martes, 28 de noviembre de 2017

El destino ya nos alcanzó: de "Soylent Green" a Soylent


por el señor Snoid




  
Seguro que los más viejos del lugar la recuerdan. Cuando el destino nos alcance (Soylent Green, Richard Fleischer, 1973) es una película de lo que en tiempos se llamaba “de anticipación” y hoy se llamaría “distopía” (lo cierto es que conocemos pocas obras de arte que puedan calificarse de “utopías”; porque la de Tomás Moro era un poco bufa, con aquello de tener a la esposa de uno un par de semanas de prueba para comprobar si era “sexualmente satisfactoria”). En un mundo futuro, el calentamiento global y la contaminación han convertido el planeta en un desierto; el agua y los alimentos escasean y la gente malvive hacinada en gigantescas y cutres megalópolis. Gran parte de la población es pobre de solemnidad y unos pocos pueden permitirse comer solomillo de buey... ¿Les suena de algo? 
 
La introducción del film ya nos pone en situación. El policía Thorn (Charlton Heston) reside en un piso cochambroso con su “libro” (el hombre que le sirve de investigador: Sol Roth: Edward G. Robinson) y su vida no puede ser más desoladora:

  
La plebe se alimenta básicamente de un preparado llamado Soylent Green. Un producto que tiene el aspecto de placa de lasaña de verduras y muy probablemente un sabor repugnante. Sin embargo, pasa lo de siempre: si no hay pan buenas son tortas. Y como la población no puede acceder a otros alimentos, incluso se producen disturbios cuando durante el reparto de esa inmundicia se agota el preciado Soylent:


 
El poli y el investigador acaban haciendo un aterrador descubrimiento: el Soylent maldito no está hecho a base de plancton marino, sino de cadáveres de seres humanos, algunos de ellos ancianos que se dirigen, hartos de su miserable existencia, al ”Hogar”, un centro médico dedicado en exclusiva a la eutanasia.


 
La película está ambientada en 2022. Y hete aquí que un avispado empresario gringo, Rob Rhinehart, se adelantó a la fecha clave, pues lanzó en 2013 una empresa llamada Soylent, que ofrece un surtido de productos sustitutivos de la alimentación tradicional, productos que, según los publicistas de Soylent, “poseen todos los componentes nutritivos necesarios para la vida humana”. 



Rob antes de probar el Soylent y Rob después de 30 días alimentándose exclusivamente de Soylent

Y pese a que las críticas han arreciado (médicos y dietistas han alertado acerca del peligro de alimentarse exclusivamente de preparados Soylent; algunos consumidores, sin duda veganos, ecologistas y otras gentes de mal vivir, aseguran que el polvo Soylent diluido en agua “es como semen” —aunque no dicen nada de si sabe a semen) y a que la empresa tuvo que retirar sus barritas energéticas porque causaban vómitos y diarrea (Soylent aseguró que la causa se hallaba en la “harina de algas”: el plancton tendría algo que ver, seguro).

 

   
Pero Soylent sigue siendo un éxito, pese a sus envidiosos detractores. De hecho, en marzo de este año se lanzó la versión Soylent 1.8. La fuente de fibra (Isomaltooligosaccharide: ignoramos qué coño puede ser esto, pero ya el nombre es para echarse a temblar) fue sustituida por fibra de maíz soluble. Todos los ingredientes de algas fueron eliminados y reemplazados por crema canola oleica (¡Ay, dios!), algo que sin duda redundó en la calidad, textura, sabor y olor del producto

 
Los tres miembros de este su blog ya han encargado varios productos Soylent. Uno porque está harto del pollo al curry que le prepara su esposa. Los otros dos (unos degenerados) para comprobar si realmente sabe a semen...


 

 
 

jueves, 23 de noviembre de 2017

Estrenos de ocasión: "Hacia la luz" (Hikari, Naomi Kawase, 2017)


 
por el señor Snoid



 
La última película de Naomi Kawase posee un planteamiento argumental fascinante. Una joven (Misako: Ayame Misaki) se dedica a escribir textos narrativos y descriptivos para que los invidentes puedan ver películas. El problema es que, pese a sus esfuerzos, Misako no cumple a satisfacción de su exigente clientela ciega. En varias secuencias francamente hilarantes asistimos a la reunión de un comité formado por la jefa de Misako, la joven escritora y un selecto grupo de invidentes que ejercen de críticos implacables. De hecho, hay un momento en que aquello parece una reunión de la antigua redacción de los Cahiers poniendo a caldo una peli de Henri Verneuil o de Claude Autant-Lara.

