamos de la cantidad de bares por metro cuadrado que hay en la capital cántabra –en nuestra ignorancia, considerábamos que, como en nuestro pueblo sólo hay un supermercado DÍA, un ultramarinos, un montón de casas tirando a feas y un bar por cada cinco habitantes, tendríamos la plusmarca mundial de garitos para dispépticos. Pues no. Hete aquí que Santander se halla tan despoblada de edificios hermosos como nuestro villorrio –nos contaron que lo más bello de la ciudad quedó arrasado por un incendio en 1941, un gran año para la cosecha cinematográfica y las fábricas de armamento–, pero Filmo sí que tienen. Y bien coqueta que es. Sala pequeña, espacios para exposiciones, cafetería, lugares habilitados para la investigación –como no queríamos molestar ni herir sensibilidades, nos abstuvimos de preguntar qué se investigaba allí–, biblioteca y videoteca, y un personal amabilísimo. Además, en la sesión en la que estuvimos había tan sólo un par de parejas de ancianos, un jovencito con gafas en representación del cinéfilo pajero desconocido y cuatro gatos más. No nos encontrábamos tan a gusto en un cine –antes de que empezara la película– desde que fuimos a ver Viento en las velas en los cines Doré. Lo que vimos, no obstante, puede que alguno de ustedes no lo considere un estreno stricto sensu:

The Enforcer (Raoul Walsh, Bretaigne Windust, 1950)

ya que parece que esta película se estrenó en las Españas en 1951 con el título Sin conciencia. Pero como por entonces nosotros no estábamos siquiera en la mente del supremo hacedor (no: no nos referimos a Borges) y recordábamos la muy grata impresión que nos causó en un antiquísimo pase televisivo, verla en pantalla grande, en VOS, en copia decente y sin plebe que hable o que coma durante la proyección es, para nosotros, un estreno en toda regla.

La peli en cuestión pertenece a la época de Bogart con pajarita; es decir, al Bogart post-corbata de filmes como En un lugar solitario, Deadline USA, Sabrina y tantas otras. Nos da que ni en La reina de África ni en El motín del Caine la llevaba, pero la verdad es que la de John Huston nunca nos ha parecido gran cosa y de la otra solo recordamos a José Ferrer y el tic facial que exhibía Bogart para demostrar que estaba algo trastornado, tic que luego copiaría con mejores resultados Herbert Lom en su papel de comisario Dreyfus frente al soberano idiota de Clouseau, interpretado por ese genio llamado Peter Sellers.


Bogart y su pajarita preguntándose qué están haciendo en Sabrina

Habrán observado que este film lleva la firma de dos directores. Sin embargo, en los créditos sólo figura Bretaigne Windust (con tal nombre y tal apellido, era inevitable que lograra pasar a la historia del cine), quien enfermó de gravedad a los pocos días de rodaje. Jack Warner, que sabía lo que se hacía, y Milton Sperling impusieron como director a Walsh, dado que Raoul había proporcionado magníficas películas –y sobre todo suculentos ingresos– a la Warner Bros. desde The Roaring Twenties hasta Al rojo vivo, rodada el año anterior. Lamentablemente, nos confesamos incapaces de distinguir qué rodó Windust y qué rodó Walsh, pues del primero sólo hemos visto un par de melodramas con Bette Davis que nos parecieron exactamente iguales a otros melodramas de Bette Davis (será “la política de los actores”, de la que hablan los franceses). La película, no obstante, avanza a toda pastilla, como otras de Walsh. En 87 minutos y con una curiosa estructura narrativa que alterna tiempo presente con flashbacks dentro de flashbacks. Vamos, una cantidad de peripecias y personajes tales que hoy daría para hacer una temporada entera de Juego de Tronos. La trama es simple: Bogart interpreta a un empecinado fiscal que solo posee un testigo (Rico: Ted de Corsia) para mandar a la silla eléctrica al cerebro de una organización de asesinos (Mendoza: Everett Sloane); cuando, la noche previa al juicio, el testigo es asesinado, nuestro fiscal sólo dispondrá de unas horas para que Mendoza sea condenado. Y ahí empieza la verdadera historia, intercalada por continuas vueltas al pasado, de la búsqueda de un nuevo testigo.

Bogart, Gloria Grahame y la pajarita en In a Lonely Place. Él está a punto de agarrar un mosqueo considerable.

La galería de personajes es abundante, entre sicarios (excelente Zero Mostel como el miembro más tarugo de la banda), víctimas y testigos que no quieren serlo. El film, además, cuenta con excelentes momentos. Destaquemos el asesinato de un pobre taxista que cree que va a ser afeitado y que será, naturalmente, degollado: un plano cercano nos permite ver que la mano del asesino sustituye a la del barbero mientras éste afilaba su navaja. No hay chorretones de sangre, por supuesto, que para algo estamos en 1950. Sin embargo, la elipsis es aquí, y en otros momentos de la película, más efectiva –y violenta– que la representación directa de la acción. Piénsese en la escena en la que unos polis sacan un coche de un pantano y describen el aspecto de la chica asesinada que en él se halla: no vemos el menor atisbo de la muchacha, tan solo un plano medio con el vehículo izado por una grúa y un par de policías que comentan –con cierta sordidez– el estado del cadáver. Tal sequedad y economía de medios eran características de Walsh, sin duda. Como también es una astuta idea por parte del guionista mostrar al villano principal ya mediado el metraje: al principio, Bogart conduce a Rico a la celda donde está encerrado Mendoza, pero no hay un solo plano del interior de la celda: lo que interesa es la reacción de pánico de Rico, quien exclama aterrorizado: “¡Se estaba riendo!”.

