miércoles, 20 de agosto de 2014

LA PÁGINA DEL SEÑOR SNOID - ¿LA EDAD DE ORO DE LA TELEVISIÓN? (TERCERA PARTE)


Por el señor Snoid
(http://www.blogger.com/profile/03871000575405204963)  

 
De polis y otros criminales

Si uno ve unas cuantas series policíacas gringas, llega a una conclusión inevitable: aquello es un estado policial. Porque es tal la cantidad de cuerpos y fuerzas de seguridad del estado –poli metropolitana, estatal, sheriff del condado, U.S. Marshals, Guardia Nacional, FBI, CIA, NSA–, tan numerosos los aficionados que colaboran con estos organismos –vigilantes, psíquicos, médiums, mentalistas, forenses, patólogos, descifradores de la conducta humana según las muecas de los sospechosos y otros charlatanes de feria– y tan frecuente el crimen y el terrorismo por aquellos lares que, a ojo de buen cubero, calculamos que un 30% de la población trabaja directa o indirectamente para la poli, otro 30% correspondería a la criminalidad rampante, el otro 30% está en prisión y un magro 10% está compuesto por ciudadanos honrados a punto de dejar de serlo. “El trabajo policial sólo es fácil en un estado policial”, afirmaba Mike Vargas en Sed de mal. Pues viendo el panorama, no parece que sea tan sencillo.

De cualquier forma, esto de la ficción policial tardó mucho, mucho tiempo en imponerse. Durante la época del cine mudo, los polis estaban para que la plebe se riera de ellos. Lo que molaba –y sigue molando– era el criminal. Recuerden que Von Sternberg inauguró el género gangsteril con La ley del hampa en 1927 (sí, hay antecedentes, claro; The Musketeers of Pig Alley de Griffith en 1912, e incluso podrían citarse ejemplos anteriores) y aún seguimos encandilados por un Tony Montana o un Tony Soprano. Pero lo interesante de la cuestión es cuánto costó que se impusiera la figura del poli; porque, siendo sinceros, ¿usted de qué recuerda a James Cagney? Pues de Cody Jarrett en Al rojo vivo o de El enemigo público número 1. Normal: nunca le recordará usted por FBI contra el imperio del crimen. Décadas tuvieron que pasar hasta que se halló un poli aceptable para el espectador. Un poli que fuera tan violento, sádico y chulo como los malvados a los que perseguía, y que además no le recitara sus derechos a un sospechoso antes de proceder a torturarle. Un Harry el sucio, para entendernos. Y desde Dirty Harry (Don Siegel, 1971) hemos tenido polis de todos los colores, tanto en el cine como en la tele. Antes hubo otros, por descontado, como aquel poli violento que interpretaba Robert Ryan en On Dangerous Ground (Nicholas Ray, 1951), o el poli paleto de Nuevo Mexico que impone su ley en Nueva York (Eastwood de nuevo con Siegel en Coogan’s Bluff, 1968). Pero no eran los polis que el público exigía. Y es que los gustos de la gente vulgar y de los que mandan suelen diferir; así, si Raymond Chandler veía a Cary Grant como el perfecto Philip Marlowe, nosotros nos quedamos con el más canallesco Bogart. J. Edgar Hoover estaba encantado con La casa de la calle 92, mientras que los espectadores saltaban de regocijo cuando Richard Widmark arrojaba a la anciana en silla de ruedas escaleras abajo (y se reía, el muy malandrín) en El beso de la muerte. Pero gracias a Harry Callahan y otros de su calaña, no necesariamente afiliados a cuerpo policial alguno, como el Charles Bronson de Yo soy la justicia (Michael Winner, 1974), arquitecto pacifista y progre que se transforma en la pesadilla de violadores, camellos y pandilleros bajo la benevolente y complacida mirada de los polis neoyorquinos, el madero y su amigo el vigilante impusieron su presencia constante hasta el día de hoy.

1. Series familiares

 El comisario McMillan y su señora. Los padres de Castle o de El mentalista. O de ambos


No sólo para toda la familia, sino que los protagonistas también forman sus propias familias. Se trata de series extraordinariamente longevas y aburridas: al mentalista le cuesta siete u ocho temporadas declararse a la agente Lisbon; el escritor Castle tarda cinco o seis temporadas en solventar los preparativos de su boda con la detective Beckett; Booth deja preñada a Bones en la décima temporada… No obstante, estas series afrontan con valentía los cambios que ha experimentado la sociedad moderna; así, hay, que diría un sociólogo, un notable “cambio de roles” en varias de ellas. En efecto, ahora es ella la que golpea a los sospechosos y saca la pipa a la menor provocación; él hace lo que antaño hacía ella: aporta cierto sentido común, resuelve el caso y prepara unos guisos deliciosos… La ficción ha de adaptarse a los tiempos en que vivimos, como todo. Esto nos recuerda una vez que entramos en una juguetería y nos mostraron los muñecos de “papá, mamá y el niño adoptado de otra raza”. No tenían aún el muñeco del “padre maltratador”, por desgracia.