El más hosco y vehemente es Sano (Mantaro Koichi), fotógrafo que está perdiendo visión a pasos agigantados. Y ello, el haber sido un hombre que poseía mirada y sabía ver, le causa ira y frustración. Va a todas partes con su cámara intentando, en vano, captar aquellas imágenes que solía tomar no demasiado tiempo atrás.

 
Un sugestivo primer plano de mi futura esposa

 
Lo que muestra Kawase es que aquellos que tienen la posibilidad de ver (en un sentido más trascendente y poético que el simple acto de mirar) no saben hacerlo; mientras que aquellos que no pueden hacerlo o que han perdido esa capacidad sienten un ansia conmovedora ante la posibilidad de imaginar o recrear la visión. En este sentido, es ejemplar la escena, alejada de toda cursilería, en donde vemos a un grupo de ciegos asistiendo a la proyección de una película: unos no pueden evitar derramar lágrimas, otros siguen la película con enorme interés, otros se inquietan por lo que “ocurre” en la pantalla... Igualito que el público de los cines de estreno a los que usted está acostumbrado.

Sano y su creciente desesperación

 
Habrán ustedes adivinado que esta es también una película de aprendizaje. El hosco Sano, el más crítico con el trabajo de Misako, será quien enseñe a ver a la muchacha. Y a plasmar con las palabras adecuadas aquello que haya que verse. Un aspecto muy brillante del guión es que este proceso será lento y penoso: cuanto más se debilita la visión de Sano, hasta quedarse totalmente ciego, más aprenderá Misako a ver como aquellos que son incapaces de hacerlo. Ironía dolorosa que, sin embargo, es totalmente coherente con el sentido del relato.


Desde que reseñamos Una pastelería en Tokio, hemos visto casi toda la filmografía de Kawase. Y es notable la evolución estilística de la cineasta. Sus primeras propuestas formales eran un tanto extremas (en ocasiones no totalmente conseguidas; en ocasiones perturbadoras y estimulantes), pero en sus últimos films parece haber encontrado un punto intermedio entre el “cine de autor” más, digamos, pagado de sí mismo, y la narración convencional (con reservas). Algo así como lo que era habitual a finales de los cincuenta y durante toda la década de los sesenta en el cine europeo, japonés, gringo e incluso lapón: el cine con un fuerte marchamo de autoría que pretendía llegar también al espectador “no especializado”. Piensen en las películas de Godard antes de que se uniera a Jean-Pierre Gorin o las primeras películas de Wenders, por poner un par de ejemplos significativos. En conclusión: que la chica es verdaderamente inteligente.

El título original del film es Hikari (“luz”, en japonés). Es decir, el principio básico del cine y de la visión. Y este es el asunto principal de la película, aunque Kawase no descuide la progresión del relato ni la espléndida descripción de sus personajes. De cualquier forma, una de las reflexiones de Kawase es ciertamente amarga: si pudiésemos apreciar el cine como lo aprecian los ciegos... 

 
No sé ustedes, pero yo pienso jubilarme en Japón
 
 
Post Scriptum

Por poco no escribimos esta crítica. Pues al salir del cine, no sólo realicé un panegírico de las bondades de la película, sino una larga serie de odas que ensalzaban la belleza sin par de la actriz protagonista, Ayame Misaki, exaltaciones de amor cortés que provocaron en la señora Snoid un mosqueo considerable. Hasta el punto de dejarme tirado, coger el coche y obligarme a regresar andando a nuestro palacete campestre. Por cierto que Ayame Misaki tan sólo ha aparecido en tres o cuatro películas, pero actúa en decenas de culebrones televisivos japoneses, magnas obras que me estoy descargando ilegalmente como un poseído...


