Por el señor Snoid
(http://www.blogger.com/profile/03871000575405204963)
De
polis y otros criminales
Si uno ve unas cuantas
series policíacas gringas, llega a una conclusión inevitable: aquello es un
estado policial. Porque es tal la cantidad de cuerpos y fuerzas de seguridad
del estado –poli metropolitana, estatal, sheriff del condado, U.S. Marshals, Guardia
Nacional, FBI, CIA, NSA–, tan numerosos los aficionados que colaboran con estos
organismos –vigilantes, psíquicos, médiums,
mentalistas, forenses, patólogos, descifradores de la conducta humana según las
muecas de los sospechosos y otros charlatanes de feria– y tan frecuente el
crimen y el terrorismo por aquellos lares que, a ojo de buen cubero, calculamos
que un 30% de la población trabaja directa o indirectamente para la poli, otro
30% correspondería a la criminalidad rampante, el otro 30% está en prisión y un
magro 10% está compuesto por ciudadanos honrados a punto de dejar de serlo. “El
trabajo policial sólo es fácil en un estado policial”, afirmaba Mike Vargas en Sed de mal. Pues viendo el panorama, no
parece que sea tan sencillo.
De cualquier forma, esto
de la ficción policial tardó mucho, mucho tiempo en imponerse. Durante la época
del cine mudo, los polis estaban para que la plebe se riera de ellos. Lo que
molaba –y sigue molando– era el criminal. Recuerden que Von Sternberg inauguró
el género gangsteril con La ley del hampa
en 1927 (sí, hay antecedentes, claro; The
Musketeers of Pig Alley de Griffith en 1912, e incluso podrían citarse
ejemplos anteriores) y aún seguimos encandilados por un Tony Montana o un Tony
Soprano. Pero lo interesante de la cuestión es cuánto costó que se impusiera la
figura del poli; porque, siendo sinceros, ¿usted de qué recuerda a James
Cagney? Pues de Cody Jarrett en Al rojo
vivo o de El enemigo público número 1.
Normal: nunca le recordará usted por FBI
contra el imperio del crimen. Décadas tuvieron que pasar hasta que se halló
un poli aceptable para el espectador. Un poli que fuera tan violento, sádico y
chulo como los malvados a los que perseguía, y que además no le recitara sus
derechos a un sospechoso antes de proceder a torturarle. Un Harry el sucio,
para entendernos. Y desde Dirty Harry
(Don Siegel, 1971) hemos tenido polis de todos los colores, tanto en el cine
como en la tele. Antes hubo otros, por descontado, como aquel poli violento que
interpretaba Robert Ryan en On Dangerous
Ground (Nicholas Ray, 1951), o el poli paleto de Nuevo Mexico que impone su
ley en Nueva York (Eastwood de nuevo con Siegel en Coogan’s Bluff, 1968). Pero no eran los polis que el público
exigía. Y es que los gustos de la gente vulgar y de los que mandan suelen
diferir; así, si Raymond Chandler veía a Cary Grant como el perfecto Philip
Marlowe, nosotros nos quedamos con el más canallesco Bogart. J. Edgar Hoover
estaba encantado con La casa de la calle
92, mientras que los espectadores saltaban de regocijo cuando Richard
Widmark arrojaba a la anciana en silla de ruedas escaleras abajo (y se reía, el
muy malandrín) en El beso de la muerte.
Pero gracias a Harry Callahan y otros de su calaña, no necesariamente afiliados
a cuerpo policial alguno, como el Charles Bronson de Yo soy la justicia (Michael Winner, 1974), arquitecto pacifista y
progre que se transforma en la pesadilla de violadores, camellos y pandilleros
bajo la benevolente y complacida mirada de los polis neoyorquinos, el madero y
su amigo el vigilante impusieron su
presencia constante hasta el día de hoy.
1.
Series familiares
El
comisario McMillan y su señora. Los padres de Castle o de El mentalista. O de
ambos
No sólo para toda la
familia, sino que los protagonistas también forman sus propias familias. Se
trata de series extraordinariamente longevas y aburridas: al mentalista le
cuesta siete u ocho temporadas declararse a la agente Lisbon; el escritor
Castle tarda cinco o seis temporadas en solventar los preparativos de su boda
con la detective Beckett; Booth deja preñada a Bones en la décima temporada… No
obstante, estas series afrontan con valentía los cambios que ha experimentado
la sociedad moderna; así, hay, que diría un sociólogo, un notable “cambio de
roles” en varias de ellas. En efecto, ahora es ella la que golpea a los sospechosos y saca la pipa a la menor
provocación; él hace lo que antaño
hacía ella: aporta cierto sentido
común, resuelve el caso y prepara unos guisos deliciosos… La ficción ha de
adaptarse a los tiempos en que vivimos, como todo. Esto nos recuerda una vez
que entramos en una juguetería y nos mostraron los muñecos de “papá, mamá y el
niño adoptado de otra raza”. No tenían aún el muñeco del “padre maltratador”,
por desgracia.
