martes, 20 de abril de 2021

EL CINE Y LA DROGA (I)



 por el señor Snoid


“Inmensas cantidades de morfina, heroína y cocaína entran cada año en Estados Unidos por las fronteras de México y Canadá. El tráfico de drogas ha crecido de manera alarmante en los últimos diez años y posee ahora proporciones gigantescas”


El párrafo citado no pertenece a una noticia extraída de un periódico prestigioso, tipo OK Diario o The Washington Post; ni siquiera es un extracto de esos alarmantes informes de la DEA. Es el rótulo inicial de una película sobre los peligros de la drogadicción, Human Wreckage, estrenada en 1923. Juzguen ustedes si las cosas han cambiado mucho a lo largo de un siglo.

No se alarmen. En esta saga no nos vamos a ocupar de las dos figuras más populares que el cine ha dado en su larga y fructífera relación con la droga: el carismático ídolo popular tipo Pablo Escobar o Tony Montana y el arrojado poli que tiene entre ceja y ceja exterminar narcotraficantes, camellos y adictos. Estas últimas películas nos provocan un sentimiento similar al que le hizo rechazar a Robert Mitchum el papel principal en The French Connection (Contra el imperio de la droga): el actor se negó a interpretar a Popeye Doyle diciéndoles a los productores que el guión “hiere mi sensibilidad”. No: nos detendremos en aquellas películas que versan sobre adictos en mayor o menor grado y evitaremos, en lo posible, rehuir aquellas cintas que rebosan moralina acerca de los peligros del uso y abuso de diabólicas sustancias.

Un poco de historia

Aunque les suponemos a ustedes muy versados tanto en el consumo de estupefacientes como en la historia, descubrimiento, evolución y transformación de lo que se meten entre pecho y espalda, gracias a volúmenes como los tres tochos de la Historia general de las drogas del vocacional guitarrista de Heavy Antonio Escohotado y similares best-sellers, es imprescindible abordar algunos hechos previos a la aparición del cine. Si hiciéramos una encuesta sobre el país que más ha hecho por la difusión de la droga mediante su cultura, sus cuerpos y fuerzas de seguridad del estado, sus drogadictos más célebres y la pasión con la que sus habitantes celebran la cultura de la droga, este sería los Estados Unidos de Norteamérica. Olvídense de China y de las colonialistas guerras del opio del siglo XIX. O de los malvados talibanes cultivando opio por todo Afganistán. O de los marroquíes y su mayor industria exportadora. EEUU son los reyes sin discusión, pese a ser un país relativamente joven. Y es que, una vez enganchados, no han parado.


Durante la guerra de secesión (1861-1865) los heridos, tullidos y amputados fueron tratados con generosas dosis de morfina, sustancia que hallaron tan benéfica que siguieron consumiéndola mucho tiempo después de terminada la guerra, y además no dudaban a la hora de recomendársela a amigos y parientes, como si uno alabara las bondades de los productos de Ana María de la Justicia a sus allegados con el inocente objetivo de poner fin a un pertinaz estreñimiento. Así, rápidamente uno de cada 400 gringos era un adicto a finales del siglo XIX. Pero no había alarma social alguna: ninguna ley prohibía la compra de narcóticos en su farmacia habitual y el abastecimiento, en caso de que uno sintiera ese hormigueo en las piernas previo a un mono espantoso, estaba asegurado. Los único que por entonces merecía cierta reprobación social eran los garitos regentados por chinos o fumaderos de opio; pero no por ser antros de perdición, sino porque, dado que eran establecimientos propiedad de orientales, se los consideraba antinorteamericanos. Precisamente la primera película sobre el asunto data de 1894 —un año antes de la primera exhibición pública de los Lumiére— y es una producción de Edison titulada Chinese Opium Den:


La peliculita no se adentra en el tugurio y no podemos apreciar a un montón de drogadictos dándole duro a la pipa. Es más bien un precedente de la ridiculización que sufrió la figura del policía durante buena parte del cine mudo. Un simpático chino —que obviamente no es chino, ni siquiera malayo o tailandés— se burla del agente que intenta penetrar en su negocio. 

En 1874 Charles Wright sintetizó el clorhidrato de morfina obteniendo un nuevo opiáceo, la diacetilmorfina. Sustancia que fue aprovechada por el químico alemán Felix Hoffmann para producir un nuevo fármaco, la heroína. En 1898 la heroína fue comercializada por la compañía Bayer, principalmente como jarabe para la tos y también para ¡combatir la adicción a la morfina! Algo parecido a curar con whisky escocés de 30 años a un alcohólico que ha estado trasegando durante años ginebra de garrafa. Ya ven ustedes que durante el cambio de siglo los efectos de estas potentes drogas no estaban muy claros o bien el populacho los recibía con creciente regocijo.