Sano emocionándose en el cine
 

domingo, 19 de noviembre de 2017

Alfred Hitchcock y las flores del mal

 
por el señor Snoid

Hemos de confesarles que a nosotros nos entusiasman las películas malas de Hitchcock. Es decir, aquellas que el director consideraba fallidas porque no habían tenido éxito de público: Marnie, Falso culpable, la hoy santificada Vertigo, Yo confieso... Films en los que Hithcock se olvida a menudo del espectador y que no funcionan como el mecanismo de relojería bien engrasado de sus películas más —económicamente— exitosas (North by Northwest, Psicosis, La ventana indiscreta, Los 39 escalones), films en los que el director parece “dejarse llevar” por sus propias emociones y en los que se olvida de telegrafiarle al espectador lo que debe sentir o pensar en cada momento (uno de los aspectos más molestos y enojosos de su estilo). Por descontado, las malas de solemnidad, que son escasas (Posada Jamaica, Juno and the Paycock, Cortina rasgada) no nos interesan en absoluto.

Una de las películas con peor reputación del director inglés es Topaz (Topaz, 1969). Y, en parte, tal reputación es, hasta cierto punto, merecida. Tras la catástrofe taquillera y crítica de Cortina rasgada (Torn Curtain, 1966), Hitch se hallaba en un momento delicado de su carrera. Los ejecutivos de la Universal, con esa sagacidad que sólo puede tener un ejecutivo de Hollywodd, pensaron: “Si el cabrón de Preminger consiguió un éxito con el best-seller ese de judíos, Éxodo, ¿por qué no vamos a hacer lo mismo con el último superventas del autor? Y nadie mejor para dirigirla que Hitchcock”. Así piensa esta gente y así les va.



El autor mencionado era Leon Uris, responsable de varios novelones de éxito y de la tala de varias hectáreas de árboles. Hitchcock comenzó a trabajar con él en el guión y casi inmediatamente le despidió. Como solución de urgencia llamó a su amigo el dramaturgo Sam Taylor (autor del guión de Vertigo), que hizo lo que pudo con el material de base, pero que no pudo impedir que el “tercer acto” (como dirían los guionistas) fuera un desastre (algo que también ocurre, en mucha menor medida y que nos perdonen los fanáticos, en Vertigo). Pero lo peor estaba por llegar: Topaz mezcla alegremente un reparto de actores muy competentes (por orden de preferencia: Roscoe Lee Browne, John Forsythe, John Vernon) con unos intérpretes que bien habrían podido dedicarse a cualquier otra profesión (trabajar en un gasolinera, por ejemplo: Frederick Stafford, Karin Dor, Dany Robin), incluso se nota que actores tan experimentados como Philippe Noiret y Michel Piccoli no están nada cómodos en sus papeles. Además, como saben, el director rara vez dirigía a sus actores (Sean Connery recordaba que sólo le dio dos instrucciones en todo el rodaje de Marnie: que no caminara tan deprisa y que no enseñara tanto los dientes: “El público no está interesado en el trabajo de tu dentista, Sean”). Si a ello sumamos que el film posee dos “McGuffins” (error que Hitchcock no había cometido jamás), primero la obtención de pruebas de que los soviéticos están instalando lanzaderas de misiles nucleares en Cuba, y después la captura de un alto funcionario francés que trabaja para la URSS, el desastre parece completo.

 
Pues no. Ante semejante cúmulo de adversidades, Hitchcock decidió potenciar la puesta en escena y obtuvo secuencias magníficas (la huida, al inicio de la película, del desertor ruso y su familia en Copenhague; casi todo el fragmento cubano del film, que Guillermo Cabrera-Infante consideraba, un tanto hiperbólicamente, como “la mejor película rodada en Cuba”, el plano en que Dany Robin le hace saber a su esposo, el espía André Deveraux (Frederick Stafford; Hitchcock jamás le llamaba por su nombre; decía “ese actor”. Imaginamos que pronunciaba la palabra “actor” como si pronunciara “regurgitación”), que sabe de la existencia de una mujer cubana llamada Juanita de Córdoba, la escena en el hotel neoyorquino donde se aloja la delegación cubana...

En entrevistas posteriores al estreno del film, Hitchcock sólo destacaba el momento en que Enrique Parra (John Vernon) mata a Juanita de Córdoba (Karin Dor) y el famoso plano cenital en el que “ella se desploma y su vestido se abre como una flor”. Veámoslo:


 
Sin embargo, las flores son un elemento omnipresente en el film, siempre con un sentido ominoso y sombrío.

