jueves, 30 de marzo de 2023

EL CINE QUE TANTO AMAMOS (MARZO DE 2023): ELOY DE LA IGLESIA (1ª PARTE)

por Francisco López Martín 

Decíamos ayer (léase: en la anterior entrega de esta columna mensual), en relación con la figura de Carlos Saura, que su amplia filmografía no había contado por nuestra parte con la frecuentación que una figura tan importante debería suscitar en verdaderos apasionados por el cine, como lo somos nosotros desde la infancia. Esta comprobación nos llevó, una vez escritas aquellas líneas, a una reflexión íntima, de carácter más general, sobre nuestro conocimiento real, fuera de los libros, sobre la historia del cine español, más allá de un abanico de títulos consagrados que indudablemente merecen contarse entre los mejores frutos, como mínimo, del cine europeo de su tiempo, y cuya enumeración sería redundante en relación con lo que ustedes mismos pueden suponer al respecto: piensen en los títulos señeros realizados en nuestro país por autores como Almodóvar, Bardem, Berlanga, Buñuel, Erice, Fernán-Gómez, Luna o Zulueta, y podrán formarse con facilidad una idea de nuestro particular acervo, al menos en lo que a nosotros nos parecen obras cinematográficas, por unas razones o por otras, de conocimiento ineludible. 

No sólo se vive de los grandes clásicos


Ante ese estado de cosas, hemos dedicado el mes de marzo casi exclusivamente a empezar a solventar esa laguna, y lo hemos hecho con una amplia selección de largometrajes de autores, períodos y géneros muy diversos. Esta columna bien podría haber versado, por ejemplo, sobre figuras que, en sus mejores momentos, distan de estar exentas de interés formal, como José María Forqué o Vicente Aranda, dos cineastas de los que hemos visto y, con algunas excepciones, disfrutado media decena de títulos por cabeza —al fin y al cabo, si genios como John Ford o David Lynch nos han dejado películas fallidas, cómo no van a tenerlas directores de menor calado—. Sin embargo, el cineasta al que finalmente hemos querido dedicar nuestro artículo de marzo, que tendrá continuidad en una posterior entrega de esta serie, ha sido Eloy de la Iglesia (Zarauz, 1944-Madrid, 2006), de quien hemos podido ver por primera vez o revisar doce de sus películas, es decir, numéricamente, más de la mitad de su filmografía, y, cualitativamente, con probabilidad muchas de las mejores, a juzgar por las fuentes —no siempre propicias al director, todo sea dicho— que hemos consultado para orientarnos en nuestra exploración. 

El joven Eloy

Como, ciertamente, ustedes recordarán que en esta sección, o, más en general, en nuestras distintas etapas de colaboración en este Bulevar, hemos manifestado nuestra devoción por gigantes como Ernst Lubitsch, Yasujiro Ozu, Federico Fellini o Andréi Tarkovski, se impone de entrada una advertencia: como bien señaló hace unos años Diego Galán, precisamente en un texto dedicado a reivindicar la figura del cineasta vasco, Eloy de la Iglesia no nos dejó ninguna obra maestra. De acuerdo: no abundaremos en la idea de que Jesús González Requena vino a decir lo mismo sobre Serguéi Eisenstein en su monografía dedicada al director soviético. Pero la doble cita viene a cuento, porque el caso del director español es uno de esos en los que el conjunto de la obra tiene mayor calado que la simple suma de las partes, de la misma manera que, en algunas de sus películas, la fuerza y la verdad de algunas escenas o diálogos las dotan de una dimensión que va más allá de lo que podría percibirse mediante una mera apreciación analítica de los elementos considerados por aislado.

