lunes, 21 de noviembre de 2016

Estrenos de ocasión: "La mort de Louis XIV"




La página del señor Snoid


Estrenos de ocasión: La mort de Louis XIV (Albert Serra, 2016)



 
La última película de Albert Serra no huele

Cuando una persona de avanzada edad experimenta una agonía prolongada, su cuerpo apesta. No hay asepsia hospitalaria ni colonia que pueda disimularlo. Es más, la mezcla de aromas hace que el ambiente sea aún más fétido y desagradable. Apuntamos esto porque nos ha extrañado que esta película no huela a descomposición, a podredumbre (pese a que el hecho se menciona en los diálogos). Y es que Serra es un cineasta muy sensual, en la estela de Renoir, de Ford o de Murnau: el tipo de cineasta que sabe transmitir todo tipo de sensaciones al espectador. Por ejemplo, con muy pocos elementos Serra es capaz de trasladarnos a la corte del rey Sol en el siglo XVIII, como lo fue —con menos medios— de que nos imagináramos el mundo de Don Quijote y Sancho en Honor de Cavalleria.

La agonía es la de Luis XIV, el monarca más poderoso de su tiempo. Y está contada con suma atención al detalle: el rey, enfermo, quiere asistir a un consejo de ministros, duda, se recuesta, su voluntad le impulsa a no descuidar sus deberes, y finalmente se derrumba en el lecho. Esto es un poco lo que será la narración: una morosa descripción de los últimos días de un hombre. Y como este hombre es un rey, recibirá el trato de un niño. El niño recibe con júbilo la visita de sus perros —se emociona más con ellos que con la servidumbre—, saluda burlonamente a sus cortesanos haciendo una reverencia con su sombrero (aplausos), instruye  a su nieto sobre el buen gobierno (aquí Serra omite el relato de su fuente principal, Saint-Simon) y se dejará morir no sin oponer una férrea resistencia (“El rey ha estado enfermo muchas veces y siempre ha sanado”). Claro que si tu médico confunde un trombo en una pierna con una ciática hemos de decir que estás muy, muy jodido.

La mort de Louis XIV cuenta con numerosos elementos de interés: Jean-Pierre Léaud está espléndido —incluso en uno de los momentos más bobos, con el monarca reclinado en la cama, con música de una misa de Mozart de fondo, a la que sustituye el tic-tac de un reloj dentro de un plano de larga duración, el actor se las arregla para transmitirnos hastío (quizá por la duración del plano), ira (por abandonar este mundo demasiado pronto, que es lo que todo el mundo piensa, tenga 15 o 105 años), cansancio (por las instrucciones o carencia de instrucciones del director) y un aburrimiento atroz (quizá por todo lo anterior). A la zaga está el doctor Fagon (Patrick d’Assumçao), otro intérprete extraordinario a quien además se le reserva el último e irónico momento del film (“La próxima vez, señores, lo haremos mejor”). Y Serra no cede en exceso al “pictorialismo”: aunque las imágenes estén más próximas a la pintura flamenca que a la francesa de la época, rara vez cae Serra en la tentación de plasmar “cuadros vivientes”. Por ejemplo, hay un cuadro muy bello cuando se les permite, por fin, a los médicos de la Facultad de París examinar al rey, que podría titularse “Consulta de los médicos en el lecho de su majestad”. Por fortuna, Serra enseguida corta el plano y se dedica a explorar los rostros de esos eminentes galenos. El cuadro final, también inspirado en Rembrandt y totalmente ficticio (no se descuartizaba a un rey en aquellos tiempos, por lo menos por motivos científicos), el de “Lección de anatomía pútrida a costa de Luis XIV” está segmentado en varios planos y no es menos brillante.