The Enforcer posee espléndidas escenas, soluciones visuales brillantes y un ritmo endiablado. Y sin embargo, la película no es del todo satisfactoria. O no llega a ser la obra maestra que pudo haber sido. El problema es que los personajes carecen de entidad: todo está subordinado a la mecánica del relato. Bogart es un fiscal empeñado en su misión y punto. Ted De Corsia es un asesino implacable –en los flashbacks– y un hombre dominado por el terror en el tiempo presente. Everett Sloane es simplemente malo, muy malo –aunque el actor consigue aportar cierta ironía a su papel durante los escasos minutos que aparece en pantalla- y el resto de personajes carece de toda relevancia. El culpable de esto es el guionista Martin Rackin, que si bien es el autor de esa intrincada estructura, bastante original para la época, también lo es de crear unos personajes excesivamente planos. No hay que extrañarse: Rackin no escribió nunca un guión decente –ni siquiera John Ford pudo sobreponerse al horrible libreto de Misión de audaces, y mucho menos Henry Hathaway al de Alaska, tierra del oro– y su carrera de productor tampoco brilló en demasía: fue el hombre al que se le ocurrió hacer un remake de La diligencia, titulado aquí Hacia los grandes horizontes: sólo con decirles que Bing Crosby hacía de Thomas Mitchell y Van Heflin de George Bancroft ya tendrán una idea de cómo resultó aquello.

Parte de la culpa ha de atribuirse también al productor Milton Sperling, pues la película fue realizada para su compañía United States Pictures (cuyos productos distribuía Warner Bros.), y el hombre tenía una fe ciega en guionistas tan temibles como Rackin o Niven Busch. De cualquier forma, The Enforcer no es un logro menor: sus resultados, brillantes en general, recuerdan un poco a los de Pursued, producida asimismo por Sperling, escrita por Busch y dirigida con brío por Walsh. Y si The Enforcer sufre por la falta de caracterización de sus personajes, Pursued lo hace por un exceso de psicoanálisis de baratillo –algo que hacía furor en los EEUU de 1947. Y es que las modas no son un invento moderno.

“Parece que huele al material con el que están hechos los sueños, hijo”, reflexiona Bogart en voz alta.


Inside Llewyn Davis (Joel&Ethan Coen, 2013)

 
Película que entusiasma a los críticos y que el público aborrece. Lo segundo lo entendemos, pues es tan divertida como ver despellejar a un gato (hay dos gatos con papeles estelares en la peli) o asistir a un funeral (el representante del prota es un anciano que se pasa la vida en funerales). Lo primero ya lo iremos descubriendo, porque aún no lo tenemos claro: los críticos son espectadores corrientes, como ustedes, pero caprichosos. A propósito de Llewyn Davis plantea, entre otras cosas, la espinosa cuestión de que la línea que separa el éxito del fracaso es muy tenue. Reflexionen. Ustedes seguro que alguna vez se han preguntado por qué los Beatles tuvieron un éxito tan escandaloso. Y se han contestado: porque eran buenos. Sin duda, como tantos otros. Porque estaban en el momento justo en el sitio apropiado (esta respuesta, propia de la astrología judiciaria, nos encanta; sí, como otros tantos). Porque componían sus propias canciones. Seguro. Pero, en sus comienzos, a Jagger y a Richards su manager tenía que encerrarles (literalmente) para que compusieran algo, Y ya ven, cincuenta años después siguen igual: de gira cuando necesitan reponer algún órgano vital o cambiarse la sangre, y Keith continúa cayéndose de los cocoteros.

Incluso sumando todas estas razones, algo se nos escapa. Nosotros pensamos que el AMOR es siempre un factor muy importante. No el amor a la música, ni siquiera a la pasta (que también). Fue el amor que sentía Brian Epstein por John Lennon lo que hizo que el resto de los ingredientes cuajara. Piénsenlo. Un Brian que tiene una tienda de discos, pero nula experiencia en el negocio musical, va ver a esos garrulos que tocan en The Cavern, se enamora del más bruto de ellos y les firma un contrato. Y no para. Les lleva a DECCA. Graban y la discográfica no quiere sacar el disco. Se los lleva a EMI. Graban un single. Brian compra copias suficientes (para su tienda) como para que Love me do llegue al Top 20. Y ya está. John deja preñada a Cynthia por eso de la habladurías –meses antes le había roto un par de costillas a un tipo que le preguntó por sus relaciones con Brian– y tras la muerte de Brian (en su yate, rodeado de efebos españoles que no sabían inglés y que no pudieron darle las pastillas de nitroglicerina) John encontró a Yoko, que era como Brian, pero en asiático y en mujer.

A propósito de Llewyn Davis narra la historia de un fracaso: el del protagonista como folksinger. Lo malo de Llewyn es que es un purista, y no sólo en lo musical. En parte, es su amor a la música –tal y como él la entiende– lo que hace que Llewyn Davis no haga sino tomar decisiones equivocadas: rechaza los royalties por Please Mr. Kennedy –que será un gran éxito, sin duda; rechaza la propuesta de Grossman de participar en un trío folk y desdeña altivamente a otros cantantes, como sus amigos Jim y Jean o al cateto de Troy Nelson, que según Grossman “sí que conecta con la gente”, e insulta, ligeramente borracho, a la anciana palurda que deseaba su momento de gloria en The Gaslight. Obviamente Llewyn no es un personaje encantador (y la interpretación de Oscar Isaac ayuda bastante a reducir el hipotético carisma que pudiera tener), pero los que le rodean son bastante peores: sus amigos (Jean, a la que ha dejado preñada, es extremadamente desagradable; el matrimonio de profesores universitarios in es odioso; el propietario de The Gaslight es un auténtico gilipollas), su familia (su hermana Joy viene a ser el equivalente burgués y con hijo de Jean), sus colegas (Troy, Jim y el resto de músicos que aparecen en el film) y todo aquel con el que se cruza (desde los empleados del sindicato portuario hasta el público al que desea encandilar) resultan aún más antipáticos y desagradables que él.