Un caso singular se halla en una bebida refrescante que un día se denominó “la chispa de la vida”. Y en sus comienzos, chispa sí que tenía. Pues la Coca-Cola de 1886, comercializada en un principio como remedio para las jaquecas como un gelocatil cualquiera, contenía el derivado de la hoja de coca más el principio activo de la nuez de cola (cafeína). Hacia 1906, cuando se promulgó la primera ley “antidroga”, en realidad una ley contra la “adulteración” de comida (Pure Food and Drug Act), el gobierno denunció a la compañía, pero esta se defendió gallardamente ante el Tribunal Supremo (imaginamos que untando a la mayoría de sus miembros), con el resultado de que jamás se llegó a demostrar que la Coca-Cola contenía coca. Lo cierto es que, dadas las circunstancias, aquel episodio fue del todo irrelevante: en 1909 había en Estados Unidos 39 marcas distintas de refrescos que aseguraban contener el mágico ingrediente.

A partir de aquí, las pelis sobre el tema se multiplicaron. D. W. Griffith, pionero en casi todo como nos cuentan las historias canónicas del cine, no iba a ser ajeno al furor que causaba la droga. En 1912 dirigió For His Son, y como Griffith tuvo siempre algo de moralista victoriano (entre otras cosas, algunas mucho más loables), el film es un melodrama tremendo en el que un médico, decidido a revitalizar al flojeras de su hijo, le proporciona un refresco que contiene coca; el hijo pasa de ser un nini a transformarse en un hiperactivo muchachote, papi está feliz, pero... El chaval se ha convertido en un adicto y muere a causa de su uso y abuso de la “Dopokoke” (nombre ficticio que Griffith y su guionista, Emmett Campbell Hall, dieron a la bebida):

Tras la coca, que tendría un éxito asegurado hasta hoy mismo, la nueva droga de moda fue el opio, ya muy popular, pero al que su prohibición en 1909 hizo tan omnipresente como los yogures con bífidus (activo) hoy. Y en 1913 comenzó un aluvión de películas sobre opio, morfina y heroína; estupefacientes y películas que comentaremos en el siguiente capítulo de esta saga...




jueves, 8 de abril de 2021

ESTRENOS DE OCASIÓN: "NOMADLAND" (Chloé Zhao, 2020)

por el señor Snoid
Que una película como Nomadland haya obtenido cientos de premios, selecciones para decenas de óscars y el aplauso casi unánime de la crítica viene a demostrar que: a) Esto de la plaga es aún más grave de lo que pensábamos; b) El cine está en horas muy, muy bajas; c) Cuando, en raras ocasiones, el cine gringo retrataba la vida de los trabajadores (Las uvas de la ira, The Molly Maguires, La sal de la tierra, Blue Collar) lo hacía con una virulencia de la que carece por completo Nomadland, y d) A una película ideológicamente tan pobre y ambigua como esta puede perdonársele todo porque exhibe una mirada femenina —que no feminista— sobre un grave problema social, la de su protagonista (y productora) y la de su directora (y guionista).


Nomadland cuenta la historia de Fern (Frances McDormand), una mujer que lo ha perdido todo, vive en su furgoneta y sobrevive gracias a trabajos temporales de mierda. Sin embargo, no es una mujer que carezca de estudios o que sea una retrasada mental. La información que se nos da de ella —casi siempre de forma indirecta, uno de los aciertos del film— demuestra lo contrario. Incluso ha sido profesora de lengua y literatura en su ciudad de origen; en una tienda de artículos deportivos se encuentra con una chiquilla a la que dio clase y esta aún recuerda un fragmento de Macbeth que estudiaron en el cole. Sencillamente, Fern tiene cincuenta y tantos años y nadie quiere dar trabajo a gente de cincuenta para arriba (algo que se hace patente en su visita al SEPE gringo, que parece funcionar tan bien como el español). Excepto quizá empresas como Amazon, que te proporcionan aparcamiento gratuito para la furgo en la que vives mientras dure tu contrato y después te cobran 375 dólares por el alquiler de un hueco al aire libre. Hay que concluir que Jeff Bezos no es, por tanto, ningún genio. Con semejantes condiciones laborales, hasta usted y yo nos haríamos multimillonarios de proponérnoslo.