La gracia del asunto es que Serra muestra una anécdota mínima (una muerte) con muy pocos mimbres (escasos actores y figurantes, una sola y excepcional escapada al “exterior”), la cámara siempre estática y diálogos escasos y parcos. Ustedes preguntarán: ¿qué puede haber de fascinante en todo esto? Pues bastante. Desde la aparente indisposición del rey a cuando vemos temblar sus mejillas, o la progresiva retirada de los cortesanos del lecho del monarca, o el retrato exhaustivo —con un punto cruel— del desvalimiento de un agonizante. Y otras muchas virtudes que hacen de La mort de Louis XIV un film excelente, por mucho que nosotros prefiramos al Serra zumbón y divertido de Honor de Cavalleria, El Cant dels ocells o Història de la meva mort.


También la muerte puede ser divertida

Por fortuna, algo de lo que no carece Serra es de sentido del humor. Y lo hay en abundancia en una película tan aparentemente lúgubre. Por ejemplo, la llegada del médico charlatán de Marsella (catalán en la peli, provenzal en la historia “real”: Vicenç Altaiò) con un elixir compuesto de semen, sangre de toro (bravo) y otras inmundicias (en este caso, no utilizará extracto de sesos de cerebro humano inglés). Igualito que el remedio que le dan al sheriff J. P. Harrah en El Dorado para la cura de la resaca: ipecacuana, asafétida, aceite de ricino, pólvora y unas guindillas picantes. Y su conversación con los médicos “de la Facultad de París”, en la que el muy sinvergüenza cita a Arnaldo de Vilanova y da a sus colegas un curso acelerado de neoplatonismo con aquello de que “el rostro del amado se fija en el cerebro del amador a través de los ojos y queda impreso en el alma” es para troncharse: ni León Hebreo lo explicaba mejor; o los cotilleos entre el médico titular del monarca y éste sobre los atributos físicos de la marquesa de Cuyàs y la marquesa de Sajonia (“¿La habéis auscultado?”, le pregunta Luis a su médico: prueba evidente de que sólo nos encontramos ante los primeros compases de la enfermedad); o una demencial conversación entre los lacayos de su majestad sobre la transmisión de enfermedades por las aves mientras velan al futuro difunto (“¿Tenéis el sueño difícil, eh, Mareschal?”).
 

“No os alteréis, majestad; con estas friegas la gangrena desaparecerá en un periquete”

 
Teoría burda del primer plano

La mort de Louis XIV está rodada, en buena parte, en primeros planos. Puede haber un montón de razones para esta elección estética: esas caras son interesantes y expresivas; los actores se mueven con escasa gracia y además se sienten incómodos con ropajes “antiguos” (la peli paradigmática de esto es el Drácula de Coppola: surferos disfrazados de victorianos); la pobreza de la producción obliga a este recurso extremo; nos acercamos al “interior” de los personajes, etc. Cualquier motivo nos parece bueno. El problema de la sobreabundancia del primer plano es que aleja al espectador. Parece paradójico, pero no lo es así en absoluto: el recurso al primer plano hace que seamos conscientes en todo momento de que estamos viendo una película (de Albert Serra en este caso), con un actor que interpreta y no es un personaje (Jean-Pierre Léaud como Luis XIV), rodeado de otros actores en primer plano (algunos con rostros tan interesantes como el de Leaud, otros mucho menos; algunos dan la talla, otros están un poco ridículos) en un decorado que simula ser el interior del palacio de Versailles (y, a pesar de los pesares, los primeros planos y la duración de estos hacen que seamos muy conscientes del decorado). No decimos que la elección sea mala o que afecte a la calidad del film. Lo que nos provoca una cierta extrañeza es que Serra, quien en sus anteriores películas mostraba una gran simpatía por sus personajes (los bizarros habitantes del pueblo en Crespià, Don Quijote y Sancho en Honor de Cavalleria, Casanova y Drácula en Història de la meva mort) haya adoptado en este film un método tan distanciador: asistimos a una representación y en todo momento somos conscientes de ella, pero no logramos nunca sumergirnos dentro de lo que se nos narra (y da igual que la “historia” sea la de una agonía o que carezca por completo de peripecias). También es cierto que la vida de esta gente —un monarca absoluto, tal que un Trump, un Rajoy, un Felipe González o un Albert Rivera— ha de ser contada en primer plano, pues toda su trayectoria es una suerte de representación sin fin, desde que van al baño a hacer pipí o dan una rueda de prensa. O quizá el propósito de Serra haya sido el de mostrar la lenta e imparable conquista que la muerte realiza sobre un ser humano. Quizá. En este sentido, el film cumple con creces con sus ambiciones.