Dylan a punto de entrar en las listas de hits con Like a Rolling Stone. Si no supiéramos que por entonces fumaba un porro después de otro, pensaríamos: “Qué gachó tan soberbio”.

Es un logro que los Coen ni siquiera intenten hacerle un poco más accesible de cara al espectador. Pero no. En este sentido, A propósito de Llewyn Davis se parece un poco a Barton Fink: narra la historia de un tipo con (relativo) talento al que todo le sale mal. Pero las desventuras del guionista nos parecen menos trágicas que las del cantante, pese a que en ambas está John Goodman animando la función. De hecho, si los Coen pensaron el viaje desde Nueva York a Chicago con el músico de jazz que interpreta Goodman como un interludio cómico, hay que decir que lo consiguieron (en mi caso: yo me reí mucho; la señora Snoid estaba hundida en la butaca, atenazada por la pesadumbre). Pero es un viaje breve –y en dirección a un nuevo fracaso.

Metáfora visual de la carrera de Phil Ochs.

Dos escenas resultan muy ilustrativas de cómo los Coen no han querido hacer una historia de “ascenso y caída” sino más bien de “caída sin fondo”: a la vuelta de Chicago, por la noche, Llewyn se fija en un borroso desvío en dirección a Akron. Minutos antes, nos habíamos enterado de que el médico que le practicó un aborto a la novia de Llewyn en realidad no lo hizo, y que ella vive en Ohio con sus padres…y su hijo. Llewyn está a punto de girar y… de improviso arrolla al gato (gata en esta ocasión) que le acompaña en gran parte de la peli y sigue después rumbo a Nueva York. La otra escena es la visita de Llewyn a la residencia de ancianos donde vive su padre, y a pesar de que luego él comente que “el viejo está estupendo, le dan de comer y ni siquiera tiene que moverse para hacer sus necesidades”, el momento es de una desesperanza brutal.

Hay humor en A propósito de Llewyn Davis, sí, pero es negro, negrísimo, y en general recalca el pavoroso itinerario del personaje. Y es que la tragedia de Llewyn es que él desea que cambien los demás, y no tener que cambiar él (sus opiniones, su estilo de música, su “independencia”, su “integridad” artística). El momento final, cuando Bob Dylan sube por primera vez al escenario tras la paliza que recibe Llewyn, es el certificado de defunción para Llewyn y para otros muchos como él. Pocas veces el retrato de un fracasado ha sido tan fascinante.

Nota para eruditos:

Aseguran los enterados que Llewyn está inspirado en un cantante de folk real, Dave Van Ronk, y aportan pruebas: ambos son neoyorquinos y la portada de sus discos es igualita. Pero nos da que no es así. Dave era un tipo de lo más jovial que, en el principio de los tiempos, apadrinó a paletos tan dispares como Dylan (Minnesota), Phil Ochs (Texas) o Joni Mitchell (Alberta, Canadá). Fue de los pocos puristas que apoyaron a Dylan cuando éste se “electrificó”, y el paso del tiempo no parece que cambiara su bonhomía: de hecho, colaboró –seguro que cobrando cuatro perras– en las dos deprimentes pelis que se han hecho sobre Ochs y en la hagiografía que presuntamente hizo Scorsese a mayor gloria de Dylan, No Direction Home. Por otro lado, la peli está llena de esos chistes privados y referencias que tanto gustan a los Coen. Existió un dúo folk llamado Jean&Jim, sí, pero ni él ni ella eran Justin Timberlake; como bien se dice en la peli, Llewyn es un nombre galés; y ustedes saben que Dylan se llama en realidad Robert Zimmermann (con ese nombre le hubiera sido imposible triunfar en la música pop) y que se cambió el nombre “en homenaje” a Dylan Thomas, poeta… galés, claro. El Bud Grossman que domina el cotarro en Chicago es un trasunto de Albert Grossman, el “coronel Parker de Dylan”, es decir, su manager entre 1962-1970; Bud le propone a Llewyn ser parte de un trío folk de dos tíos y tía –en plan Peter, Paul & Mary, trío de gran éxito que naturalmente lanzó… el auténtico Albert Grossman. El disco es idéntico, sí, pero no olvidemos que uno de los primeros LPs de Dylan fue Another Side of Bob Dylan: gente introspectiva con varias caras había mucha entonces. Y así mil. Pero no creemos que Llewyn esté basado en alguien en especial, sino que es una amalgama de personajes, como el productor de Barton Fink, que representaba lo mejor de Jack Warner, Harry Cohn, Zanuck, Louis B. Mayer y otros. O una sugerencia aún más atractiva, quizá la película está planteada como la respuesta a las siguientes preguntas: ¿qué habría sido de Dylan si no hubiera triunfado? o ¿qué habría hecho Garfunkel si Paul Simon se hubiera tirado del puente de Brooklyn (over troubled waters)?



Dave y el gato maldito.



