miércoles, 1 de mayo de 2019

MUJERES, CURRO Y FEMINISMO: SIETE MUJERES ( 7 Women, John Ford, 1965)




por el señor Snoid

Para Di, nuestra doctora Cartwright particular



¿Feminista Ford? Sin duda él se habría reído mucho de tal etiqueta, así como desdeñaba cualesquiera otras con las que solían adularle. Sin embargo, no es aventurado definir su última película, Siete Mujeres, como una obra feminista.

Bien pensado, Ford había elaborado en su extensa filmografía un buen número de retratos de mujeres fuertes e independientes (las madres de Las uvas de la ira y Qué verde era mi valle, la Maureen O’Hara de El hombre tranquilo y The Wings of Eagles o la Clementine Carter de My Darling Clementine, alguien que es capaz de atravesar todo el oeste, “de pueblo minero a pueblo minero, de pueblo ganadero a pueblo ganadero”, en busca de Doc Holiday, y tantas otras más).


El comienzo de Siete Mujeres sigue un habitual patrón fordiano: el protagonista llega a un lugar donde resolverá un conflicto, bien a su pesar (My Darling Clementine), gozosamente (El joven Lincoln), o provocará desastres (El hombre que mató a Liberty Valance). Aquí la doctora Cartwright (Anne Bancroft: espléndida) llegará para quedarse, pero a diferencia del Sean Thorton de El hombre tranquilo, no para llevar una existencia feliz, sino para sacrificarse y, a la postre, poner fin a su vida.
  
La escena es ejemplar. Destaca el momento previo en el que Emma (Sue Lyon) y los niños chinos cantan “Yes, Jesus loves me”, tonada que los críos no entienden en absoluto, y acto seguido aparece la protagonista en forma de figura cristológica: montada en una mula a su llegada a Jerusalén. Pero no se la recibe con alborozo. La recepción es glacial y se subraya el hecho de que “es una mujer”. Sin embargo, Ford, en unas pocas pinceladas, muestra la determinación, dureza de carácter (y hasta arrogancia) de la doctora Cartwright.


Su enfrentamiento con la directora de la misión (Agatha Andrews: Margaret Leighton) es uno de los ejes del film. En parte gracias al guión, en parte a la soberbia interpretación de la actriz, la señorita Andrews está lejos de ser una villana unidimensional. La hemos visto en una escena previa, cuando a duras penas logra contener la atracción que experimenta por la joven Emma:



Y es con la doctora Cartwright con quien Andrews va a sincerarse. Muy hábilmente, Ford invierte los papeles en la escena: es la misionera quien se confiesa con la atea y descreída doctora. La locura final del personaje (tilda a Cartwright de “Puta de Babilonia”) no se debe tanto a un deseo sexual insatisfecho ni a que su mundo (la misión) se hayan derrumbado. Ha acabado por entender que toda su vida ha sido inútil, que ha sido una farisea que ha visto en el espejo una figura realmente evangélica (la doctora) e, incapaz de soportarlo, se refugia en la demencia.


   
Tras varios días sin descansar debido a la epidemia de cólera, Cartwright llega borracha a la ritual cena de las misioneras. Y ella también se confiesa: recalca lo duro que es para una mujer hallar un trabajo decente de médico, cómo ella también ha fracasado en su vida amorosa... pero no se arrepiente de nada. Si para Andrews el sentido de la vida es salvar almas, el de la doctora es salvar vidas. Andrews fracasará donde Cartwright triunfa.


  
Pero las otras mujeres han entendido por fin cuál era el propósito, que hasta entonces no habían cumplido, de su misión religiosa. Así, el maravilloso momento de la despedida entre la doctora y la que fue “la mano derecha” de Andrews, la al principio pacata señorita Dunnock (Jane Argent):



Y al final, Cartwright se sacrificará por todas ellas. Pero es demasiado fuerte y corajuda para convertirse en la concubina de un violento bandolero chino. Ford sigue la lógica del carácter del personaje y nos ofrece uno de los finales más bellos y tristes de toda su obra:



  
Nota Bene: Si han llegado hasta aquí, nuestros amables lectores habrán advertido que algunos fragmentos están en V. O. y otros doblados. No se trata de un gazapo: queríamos que los lectores entendieran bien ciertos diálogos. Ya saben lo que escribió Joyce: “Adiós, obrilla mía: ¡saluda al mundo!/Te escribí, aunque me pesa,/en la triste y acerba lengua inglesa.”