No, no son Owen Wilson ni Ben Stiller. Son los originales en pleno desayuno homoerótico



2. Espías como nosotros

El espía de hoy ha de ser como un existencialista amargado de los años cuarenta del siglo pasado. Un ser que, básicamente, sufre. No por ningún angst metafísico, sino porque así se encuentra a sí mismo más interesante. Piensen en Jason Bourne. O en el Bond más reciente, al que incluso matan a su madre putativa en Skyfall. Lejos quedan los tiempos en que Sean Connery o Roger Moore saltaban alegremente de cama en cama y eliminaban a los villanos casi sin despeinarse. El espía de nuestra era está justamente representado por Jack Bauer en 24, una serie que la familia Bush y Dick Cheney exigieron y que Rupert Murdoch les sirvió en bandeja. Jack trabaja para la (oficialmente) inexistente UAT, servicio de inteligencia que ha de enfrentarse a enloquecidos terroristas serbios, mexicanos y, primordialmente, musulmanes. En muchos sentidos, Bauer fue un adelantado a su tiempo: nos enseñó que la tortura es buena mucho antes de que Kathryn Bigelow abordara el asunto. De Jack, como del Cid, podría decirse “qué buen vasallo si tuviera buen señor”, pues desde que el presidente Palmer murió los jefes que ha tenido han sido totalmente impresentables. A pesar de ello, la obsesión de Jack por proteger a su país hace que supere todos estos inconvenientes: políticos corruptos, traidores, agentes dobles, el gafe que emana el propio Jack (su mujer muere en la primera temporada; se enrolla con una agente del FBI en la última y unos rusos malos no tardan ni diez minutos en cargársela). Y ustedes sabrán, gracias a eso del “imperialismo cultural”, que lo más importante de la Superbowl es el intermedio, pues ponen los anuncios más molones de los productos que más gustan. Como lo de Freixenet en año nuevo. En la última edición, los espectadores quedaron embobados no por lo que hacían Dallas y Denver en el campo, sino por un espectacular anuncio: JACK IS BACK. En Londres. Y para salvar al presidente de los EE.UU. y al premier británico. Y porque el público, que es soberano, exigía su regreso. Admitamos, sin embargo, que 24 no estaba del todo mal: tenía un ritmo endiablado, pues recuperaba la estructura del serial, era hiperviolenta y facha a más no poder (pero sin avergonzarse de ello) y la seriedad con la que se lo tomaba Kiefer Sutherland le hacía bastante cómico. Y no olvidemos a Chloe O’Brian.

Martin Landau como Rolling Hand en Misión: Imposible. Se disfrazaba mucho mejor que Tom Cruise


También se sufre mucho en la muy prestigiosa Homeland, un remake malo de El mensajero del miedo. Tanto sufre el marine al que han lavado el cerebro y convertido en yihadista, como su mujer, sus hijos y la agente de la CIA que sospecha de él. Una agente que tiene un curioso trastorno bipolar que obliga a la actriz que la interpreta a poner un recital de muecas asombroso para demostrarnos que, en efecto, está algo chiflada. En fin, una cosa que podían haber solventado en seis episodios y que ya lleva cuatro temporadas. Pero es que una de las funciones de esta serie es alertarnos: el terrorismo moro no ha muerto; sólo está echando una siestecilla.

3. Detectives

¿Qué fue del private eye solitario de toda la vida? Parece que se extinguió al convertirse la figura del poli en un criminal más. Hay que tener en cuenta que el detective gringo tradicional no sólo tenía que bregar con los que le contrataban y con los villanos, sino con la poli, que siempre le consideraba un intruso intolerable. El detective se hallaba en un delicado equilibrio entre lo legal y lo ilegal, vamos. Dado que el poli de hoy no duda en saltarse el código deontológico, el penal, el de tráfico, la constitución y la Biblia, el detective privado no tiene razón de existir. A excepción del detective clásico, como el espléndido Sherlock de la BBC, ambientado en nuestros tiempos con un curioso Holmes juvenil, y el menos espléndido Elementary. Y no lo decimos porque Johnny Lee Miller lo haga mal (alguno le encontrará demasiado histriónico), sino porque el hecho de que el Club Diógenes se haya convertido en una cadena de restaurantes que dirige Mycroft nos parece inaceptable. Y además, a Lucy Liu le han hecho fatal la cirugía…



El detective Mannix en “El caso de la batidora estropeada”


Quizá la extinción del individualismo también tenga algo que ver con la ausencia del detective privado. Porque lo que se lleva hoy es el trabajo en equipo. Éste podría ser el mantra de muchas series, como la repugnante Mentes criminales, donde un equipo de diez o doce agentes del FBI más un joven con 180 de coeficiente intelectual (que, sin embargo, sólo sabe recitar datos de la Wikipedia) han de atrapar a un peligroso asesino en serie que al final resulta ser ligeramente oligofrénico.