Esa zarpa tapa al gato: ¿será casualidad?

miércoles, 15 de enero de 2014

LA PÁGINA DEL SEÑOR SNOID - ¿POR QUÉ NO EXISTE LA CRÍTICA DE CINE? (SEGUNDA PARTE)

Por el señor Snoid
(http://www.blogger.com/profile/03871000575405204963)

Veamos en esta entrega el apasionante mundo de la prensa diaria, eso que algunos llaman aún el cuarto poder y que hoy solo sirve para proveer de tertulianos a decenas de programas de TV que realizan sesudos análisis políticos tipo “Bárcenas es un ladrón” o “Montoro es un inútil”, ver el tiempo que va a hacer en tu pueblo o leer las esquelas. Y es que la crítica de cine de los periódicos carece de toda relevancia. Aunque no siempre fue así, como veremos. En primer lugar, hay que distinguir entre el pasquín de tirada nacional y el local o periódico de provincias. El crítico de cine de este último suele ser un señor mayor que trabaja en algún negociado o da clases en secundaria, es aficionado al cine desde chiquito y, dado que sabe muy bien el tipo de garrulos que campan en su aldea, procura contemporizar. Vamos, que no pondrá Iron Man III a caer de un burro (aunque lo desee) ni recomendará apasionadamente que los catetos acudan en masa a ver la última de Nobuhiro Suwa. Es la crítica más inofensiva, intrascendente y honesta que hay.



Otro caso es el crítico del periódico de tirada nacional. Este ente suele tener ínfulas de estrella. Y a fe que en ocasiones demuestra su categoría. Como no se trata de analizar caso por caso las luminarias que escriben en sitios tales como el ABC, La Razón, El Público y demás periódicos de las derechas, nos fijaremos solo en otro pasquín de derechas, EL PAÍS, ya que es el de mayor tirada y, según sus propias encuestas, el de mayor influencia. Hasta donde alcanza la memoria, el primer crítico estrella de tal periódico fue Diego Galán, quien durante años escribió penosas críticas en las que aunaba la mala prosa, el desconocimiento y el mal gusto. Pero, como suele suceder, toda estrella tiene sus secundarios, y en este caso el secundario que vigilaba las espaldas de Galán era Augusto M. Torres. Tampoco es que sus crónicas fueran una maravilla, pero toda persona relacionada con la realización de Arrebato (incluso Eusebio Poncela) cuenta con nuestra simpatía. Por ahí estaba también Jordi Batlle Caminal: inolvidable fue su retrato de James Cagney a propósito del inicio de Run for Cover: “De repente, aquel tipo menudo se convirtió en ¡menudo tipo!”. Afortunadamente, el reparto de prebendas favoreció a Galán, quien se fue de director al festival de San Sebastián o de director general de cinematografía (no recordamos qué) tras haber hecho una labor sublime en pro del cine español del PSOE de los ochenta, caracterizado por películas como La colmena, Los santos inocentes, Réquiem por un campesino español, Tiempo de silencio y cosas así. Aquel tiempo añorado en el que se adaptaban novelas espantosas para hacer películas inmundas donde aparecían invariablemente Imanol Arias, Paco Rabal, Imanol Arias, Victoria Abril, Imanol Arias, Juan Echanove e Imanol Arias. Era como hacer de nuevo las asignaturas de lengua y literatura del BUP y COU en pantalla ancha. El sustituto de Galán fue Ángel Fernández-Santos, y hay que admitir que se subió el listón, pese a que este era un crítico ponderado –no cargaba las tintas denostando las muchas basuras que veía- y que se repetía incansablemente (varias generaciones aún recuerdan aquello de “un guión escrito con tiralíneas”). Como Fernández-Santos sabía de lo que hablaba, y además había colaborado con Erice en los guiones de El espíritu de la colmena y El sur y había co-escrito las mejores de Regueiro, gozaba de gran prestigio entre lectores y colegas. Lo que en ocasiones provocaba cómicas situaciones: así cuando en los eventos festivaleros los otros enviados especiales rodeaban al bueno de Ángel para que les diera su opinión sobre el estreno mundial de la última de Ridley Scott. En ocasiones, esto desconcertaba a los plumillas, como cuando Ángel puso a parir aquella mierda de Scorsese, El cabo del miedo, bodrio que había entusiasmado a sus colegas. Y es que si ustedes piensan que los críticos poseen imaginación y opiniones firmes, hemos de decirles que andan equivocados.



Tras aquella época feliz en la que en ese periódico se juntaron Joaquín Vidal para la crítica taurina (pocos olvidarán el título de la reseña de aquella corrida de Jesulín “for Women only”: Tres orejas y un sostén), Haro Tecglen en la de teatro (donde ponía a caldo todas las representaciones a las que asistía, casi siempre acertadamente) y Fernández-Santos, era inevitable que el paso del tiempo se los llevara a todos, pues aparte de que se cuidaban poco, estaban ya mayorcitos. Los jerifaltes de PRISA decidieron, después del óbito de Fernández-Santos, intercambiar cromos de nuevo con el presunto eterno rival, EL MUNDO. De hecho, Pedro J., ese periodista hispano que se cree Woodward o Bernstein y que es más bien J. J. Hunsecker, ya se había llevado a Forges (harto del servilismo pro-PSOE) y a Umbral (cinco minutos antes de que le echaran) a su redil. Por tanto, el recambio natural, según los herederos de Polanco, fue ni más ni menos que Carlos Boyero.