Al principio, los desertores rusos se refugian en una fábrica de porcelana. Hitchcock inserta varios planos de detalle de la elaboración artesanal de las figuritas, tan cursis como las de Lladró, antes de que los agentes norteamericanos les rescaten de sus perseguidores:






 
Aparecen cuando el agente de la CIA interpretado por John Forsythe le “encarga” a Deveraux que investigue la presencia soviética en Cuba:



Surgirán de nuevo cuando Deveraux hace que uno de subordinados —que, como tapadera, ¡posee una floristería!— soborne al funcionario cubano para robar unos documentos (mientras la familia de Deveraux le espera en un restaurante):
:  




En el encuentro entre los dos traidores franceses:





Estarán presentes también cuando la esposa de Deveraux le hace saber quién es el traidor francés (y de paso, que le ha puesto unos hermosos cuernos a su esposo con ese hombre):




Y por último, en uno de los planos más bellos del film, con ese lento travelling que comienza mostrando la enorme sala de conferencias hasta que alcanzamos al doble agente francés, Granville (Michel Piccoli). 
  

En fin, unos pocos ejemplos que pretenden demostrar que Topaz no es una película tan despreciable como han sostenido la mayoría de críticos y estudiosos de Hitchcock. Flores muertas, flores que mueren, flores que anuncian la muerte... En uno de los films más sombríos de su autor. Bien sabía él que el contraste dramático es siempre efectivo. Lástima que el público no lo apreciara en su día.
 

miércoles, 25 de octubre de 2017

ESTRENOS DE OCASIÓN: "BLADE RUNNER 2049" (Denis Villeneuve, 2017)



 
Estrenos de ocasión: Blade Runner 2049 (Denis Villeneuve, 2017)

Por el señor Snoid

 
Recuerdos (implantados) de un replicante

Blade Runner fue la primera película que la señora Snoid y un servidor de ustedes vieron juntitos en una sala de cine. Y a fe que costó convencerla. No por mi falta de juvenil apostura (entonces), sino porque la pobrecilla pensaba que yo era un idiota (acertaba) que la estaba embarcando en la visión de una peli tipo Star Wars —Episodio IV o Los siete magníficos del espacio. Cuando salimos del cine ella ya pensaba que yo era un replicante, mientras que yo había pensado lo mismo de ella antes de entrar. Cuando terminó Blade Runner 2049 temí que me espetara: “Muy bien. Ya hemos cerrado el círculo. Ahora quiero el divorcio”. Pero no. El aguante de esta mujer es impresionante. Se limitó a intentar estrangularme con los muslos al modo Pris y ahí quedó todo.


Así que pasen 35 años

A pesar de que los creadores de Blade Runner  2049 han jurado con toda solemnidad que este film puede verse como una película independiente y “distinta a la original”, hemos de confesar que todos han mentido como bellacos o que varios de ellos ni se han dignado a revisar la cinta de 1982, pues la cantidad de referencias (visuales, sonoras, argumentales, citas del diálogo, personajes) que se hacen de la célebre ópera prima es tal que merece la pena leerse La Biblia de Blade Runner antes de verla; eso y cotejar los diversos finales que la Warner y Ridley Scott sacaron para hacer caja a lo largo de los años: supresión del anuncio del abrigo de pieles en medio de los exteriores de El resplandor, unicornios extraídos de Legend y la aberrante sugerencia de que Deckard era también, sin saberlo, un replicante. Por lo menos en Blade Runner 2049 no aparece ni un solo ventilador, a diferencia de todas las películas de Ridley Scott (vean con atención, si tienen valor, Robin Hood o Gladiator: también en estas salen ventiladores). Esto nos demuestra que el director Denis Villeneuve es un hombre con fuerte personalidad.



 
Esta apelación continua a la primera Blade Runner es uno de los grandes lastres de este film. Superficialmente, tenemos lo mismo que nos ofrecía la anterior: un poli que se dedica a “retirar” replicantes de vieja factura y que en el proceso de una misión rutinaria irá desenmarañando una conspiración de proporciones gigantescas. Igualito que lo que le solía pasar al detective Philip Marlowe en las novelas de Raymond Chandler. Y recuerden que en Blade Runner Rick Deckard emparentaba con el detective clásico, pues bebía como una bestia y recibía hasta en el carné de identidad. Aquí el protagonista Joe K. (es decir, Josef K. —K de Kafka o de El Kastillo) adolece de una angustia existencial que deja al Josef K. original o a los protagonistas de La náusea o El extranjero como unos seres vitales, extrovertidos y alegres. Hay, sin embargo, ciertas variaciones: es el poli quien, acabada una misión, debe someterse a un remedo del test de Voigt-Kamfp, pues ha de recitar como una cotorra unos versos de Pale Fire de Nabokov (la verdad: las pretensiones culturales de estos guionistas de Hollywood son para vomitar). K. tiene además una compañera en forma de holograma que es la mujer perfecta: aparece y desaparece a voluntad de su dueño, le da sabios consejos y en ningún momento le increpa para que baje la basura, tienda la colada o vacíe el lavavajillas. Hay que concluir que el futuro no es tan negro como nos lo pintan.




