¿Por
qué Samuel Fuller?
por Tag Gallagher
Muchos
asociarán a Sam Fuller menos por sus películas que por su “aparición estelar”
en el film de Godard de 1965 Pierrot le fou. Jean-Paul Belmondo se
lo encuentra en una fiesta parisina y pregunta, “Siempre he querido saber qué
es exactamente el cine”, y se le responde en inglés que “Una película es como
un campo de batalla. Hay amor, odio, acción, violencia, muerte. En una palabra,
emoción”.
La
respuesta es apropiada por cuatro razones. Primero porque Fuller fue un
soldado. Había combatido en la segunda guerra mundial como recluta en el
ejército norteamericano, en una división conocida como la Big Red One, en Argelia, Sicilia,
la playa de Omaha en Normandía, la batalla de las Ardenas y el campo de
exterminio de Falkenau.
En
segundo lugar, porque Fuller era famoso por hablar en forma de titulares. Había
comenzado a vender periódicos en Nueva York cuando tenía once años y a los
diecisiete ya era un encallecido reportero de sucesos y caricaturista. Y sus
películas tienen un eco de sensacionalismo de tabloide -relatos extravagantes,
violencia, y un enfoque terso y vigoroso que hace hincapié en la acción y el
conflicto.
En
tercer lugar porque nadie como Fuller constituía el epítome de la clase de
cineasta olvidado que los críticos como Godard y Truffaut habían santificado en
los años cincuenta, en el momento en que las “herejías” de la polítique des
auteurs y
el considerar a Hollywood como sinónimo de arte estaban teniendo su mayor
impacto. Las películas de Fuller eran baratas. Explotaban géneros comerciales.
Hacían dinero y eran despreciadas -si acaso se las tenía en cuenta. Pero el
éxito le proporcionó a Fuller independencia. No sólo dirigía, sino que también
escribía y producía. Era el autor completo. Y sus películas gritaban poderosas
emociones de dolor y desprecio, del absurdo de un mundo sin dios, de contemplar
en el corazón de las tinieblas el hundimiento de la sociedad de posguerra.
Fuller fue así, de diversas maneras, una inspiración detrás de los primeros
filmes de la Nouvelle Vague.
En
cuarto lugar, porque Fuller como personaje público, con su gigantesco cigarro y
su estilo directo, parecía deliberadamente provocativo. Su imagen pública,
junto con la naturaleza escandalosa de sus películas, engañó a los críticos al
hacerles pasar por alto las sutilezas, las paradojas, las excelencias de su
cine, el arte. En vez de ello Fuller fue acusado notoriamente por su crudeza e
ignorancia, e incluso defensores del cineasta, como Andrew Sarris, se protegían
elogiándole como “un primitivo americano”.
Samuel
Fuller (1912-1997) nació como Samuel Rabinovich en Worcester, Massachussets.
Sus padres eran judíos que provenían de Rusia y Polonia. Tenía once años cuando
su padre murió y su madre se trasladó con sus siete hijos a Nueva York. Su trabajo
como periodista de sucesos le introdujo en el mundo del hampa, las cárceles y
las ejecuciones. Y le enseñó a escribir sin adjetivos. Durante los peores años
de la Gran Depresión recorrió Norteamérica como un pordiosero, durmiendo con
los vagabundos pero con una máquina de escribir atada a él, y mandando relatos
todo el tiempo.
En
1936 estaba en Hollywood escribiendo guiones, pero cuando estalló la guerra
eligió luchar como un simple soldado de infantería, el rango más bajo del
ejército, en lugar de hacerse con uno de los puestos de retaguardia disponibles
para un periodista. En 1980 realizó Uno Rojo: División de choque (The Big Red One, 1980) como la crónica
de seis horas de sus años de guerra. Pero los campos de exterminio son evocados
con frecuencia en sus películas; sin embargo, más como crímenes contra la
humanidad que como un holocausto judío. “La hipocresía acerca de estas
historias de semitismo y antisemitismo es que hablan como si se tratara de una
raza”, decía.
Hizo
sus primeras películas para Robert Lippert, un productor independiente de
filmes baratos, ofreciéndose a rodar gratis sus propios guiones. Los filmes
apenas costaban nada, y Casco de acero, (The Steel Helmet, 1951), una película
bélica hecha con 100.000 dólares, recaudó seis millones, y Fuller se vio
inundado de ofertas de todos los grandes estudios. Puso su propio dinero en Park
Row (Park
Row,
1952), un relato de los periódicos neoyorquinos a fines del siglo XIX y lo
perdió todo. Pero en los siguientes diez años alternó con éxito proyectos para
la Fox y para su propia compañía, Globe Enterprises, e hizo dos obras maestras
hoy casi reconocidas como tales: Manos peligrosas (Pick Up on South
Street,
1953) y Yuma (Run of the Arrow, 1957).