No,
no son Owen Wilson ni Ben Stiller. Son los originales en pleno desayuno
homoerótico
2. Espías como nosotros
El espía de hoy ha de ser
como un existencialista amargado de los años cuarenta del siglo pasado. Un ser
que, básicamente, sufre. No por ningún angst
metafísico, sino porque así se encuentra a sí mismo más interesante. Piensen en
Jason Bourne. O en el Bond más reciente, al que incluso matan a su madre putativa
en Skyfall. Lejos quedan los tiempos
en que Sean Connery o Roger Moore saltaban alegremente de cama en cama y
eliminaban a los villanos casi sin despeinarse. El espía de nuestra era está
justamente representado por Jack Bauer en 24,
una serie que la familia Bush y Dick Cheney exigieron y que Rupert Murdoch les
sirvió en bandeja. Jack trabaja para la (oficialmente) inexistente UAT,
servicio de inteligencia que ha de enfrentarse a enloquecidos terroristas
serbios, mexicanos y, primordialmente, musulmanes. En muchos sentidos, Bauer
fue un adelantado a su tiempo: nos enseñó que la tortura es buena mucho antes
de que Kathryn Bigelow abordara el asunto. De Jack, como del Cid, podría
decirse “qué buen vasallo si tuviera buen señor”, pues desde que el presidente
Palmer murió los jefes que ha tenido han sido totalmente impresentables. A
pesar de ello, la obsesión de Jack por proteger a su país hace que supere todos
estos inconvenientes: políticos corruptos, traidores, agentes dobles, el gafe
que emana el propio Jack (su mujer muere en la primera temporada; se enrolla
con una agente del FBI en la última y unos rusos malos no tardan ni diez
minutos en cargársela). Y ustedes sabrán, gracias a eso del “imperialismo
cultural”, que lo más importante de la Superbowl
es el intermedio, pues ponen los anuncios más molones de los productos que más
gustan. Como lo de Freixenet en año nuevo. En la última edición, los
espectadores quedaron embobados no por lo que hacían Dallas y Denver en el
campo, sino por un espectacular anuncio: JACK
IS BACK. En Londres. Y para salvar al presidente de los EE.UU. y al premier británico. Y porque el público,
que es soberano, exigía su regreso. Admitamos, sin embargo, que 24 no estaba del todo mal: tenía un
ritmo endiablado, pues recuperaba la estructura del serial, era hiperviolenta y
facha a más no poder (pero sin avergonzarse de ello) y la seriedad con la que
se lo tomaba Kiefer Sutherland le hacía bastante cómico. Y no olvidemos a Chloe
O’Brian.
Martin
Landau como Rolling Hand en Misión: Imposible. Se disfrazaba mucho mejor que Tom Cruise
También se sufre mucho en
la muy prestigiosa Homeland, un remake malo de El mensajero del miedo. Tanto sufre el marine al que han lavado el cerebro y convertido en yihadista, como
su mujer, sus hijos y la agente de la CIA que sospecha de él. Una agente que
tiene un curioso trastorno bipolar que obliga a la actriz que la interpreta a
poner un recital de muecas asombroso para demostrarnos que, en efecto, está
algo chiflada. En fin, una cosa que podían haber solventado en seis episodios y
que ya lleva cuatro temporadas. Pero es que una de las funciones de esta serie
es alertarnos: el terrorismo moro no ha muerto; sólo está echando una
siestecilla.
3. Detectives
¿Qué fue del private eye solitario de toda la vida?
Parece que se extinguió al convertirse la figura del poli en un criminal más.
Hay que tener en cuenta que el detective gringo tradicional no sólo tenía que
bregar con los que le contrataban y con los villanos, sino con la poli, que siempre
le consideraba un intruso intolerable. El detective se hallaba en un delicado
equilibrio entre lo legal y lo ilegal, vamos. Dado que el poli de hoy no duda
en saltarse el código deontológico, el penal, el de tráfico, la constitución y
la Biblia, el detective privado no tiene razón de existir. A excepción del
detective clásico, como el espléndido Sherlock
de la BBC, ambientado en nuestros tiempos con un curioso Holmes juvenil, y el
menos espléndido Elementary. Y no lo
decimos porque Johnny Lee Miller lo haga mal (alguno le encontrará demasiado
histriónico), sino porque el hecho de que el Club Diógenes se haya convertido
en una cadena de restaurantes que dirige Mycroft nos parece inaceptable. Y
además, a Lucy Liu le han hecho fatal la cirugía…
El
detective Mannix en “El caso de la batidora estropeada”
Quizá la extinción del
individualismo también tenga algo que ver con la ausencia del detective
privado. Porque lo que se lleva hoy es el trabajo en equipo. Éste podría ser el
mantra de muchas series, como la repugnante Mentes
criminales, donde un equipo de diez o doce agentes del FBI más un joven con
180 de coeficiente intelectual (que, sin embargo, sólo sabe recitar datos de la
Wikipedia) han de atrapar a un peligroso asesino en serie que al final resulta
ser ligeramente oligofrénico.