Pero la diferencia fundamental entre Blade Runner y Blade Runner 2049 no está en el diseño (excelente en ambos casos) ni en la dirección (nos atrevemos a afirmar que Villeneuve sale bastante airoso del reto; no en vano es un director muy superior a ese  autor de pelis porno como Black Hawk derribado) ni en la morosa descripción de un mundo inhóspito y aterrador, tal que la España de Rajoy. No: el problema está en que Blade Runner 2049 opta por un eje temático paterno-filial que carece por completo de interés. Ya saben ustedes la enorme importancia que tienen las relaciones padres-hijos en el cine gringo. Fiel reflejo de una sociedad que ansía deshacerse de sus churumbeles en cuanto cumplen la mayoría de edad. En Blade Runner había una riqueza temática singular: replicantes que no querían morir, que ansiaban vivir más que sus cinco años preceptivos; una replicante que descubría, en contra de lo que pensaba, que no era un ser humano; un hombre que descubría su profunda inhumanidad y que se daba cuenta de que aquellos seres eran “más humanos que los humanos”. Estos mimbres proporcionaban emoción a raudales, y el espectador lograba identificarse sin dificultad con las pasiones —feroces como en un buen melodrama— que dominaban a los personajes. Poco queda de esto en Blade Runner 2049.  




¿Sueñan los androides con hijas decoradoras de interiores?

Y lo curioso es que no nos hallamos ante una mala película. De hecho, hay escenas bien planteadas y rodadas, como la extraña secuencia en el auditorio del hotel con el holograma de Elvis, las escenas de K. con su novia-holograma (buen momento cuando esta tiene que “encarnarse” en una prostituta para que puedan hacer el amor) o el prometedor arranque del film en una de esas granjas ecológicas que tanto molan a los que hacen suplementos dominicales.

Sin embargo, Villeneuve no logra superar unos escollos abrumadores: por una parte, un reparto espantoso encabezado por Ryan Gosling, pésimo actor que logra dotar a su personaje de un aburrimiento contagioso; un Jared Leto que pretende ser amenazador y sombrío pero que resulta ser un payaso sin gracia (la escena en que “ejecuta” a una replicante recién nacida, irritado porque ella no puede engendrar, y la acuchilla —reparen en la sutileza— en el vientre, es de una necedad increíble); una villana que parece sacada de la serie Los mercenarios; por otra, un guión irregular y confuso; algunas escenas de acción en plan “las así llamadas artes marciales” que no vienen mucho a cuento, y, sobre todo, las referencias a la película original son a menudo obvias o desacertadas. Baste decir que Sean Young era mucho más bella que la actriz que la “interpreta” en una breve secuencia...

 

 
La síntesis de las diferencias entre ambas películas se halla en sus respectivos finales: Roy Batty moría salvando a Deckard y “sacrificándose por la humanidad” (esto nos pareció un poco excesivo: Cristo como Nexus-6, en taparrabos y con clavo en la mano) y K. muere tras reunir a un padre con su hija. Es decir, de lo universal a la TV movie familiar (inevitablemente pensamos en la reunión entre Luke Skywalker y su hija al final de la última o penúltima de Star Wars). Y es una auténtica lástima. Blade Runner 2049 se cava su propia fosa insistiendo en sus paralelismos con el original. Sin esta pesada carga, habría resultado un film mucho más satisfactorio.

