sábado, 9 de octubre de 2021

ESTRENOS DE OCASIÓN: Benedetta (Paul Verhoeven, 2021)

 

 

por el señor Snoid

 

Contaba Federico Fellini que el día de su debut como director de cine estaba con tal ataque de nervios que a punto estuvo de meterse en una iglesia para implorar el auxilio divino. No obstante, resistió la tentación. Pero en la calle se topó con un par de monjas y no tuvo más remedio que hacer frenéticamente el signo de los cuernos para alejar el mal fario. Y es que, como todos sabemos, las monjas dan muy mal rollo.


Y no sólo mal rollo. Provocan tales catástrofes que incluso son capaces de destruir la frágil unidad de un país entero. Sin duda, ustedes conocerán el célebre caso de Santa Teresa y los tres infructuosos intentos de que compartiera el patronato de Las Españas con Santiago Matamoros. El primer episodio, en 1618, no pasó a mayores porque la santa aún no era santa, sino meramente beata. El segundo, en 1627, provocó un escándalo mayúsculo que enfrentó al cabildo de la catedral compostelana —que bajo ningún concepto deseaba que se le hiciera competencia a su chollo turístico—, con el rey, el Conde Duque de Olivares (devoto de la santa de Ávila), los Carmelitas y todos aquellos que opinaban que Santa Teresa se merecía de sobra el compadrazgo, pues había nacido en España (no como Santiago, judío palestino extranjerizante), que era una reformadora de titánica energía, una abogada contra los males que asolaban el reino e introductora de la oración mental y de la devoción al Sacramento y a San José, amén de doctora de la Iglesia. Incluso Francisco de Quevedo, uno de nuestros clásicos más reaccionarios, misógino, homófobo y racista (nos extraña que aún no hayan prohibido o al menos expurgado sus obras) se dedicó a escribir panfletos y memoriales sobre la primacía de Santiago. En 1812, las Cortes de Cádiz, aquellas que, según nos cuentan, redactaron la “Constitución más progresista de la época”, no tuvo otro quehacer que resucitar el asunto, quizá porque los señores diputados tuvieron que esconderse en el convento carmelita de Cádiz y sucumbieron a las presiones del lobby de sus anfitriones, proclamando a Teresa de Jesús patrona de la piel de toro: los diputados liberales votaron en masa por la santa, quizá sólo para fastidiar al selecto grupo de diputados conservadores. Pero un par de años más tarde, el regreso de Fernando VII, El Deseado, puso de nuevo las cosas en su sitio.


La primera secuencia de Benedetta nos ilustra muy bien sobre los derroteros por los que va a transcurrir la película. De camino al convento donde la van a instalar sus papás, Benedetta, muy devota de la Virgen, detiene la comitiva para rezar a la madre de Cristo en una ermita. Aparecen unos soldados con la pretensión de robar a la familia, pero Benedetta les advierte sobre el peligro que corren en caso de intervención mariana. Los encallecidos mercenarios se parten de risa, pero en ese momento, una avecilla —no llegamos a atisbar si se trataba de la paloma del Espíritu Santo, esa paloma que no ha volado jamás— defeca sobre uno de ellos, y la soldadesca , por supuesto, cede ante el inminente castigo divino. El juego que propone Verhoeven es muy evidente: plantea un frágil equilibrio entre fe y superstición, una ambigüedad sobre si Benedetta es una mentirosa de marca mayor o una auténtica santa —aunque tenga sus flaquezas, como todos—, o que una persona, aunque esté ligeramente trastornada, pueda tener visiones beatíficas y experimentar éxtasis místicos. Aunque el director se esfuerza, tal ambigüedad no existe en el relato: desde el principio de la película, el espectador más meapilas puede olerse que hay gato encerrado. Y al final tenemos la prueba definitiva: el malvado Nuncio, en un tris de entregar su alma al diablo, le pregunta a Benedetta si le ha visto en el infierno o en el paraíso. “En el paraíso”, replica ella. “Embaucadora hasta el final”, sentencia él. Y es que un mentiroso reconoce muy bien a otro mentiroso.

