por el señor Snoid
Hemos de confesarles que a nosotros nos entusiasman las
películas malas
de Hitchcock. Es decir, aquellas que el director consideraba fallidas porque no
habían tenido éxito de público: Marnie, Falso culpable, la hoy santificada Vertigo, Yo confieso... Films en los que Hithcock se
olvida a menudo del espectador y que no funcionan como el mecanismo de
relojería bien engrasado de sus películas más —económicamente— exitosas (North
by Northwest, Psicosis, La ventana indiscreta, Los 39 escalones), films en los que el director
parece “dejarse llevar” por sus propias emociones y en los que se olvida de
telegrafiarle al espectador lo que debe sentir o pensar en cada momento (uno de
los aspectos más molestos y enojosos de su estilo). Por descontado, las malas
de solemnidad, que son escasas (Posada Jamaica, Juno and the Paycock, Cortina rasgada) no nos interesan en absoluto.
Una de las películas con peor reputación del director inglés
es Topaz (Topaz, 1969). Y, en parte, tal reputación
es, hasta cierto punto, merecida. Tras la catástrofe taquillera y crítica de Cortina
rasgada (Torn
Curtain, 1966),
Hitch se hallaba en un momento delicado de su carrera. Los ejecutivos de la
Universal, con esa sagacidad que sólo puede tener un ejecutivo de Hollywodd, pensaron:
“Si el cabrón de Preminger consiguió un éxito con el best-seller ese de judíos, Éxodo, ¿por qué no vamos a hacer lo mismo
con el último superventas del autor? Y nadie mejor para dirigirla que
Hitchcock”. Así piensa esta gente y así les va.
El autor mencionado era Leon Uris, responsable de varios
novelones de éxito y de la tala de varias hectáreas de árboles. Hitchcock
comenzó a trabajar con él en el guión y casi inmediatamente le despidió. Como
solución de urgencia llamó a su amigo el dramaturgo Sam Taylor (autor del guión
de Vertigo), que
hizo lo que pudo con el material de base, pero que no pudo impedir que el
“tercer acto” (como dirían los guionistas) fuera un desastre (algo que también
ocurre, en mucha menor medida y que nos perdonen los fanáticos, en Vertigo). Pero lo peor estaba por llegar: Topaz mezcla alegremente un reparto de
actores muy competentes (por orden de preferencia: Roscoe Lee Browne, John
Forsythe, John Vernon) con unos intérpretes que bien habrían podido dedicarse a
cualquier otra profesión (trabajar en un gasolinera, por ejemplo: Frederick
Stafford, Karin Dor, Dany Robin), incluso se nota que actores tan
experimentados como Philippe Noiret y Michel Piccoli no están nada cómodos en
sus papeles. Además, como saben, el director rara vez dirigía a sus actores
(Sean Connery recordaba que sólo le dio dos instrucciones en todo el rodaje de Marnie: que no caminara tan deprisa y que
no enseñara tanto los dientes: “El público no está interesado en el trabajo de
tu dentista, Sean”). Si a ello sumamos que el film posee dos “McGuffins” (error
que Hitchcock no había cometido jamás), primero la obtención de pruebas de que
los soviéticos están instalando lanzaderas de misiles nucleares en Cuba, y
después la captura de un alto funcionario francés que trabaja para la URSS, el
desastre parece completo.
Pues no. Ante semejante cúmulo de adversidades, Hitchcock
decidió potenciar la puesta en escena y obtuvo secuencias magníficas (la huida,
al inicio de la película, del desertor ruso y su familia en Copenhague; casi
todo el fragmento cubano del film, que Guillermo Cabrera-Infante consideraba,
un tanto hiperbólicamente, como “la mejor película rodada en Cuba”, el plano en
que Dany Robin le hace saber a su esposo, el espía André Deveraux (Frederick
Stafford; Hitchcock jamás le llamaba por su nombre; decía “ese actor”.
Imaginamos que pronunciaba la palabra “actor” como si pronunciara
“regurgitación”), que sabe de la existencia de una mujer cubana llamada Juanita
de Córdoba, la escena en el hotel neoyorquino donde se aloja la delegación
cubana...
En entrevistas posteriores al estreno del film,
Hitchcock sólo destacaba el momento en que Enrique Parra (John Vernon) mata a
Juanita de Córdoba (Karin Dor) y el famoso plano cenital en el que “ella se
desploma y su vestido se abre como una flor”. Veámoslo:
Sin embargo, las flores son un elemento omnipresente en el
film, siempre con un sentido ominoso y sombrío.
Al principio, los desertores rusos se refugian en
una fábrica de porcelana. Hitchcock inserta varios planos de detalle de la
elaboración artesanal de las figuritas, tan cursis como las de Lladró, antes de
que los agentes norteamericanos les rescaten de sus perseguidores:
Aparecen cuando el agente de la CIA interpretado por John
Forsythe le “encarga” a Deveraux que investigue la presencia soviética en Cuba:
Surgirán de nuevo
cuando Deveraux hace que uno de subordinados —que, como tapadera, ¡posee una
floristería!— soborne al funcionario cubano para robar unos documentos (mientras la familia de Deveraux le espera en un restaurante):
:
En el encuentro entre los dos traidores franceses:
Estarán presentes
también cuando la esposa de Deveraux le hace saber quién es el traidor francés
(y de paso, que le ha puesto unos hermosos cuernos a su esposo con ese hombre):
Y por último, en uno de
los planos más bellos del film, con ese lento travelling que comienza mostrando la enorme sala de conferencias hasta que
alcanzamos al doble agente francés, Granville (Michel Piccoli).
En fin, unos pocos ejemplos que pretenden demostrar que Topaz no es una película tan despreciable
como han sostenido la mayoría de críticos y estudiosos de Hitchcock. Flores
muertas, flores que mueren, flores que anuncian la muerte... En uno de los
films más sombríos de su autor. Bien sabía él que el contraste dramático es
siempre efectivo. Lástima que el público no lo apreciara en su día.
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