Eloy: audacia temática y vigor narrativo

Pensemos, por ejemplo, en unas de las primeras películas del director, Algo amargo en la boca (1969), protagonizada por Juan Diego en el papel de un apuesto joven que va a pasar las Navidades a casa de dos tías y una prima (interpretadas por Maruchi Fresno, Irene Dain y Verónica Luján). "La película estuvo a punto de convertirse en mi tumba profesional", declararía años después el director. "La censura se lo tomó casi como un problema de amor propio. Para hacer pasar el guión presentamos uno que no tenía nada que ver con el auténtico. [...] En principio la prohibieron tajantemente y tardaron varios meses en acceder a tratar de los posibles cortes y modificaciones". En nuestra apreciación crítica de la película, coincidimos con la valoración de Fernando Morales para "El País": "Filme con tijera, que daba para mucho más". La película, sin embargo, pese a sus carencias narrativas y dramatúrgicas, y a no ser formalmente muy representativa de su mejor cine, presenta en lo temático dos de sus grandes ejes de fuerza: por una parte, la denuncia institucional, en este caso centrada en esa familia de mujeres para la que el joven pariente se convierte en oscuro objeto de deseo, a reprimir finalmente mediante el asesinato; por otra parte, la presencia del deseo sexual como fuerza arrasadora de las convenciones sociales, expuesta con toda precisión en una línea pronunciada por el protagonista casi al final de la película: "Un aliento de macho y se hundieron los recuerdos, se hundió la represión y se fue a la mierda toda la moral". Añadamos a estos dos elementos un tercero de aparición recurrente en su filmografía: la presentación sugerente de un cuerpo masculino bello y joven en su desnudez (incompleta aquí, absoluta en títulos posteriores), en este caso azotado y presentado como un San Sebastián en la escena del sueño. Y también de un cuarto, muchas veces olvidado: la presencia de un deseo femenino tan fuerte y apasionado como el masculino, aunque en esta ocasión no esté acompañado (a diferencia de lo habitual con posterioridad en este director) por la correspondiente mostración del cuerpo femenil. 

Algo amargo en la boca

Adolece también de problemas narrativos la siguiente película del director que hemos podido ver, La semana del asesino (1972). La sucesión de crímenes violentos que, a partir del primero, accidental, comete el protagonista, Vicente Parra, un obrero que trabaja en una industria de carne, peca de mecánica. Mayor interés tiene la historia paralela, en la que un vecino del barrio, de una clase social e intelectual superior, encarnado por Eusebio Poncela, espía primero con unos anteojos, y traba después amistad, con el personaje obrero. Esta subtrama contiene las mejores escenas de la película, incluida la de la piscina nocturna, con hermosos planos de inequívoco contenido homoerótico de ambos caracteres duchándose. La temática de la homosexualidad, fundamental en la obra posterior del director, aparece ya de forma bastante manifiesta; también el motivo de un personaje homosexual fascinado por otro hombre, de sexualidad ambigua y clase social inferior; y lo mismo cabe decir de la observación minuciosa de un entorno social popular, situado en los arrabales. Como en la anterior película que hemos reseñado, algunos elementos formales o temáticos de interés suplen las deficiencias del conjunto. 

La semana del asesino

No cabe decir de lo mismo de su siguiente película, Nadie oyó gritar (1973), dislate sin paliativos sobre una prostituta encarnada por Carmen Sevilla a la que su vecino, interpretado por Vicente Parra, convierte en colaboradora forzada para ayudarle a deshacerse de un cadáver. "Todo era como muy falso, con unos decorados horrorosos, aunque eran naturales, con esos baños redondos, un empapelado muy hortera […] todo era artificial", declararía años después el propio director. Sólo reviste cierto interés temático el motivo secundario de un amante de la prostituta, un chico mucho más joven que ella, a la que llama "su sobrino", interpretado por un joven Tony Isbert con el pelo teñido de un rubio horroroso y mostrado, como el propio Vicente Parra, varias veces con el torso desnudo, para solaz de espectadoras y espectadores cómplices. 