Madame de Maintenon, la última entretenida del monarca, con expresión adusta

 
Cine y museística

Por desgracia, este tipo de películas está ya abocado al ghetto, a la filmoteca o al museo. ¿Y qué es un museo? La inmovilización sancionada de la obra de arte. El sacrosanto espacio de lo que merece ser conservado, archivado y expuesto. Los escasos restos del pasado de los que podemos sentirnos orgullosos. Los museos en sí son aburridos, no así las obras que allí se encuentran. El problema es que uno debe ir a lo que le interesa (no ver demasiadas obras: con tres o cuatro bastan) o emplear un tiempo excesivo si lo quiere abarcar todo (las “Tres horas en el Museo del Prado” son una idiotez propia de un idiota relamido como Eugenio D’Ors). Sin embargo, vemos con cierta aprensión que, al igual que el reloj del dormitorio de Luis XIV, el tiempo corre en contra nuestra: ahora ya se incorporan al museo artefactos novísimos, plenos de actualidad: La mort de Louis XIV se estrenó en la Filmoteca catalana y nosotros la vimos al día siguiente en la Muestra de cine europeo de Segovia. Obviamente, nadie se ha interesado en distribuir la película de una forma “normal” o siquiera reducida. Hace no mucho, se podían ver en las salas comerciales aquellas pretenciosas peliculillas de un Peter Greenaway (arquitectos, dibujantes, ladrones, amantes, músicas de Nyman o Wertens), un Wenders (¿tendrían cabida hoy en los cines Alicia en las ciudades o El cielo sobre Berlín? Nos tememos que no) o un Fassbinder (¿recuerdan cuando en el cine de su pueblo se atrevían a poner La ansiedad de Veronika Voss o Lili Marlene?). Todo esto es ya carne de festival especializado, de filmoteca extraviada, de DVD o de descarga gratuita. Y es que el cine como espectáculo social está ya tan muerto como el teatro o la ópera. Las películas comerciales que se estrenan funcionan como trailers para la posterior adquisición del film en diversos formatos (DVD, tele de pago, tele de pobres) y la posesión de diversos juegos y juguetes relacionados con ellas, y las películas que carecen del marchamo de comercialidad, que no versan sobre superhéroes Marvel, ni son thrillers de acción, ni comedias con osos de peluche parlantes, ni astracanadas sobre vascos, andaluces y catalanes (un auténtico estímulo para el independentismo catalán, por otro lado) van directamente al museo y al circuito alternativo de filmotecas, para acabar en la misma saca del disco versátil o de toda explotación posible.

Naturalmente, distribuidores y exhibidores son los culpables. Lo que nos sorprende es que las empresas que se dedican a esto del cine “no apto para todos los públicos” hayan acogido con alborozo su “nicho de mercado” y estén tan felices con su cuenta de resultados. Para entendernos, a nosotros Capricci, la productora de La mort de Louis XIV, no nos parece muy distinta de la Fox o de Warner Bros. Tienen un producto y lo quieren vender. Y lo venden para un público de “élite”, ese público que “ansía” algo distinto y abandona el cine en masa cuando la obra de arte que les han prometido se les hace soporífera. Su ansia no llega a las dos horas. Falta de imaginación por parte de estas empresas, creemos nosotros. Igual antes las películas se vendían mejor. Por ejemplo, a esta peli podrían haberle puesto un eslogan llamativo, con gancho, tipo “¡Vean la agonía del hombre que puso a los Borbones en España!” o algo parecido. Porque hoy día, que una peli tenga el Leopardo moteado de Oro de Locarno o el premio Jean Vigo no garantiza absolutamente nada, excepto su entrada inmediata, y con todos los honores, en el cementerio museístico.




Es duro morirse para un rey. Pero más duro aún si te mueres pareciéndote a la difunta [NOMBRE CENSURADO POR EL HERMANO FRANCISCO]