Boyero es un crítico que tiene una legión de fans. Y no es para menos. Porque habla de cine como un español cualquiera habla de fútbol en la barra del bar: con ignorancia, a gritos y con palabras malsonantes. Y esto es lo que gusta, que se digan las cosas claras y al pan, pan y al vino, vino. En verdad, las páginas de reseñas de pelis en esa cabecera cuentan con críticos mejores: por ahí andan de secundarios Javier Ocaña y Jordi Costa. El problema es que las películas que analiza Costa son para un público de entendidos (en cine coreano, afgano, malayo, indie gringo y demás subculturas) y Ocaña es un crítico razonable en una época en la que a nadie le interesa la crítica de cine. Por tanto, Boyero asumió su papel estelar con toda naturalidad y con la vehemencia que adoran sus admiradores.


Y todo transcurría más o menos felizmente hasta que un hecho histórico puso por fin a Boyero, tras una larga carrera repitiendo los mismos exabruptos, en el olimpo de la crítica, a la altura de un Bazin, un Burch o un Brownlow. Resulta que en una crónica de urgencia enviada desde Venecia, el bueno de Boyero masacró una de Abbas Kiarostami y encima admitió (algo que le honra) que se largó del cine antes de que acabara. No contento con ello, exhortaba a los distribuidores españoles para que bajo ningún concepto compraran semejante tostón, so pena de entrar en bancarrota.


Nosotros, que adoramos a Abbas (excepto por aquella parida de Copia certificada: ¿se han fijado que en ninguna peli de director de culto o moderno ha de faltar Juliette Binoche? De Haneke a Hsien Hou, de Carax a Kiarostami… Cualquier día de estos veremos una de Amenábar con la Binoche), consideramos que con esta crítica alcanzó el cenit de su carrera como cineasta. Porque que un crítico como Boyero advierta a los mercachifles patrios sobre el peligro que entraña adquirir una de sus pelis es algo así como el equivalente a los seis oscars de John Ford o al premio Nobel que le dieron a Kipling a sus 42 añitos. Ahí es nada.


Pero no acabó aquí la cosa, y tras su beatificación, Boyero consiguió inesperadamente una canonización exprés, como si de un sanjosemaríaescrivádebalaguer se tratase. Pues un nutrido grupo de cineastas firmaron una espectacular carta que enviaron al director de EL PAÍS. Por si no la recuerdan, se la reproducimos:



Una vez más, EL PAÍS da cuenta del desarrollo de uno de los principales festivales cinematográficos desdeñando casi todo lo que en ellos se ofrece de innovador o arriesgado, y propagando la idea de que la mayor parte del llamado "cine de autor" que hoy se hace en el mundo carece de interés. En el caso de la reciente Mostra de Venecia, el cronista de turno, Carlos Boyero, imitándose a sí mismo -tratando de tarados, cursis, snobs, plastas y otras lindezas a cuantos cineastas y críticos puedan discrepar de sus opiniones-, además de reiterarnos día tras día su inmenso hastío, no ha tenido reparo alguno en pregonar su abandono de la proyección de la última película de Abbas Kiarostami. Una anécdota que pone en evidencia que su protagonista no sólo ha renunciado a la crítica, sino que ha faltado a su deber como informador, demostrando su falta de respeto hacia los lectores.


Pero hay más: ya puesto, el cronista advierte a los distribuidores españoles del mal que les acecha si se deciden a importar esta clase de películas, conminando a los exhibidores a no programarlas. Grave actitud, que se parece mucho a una censura previa, y que, de prosperar, privaría a los espectadores de ver y juzgar por sí mismos. Se trata de un asunto mayor, de estricta política cinematográfica, ante el cual lo esencial no es tanto el punto de vista del redactor como el del medio al cual representa.


En la difícil situación que en tantos aspectos atraviesa hoy el cine español -particularmente en el de la producción y difusión de las películas más interesantes que se vienen haciendo entre nosotros-, sería justo y necesario, para que sus lectores sepan a qué atenerse, conocer cuál es la verdadera actitud de EL PAÍS a este respecto. Aclarar si su postura coincide básicamente con la que se desprende de los textos de su cronista. Si el acuerdo de una u otra manera existiera, estaría algo más claro cuál es el sentido de su compromiso primero: apoyar de tarde en tarde, a modo de detalle redentor, algún asomo de diversidad para dedicarse sobre todo a sostener y publicitar la producción cinematográfica más acorde -salvo las excepciones de rigor- con el dictado mayoritario de los ejecutivos de televisión y los intereses de aquellos productores, distribuidores y exhibidores que determinan el destino de nuestro cine.



MIGUEL MARÍAS FRANCO, JOSÉ LUIS GUERÍN, VÍCTOR ERICE, ÁLVARO ARROBA MARTÍNEZ (y 100 firmas más pertenecientes al ámbito cinematográfico).