Nadie oyó gritar

Un salto de cuatro años, que no es sólo temporal y abarca la muerte del dictador Franco, sino que también supone un avance en calidad cinematográfica en relación con las tres películas a las que hasta ahora nos hemos referido, además de ofrecer unas dosis de osadía temática verdaderamente extraordinarias (los problemas con la censura, por otra parte, distaron de desaparecer con el óbito de "la espada más limpia de Occidente", como llamó el mariscal Petain a Franco en 1939), separa este último título del siguiente que hemos podido localizar del cineasta de Zarauz: la célebre Los placeres ocultos (1977). En ella, un alto ejecutivo de banca (Simón Andreu), homosexual en el armario, se enamora de un chico de extracción baja (Tony Fuentes), heterosexual y con novia (Beatriz Rossat), que, sin embargo, mantiene de vez en cuando relaciones con una tendera casada de su barrio (Charo López). La trama deriva hacia una hermosa relación a trío de amistad y transparencia emocional entre el banquero, el obrero y la novia, hasta que la vengativa tendera se venga del ejecutivo y del chaval, exponiendo a ambos al ridículo social y logrando que las relaciones entre los tres personajes salten por los aires. Es una película mucho mejor hilvanada narrativamente que todas las mencionadas hasta ahora, si bien, desde el punto de vista de la composición de los planos o del ritmo del montaje, está lejos todavía de las mejores obras del director. Pese a que todavía plantea problemas formales, en sus mejores momentos, como en la escena entre la madre moribunda y el personaje homosexual, presenta ya una carga de veracidad muy notable. La película destaca también por ser la primera vez que en el guión colabora una figura clave en la posterior filmografía del director: la del periodista Gonzalo Goicoechea (1952-2009). "Trabajar con Eloy de la Iglesia era una gozada", declararía muchos años después Simón Andreu, "él ya traía la película rodada desde casa. Cuando llegaba a los rodajes, colocaba las cámaras y todo salía sobre ruedas, sin titubeos, era como si hubiera soñado la película, como si la tuviera en mente". 

Los placeres ocultos

Por razones de espacio —y pensando sobre todo en la paciencia de nuestros lectores—, detenemos aquí esta primera entrega sobre el director vasco, al que hemos querido homenajear y reivindicar en esta sección. Les prometemos que lo mejor de su filmografía, tanto en lo formal como en lo temático, estaba por llegar, y les emplazamos a una próxima entrega de esta serie para seguir revisando la trayectoria de este notable cineasta.

miércoles, 15 de marzo de 2023

ESTRENOS DE OCASIÓN: "EL TRIÁNGULO DE LA TRISTEZA" (Triangle of Sadness, Ruben Östlund, 2022)

 


 por el señor Snoid

Gamberra comedia que destila veneno, mala leche y una acertada visión del mundo de hoy —por lo menos, en cuanto a eso que en tiempos se denominaba “el primer mundo”. En El triángulo de la tristeza hay vitriolo para tirios y troyanos: y Ruben Óstlund no duda en mezclar los efectos cómicos chuscos y groseros con breves y acertados apuntes sobre personajes y situaciones y chistes juguetones bastante sutiles. Obviamente, la disparatada situación que muestra el film exigía este dispar despliegue de elementos.


El prólogo del “mercado de la carne” o casting de modelos nos pone en situación: personajes deshumanizados o directamente gilipollas y ausencia total de lo políticamente correcto (el periodista le pregunta a un modelo:”¿Cómo puedes aspirar a un trabajo en el que las mujeres ganan tres veces más que los hombres y te ves continuamente asediado por homosexuales?” o las instrucciones del director del casting: “¡Venga esa sonrisa Balenciaga! ¡Venga esa expresión H&M!”). Acto seguido, Óstlund nos ofrece un prolongado segmento en el que presenta a dos de los protagonistas: los modelos Carl (Harris Dickinson) y Yaya (Charibi Dean), embarcados en una larguísima discusión sobre quién ha de pagar la cena, quién gana más dinero, quién saca la tarjeta de crédito y otras cretineces sin fin: el que Óstlund se detenga excesivamente en las muy estúpidas disputas de la pareja posee, sin embargo, su utilidad dramática: la de presentarnos en detalle a unos personajes bastante botarates y un tanto odiosos en cuanto a su increíble frivolidad y desenfreno consumista: el dinero es la religión en este relato.

 

Stultifera Navis

La parte central (y más brillante) de la película transcurre en un yate de lujo donde lo mismo puedes adquirir relojes Rolex y carísimos anillos de compromiso que degustar platos de alta cocina que no desdeñarían embaucadores de la calaña de un Ferran Adrià, o que un transporte deposite en el barco unas cajas de Nutella para regocijo y placer del pasaje. Aquí el esperpento alcanza cotas difícilmente superables: Carl lee el Ulysses de Joyce repantingado en su tumbona, un millonario ruso se jacta de haberse enriquecido gracias a “la mierda” (fertilizantes), una encantadora pareja de ancianos británicos se dedica a la fabricación y exportación de armamento “para preservar la paz y la democracia”... Y los juegos de poder resultan enormemente chirriantes: Carl siente celos por un tripulante descamisado, le comenta el hecho a la encargada del servicio y el hombre es despedido y obligado a abandonar la nave. Seamos hiperbólicos: la mirada de Óstlund no dista demasiado de satíricos de la escuela de Marcial o Jonathan Swift: escritores que tenían una muy escasa fe en el género humano pero que no desdeñaban llevar una vida muelle (cuanto más muelle mejor).