De vuelta a casa, la señora Snoid se negó en redondo a hacerme el número de la serpiente. ¿Dónde estás, Joanna Cassidy?



sábado, 21 de octubre de 2017

¿Por qué Sam Fuller? (y III)



¿Por qué Sam Fuller? (y III)

por Tag Gallagher






Un tiroteo en 40 pistolas es fragmentado en partes aisladas del cuerpo, lo que Bresson copiará en Lancelot du Lac (Lancelot du Lac, 1974), habiendo modelado previamente su Pickpocket (Pickpocket, 1959) sobre Manos peligrosas, no sólo por su ratero que opera en el metro empleando un periódico, sino por las fantasías, dignas de Dostoievski, de un héroe imposible compulsivamente astuto y que no deja de engañarse a sí mismo, donde el montaje fragmentado se alterna con una claustrofobia en forma de planos largos que conforma una desesperación para huir de la consciencia y de la luz y de los otros, o para abrazarlos.
 
Cada película es una crisis de energía —caminando, corriendo, siguiendo un sendero— que enfrenta a las personas con la muerte, o peor aún, con su propio destino. Los cobardes culpan a las circunstancias, los valientes siguen adelante, y, sin embargo, las odiseas inspiran escasas opciones morales. En 40 pistolas, Barbara Stanwyck hace restallar su látigo, avasallando las praderas, follándose a sus cuarenta pistoleros montados; ella deja las botas y las espuelas y el crimen y el poder sencillamente porque es satisfactorio rendirse a un hombre fuerte. Cambia no por un acto de voluntad, sino por una liberación de las emociones. “Algo que me encanta de Freud. La idea de un hombre que experimenta, que juega con las emociones de la mente. Con algo invisible”.


 
Fuller lo hace visible. El “cáncer” en muchos héroes se muestra en sus ojos desorbitados, sus cejas arqueadas, sus bocas tensas y puños apretados, cuando afirman su voluntad, desafían la inseguridad y se yerguen contra el cielo. “La mayoría de mis personajes son anarquistas. En su interior están en contra de cualquier sistema”. Ninguno de ellos se rinde -excepto Thelma Ritter en Manos peligrosas, quien ha vivido lo suficiente como para sentirse exhausta. “Le pasé por encima”, exclama un sicario en Underworld U.S.A. (Underworld USA, 1960), al informar sobre el asesinato de una chiquilla.

 
Sin embargo los pocos que sobreviven descubren que no se trataba en absoluto de su voluntad, sino de que algo más los empujaba. “Todo estaba en mi mente”, se maravilla un detective. Están “enfermos”, dice Fuller. Pierden la cabeza por el mero hecho de vivir. El periodista de Corredor sin retorno está menos infectado por los locos del manicomio que por su propio orgullo: “Quería recordar que el cerebro posee una cualidad irreversible: que no hay posible marcha atrás”.
 
Pero si la identidad es ficción, ¿dónde se halla el carácter? Si las películas de Fuller nos exhortan a escribir el final, ¿es porque la razón conduce a la locura dentro de un círculo vicioso?


 
No hay apenas existencia ordinaria en Fuller, sólo violencia en los aledaños de la sociedad, excepto en Perro blanco (White Dog, 1982), donde aparecen personas que reconocemos. Pero no se debe subestimar a un reportero. Perro blanco no es sobre “Perro muerde a hombre”: es “Hombre muerde a perro” —tres personas que proyectan en un perro sus pasiones más profundas, como científicos locos despreocupados por su desmesura.

El abuelo rezuma amabilidad, orgulloso de haber programado a un perro para que mate negros, a quienes él considera “enfermos”.

Keys, por el contrario, es un antropólogo negro cuya cruzada es reprogramar. El “enfermo” es tan obstinado que incluso protege al perro de la policía después de haberle dejado escapar y de que matara a un hombre. Pero los primeros planos de los ojos de Keys que muestra Fuller nos dicen que la motivación profunda de Keys es el poder. “Si no consigo domarle, le mataré”, jura, y le doma, pero entonces el perro ataca a un blanco que se parece al abuelo, y Keys le dispara, ya que no es la violencia lo que él quiere reprogramar, sino el racismo. Como el abuelo, Keys no puede reconocer a Mr. Hyde dentro de Jekyll.