Fern emprende un periplo que la lleva desde su antiguo hogar en Nevada a un campamento de desahuciados que viven en sus caravanas (casi todos de avanzada edad) que han montado una especie de comuna en un paraje desértico de Arizona; Fern trabaja limpiando baños públicos —la directora Chloé Zhao parece no confiar demasiado en la capacidad del espectador, pues se nos muestra un báter rebosante de mierda por los bordes. No es que hayamos trabajado en el sector de la limpieza, pero nuestra capacidad de imaginar situaciones asquerosas funciona a las mil maravillas. En Dakota del Sur, Fern trabaja en un restaurante de una de esas cadenas de comida barata (e inmunda). Viaja a California... Y, cerrando el círculo, tras decenas de episodios desesperanzadores y tristísimos, vuelve a Empire, Nevada, convertida en una desolada ciudad fantasma.


Todo esto bastaría para que los espectadores salieran del cine dispuestos a quemar oficinas bancarias, empresas aseguradoras, dinamitar la sede de la bolsa o asaltar el palacio de invierno. Pero no es éste el resultado. Nomadland acumula tal cantidad de peripecias y personajes deprimentes que es el hastío lo que progresivamente se apodera de los espectadores. Y es que hay en el film un muy desagradable tufillo (queremos pensar que no intencionado) a que la mirada de la directora se acerca más a “Qué pintorescos son los pobres” que a “Necesitamos cambiarlo todo de una vez”. Si a esto sumamos una cantidad excesiva de tiempos muertos, un retrato del paisaje de Norteamérica un tanto falseado —una inmensa llanura de costa a costa, nevada o desértica, un páramo sin fin— , una musiquilla insoportable y omnipresente de Ludovico Einaudi y la escasa sutileza que demuestra la directora a la hora de mostrar causas y consecuencias, o para retratar con cierta agudeza a cualquier personaje que no sea Fern, nos encontramos con que Nomadland es un film muy decepcionante o que sus resultados están muy lejos de sus aspiraciones.

El gran logro de Nomadland es insistir en el feroz individualismo de su protagonista. Fern rechaza la ayuda de todo aquel que pretende echarle un cable: la madre de su antigua alumna, sus compañeros de trabajo, la nueva vida que le ofrece Dave (David Straitharn)... Recurrir a su hermana para que le preste unos míseros dos mil dólares para arreglar su furgo supone un calvario para ella. Y este individualismo nada tiene ver con el “espíritu norteamericano” (se llega a decir que los caravaneros son como los antiguos pioneros de los siglos XVII y XVIII). No. Este individualismo es una de las más logradas y detestables artimañas del capitalismo que nos gobierna, allí y aquí. “Válete por ti misma o no vales nada”, parece pensar Fern. Y lo más desolador es que Fern nunca llega a asumir que está equivocada, que ella no es dueña de su destino y que, sin los demás, aquellos que se hallen en su situación, o aún peor que ella, en efecto, no vale nada...



viernes, 2 de abril de 2021

ESTRENOS DE OCASIÓN: "AKELARRE" (Pablo Agüero, 2020)

 

por el señor Snoid



Quizá la mayor dificultad de un film “histórico” o “de época” sea plasmar la mentalidad del tiempo que pretende retratar. Mentalidad y lenguaje son dos grandes escollos que la mayoría de los cineastas no saben o no quieren abordar. Los otros elementos, vestuario, edificios, cachivaches y demás accesorios pueden estar perfectamente logrados, pero, sin embargo, es este aspecto particular del “pensamiento de una época” lo que engrandece (en escasas ocasiones) o perjudica (en la mayoría) a este tipo de películas. La conclusión obvia es que los diseñadores de producción se documentan y hacen su trabajo mejor que algunos guionistas y directores. Hay grandes excepciones, claro. A nosotros nos da exactamente igual que Centauros del desierto no esté en realidad ambientada en “Texas 1868”, sino en la frontera entre Utah y Arizona, o que todo el mundo lleve un winchester de repetición (algo raro en esos años). Lo que importa es que Ford no dudara en mancharse las manos mostrando unos personajes muy reales: los indios son brutales; la caballería norteamericana asesina a mujeres y niños; todos los blancos —incluso el mestizo Martin Pawley— son racistas... En Satyricon Fellini consiguió un retrato de la Roma del primer siglo de nuestra tan convincente que el espectador tiene la sensación de asistir a una película abiertamente fantástica. Tanto el Andrei Rubliev de Tarkovsky como Qué difícil es ser un dios de Alexei Guerman transmiten con veracidad cómo debía ser la vida durante la Edad Media. Incluso una película irregular, El último valle (James Clavell, 1971) nos proporciona una visión muy precisa de la Europa de la Guerra de los treinta años.