Esto es admirable. Piensen que en una época no tan lejana los artistas se reunían para publicar manifiestos en los que daban cuenta de sus ideas y propósitos (rara vez cumplidos) para regocijo del público. Porque si uno escribe cosas como “El espíritu del hombre que sueña queda plenamente satisfecho con lo que sueña” o “Un automóvil rugiente es más bello que la victoria de Samotracia” por lo general provoca unas risas merced a ese producto de su ingenio e intoxicación. Sin embargo, estos seres “pertenecientes al ámbito cinematográfico” no se reúnen para pergeñar un manifiesto artístico, sino que le piden cuentas y explicaciones a una empresa por poner mal la peli de un compañero (o las suyas propias) y casi para exigir el despido inmediato del crítico. Por lo demás, mucha pena nos causa que gentes como Erice, Guerín o Pedro Costa (si es que es el portugués y no el español que hacía cine negro manchego) hayan firmado algo tan patético. Solo faltan entre las firmas Straub, Serra, otro cineasta persa y algún oriental de moda. Fíjense que se habla de “política cinematográfica” y del “cine español”. Uno pensaba que Abbas era persa, como su película. Pero el fondo de la cuestión viene de lejos: hace tiempo que Boyero despotrica contra este tipo de cine, y estas gentes, humilladas y ofendidas, decidieron pasar a la acción. Penosamente, claro está. No siempre fue así, sin embargo. Y hay que considerar que Boyero, en su condición de exalcohólico, como a muchos el dejar el trago hizo que se le agriara (más) el carácter. Una vez incluso le dijo a Guerín (a la cara) que “lo mejor que ha dado Cataluña es el Vichy catalán y Los motivos de Berta”.  Un elogio supremo para el director y para el país de la botifarra. Guerín, que por su parte no había dejado aún la bebida, respondió con una mueca que quiso ser sonrisa. Por otra parte, la carta huele poderosamente a “¿qué hay de lo mío?” o, en otras palabras, a financiación. Algo sorprendente, pues casi todos los que firman son niños bien y ricos de nacimiento. Y es que los españoles no tenemos sentido histórico. Piensen ustedes en alguien como Luis Buñuel, también rico de nacimiento. Ningún ministerio de la Kultur le subvencionó una película. La primera, la del perro, se la pagó su madre (cierto es que Buñuel se gastó dos tercios de la pasta materna en putas, pero esa es otra historia); la segunda se la financiaron unos vizcondes chiflados a los que les gustaba lo épatant y la tercera un anarquista español al que le había tocado la lotería. Y si tenía que hacer mierdas como Gran Casino o El río y la muerte para pagar la luz, pues las hacía y sanseacabó.



Tampoco es que el asunto de la pasta nos parezca tan importante (y eso que nuestra pobreza es franciscana: la del de Asís, no la del Papa actual, que a la hora de escribir estas líneas aún no ha sido asesinado), ya que las pelis de esta peña no pretenden tener los presupuestos de Transformers 4 o Lo Imposible. En cierta ocasión, saliendo de ver El sol del membrillo, la señora Snoid inventó eso del crowdfunding, tan de moda hoy y con lo que han hecho ha poco esa tomadura de pelo titulada El cosmonauta. Se preguntaba la pobre por qué Víctor no hacía más películas y hubo que informarle de sus, ejem, “divergencias con unos cuantos hijos de puta”, que decía Clint en El sargento de hierro. Y se le ocurrió que si unas 50.000 almas españolas ansiosas por ver pelis de Erice le financiábamos una con nuestro modesto peculio, pues todo arreglado. Y sin que los nombres de los donantes aparecieran en los créditos como “productores”, a diferencia del cutre crowdfunding de hoy. Porque, si eres productor y no puedes joder al director, meter mano al guión, acostarte con las actrices/los actores o llevártelo muerto, ¿de qué sirve?


Pero lo que nos hace llorar desconsoladamente es el tono implorante de la misiva, como si estos infelices se creyeran que PRISA es una ONG o Caritas Diocesana. Como si no hubieran visto sus célebres suplementos, esos que incluyen complementos y gadgets de todo tipo al alcance de cualquier obrero y que animan al despilfarro más progre-pijo y salvaje. De hecho, nosotros tenemos amigos que han dejado de comprarse el ejemplar de los sábados porque ahora incluye un suplemento de moda para potentados. Postura que no comprendemos, a no ser que lo compraran para verificar que en Babelia ponían bien el último libro de Alfaguara que habían leído. De hecho, ahora es cuando lo compramos nosotros, pues juzgamos que el suplemento de trapos es mucho mejor que el de libros. Por lo menos salen hombres y mujeres bellísimos. Las mujeres quizá algo desnutridas, pero eso siempre puede engendrar una fantasía sexual tipo “alimenta a una top model”: es decir, uno le da cucharaditas de potito Bledine a una maniquí que parece recién salida de Mathausen.


Estos “artistas” sufren sin duda el Síndrome de Belén Esteban (SBE), que es una enfermedad falsa como el síndrome de déficit de atención y que consiste en hacer grandes aspavientos sobre asuntos enormemente banales. Como aquella vez que Javier Marías montó un cristo cuando vio la versión que los Querejeta habían hecho de su novela Todas las almas. Y no se cabreó porque la peli fuera una mierda, no: la ira de Marías estaba motivada porque habían hecho de uno de sus personajes (presumiblemente ambiguo) un bujarrón de tomo y lomo. Como si eso importara. Nosotros, en nuestra ignorancia, pensábamos que lo mejor que un escritor podía hacer si se le acercaba un productor con la aviesa intención de adaptar una de sus obras era lo de “toma el dinero y corre”. Total, si la peli es una obra maestra o una mierda el escritor gana siempre: los sospechosos habituales dirán “Es buena, sí, pero es que han fusilado la novela” o “Floja, la novela es mucho mejor”. Así que no entendemos el mosqueo de Marías, a quien apreciamos (posiblemente porque no hemos leído ninguna de sus novelas). En fin, que se ponen histéricos por las cuestiones más necias.