Pero no sólo una pareja clásica como Holmes&Watson tiene éxito. A veces el efecto “extraña pareja” funciona, como en Vigilados (Person of Interest), donde un genio informático con síndrome de Asperger y un antiguo asesino de la CIA juntan sus fuerzas para erradicar el mal a despecho de la ley. Más que en el género detectivesco, esta serie entraría en el subgénero de “vigilantes”. El único reproche que podríamos poner es la abundancia de flash-backs explicativos. A veces pensamos que en la escuela de cine J. J. Abrams sólo veía películas de Sergio Leone…


4. Series de culto

Protagonizadas por seres malvados, naturalmente. Mafiosos como Tony Soprano, desesperados como Walter White o traficantes como Stringer Bell. Y es que siempre se demuestra que es el villano el personaje que interesa realmente en este tipo de productos. Fíjense en The Wire. Que sepamos, nadie ha reparado en lo brutalmente racista que era esta serie. Pues los que hacían y deshacían y les mostraban a esos pobres negros ignorantes los secretos de la delincuencia de altos vuelos eran unos griegos. De cualquier forma, nosotros preferíamos a los Clarksdale y a Stringer Bell como villanos que a Marlo. Aunque está claro que el personaje favorito de niños y grandes era Omar. De los polis, mejor no hablemos. Al igual que Los Soprano, The Wire quizá se prolongó en exceso: alcanzó su cenit en la cuarta temporada –la dedicada al “mundo de la educación en el ghetto”– y se hundió en la siguiente, con una redacción de periódico en plan Todos los hombres del presidente, pero con muy mal rollo.

Que el final de Los Soprano fuera un escándalo planetario, como el de aquella mierda titulada Perdidos, nos sorprendió. Porque a nosotros nos pareció muy brillante. Una vez que su terapeuta se niega a tratarle, Tony debía morir. Y como él mismo le dice al asno de su cuñado un par de capítulos antes, “Cuando el momento llega, ni te das cuenta”. Hay que reconocer, no obstante, que la madre de Tony y su tío Junior daban mucho juego, y cualquiera, mafioso o no, con una parentela así es carne de frenopático. A nosotros, que nos fijamos mucho en este tipo de trivialidades, lo que nos sorprendía era el estado de las uñas de Carmela, dado que sólo disponía de una asistenta a tiempo parcial y ella solita llevaba la mansión y hacía la comida. Ese detalle y el de los elementos decorativos que había por toda la casa; mención especial para la columna sobre la que reposaba el televisor de 32’ que había en el dormitorio de Tony y Carmela.

A diferencia de Los Soprano y The Wire, Breaking Bad apenas tenía altibajos. Casi se podría decir que cada temporada superaba a la anterior –aunque fue difícil no llorar la desaparición de Gus Fring. Una serie en la que prácticamente todos los personajes cambian –Hank parece un auténtico imbécil en los primeros capítulos y en la última temporada tiene la revelación en la taza del báter–, en la que la tensión va aumentando cuando ya estás totalmente entregado a Walter y a Jesse, y que estaba estupendamente escrita e interpretada. Y, al igual que Los Soprano, con abundante humor. Y es que quizá The Wire adoptaba un tono demasiado “trascendental” (la comicidad que aportaba el poli McNulty era de vergüenza ajena).

Tampoco hay humor en Broadchurch, serie inglesa que es como una especie de Twin Peaks sin enanos. Y aunque no está mal, nos extraña que una serie británica carezca del menor rasgo de comicidad. Aunque no llega a las cotas de sordidez y mal rollo de True Detective, claro. Serie donde tenemos asesinatos rituales, satanismo, complejo de culpa jesuítico y a Woody Harrelson. Una serie que posee la virtud de centrarse en un único caso –parece que es la moda del momento–, aunque tal caso se prolongue dos décadas en tan solo ocho episodios. Excelentes escenas –como el desenlace en Carcosa–, un Woody Harrelson más convincente de poli tarambana que Matthew McConaughey en su papel de poli-ermitaño-torturado, misoginia y un buen ojo para los ambientes malsanos. Ya lo decía Rust: “Se detecta la psicoesfera por aquí”.

Abordaremos la comedia en la última entrega. Sólo nos quedan por repasar un par o tres de los 240 episodios de Aída. Y es que no nos equivocábamos al comparar a los seriéfilos con una secta religiosa. También aquí hay penitencias, ayunos y flagelaciones…


Hay cosas que apenas cambian. Por ejemplo, los anuncios de tampones a lo largo de 60 años