 
Julie, el tercer personaje, es una actriz de veinte años. En apariencia un personaje irrelevante en la película, casi un elemento decorativo, su erótica presencia está en el centro del mundo de Fuller. Las mujeres son una fuente de violencia en el cine Fulleriano centrado en los hombres, ya que las mujeres seducen y rechazan. Por lo habitual son amazonas o sádicas, amoralmente enardecidas por su propia fuerza, y en una docena de películas los hombres las maltratan con dureza. La bella que inspira el asesinato de Jesse James no se siente disgustada por el asesino, sino por el sentimiento de culpa de éste. La bella de 40 pistolas (una parodia de la primera mujer de Fuller) también induce a un amante a matar; luego, en palabras de Fuller, “Un día, ya no le necesita más. Y se escucha el sonido de una pluma sobre el papel. Le está haciendo un cheque. Se lo pasó bien con él en la cama y ahora lo ha olvidado. Él era sólo una prostituta para ella. Y él se ahorca”. Las mujeres de Fuller son perros blancos. Como la bella de Una luz en el hampa, cambian en un instante de enfermera a asesina.
 
Sin embargo Julie no posee una mentalidad criminal. Su amor lleva al desastre y a la muerte simplemente porque es una mujer (como la mayoría de las mujeres de Fuller). Vive sola en una colina, temerosa de relacionarse con los demás (como la mayoría de los personajes de Fuller) y el perro se convierte en un sustituto de su novio, fuerte y salvaje.

Sus pechos erguidos, sus largas piernas desnudas y el montaje de Fuller la muestran seduciendo simultáneamente al perro y al muchacho, inocentemente provocando y negando el deseo (jugueteando con el perro con sus bragas) tanto para ella como para sus machos rivales, hasta que casi es violada (por un extraño, sustituto de todos los hombres).

En adelante, aparece totalmente vestida, protegiendo a su perro asesino, negando el deseo, hasta que al final, enterándose de que el perro ha sido curado, libera finalmente su fuerza vital y se desata fatalmente esa energía en toda su desnudez.

Pero aparece el abuelo y Julie le tilda de “enfermo hijo de puta”. Como el abuelo y Keys, Julie no puede distinguir al científico loco, el Hyde, en su interior. ¿Cómo podemos distinguir la razón del deseo?


 
Lo único cuerdo, dice Fuller, es matar a los perros blancos. “Si hubiera estado a solas con Calley (el teniente al mando de la masacre de My Lai) le hubiera matado y habría ido a la cárcel. Ese hombre es un ejemplo de lo que yo llamo el Mal, y la única manera de erradicar el mal es destruirlo. Sin juicios ni exámenes psiquiátricos”.

Pero después de matar a todos, ¿quién nos meterá en prisión? El mismo Fuller forma parte de una compañía de perros blancos en Uno Rojo que matan como soldados adiestrados en siete países, hasta que llegan a los campos de exterminio, donde matan con furia. En Una luz en el hampa Constance Towers es otro perro blanco, que va de la cárcel a un pedestal porque la víctima de su ira estaba “enfermo”. Vivimos en fantasías: ¿cómo podemos escapar del círculo vicioso?


 
 
Las cuatro últimas películas de Fuller, todas ellas producciones francesas, no buscan ya soluciones. Huyen hacia la indulgencia y el escapismo. Sus películas norteamericanas se habían beneficiado siempre de técnicas vanguardistas, pero destinadas a narrar una historia. Y si sus proyectos comenzaban como tesis, terminaban, como en Corredor sin retorno, centrados en personajes individuales, como lo hacía el montaje abstracto del tiroteo en 40 pistolas. En los últimos filmes, sin embargo, la experimentación es vacua, los personajes son maniquíes y todo constituye una farsa pedantemente reflexiva. Quizá Fuller estaba influenciado por Godard, quien le adoraba por sus trucos más pueriles, como atisbar a través del cañón de un rifle. 


 

 
Quizá su mejor obra sea Yuma, una historia de nostalgia, ambientación épica y música romántica. El deseo y la violencia están encarnados en algunos de los desnudos masculinos más hermosos desde el Renacimiento —indios, salvajes, fuertes y libres. Comienza el “9 de abril de 1865” con la rendición dela Confederación en Appomatox. La Guerra Civil ha terminado. Lee saluda con su sombrero a Grant, quien devuelve la cortesía, y el caballo de Lee retrocede ligeramente. Esto lo vemos desde la distancia, en fragmentos dispersados a través del tiempo: demasiados detalles, demasiados sentimientos que hay que asimilar. Es el momento decisivo de la mitología americana, su solución de la posguerra. El gesto de los asesinos echa a volar, proyectándose sobre un continente, en una larga expansión.