Mención especial merecen las desternillantes escenas entre el capitán del barco (Woody Harrelson), marxista norteamericano, y el potentado ruso (Zatklo Buric), obviamente anticomunista a ultranza, quienes se dedican a sembrar el terror entre los pasajeros mientras estos vomitan, defecan salvajemente y se revuelcan en la mierda (no exactamente fertilizante). Incluso se vislumbra cómo uno de ellos sostiene un volumen de Noam Chomsky. Una de las mejores piezas cómicas que hemos visto en años.


Escenas de lucha de clases en una isla (casi) desierta

La última parte del film transcurre en una isla donde han naufragado los escasos supervivientes del yate. Y aquí se produce la transvaloración de todos los valores o las expectativas del espectador más bienintencionado. Los dos modelos, la encargada del protocolo, uno de los piratas, la mujer con problemas de habla y dos de los ricachones carecen de habilidades para sobrevivir. Y es la criada filipina quien toma las riendas: hace fuego, pesca, distribuye los escasos víveres y se convierte en una especie de tirana que actúa de una forma tan despótica como los privilegiados del barco cuando estos dominaban la situación; incluso llega a convertir al zoquete de Carl en su juguete sexual. Por lo visto, a cierta crítica “de izquierdas” el que una pobre mujer demuestre ser tan miserable como los ricachos le ha resultado sumamente perturbador. Sin embargo, la situación es coherente con el relato que Östlund propone: en los juegos de poder no hay héroes ni villanos. O quizá todos seamos villanos: esperar que la mujer se mostrara como una sumisa criada plegada a sus anteriores amos eliminaría buena parte de la fuerza del relato.Y habría que señalar, como propugnaban a finales del siglo pasado los teólogos de la liberación, que “No estamos a favor de los pobres porque sean buenos, sino porque son pobres”. No veíamos una película comercial tan corrosiva desde la lejana Escenas de lucha de clases en Beverly Hills de Paul Bartel (aquí titulada Escenas de la lucha de sexos en Beverly Hills) de 1989.


 

 

 


sábado, 11 de marzo de 2023

ESTRENOS DE OCASIÓN: "LOS FABELMAN" (The Fabelmans, Steven Spielberg, 2022)

 

por el señor Snoid

Posiblemente Steven Spielberg es el cineasta norteamericano más exitoso de la historia del cine, más aún que Cecil B. DeMille o John Ford, a quienes se cita explícitamente en Los Fabelman. DeMille estuvo en activo desde 1914 a 1956 y casi siempre obtuvo el favor del público, aunque justo es reconocer que apenas cambió su forma de hacer cine en tan prolongado lapso —alguien malévolo podría apuntar que posee esta característica en común con Spielberg—, mientras que Ford estuvo en activo, con altibajos, entre 1917 y 1965, pese a que su último gran éxito popular fue Centauros del desierto en 1956. Spielberg gozó de buenas críticas y una tibia acogida del público con su primer film, Loca evasión (The Sugarland Express, 1973), pero a partir de Tiburón (Jaws, 1975) se le apodó “el rey Midas de Hollywood”. Cierto es que el director ha realizado numerosas mediocridades —El color púrpura, Always, Hook, War Horse, Lincoln, Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal— pero hay que admitir que dentro de su abultada filmografía no faltan films interesantes e incluso, en ocasiones, ciertamente brillantes.


