Estrenos de ocasión: Ignacio de Loyola (Paolo Dy, Cathy Azanza, 2016)
Por la señora y el señor Snoid
Quizá se pregunten ustedes qué nos hizo acudir al cine para
ver esta película, dado que ni era el aniversario del fundador de la jesuítica
orden, no otorgaban una bula papal con la entrada —ni mucho menos una
indulgencia plenaria— y, además, sabidas son las fricciones entre capuchinos y
jesuitas, debido, por supuesto, a la enorme (e injustificada, a nuestros ojos)
soberbia intelectual de los miembros de la orden de San Ignacio.
Pues un cúmulo de razones:
-La posibilidad de dos horas de aire acondicionado (las
demás cosas que ponían en los multicines eran incluso, en principio, más
pavorosas: pelis infantiles subnormales, una comedia española de apariencia
igualmente subnormal y una especie de film blaxplotation de terror, Déjame salir; como imaginamos que no superaría a
la sueca Déjame entrar, lo dejamos correr).
-El hecho de que Ignacio de Loyola fuera una coproducción
hispano-filipina. Ni siquiera las dos magnas versiones de Los últimos de
Filipinas se
hicieron en régimen de coproducción.
-El más inquietante hecho de que la productora se denominara
Jesuit Communications Company. ¿De nuevo a la conquista del mundo? ¿Esta vez
por medios audiovisuales? ¿Celos de sus rivales del Opus Dei, que recientemente
nos regalaron un carísimo largometraje, Encontrarás Dragones, que sólo vieron los 80.000
miembros de la secta?
Ad Maiorem Dei Gloriam
Sepan ustedes que la relación cine-jesuitismo ha sido larga
y fructífera. Tan larga que arranca en el siglo XVIII. En efecto, el sabio
jesuita Atanasio Kircher, que lo mismo investigaba fósiles de mamuts que
descifraba la escritura copta o intentaba desentrañar los jeroglíficos
egipcios, publicó en 1761 su Ars Magna Lucis et Umbrae, volumen que compila todo lo
conocido hasta entonces sobre las capacidades del ojo humano, los efectos de la
luz, los principios de los relojes solares, las ventajas del uso de la camera
obscura para los
pintores (en esto se adelantó bastante a David Hockney) y un proyecto de
perfeccionamiento de la linterna mágica. De ahí a los Lumière y a Edison sólo
había un paso. Por desgracia, Atanasio era alemán y no francés, y por ello su
presencia en los manuales de historia del cine es inexistente o testimonial.
En 1900 nacieron dos directores que recibieron una jesuítica
educación y además se jactaban de ello: Buñuel y Hitchcock. Suponemos que fruto
de ese esmerado aprendizaje plasmarían sus obsesiones en forma de película:
aquello del “sentimiento de culpa jesuítico” (Hitch), la teología de andar por
casa (Buñuel) y, sobre todo, sus obsesiones sexuales (ambos). Comparen el
catolicismo de estos dos con el catolicismo hedonista de un John Ford: mucho nos tememos
que en el caso de Buñuel y Hitchcock, los padres de la Compañía les habían
pintado la religión con unos colores negrísimos, el infierno con un technicolor
con profusión de rojos y el sexo como la mayor de las degeneraciones...
Lejos ya los tiempos en que la Compañía era la fuerza de choque
de la iglesia, los Tercios (sin cabra), los SEAL, los SAS británicos, la legión
extranjera francesa, etc., los
jesuitas se dedicaron preferentemente a la educación en aquellos países donde
no les habían expulsado, por medio de colegios y universidades que ponían el
precio del crédito por las nubes (les sonarán a ustedes sitios como Deusto y
Georgetown). Sin embargo, no descuidaron su conexión cinéfila: montaban
cine-clubs parroquiales allá donde podían, y como siempre tuvieron fama de ser
más cultos y refinados que otras órdenes, no dudaban, por ejemplo, en programar
películas de Antonioni (algo que contribuyó enormemente a la difusión del
ateísmo en la Europa occidental).
No obstante, la orden
siempre tuvo un cierto carácter esquizofrénico: mientras unos dormitaban en sus
cátedras, otros evangelizaban en lugares muy, muy peligrosos y muy, muy pobres,
y abrazaban lo que se dio en llamar la Teología de la liberación: recordarán ustedes
la cantidad de jesuitas asesinados (por ser marxistas y rojos sin remedio) en
sitios como El Salvador, Guatemala, Honduras y otros países hermanos donde el
fascismo campaba a sus anchas, tal y como querrían un Rajoy, una May o un
Hernando. Ello les dio una popularidad espectacular que se vio reflejada en el
cine. Piensen en La misión,
aquella costosa producción de David Puttnam que no carecía de buenos momentos.