Pero no sólo una pareja
clásica como Holmes&Watson tiene éxito. A veces el efecto “extraña pareja”
funciona, como en Vigilados (Person of Interest), donde un genio
informático con síndrome de Asperger y un antiguo asesino de la CIA juntan sus
fuerzas para erradicar el mal a despecho de la ley. Más que en el género
detectivesco, esta serie entraría en el subgénero de “vigilantes”. El único
reproche que podríamos poner es la abundancia de flash-backs explicativos. A veces pensamos que en la escuela de
cine J. J. Abrams sólo veía películas de Sergio Leone…
4. Series de culto
Protagonizadas por
seres malvados, naturalmente. Mafiosos como Tony Soprano, desesperados como
Walter White o traficantes como Stringer Bell. Y es que siempre se demuestra
que es el villano el personaje que interesa realmente en este tipo de
productos. Fíjense en The Wire. Que
sepamos, nadie ha reparado en lo brutalmente racista que era esta serie. Pues
los que hacían y deshacían y les mostraban a esos pobres negros ignorantes los
secretos de la delincuencia de altos vuelos eran unos griegos. De cualquier
forma, nosotros preferíamos a los Clarksdale y a Stringer Bell como villanos
que a Marlo. Aunque está claro que el personaje favorito de niños y grandes era
Omar. De los polis, mejor no hablemos. Al igual que Los Soprano, The Wire
quizá se prolongó en exceso: alcanzó su cenit en la cuarta temporada –la
dedicada al “mundo de la educación en el ghetto”– y se hundió en la siguiente,
con una redacción de periódico en plan Todos
los hombres del presidente, pero con muy mal rollo.
Que el final de Los Soprano fuera un escándalo
planetario, como el de aquella mierda titulada Perdidos, nos sorprendió. Porque a nosotros nos pareció muy
brillante. Una vez que su terapeuta se niega a tratarle, Tony debía morir. Y
como él mismo le dice al asno de su cuñado un par de capítulos antes, “Cuando
el momento llega, ni te das cuenta”. Hay que reconocer, no obstante, que la
madre de Tony y su tío Junior daban mucho juego, y cualquiera, mafioso o no,
con una parentela así es carne de frenopático. A nosotros, que nos fijamos
mucho en este tipo de trivialidades, lo que nos sorprendía era el estado de las
uñas de Carmela, dado que sólo disponía de una asistenta a tiempo parcial y ella
solita llevaba la mansión y hacía la comida. Ese detalle y el de los elementos
decorativos que había por toda la casa; mención especial para la columna sobre
la que reposaba el televisor de 32’ que había en el dormitorio de Tony y
Carmela.
A diferencia de Los Soprano y The Wire, Breaking Bad
apenas tenía altibajos. Casi se podría decir que cada temporada superaba a la
anterior –aunque fue difícil no llorar la desaparición de Gus Fring. Una serie
en la que prácticamente todos los personajes cambian –Hank parece un auténtico
imbécil en los primeros capítulos y en la última temporada tiene la revelación
en la taza del báter–, en la que la tensión va aumentando cuando ya estás
totalmente entregado a Walter y a Jesse, y que estaba estupendamente escrita e
interpretada. Y, al igual que Los Soprano,
con abundante humor. Y es que quizá The
Wire adoptaba un tono demasiado “trascendental” (la comicidad que aportaba
el poli McNulty era de vergüenza ajena).
Tampoco hay humor en Broadchurch, serie inglesa que es como
una especie de Twin Peaks sin enanos.
Y aunque no está mal, nos extraña que una serie británica carezca del menor
rasgo de comicidad. Aunque no llega a las cotas de sordidez y mal rollo de True Detective, claro. Serie donde tenemos asesinatos
rituales, satanismo, complejo de culpa jesuítico y a Woody Harrelson. Una serie
que posee la virtud de centrarse en un único caso –parece que es la moda del
momento–, aunque tal caso se prolongue dos décadas en tan solo ocho episodios.
Excelentes escenas –como el desenlace en Carcosa–, un Woody Harrelson más
convincente de poli tarambana que Matthew McConaughey en su papel de
poli-ermitaño-torturado, misoginia y un buen ojo para los ambientes malsanos.
Ya lo decía Rust: “Se detecta la psicoesfera por aquí”.
Abordaremos la comedia en
la última entrega. Sólo nos quedan por repasar un par o tres de los 240
episodios de Aída. Y es que no nos
equivocábamos al comparar a los seriéfilos con una secta religiosa. También
aquí hay penitencias, ayunos y flagelaciones…
Hay
cosas que apenas cambian. Por ejemplo, los anuncios de tampones a lo largo de
60 años