Spielberg: infancia, juventud y primeras experiencias

Los Fabelman narra casi exclusivamente la pasión del joven Sammi (trasunto de Spielberg) por el cine. Y más que por el cine, por la pasión de hacer cine. Contaba John Milius que Spielberg le llamó por teléfono durante el rodaje de una escena de hazañas bélicas de Salvar al soldado Ryan, con explosiones y disparos de fondo, y que el director parecía estar disfrutando como un crío: esa pasión, desde luego, no se le puede negar. Pero el retrato que hace Los Fabelman de la primeriza obsesión del director hace que todos los demás elementos de la película queden en la sombra o se omitan en su totalidad. Así, no hay apenas referencia al “contexto”: poco se nos cuenta de los Estados Unidos de los años cincuenta y sesenta (a excepción de un breve apunte, como el rechazo de Sammi hacia su compañero de universidad porque es un votante de Goldwater). Cierto es que pocas veces Spielberg ha abordado temas abiertamente políticos (la muy apreciable Munich y la soporífera Los papeles del Pentágono serían las excepciones); sin embargo, el film parece tener la voluntad de dejar claro que el realizador era inmune al mundo que le rodeaba y que su único interés estribaba en rodar y convertirse en director. Esta opción dramatúrgica daña un tanto Los Fabelman: las hermanas de Sammi no pasan de la categoría de extras y el resto de personajes, que sobre el papel podrían tener cierto peso, se quedan en meros apuntes. Así, Sammi se nos presenta como el fruto de, por un lado, una artista fracasada, su madre (y sobre su valía artística el film hace un hincapié reiterativo, como si Spielberg deseara ofrecer una suerte de justificación) y de su padre, de quien heredará sus habilidades técnicas (y no sólo técnicas: en cierto momento, el padre comenta: “Ochenta dólares la moviola, veinte la cámara: ¡Cien dólares! ¿No es excesivo?”. Sin duda, el hecho de que Spielberg sea también un avispado y eficaz productor le viene de papaito).


En este relato iniciático, los traslados familiares de Nueva Jersey a Arizona y de Arizona a California poseen escasa enjundia a la hora de mostrar la evolución y desintegración de una familia: todo está supeditado a las ambiciones de Sammi. Sin embargo, es en California donde hallamos un elemento que había pasado de puntillas en el metraje previo: el joven Sammi descubre el antisemitismo en un colegio californiano de superpijos. Por desgracia, el hecho no va más alla de una simple anécdota: este segmento del relato, probablemente el más flojo, parece inspirado en aquellas viejas películas de adolescentes de los primeros sesenta tipo Como rellenar un bikini (How to Stuff a Wild Bikini, 1965) o Diversión en la playa (Beach Blanket Bingo, 1965), películas de estudiantes de instituto descerebrados en las que desdichadamente aparecía la patética figura del pobre Buster Keaton. Aún faltaban muchos años para que Spielberg realizara La lista de Schindler (que en realidad, no es una película sobre el Holocausto sino un film sobre judíos que se salvan y sobre un nazi arrepentido que se juega —un poco— el pellejo por ellos). El final “feliz” de esta película es paradigmático en cuanto al estilo e intenciones de Spielberg: por ejemplo, una película turbia, desesperanzada y angustiosa como Minority Report cambia de tercio en los últimos minutos: Cruise desenmascara al malvado Max von Sydow, los pre-cogs acaban viviendo felices en la casita de chocolate del bosque y Cruise se reconcilia con su esposa, quien se halla embarazada (¿con el fin de sustituir al hijo muerto que provocó su separación?). El Happy Ending a toda costa como marca de estilo: algo que nada tiene de reprochable, salvo que anula todo el sentido de la narración previa.


En Los Fabelman hay un momento verdaderamente brillante: aquel en el que Sammi descubre aquello que decía Godard: que “el cine es la verdad a 24 fotogramas por segundo” cuando revisa una grabación casera y descubre que su madre está mucho más interesada por el amigo de su padre que por su marido. Y es que Spielberg, sin duda, es un narrador hábil, un técnico excepcional y un director que muy a menudo se saca de la chistera brillantes e imaginativas soluciones en cuanto a la puesta en escena —y ahí quedan prodigios de inventiva en films como En busca del arca perdida, Atrápame si puedes o, por qué no, 1941. Lástima que en ocasiones se imponga su mal gusto y su deseo de complacer al público.

Los Fabelman es una biografía más o menos encubierta que sufre de un empacho de autocomplacencia. Nada que ver con Armageddon Time (James Gray, 2022) o Fue la mano de dios (È stata la mano de Dio, Paolo Sorrentino, 2021). Y John Ford no tenía en su despacho carteles de sus películas: fotos de Harry Carey, la silla de montar de Tom Mix y los óscars sí... Pero el hombre tenía cierto pudor (poco). El pudor del que carece Sammi en Los Fabelman.