Y recientemente Martin Scorsese nos ofreció Silencio, aberrante película de Jesuitas en Japón que fracasó
estrepitosamente, pero no porque el film fuera malo a rabiar (que lo es) sino
porque el prota no era Leonardo Di Caprio...
Ignacio: The Movie
Lamentablemente, poco podemos decir de este reciente
estreno; yo abandoné la sala al minuto 40 de proyección. La señora Snoid se
negó a acompañarme, pretextando que habíamos pagado por el espectáculo completo
y por el aire acondicionado. Aunque sospecho que sus tendencias masoquistas
algo tuvieron que ver.
De lo que uno vio, y sabiendo ahora que el presupuesto del
film ascendió a un millón de dólares norteamericanos (aunque visto lo visto,
sospechamos que más bien debía ser un millón de pesos filipinos), no podemos
sino constatar la ausencia de “valores de producción”, muy evidentes en las
escenas de masas y batallas.
Ignacio, ante el inminente ataque francés a Pamplona,
convence a sus superiores de que hay que resistir como sea, pues hay que dar
tiempo a que lleguen los refuerzos; de lo contrario, los gabachos se apoderarán
de Navarra entera. Esto es similar a la defensa de El Álamo por parte de John
Wayne, Richard Widmark y Laurence Harvey, que con su heroica resistencia
permitieron reagruparse a Sam Houston y derrotar a los mexicanos del
Presidente-General Santa Anna. En la defensa de la ciudadela pamplonica,
Ignacio se muestra como el Leónidas de 300; qué fintas, qué amagos, qué estocadas... frente a
un ejército francés digital que parece sacado de una consola ATARI.
Nuestro héroe queda herido y los gabachos toman Pamplona.
Sin embargo, su estrategia ha resultado acertada, pues a las pocas semanas
llegan los refuerzos y vascos y navarros leales les zurran la badana a los
franceses de mala manera. Y ello da lugar al mejor momento del film: Ignacio,
convaleciente en el caserío familiar, recibe la visita de miembros de su clan
que anuncian la victoria exultantes. Recuerden que son vascos. Y gritan a pleno
pulmón: “¡VIVA CASTILLA!” (¡GORA KASTILLA!). Sólo por esto merece verse el
primer tercio de la peli. Imaginamos que en los cines de Euskadi y Navarra ya
se habrán producido motines o los cines se habrán venido abajo por las
carcajadas... Aunque, en un detalle muy inesperado, hemos de aclarar que la
peli está rodada no en vascuence, en castellano o en tagalo, sino en inglés...
Para darle mayor proyección internacional, qué duda cabe. Ignacio escribe su
diario en inglés y al final de cada entrada pone The End (de verdad: no mentimos).
Otros momentos jocosos se producen gracias al diseño de
producción: los hidalgos vascos visten en todo momento según la etiqueta
borgoñona (ropa poco apropiada para talar árboles o jugar a pala en el
frontón), la ciudadela de Pamplona se parece tanto a la auténtica como el
palacio de El Escorial a la Casa Blanca, y las escenas en que Ignacio hace de
guardaespaldas de la primera dama (en lenguaje de la época: “aposentador”), que
no es sino la princesa Catalina, una de las múltiples hijas de Juana la loca y
Beautiful Philip, abundantes en diálogo y que provocan en Ignacio una devoción
platónica/pajera, muestran unos intercambios verbales dignos de Gandía Shore. Podrían haberse esforzado un pelín
y haber incluido diálogos que “sonaran” un poco a la época, tal que:
—¿Vos aquí? ¡Os creía en palacio!
Es indudable que la película ganaría mucho si el
protagonista hubiera sido un actor con más empaque. Un Henry Cavill, para
entendernos: el cachas de las de Superman o El agente de CIPOL (o The Man from Uncle). Imagínense a Henry con barba y
disfraz del XVI: un Ignacio casi perfecto, hombre de acción y de letras,
apasionado defensor de la corona y más tarde soldado de Cristo...
Concluyamos con una humilde petición. Desde estas modestas
páginas exhortamos al Papa Francisco, que pertenece a la orden jesuítica, a que
excomulgue a todos los responsables de esta película o bien a que les mande de
misioneros a sitios como Siria, Afganistán, Irak o El Califato Islámico...
Scorsese, tras un pase exclusivo de Ignacio de Loyola |
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