 

Qué difícil es escandalizar hoy en día

En el convento, Benedetta experimenta un cambio en sus preferencias idólatras. Se olvida de la virgen y comienza a adorar al hijo de dios. Nada sorprendente, porque ya sabemos, gracias a la iconografía, que Jesucristo era uno de los hombres más apuestos de su tiempo. Las visiones de Cristo que tiene Benedetta están rodadas de una forma sumamente burlona, con ese colorido chillón de las estampitas religiosas: Cristo como pastor —literalmente— de un rebaño de ovejitas; Cristo (pero no es Cristo, sino el demonio) como defensor de la pureza de Benedetta: unos soldados (posiblemente los mismos del comienzo del film) la quieren violar y ahí aparece el Salvador montado en brioso corcel, degollando, descuartizando y rebanando cabezas de esos infames lujuriosos. La visión más bella es cuando se le aparece Él crucificado, y cuando todos pensábamos que, dado que no puede defenderse porque está bien aferrado a la cruz, Benedetta se va a aprovechar de su divina pureza, Cristo le regala unos bellos estigmas en las palmas de las manos y los pies. También hay un episodio trascendental con una pobrecilla, Bartolomea, a la que su padre y hermanos violan día sí día también y que instruye a Benedetta en los placeres mundanos: ahí es donde aparece el célebre dildo de la pequeña talla de la virgen que Benedetta adoraba de niña. Que Verhoeven relacione fe con deseo sexual no tiene nada de extraordinario: todos los místicos conocían muy bien esta conexión y alguno nos dejó escritos bellísimos sobre estas emociones. Otra cuestión es que Verhoeven se lo tome o no a cachondeo: sospechamos que no, dado que es un hombre inteligente y uno no se pone a blasfemar por la blasfemia misma; sería un acto de lo más baladí. Es obvio que a Verhoeven le atraen estas cuestiones, que ya había tratado con mucha mayor brillantez (y humor) en El cuarto hombre (Der Vierde Man, 1983) y, en menor medida, en Los señores del acero (Flesh & Blood, 1985). 


Benedetta posee momentos sumamente jocosos, como cuando la protagonista sufre raptos místicos furiosos y Cristo habla por su boca, siempre enormemente cabreado (quizá se trate del Espíritu Santo o de Dios mismo) con un vozarrón que la chica parece más bien poseída por Satanás. Y también buenas escenas, como la visita de Benedetta al lecho de muerte de la antigua abadesa, la conversación con la monja judía (sí: incluso la cuestión judía está presente en la película) o la inicial seducción de la protagonista por parte de Bartolomea. Este es, por tanto, un film irregular, que se ve lastrado por un guión en ocasiones grotesco, en ocasiones burdo, y por un reparto en el que sólo brilla Charlotte Rampling (Sor Felicità), que hace una magnífica interpretación llena de matices; Benedetta (Virginie Efira) pone cara de malvada cuando se hace con el control del convento o se cuestiona su vínculo divino, o de boba cuando sufre el rapto místico o cuando folla con Bartolomea (Daphné Patakia), quien muestra una perenne expresión alucinada (de sorpresa o de placer en todo momento). Al pobre Lambert Wilson le toca apechar con el manido retrato de Nuncio de Florencia: malo hasta rabiar, ateo, hipócrita y putañero. Es decir, como cualquier miembro del alto clero, entonces y ahora.


Sorprende un poco la pobreza de la producción: es lógico que un convento sea desangelado (aunque no tanto que suene continuamente una horrenda música en la banda sonora: el film ganaría mucho con más silencios), pero el único exterior reseñable es la plaza donde se halla el convento, que tiene un enorme parecido con esas “Ferias Medievales” que se celebraban por Las Españas antes de la plaga y donde se vendían morcillas de Burgos, queso de Cabrales, judiones de La Granja, joyería medieval “artesanal” y paseos en borriquillo para los niños...



 


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