Lo que nos parece intolerable es que los firmantes de la carta acusen a Boyero de escribir sus crónicas drogado: “ya puesto, el cronista advierte…”. ¡Como si Boyero no tuviera derecho a trabajar drogado, como ellos (o como nosotros)! La moralina de PRISA se halla presente incluso en las cartas al director…


Para acabar, lo mejor de la crítica de cine en este periódico está en las breves reseñas de las pelis de la tele, dado que las hace un programa de ordenador. ¿Que no me creen? Prueben a leerlas durante un par de semanas (sabemos que es duro, pero…). Encontrarán los mismos sintagmas repetidos una y otra vez: “sólido guión”, “ajustadas interpretaciones”, “excelente reparto”, “drama intimista”, “sólida dirección”, “contó con el aplauso de público y crítica” “buena labor interpretativa” y demás. Lo malo es cuando el programa se descontrola y te encuentras con la siguiente crónica de, pongamos, Saw V: “Ajustadas interpretaciones para esta nueva entrega de la famosa historia de terror que alcanzó el aplauso de público y crítica. Buen trabajo del director X que contó esta vez con un excelente reparto y un sólido guión. Recomendable”.

jueves, 2 de enero de 2014

«LA MADRE», DE VSÉVOLOD PUDOVKIN

Por Francisco López Martín
 


Sin duda, el cine mudo soviético constituye una de las cumbres retóricas de la historia del séptimo arte. Entre 1924 y 1930, algunos jóvenes cineastas de enorme talento rodaron una serie de películas emparentadas por una exuberancia intelectual y formal para la que resulta difícil encontrar parangón: citemos, sin ánimo de exhaustividad, La huelga (Stachka, Eisenstein, 1924), Las extraordinarias aventuras de Mr. West en el país de los bolcheviques (Neobychainye priklyucheniya mistera Vesta v strane bolshevikov, Kuleshov, 1924),  La sexta parte del mundo (Shestaya chast mira, Vertov, 1926), El acorazado Potemkin (Bronenosets Potyomkin, Eisenstein, 1926), La madre (Mat, Pudovkin, 1926), Por ley (Po zakonu, Kuleshov, 1926), Lo viejo y lo nuevo (Staroye i novoye, Eisenstein, 1927), El fin de San Petersburgo (Konets Sankt-Peterburga, Pudovkin, 1927), Octubre (Oktyarb, Eisenstein, 1928), Tempestad sobre Asia (Potomok Chingis-Khana, Pudovkin, 1928), Arsenal (Dovzenko, 1929), El hombre de la cámara (Chelovek Kino apparatom, Vertov, 1929) y La tierra (Zerniya, Dovzenko, 1930).

La madre es el primer largometraje de Vsévolod Pudovkin (1893-1953), ingeniero químico de profesión, combatiente en la primera guerra mundial y discípulo de Kuleshov. La película, basada en la novela homónima de Máksim Gorki, relata la historia de Pelaguéya Nílovna Vlásova, concretamente la peripecia vital por la que pasa de ser una mujer sumisa a enarbolar la bandera revolucionaria y morir por ella, movida por el injusto encarcelamiento y asesinato de su hijo. Es el itinerario que va desde su primera aparición en pantalla:


hasta la última:



Obsérvese el contraste entre las dos imágenes. La primera es una escena de interior, sombría pero animada por el movimiento de la madre, con la imagen dividida en varios términos: en primer plano, cazos y ollas humeantes; al fondo, el hijo que duerme; en medio, ella, la diligente ama de casa que se ocupa de las tareas del hogar mientras vela el sueño de su vástago. La segunda imagen es un plano de exterior, luminoso pero casi inerte (sólo el viento mueve ligeramente los blancos cabellos de la anciana), ocupado totalmente por el cadáver de la heroína, desplomado en el barro y con la cabeza junto al palo de la bandera caída. 

El itinerario que lleva a la protagonista de la condición de mujer sometida a la de revolucionaria insurrecta encuentra su correlato formal en el itinerario que nos conduce del plano picado en que la vemos recogiendo al principio de la película los trozos del reloj destrozado por su marido borracho:


al plano contrapicado (máscara circular incluida: único momento de todo el largometraje en el que se utiliza este recurso) en el que, después de que los militares hayan empezado a cargar contra la manifestación de trabajadores a la que ha acudido, coge la bandera, caída en el suelo, y la enarbola:



Este plano, situado con toda lógica en el clímax narrativo desde un punto de vista discursivo o ideológico, no lo está, sin embargo, desde un punto de vista estrictamente formal o plástico. Primero, porque la máscara que enfatiza todavía más el momento también parece limitar la fuerza que emana del acto de quien, frente a la injusticia del poder, se convierte en portaestandarte de la rebelión; segundo, porque la mujer, pese a lograr por primera vez en la película el derecho a esa posición de superioridad que entraña siempre observar a un personaje desde abajo, aparece ligeramente desplazado hacia la izquierda y, por tanto, carece de la centralidad que sí hemos visto en los contrapicados que, a lo largo de la película, retrataban a las distintas figuras de autoridad contra las que la madre ahora se levanta:




Tampoco el plano de la protagonista inmediatamente anterior, un contrapicado que la muestra incorporándose con la bandera entre las manos, puede ser el centro del clímax. Veámoslo en tres capturas:




No sólo la falta de centralidad es aún más evidente, sino que apenas vemos su rostro, sumido además en una actitud confusa, como si no hubiera cobrado plena conciencia de su acto: el movimiento con el que se incorpora es demasiado rápido; el campo abarcado por el plano es demasiado estrecho y la cabeza acaba desbordándolo por la parte superior; la bandera nos impide ver el rostro.

La coincidencia del clímax narrativo-ideológico con el clímax formal-plástico se da inmediatamente después del plano con la máscara, cuando Pudovkin inserta un plano de apenas dos segundos que es un auténtico milagro. Veámoslo en cinco capturas:






El contrapicado ha desaparecido, la frontalidad ha dado paso al retrato de perfil, el rostro ocupa ahora no sólo el plano entero, sino también el centro de la imagen. Sin embargo, junto con todos esos cambios, hay uno más importante todavía: la expresión se ha transfigurado, hasta el punto de parecer que estamos ante una nueva mujer, más joven, más noble, más hermosa. Enseguida, la bandera se mueve hasta envolver el rostro de la heroína y ocupar el plano por completo: el símbolo atrapa completamente a la carne, la compenetración entre los dos es absoluta, hasta el punto de que ya no se nos permite volver a ver entero el rostro de perfil cuando la bandera comienza a retirarse.
 