¡Bruja, más que bruja!

Akelarre es una comedia feminista vasca que fracasa tanto en la plasmación de la mentalidad del 1600 como en la ambientación y el planteamiento dramático. Las muchachas acusadas de brujería son bellísimas, mientras que el señor inquisidor y sus secuaces son feos, malencarados y malvados (el inquisidor tiene un cierto parecido con Jaime Mayor Oreja, un asombroso logro de casting). Las chicas hablan un castellano perfecto del siglo XXI —en cualquier momento esperábamos que alguna dijera algo tipo “Tía, esto de la brujería me ralla cantidad” o “El Imanol está tope bueno”, y cuando hablan en vascuence lo hacen en un perfecto batúa unificado y polivalente. A propósito de esto, hay que señalar que la lucha entre ortodoxia y brujería se traslada también al campo del lenguaje. Los inquisidores, ante la cháchara en euskera de las mozas, sueltan: “¡Aquí se habla en cristiano!” (expresión insólita en el 1600) o, refiriéndose al vascuence, llegan a afirmar que “es una lengua demoníaca”. La tradicional opresión que ejercían los castellanos (españoles) sobre el sufrido pueblo vasco en los albores del Barroco. Lo que nos recuerda que en el teatro del siglo de oro uno de los personajes bufos predilectos era el del “vizcaíno” (vasco), por su peculiar forma de expresarse en castellano. En descargo del irreductible pueblo norteño, señalemos que en la Villa y Corte los escribanos y secretarios de origen vasco eran los más apreciados, pues tenían fama de poner el cazo o trincar muchísimo menos que los procedentes de otros lugares de Las Españas. Ahí queda eso.

En cuanto al planteamiento del drama, nos parece un error que las chicas sean inocentes. La peli hubiera ganado mucho (por lo menos, en su planteamiento ideológico) si hubieran sido culpables. Total, en la época no faltaban motivos por los que a una la consideraran bruja: ser curandera, adúltera, lesbiana, vivir sola o la simple envidia aldeana por tener tres vacas más que el vecino podían provocar una acusación ante el santo oficio —el acusador quedaba en el anonimato: un aspecto que la película soslaya. Más parece que los inquisidores van de pueblo en pueblo con su carromato buscando brujas, algo similar a lo que hacían John Wayne en Valor de ley y Ben Johnson en Cometieron tres errores: llenar sus furgones blindados de malhechores yendo un villorrio a otro.



No faltan los momentos jocosos en Akelarre. Cuando la niña más lista confiesa (fingidamente) que ha tenido relaciones íntimas con Lucifer —e incluso muestra con un gesto el tamaño del miembro del demonio, superior al de John Holmes—, Mayor Oreja, digo el inquisidor, empieza a sentir un calentón de tal calibre que no puede sino demandar una explicación más detallada y la muchachita simula un orgasmo tan salvaje que empalidece al de Meg Ryan en Cuando Harry encontró a Sally. El señor inquisidor, naturalmente, se pone como loco: no sólo es un chiflado e hipócrita religioso: es más lascivo que un macho cabrío.

El climax supera todo lo anterior. A las nenas se les obliga a representar el Sabbat (de noche, en un claro del bosque, antorchas, cabezas de cerdo, jamones curados, bebercio) y una de ellas hace unas contorsiones calcadas a las de la cría de El exorcista. Se ponen a bailar y cantar como si estuvieran en las fiestas patronales, se desata un pandemónium de cojones, y en un guiño (falsamente) feminista extraído de Thelma y Louise (o quizá de Dos hombres y un destino) , se tiran por un acantilado, dejando al pobre inquisidor con las ganas y con una frustración sexual que el hombre parece a punto de reventar, y no de éxtasis beatífico precisamente.


Pensaran ustedes que detestamos el cine español (o el vasco). Nada más lejos de la realidad. Consideramos que, si en las mismas coordenadas espacio-temporales coexisten (e incluso a veces trabajan) Víctor Erice, José Luis Guerín, Albert Serra o Carlos Vermut, andamos bien servidos. Y si quieren ustedes ver una película española decente, no se pierdan El año del descubrimiento (Luis López Carrasco, 2020). Sencillamente extraordinaria. Imprescindible.