Un
desastroso primer matrimonio (parodiado en 40 pistolas-Forty Guns, 1957)le dejó en la
ruina. Dos de sus películas más extrañas, Corredor sin retorno (Shock Corridor, 1963) y Una luz en
el hampa (The
Naked Kiss, 1964) obtuvieron beneficios, pero Fuller apenas consiguió ver
algo de dinero. Durante un tiempo su segunda esposa sostuvo a la familia
trabajando como recepcionista para un médico. Después de que Lorimar destrozara
Uno Rojo, su relato autobiográfico de la guerra, y que Paramount se negara
a distribuir Perro blanco (White Dog, 1982) por miedo a la controversia,
Fuller se vio obligado a buscar trabajo en el extranjero.
Su
autobiografía, A Third Face, dictada a su segunda esposa, Christa Lang, y a
Jerome Henry Rudes, apareció en 2002.
Tanto
para Samuel Fuller como para Roberto Rossellini la experiencia definitiva fue
la guerra. Sus películas versan sobre la guerra y cómo vivir después de ella.
Pero Rossellini era una víctima civil, mientras que Fuller era un soldado que
mataba gente.
Así,
Fuller tituló su primera película Yo maté a Jesse James (Balas vengadoras, I shot Jesse James, 1949). James era un
“cáncer” que había que eliminar, pero su asesino no puede soportar su propio karma
violento.
“Lo que me interesaba era un asesino reviviendo su crimen… Entonces podías ver
que no sólo estaba enfermo, sino consciente… Él sabía que estaba enfermo… Es
un relato psicológico”.
Mientras
que las películas de Rossellini contemplan la posguerra como una oportunidad de
reconstruir “una nueva realidad”, Fuller se obsesiona con violentas colisiones
en las que uno y el mundo se disuelven en emociones. ¿Dónde está la realidad?
“En verdad creo que es el mundo el que te hace como eres. No eres tú el que
hace el mundo”.
Estamos
programados, pero intentamos ser héroes de todas formas y la cámara de Fuller
nos contempla, infelizmente aislados contra el cielo. También existe la
pretensión de que la Verdad está enfrente de nosotros, que el cine la muestra
(“¡Esto es la Historia!”, anuncia Fuller, en ocasiones con datos escritos sobre
la pantalla), que la Verdad sólo necesita de buenas intenciones (“La prensa es
buena o mala según quienes la dirijan”, se nos dice en Park Row). “¡He visto una
película!”, exclama un chiquillo alemán, relatando cómo se ha enterado de la
existencia de los campos de exterminio, y Fuller, al igual que Rossellini, soñó
con salvar el mundo filmando la Enciclopedia.
Pero
la historia deja paso a “la realidad real”, a lo intemporal, al claroscuro, a
los encuadres distorsionados y a movimientos angulares, a un montaje
eisensteniano y a personajes atrapados como iconos en incesantes primeros
planos o, mágicamente, en mundos de ensueño que atraviesan el tiempo. La
aflicción de Constance Towers en Una luz en el hampa recuerda la de Ingrid
Bergman en Stromboli (Stromboli, 1948). Luces y sombras, paredes y vigas les
ahogan en sus propias emociones, y la voz de una niña salva a ambas -un milagro
en Rossellini, un accidente en Fuller, donde nos masacramos unos a otros
mientras los Budas gigantescos nos observan.
Me has dejado impresionado. Con los ojos como platos. Vi muchas de estas películas en los cines de sesión doble, de niño y de jovencito. No me extraña que los de la nouvelle vague perdieran los vientos por él.
ResponderEliminarEscenas como la del soldado abriendo los hornos crematorios y encontrándose al alemán, que dispara sin munición, son maravillosas.
Pero no he sido yo. Ha sido el amigo Gallagher. Un servidor sólo ha puesto los santos y escogido los clips que acompañan el texto...
ResponderEliminarLa escena que mencionas pertenece a The Big Red One (Uno Rojo: División de choque). Una peli que Sam quería hacer desde finales de los 50 y que consiguió rodar en 1980 con un presupuesto ridículo. Su montaje de 4 horas quedó reducido a 114 minutos en el estreno. Hace poco salió un DVD con un montaje más cabal de casi tres horas de duración que la hace mucho mejor y más comprensible...