Ahora que la revolución ha alcanzado su emblema ideal, podemos volver al contrapicado, con el cuerpo de la heroína situado exactamente en el centro y una composición general más equilibrada:



A este plano le siguen tres igualmente breves (el montaje de toda la escena es rápido) de los caballos de los militares mientras éstos los montan, también en contrapicado, dispuestos para cargar contra la madre, sola frente a ellos. Aquí tenemos el tercero de la serie:


Los militares aparecen descabezados; los protagonistas del encuadre son –literal y, por tanto, metafóricamente– unos animales. Tanto más eficaz, entonces, el contraste con el plano siguiente:



La oposición no puede ser más clara: lo humano frente a lo inhumano; las razones de un rostro, de una mano, de una bandera ondeante, frente a los desafueros de unas caras anónimas, invisibles, inexistentes. La composición del plano es una variación sobre la del anterior plano de perfil, con la novedad de que la expresión ya no es serena, sino desafiante. Comparemos: 

Atendiendo exclusivamente a la lógica narrativa, nada impediría que el relato diera paso a la carnicería final. Sin embargo, la lección de retórica cinematográfica no ha concluido aún. Por eso, pasamos al siguiente plano:


Variación de ángulo en relación el anterior y de escala en relación con los contrapicados frontales de la heroína: la intensificación que todo esto entraña sobre la respuesta emocional del espectador se acompaña, además, de la introducción de un nuevo elemento expresivo, la lágrima que corre por la mejilla derecha de la madre. Le sigue un brevísimo plano en contrapicado de un oficial dando la orden de atacar:

De nuevo, gran primer plano frontal de la heroína llorando, sólo que ahora se repite el efecto de la bandera que envuelve el rostro:



Sin embargo, el encubrimiento adquiere ahora un efecto ominoso (la orden de atacar ya ha sido dada), incrementado por el gran plano general en contrapicado de los militares avanzando al galope que le sigue:


Corte a un plano más corto que permite apreciar el espantoso gesto del caballo situado en cabeza, como si las bestias fueran a destrozar la presa con sus fauces:


Un par de planos después (los que se alternan reflejan siempre los caballos al galope, encuadrados de frente, pero a distinta escala), vemos al oficial agitar la espada para apremiar a las tropas:


Los manifestantes, rostros anónimos, huyen en masa:


La madre, no:

Ni la enhiesta bandera, que ya no cubre su rostro, sino que ondea sobre el cielo, desvinculada de sujeto alguno, en una prefiguración del plano final de la película:

La heroína no sólo se mantiene firme, sino que avanza hacia el tropel. Sin embargo, junto con la inmovilidad, pierde la centralidad y la belleza. Ya no llora serenamente; su mirada está perdida en el vacío:

El contrapicado de los caballos se centra ahora en mostrarnos su poderoso trote, que avanza imparable hacia la cámara y destroza todo lo que pisa:



Finalmente, lo inevitable:






La resolución no acaba de ser brillante (estamos lejos de los éxtasis einsensteinianos, empezando, precisamente, por el de las madres de la escalera de Odessa), a diferencia de los bellísimos planos que le siguen: unas imágenes de caballos al galope que cruzan la pantalla en direcciones opuestas (incluso parece adivinarse que cabeza abajo) se encadenan a una velocidad inusitada, creando por un segundo una completa –pero muy sugerente– desorientación visual en el espectador, una sacudida perceptiva que remite a la que ha debido experimentar la heroína sacrificada en el instante supremo. De hecho, la posición de la cámara parece situarse en el centro mismo de la debacle:







Tras varios planos generales de la multitud huyendo, tomados en grandes picados, que sirven para relajar la tensión del momento, vemos el cielo en un plano sostenido. Ahora no ondea bandera alguna, pero las nubes se mueven lentamente, de derecha a izquierda:


A continuación, la madre, exánime: 



y, tras un fundido en negro, un largo plano del deshielo del río, asimilado en momentos anteriores de la película a la victoria ineluctable de la marea humana levantada en 1905, año en el que se sitúa la acción, contra el poder establecido:



Con ese plano empieza el epílogo del relato, que apenas dura un minuto y en el que vemos únicamente una sucesión de fábricas, estructuras y construcciones, en un montaje que mezcla sobreimpresiones con movimiento en sentido inverso (la Historia sometida a un movimiento teleológicamente orientado: la victoria del socialismo propiciada por el propio desarrollo del capitalismo) hasta desembocar en la imagen de la bandera de la madre (la misma tela, exactamente, como se aprecia por el agujero desgarrado en la parte inferior derecha) coronando un imponente edificio en el que parecen fundirse todos los demás y encuadrada mediante tres planos sucesivos de escala descendente:




No es casual que el primer plano de la película sea precisamente éste:

Del cielo nocturno del inicio del relato al cielo iluminado por el triunfo de la Revolución.

Aquí tenemos los minutos finales de la película, a la que pertenecen los planos analizados. El fragmento empieza cuando el hijo de la protagonista alcanza –en su huida de la cárcel donde estaba injustamente preso– la masa de manifestantes y se reencuentra con su madre, justo antes de que el ejército comience la matanza.